CAPÍTULO LXXIV

Mudanza

Volvamos a nuestro tema. Yo estaba en Szybuscz y había decidido retrasar mi regreso a la tierra de Israel porque le había prometido a Yerujam Freier quedarme hasta que su mujer diera a luz. Poco a poco, fue desapareciendo todo mi dinero, a pesar de que yo procuraba hacer economías y no me compraba fruta en el mercado, que ahora estaba lleno de frutas que yo había estado deseando saborear durante años.

En mis cartas a mi mujer no le dije que no tenía dinero para el regreso; le hablaba, como siempre, de las gentes de mi ciudad, de Daniel Bach, de las huérfanas de Rabbí Jayim, que en paz descanse, de Yerujam Freier y de Kuba, que me había invitado a irme a vivir con él. Por mis cartas, nadie hubiera podido adivinar cuál era mi situación. Por eso me quedé asombrado cuando recibí de mi mujer un salvoconducto para la tierra de Israel y dinero para el viaje. Tal vez no debí asombrarme, ya que las mujeres siempre son asombrosas.

De todos modos, me mudé a casa de Kuba. El día en que volvió de la boda de su exesposa, me rogó ya que me instalase en su casa, pues no le gustaba vivir solo; pero yo rehusé. En una ocasión nos quedamos charlando toda la noche. Al amanecer, él me dijo:

—Desayuna conmigo y luego te vas.

Después del desayuno, me propuso:

—Échate hasta mediodía, luego comemos y te vas.

—Después de comer, me dijo:

—Échate otro poco y luego te vas.

Cuando quise despedirme de él, me dijo:

—¿Qué te falta aquí? ¿Echas de menos el olor de los asados de carne o el ruido de los huéspedes?

En algunas novelas sucede que cuando a uno se le termina el dinero o se queda en la calle, hereda una casa o un castillo. Algo parecido me sucedió con Kuba. Pagué al hostelero lo que le debía, para no pasar por la vergüenza de no poder pagarle si se me acababa el dinero.

Kuba me brindó una hospitalidad realmente espléndida. Por la mañana, me traía agua para lavarme y un vaso de agua clara y fresca para beber y me ofrecía varias comidas al día, incluso con huevos que él, por ser vegetariano, no probaba.

Aquellos días, mis visitas a la sinagoga no eran tan frecuentes; por el contrario, entraba y salía a menudo de casa de Zakaryá Rosen.

Zakaryá Rosen es como un caudaloso e inagotable manantial. ¿De qué no me hablaría él? Me hablaba de nuestra ciudad de Szybuscz y del esplendor de tiempos pasados. Nuestra ciudad ha perdido ya todo su esplendor y nadie le concede importancia, pues todos se vuelven hacia la tierra de Israel. Pero deberíamos preguntarnos si es correcto obrar así, mientras el Mesías se mantenga fuera de la Patria. Pues cuando el rey está en el desierto, los grandes dignatarios de la corte le acompañan.

Tampoco di de lado a Yerujam Freier. Charlábamos siempre que nos encontrábamos. He dicho muchas cosas de Yerujam Freier, hasta he mencionado sus hermosos rizos que son todo su orgullo. Y es que no hay en todo Szybuscz rizos como aquéllos. De momento, no diré nada más sobre Yerujam, pero a propósito de sus rizos me gustaría añadir que me recuerdan los de los predicadores ambulantes de Lituania con sus grandes melenas revueltas. Lo cual no tiene nada de extraño, ya que, como antes he dicho, su padre era lituano.

Donde más a gusto estoy es en casa de Daniel Bach. A veces me acompaña Kuba, por curiosidad. Erela está siempre repasando montones y más montones de ejercicios. Erela trabaja a conciencia, olfatea todas las faltas y las corrige sin que se le pase ni una sola.

He dicho ya que la casa de Kuba está en la misma calle en la que vivía yo de niño. Según mis cálculos, creo que tengo ahora la misma edad que entonces tenía mi padre. ¡Cuántos años han pasado desde entonces! ¡Cuántos males nos han afligido! Cuando estoy solo, tengo la impresión de que nada ha cambiado. Un día me miré al espejo y me asusté, pues en el cristal se reflejaba el rostro de mi padre, y me dije: «¿Qué es esto? Mi padre no puede haberse afeitado la barba». No me había dado cuenta de que aquella imagen era la mía.

Los ingresos de Kuba son escasos. El enfermo que dispone de un poco de dinero llama a otro médico. El que no tiene dinero llama a Kuba. Por si esto no fuera bastante, cuando Kuba tiene una moneda en el bolsillo, se la gasta en los enfermos. Sin embargo, la casa de Kuba está llena de cosas buenas. Hay allí frutas, verduras, huevos, mantequilla, queso y pan de centeno que le llevan los campesinos en agradecimiento por sus cuidados. Y es que los campesinos no tienen una gran opinión de Grobiane, el otro médico, y prefieren tratar con el doctor Milch, que es un hombre más sencillo. Y ellos, a su vez, lo tratan con toda sencillez y le ofrecen lo que tienen. Sin exagerar, puedo decirte que en un rincón de la casa de Kuba encuentras más comida que en todo el mercado judío de Szybuscz. Y puesto que Kuba no come huevos, regala la mitad a los pobres y la otra mitad a la señora Bach. A fin de no quitarles nada a los pobres, no quería aprovecharme de la despensa de Kuba y compraba mi comida en el mercado. Un día, Kuba me sorprendió al volver de hacer unas compras en el mercado y me reprendió duramente por dejar que se echaran a perder sus existencias y comprarme en la tienda alimentos en mal estado.

Volví a contar mi dinero; pero la cuenta estaba hecha pronto, pues mi capital se reducía a dos dólares (sin contar el dinero para el viaje que no quería tocar hasta el día de mi marcha). Dejé de fumar y Kuba elogió mi decisión. Y es que él odia el tabaco. En primer lugar, porque es malo para el cuerpo y, en segundo lugar, porque roba una tierra que podría dedicarse al cultivo de las patatas.

Me resultó difícil renunciar al goce que proporciona el cigarrillo. Y lo peor era que los que encontraba en el mercado estaban acostumbrados a que les invitara a fumar; si ahora les decía que no tenía tabaco, se sentirían defraudados. Decidí ir a la ciudad y comprarme cigarrillos para poder invitar a los que me pidieran.

Ignaz, al verme gritó:

Peniendze!

Los tres agujeros de su cara eran repulsivos y en ellos se leía una sonrisa burlona. Yo me sentí molesto y estuve a punto de reprenderle. Luego me dominé, metí la mano en el bolsillo, saqué un dólar y se lo di. Él me cogió la mano y me la besó.

—¿Qué es eso, Ignaz? ¿Por qué me besa la mano?

—El señor es tan bueno… y como me ha dado un dólar…

—No he hecho más que darle su salario por haber dicho Peniendze y no maos. Debe usted saber que, siendo de la tierra de Israel, no puedo permitir que se nombre al vil metal en la lengua sagrada; le he recompensado por decir Peniendze en lugar de maos. Pero no puedo perder el tiempo charlando con el primero que llega; por eso voy a darle otro dólar, pero deje ya de molestarme. A partir de ahora, aunque esté todo el día diciendo maos no pienso darle nada. Tengo otras cosas en que pensar y no puedo dedicar ni un momento al vil metal. ¿Lo ha entendido?

Ignaz me miró como un sordo. Yo volví a meter la mano en el bolsillo y le di otro dólar.

Hermanos, ¿os acordáis de la historia del joven que no tenía más que dos monedas de diez céntimos y con una compró un ramo de flores y con la otra se hizo limpiar las botas? Aquel joven recibió, a cambio de su dinero, un ramo de flores y unas botas relucientes; ahora, en cambio, sólo tiene entre las suyas la mano de un mendigo y sus botas siguen estando sucias.

Al separarme de Ignaz, pensé: «No debí hacerle llorar; si hubiera seguido dándole unos céntimos cada día, su corazón se hubiese mantenido indiferente y el pobre hombre no hubiese llorado». Entonces, mi otro yo, el de los malos pensamientos, el que no me deja disfrutar de mis buenas acciones, me dijo: «Hoy llora porque le diste todo tu dinero; mañana, cuando no tengas nada que darle, reirá».