CAPÍTULO LXXIII

Modos de un escritor

Volví al hotel y pagué mi hospedaje. Las libras que traía se convirtieron en dólares, los dólares, en florines, y los florines, en céntimos. Pensaba en tiempos pasados, cuando mi bolsillo estaba repleto, y en tiempos venideros, cuando estuviera vacío. A cada moneda le daba más vueltas de las que le correspondían y ahorraba hasta en los gastos más insignificantes. Llegué a escribir mis cartas en el papel que sobraba de las que recibía. Un día quería escribir a mi mujer y no tenía papel. Así que cogí el testamento que había hecho durante mi enfermedad, borré lo que había escrito entonces y escribí la carta en la otra cara del papel.

Me parece estar viendo a mi mujer, tratando de descifrar lo borrado. Y le digo: «¿No ves que lo he borrado? Si quieres, puedo prestarte mis gafas».

Mi mujer se sobresaltó y dijo: «¿Usas gafas? Cuando te fuiste de la tierra de Israel tenías buena vista». Yo le dije: «La luz de mis ojos se ha debilitado un poco». Ella dijo entonces: «Eso es de estar tanto tiempo en la sinagoga, entre libros polvorientos que te llenan de polvo. ¿Has ido a ver al médico?». Yo le dije: «Estoy constantemente en manos de un médico». «¿Y qué te dice el médico?». «El médico me dice: “¿Has venido hasta aquí para estudiar el Talmud?”». «Entonces volvamos a casa», dijo mi mujer. Yo le dije: «¿Y qué hago con la llave?». Ella dijo: «Ponía en el armario de la Torá y cuando los muertos vayan a leer la Torá se la llevarán». «¿Y qué harán los vivos?». Mi mujer dijo: «Nadie quiere esa llave». Yo dije: «Mientras el libro Las manos de Moisés estaba en la ciudad, la llave no era necesaria. Ahora que el libro ya no está aquí, necesitarán la llave». Mi mujer dijo: «¿Por qué te has puesto colorado?». «¿Que me he puesto colorado? Yo creí que había palidecido». «¿Por qué?». «Por la pena». Mi mujer dijo: «¿Tienes una pena?». Yo le dije: «Es que debo cargar sobre mis hombros el armario en el que guardo la llave». Mi mujer preguntó: «¿Un armario tienes que cargar sobre tus hombros?». Yo le dije: «No sólo un armario, sino toda la sinagoga». Mi mujer dijo: «La sinagoga vendrá sola». «¿Quieres decir que vendrá tras de mí?». «¿Te has creído que iba a quedarse sola?». Entonces dije a mi mujer: «Espérame. Contaré el dinero, a ver si me alcanza para el viaje».

Entonces mi mujer dijo a los niños: «¿Habéis oído? Vuestro padre vuelve con nosotros a la tierra de Israel». Los niños me abrazaron y me besaron gritando: «¡Qué bueno eres, padre!». Yo les dije: «Si vosotros sois buenos también, os dejaré entrar en vuestra vieja sinagoga y estudiaré la Torá con vosotros. ¿Cuándo volvéis, hijos? ¿Teméis que os obligue a vivir en el extranjero para siempre, a fin de que aprendáis la Torá? No temáis; volveré a la tierra de Israel y vosotros también, pues no hay Doctrina como la de la tierra de Israel».

Mis hijos volvieron a abrazarme diciendo: «¡Qué bueno eres, padre!».

Miro las paredes de la vieja sinagoga y les digo: «Ya lo veis; ha llegado la hora de que vuelva a la tierra de Israel». Las paredes de la vieja sinagoga se inclinan, como si quisieran abrazarme porque me voy a la tierra de Israel. Yo les digo: «Si queréis, os cargo sobre mis hombros y os llevo conmigo». Las paredes de la sinagoga me dicen: «Pesamos mucho y no hay ningún hombre que sea lo bastante fuerte para llevarnos sobre sus hombros. Pero coge la llave y márchate y cuando llegue el momento te seguiremos». Yo les digo: «¿Cómo queréis seguirme? ¿Piedra por piedra? ¡De ningún modo! Quiero que vengáis todas juntas. ¿Os da vergüenza viajar vacías? Traeré a mis hijos y los pondré junto a vosotras. ¿No sabéis que mi mujer me ha escrito para decirme que ella y los niños volverán muy pronto a la tierra de Israel?».

Aquel mismo día, llegó una carta de mi mujer que decía: «Tú estás en Polonia y nosotros en Alemania. Y, entretanto, los niños se acostumbran a vivir en el extranjero y si nos quedamos más tiempo no nos sentiremos a gusto ni aquí ni allí. Además, si hemos de volver a casa, cuanto antes mejor, para que los niños no pierdan el curso escolar».

¿Quién reveló a la gente de mi ciudad el secreto de que yo pensaba volver a la tierra de Israel? Yo no había dicho nada, pero todos me preguntaban: «¿Cuándo vuelves a casa?». Aquel mismo día, Yerujam Freier me pidió que me quedara hasta que su mujer diera a luz.

—Me iré después de la circuncisión —le dije.

El rostro de Yerujam Freier se iluminó, como si mis palabras le hubieran dado la seguridad de que su mujer tendría un varón.

Con la alegría de Yerujam me alegré yo también. En primer lugar, porque en la ciudad nacería un niño judío por primera vez en muchos años. Y, en segundo lugar, porque había encontrado un pretexto para retrasar mi marcha; pues no es fácil para el hombre trasladarse de un sitio a otro. Pero, por otro lado, me sentía furioso con Yerujam: no contento con haberse marchado de allí, ahora retrasaba mi vuelta.

Por aquellos días, Jerusalén se me aparecía en todo su esplendor. Volvía a ver mi casa, disfrutando de paz, a mis hijos jugando entre los olorosos pinos del jardín cuyo aroma inunda todo el vecindario en los últimos días de verano, cuando el cálido sol baña los árboles y sopla la brisa, el cielo bruñe sus bóvedas azules y la tierra caliente levanta sus ojos hacia él, entre los espinos que se tuestan al sol.

Volví a contar mi dinero y me estremecí. No me quedaba lo suficiente para pagar el alojamiento del próximo mes y, lo que era más grave, no me alcanzaba para pagar el pasaje del barco.

Pero no me desanimé, pues un editor de la tierra de Israel había publicado varios relatos míos y había prometido pagarme mis derechos. Al mismo tiempo, recordé una antigua deuda de otro editor. Escribí a ambos, para pedirles que acelerasen el pago. El de la tierra de Israel no contestó. Seguramente estaba en el extranjero, como acostumbraban a hacer los ricos de por allá, que en la estación fría se van a países cálidos y cuando hace calor se trasladan a tierras frías. Y el que vivía en el extranjero me contestó: «Al contrario; es usted quien me debe dinero». ¿Cómo es posible? «El importe de los libros que me compró excede al de sus derechos de autor». Entre nosotros, es costumbre que la mayoría de los lectores pidan al autor que les regale un ejemplar de su obra, y muchas veces él tiene que invertir en libros para regalo todo lo que percibe por la obra.

Sin proponérmelo, me he calificado a mí mismo de escritor. Dado que hoy en día no sólo se aplica esta palabra a los sagrados escritores de la Torá, sino a todo aquel que se dedica a escribir, no temo pecar de presuntuoso al designarme a mí mismo como tal.

En otro lugar, me he referido ya a la historia del poeta al que, estando todavía en la cuna; otorgó el Cielo dones especiales que ninguna criatura había podido disfrutar jamás en este mundo. El niño quería ser poeta; entonces fue a él un enjambre de abejas que le llenó la boca de miel. Cuando creció y aprendió la Torá, se le ocurrían todos los versos y los himnos de alabanza que ya siendo niño quiso proferir, y entonces los escribió y el pueblo de Israel los incorporó a sus rezos. ¿Y cómo escribió los lamentos? Las abejas, al darle la miel, le habían clavado sus aguijones y aquel dolor le inspiró los lamentos para el nueve de Ab.

Rabbí Eleazar Kalir[*] poseía un don especial que no tenían otros poetas que, de carácter más reservado, disimulaban sus desdichas entre las desdichas de la comunidad y dedicaban sus poesías y sus lamentaciones al pueblo de Israel de modo que, al leerlas, a cada una le parece que se refieren a él mismo.

Hubo otros poetas que tenían siempre presente su propia desdicha, pero eran muy modestos y hacían suya la desgracia de la comunidad, como si cada una de las calamidades que afligían a Israel se abatiera sobre ellos.

Había otros poetas que tenían presente su propia desgracia, pero sin olvidar la desgracia de la comunidad, pues decían que, siendo Dios todo misericordia, Él debía recompensar a los que sufrían, por lo que sufrían sus desdichas con resignación, consolándose con la esperanza de la Salvación, pues, llegada la hora, el Santísimo, alabado sea, redimirá a Israel de sus males. Se tragaban las lágrimas y recitaban poesías.

Nosotros no tenemos la fuerza necesaria para obrar como ellos, sino que obramos como el niño que moja su pluma en el tintero y copia lo que escribió su maestro. Mientras tiene ante los ojos el modelo del maestro, el niño escribe primorosamente; cuando el modelo desaparece o él introduce algún cambio por su cuenta, sus escritos pierden su hermosura. El Altísimo, alabado sea, ha hecho un convenio con todo lo creado durante los Seis Días: que nada ni nadie podrá cambiar el carácter que Él le imprimió (exceptuando las aguas del mar, que se separaron para dejar paso a Israel), y la escritura con buril pertenece a sus primeras criaturas.

Y creo que será oportuno explicar aquí por qué, siendo escritor, no escribí nada mientras estuve en Szybuscz. Es más, cuando algo hacía vibrar mi corazón, yo lo desechaba y, si insistía, me decía a mí mismo: «¿No sabes que aborrezco el olor a tinta?». Cuando comprendo que no existe escapatoria, escribo, para quedar tranquilo. Mientras estuve en mi ciudad muchas cosas hicieron vibrar mi corazón, pero cuando las desechaba se iban y no volvían.