CAPÍTULO LXXII

Lo que pasa por mí

El primer día de la semana, después del desayuno, fui a recoger a Kuba para ir con él donde se guardaba el luto por Rabbí Jayim. Por el camino, pensé: «Rabbí Jayim ha muerto sin dejar un hijo varón que pueda rezar el Qaddish por la ascensión de su alma. Le haré un verdadero favor si estudio un capítulo de la Mishná». Y dicho y hecho, me fui a la sinagoga.

En la vieja sinagoga reinaban verdadera paz y sosiego, una paz como hacía días no disfrutaba. La montaña proyectaba su sombra sobre las ventanas, protegiendo el edificio contra los ardientes rayos del sol. Había en la sinagoga una luz que no parecía de este mundo.

Un gran silencio envolvía el coro y el púlpito. A la derecha, el atril del recitador y, en él, un libro de rezos. Hace meses que este libro no se ha abierto y no ha salido de él una oración; no se ha abierto el armario de la Torá ni se han sacado los rollos, como no lo hayan hecho los muertos que se aparecen por la noche. Lo mismo ocurre con los otros libros que yacen desperdigados por anaqueles, uno aquí y otro allá, como yace el que no puede levantarse.

Sin pensar que había venido para hacer un favor a Rabbí Jayim, cogí un tomo del Talmud. De tal modo me sumí en el estudio que sin que me diera cuenta llegó el mediodía y sonó la campana de la iglesia de los otros. Era la hora en que todos los trabajadores de la ciudad dejaban el trabajo y se iban a comer. Alcé la voz para que los sones de la Torá ahogaran las voces de las cosas temporales.

Volvió a sonar la campana, para llamar a las gentes al trabajo. Yo, que no había dejado el estudio para ir a comer, seguí con mi tarea; pero si por la mañana estudiaba de pie, con una pierna apoyada en el banco, ahora lo hacía sentado.

En el hotel, la mesa está puesta y la comida retirada del fuego. Si no me apresuro, se enfriará la comida y la patrona se pondrá furiosa por haber trabajado en vano, y tal vez Krolka se impaciente también, pues mi retraso le impedirá fregar los cacharros.

El pensamiento del hombre no permanece quieto en el mismo sitio. Al poco rato, mi pensamiento cambió de rumbo. «Fíjate —me dije—, un hombre va al mercado y ve a otros dos tirando de un abrigo; “Yo lo encontré”, dice uno; “Yo lo vi primero”, dice el otro. “Es mío”, dice éste. “Es mío”, insiste el otro. Si el hombre ama la paz, da un rodeo para no ver cómo se pelean sus camaradas, entra en la sinagoga, abre el Talmud y encuentra un caso semejante; entonces se le hacen gratos». ¿Por qué? Porque ha estado estudiando el Talmud y ha visto que la Ley los tiene en cuenta. Yo soy este hombre. Yo, que no entiendo las preguntas existenciales del mundo, leo una página del Talmud y mi corazón se llena de amor y comprensión incluso hacia las cosas más mediocres de Israel, sólo porque los profetas han hablado de ellas. Grande es la doctrina que lleva al amor.

Empezó a oscurecer. Llegó la hora de la oración de la tarde. Me propuse rezar una oración rápida, para poder volver cuanto antes a mi estudio. Pero como empecé por «Bien hayan quienes…», me entretuve con ella a causa del elogio que contiene hacia los que permanecen en la sinagoga.

Unos rezan aprisa porque les gustan las palabras que pronuncian y hacen como si se las tragaran con avidez. Otros rezan despacio, modulando las palabras porque les gustan y les duele separarse de ellas. No sé a quién prefiero, si al que reza de prisa o al que reza despacio. ¿Cómo recé yo? Pronunciaba de prisa las palabras que me gustaban y, porque me gustaban, luego las repetía. Hice lo mismo en la oración de la noche. El hombre debe procurar rezar en la comunidad, «pues la oración de muchos es escuchada», pero en aquellos momentos el hombre olvidó que existían comunidades y el Altísimo, alabado sea, llenó todo su mundo. Y se recogió profundamente hasta olvidarse de su propia existencia, para no disminuir la Gloria Divina.

Al terminar mis oraciones, encendí una vela. Inmediatamente, me puse de nuevo a estudiar. Si durante todo el día estudié en voz alta, por la noche levanté la voz todavía más. De hora en hora, la voz adquiría nuevas tonalidades, como si saliera del propio Talmud. Y como la voz del Talmud es tan dulce, yo tendía el oído para escuchar. La vela se consumió entre mis dedos, pero yo no me moví. Quizás hayáis oído decir alguna vez que los perseverantes rezan con una vela entre las manos para que la llama les queme los dedos si se duermen y puedan volver al estudio. Este hombre no necesitaba recurrir a tales medios, pues el que estudia la Doctrina por amor no se duerme y sólo interrumpe su estudio para cambiar la vela.

Entre vela y vela, pensaba: «En estos momentos, no hay en toda la ciudad otro que esté estudiando». No lo hacía por vanagloriarme, sino porque me sentía contento de velar al mundo.

¿Cuántas horas estuve así? Cuando dejé el estudio y volví al hotel, toda la ciudad dormía, excepto la casa del rabino. Al parecer, también él dedicaba la noche al estudio. O quizás estaba escribiendo su nueva exégesis y resultaba que, en efecto, yo había estado velando al mundo solo.

Abrí la puerta y entré en el hotel. Todos los de la casa dormían profundamente. Tampoco se oía nada en la habitación de Raquel. Me fui a mi habitación, andando de puntillas.

El quinqué ardía con poca llama, iluminando un poco la oscuridad, y, a su lado, había una fuente tapada con un plato. En honor de la señora de la casa, tengo que decir que me había preparado cena. La ingerí con buen apetito, me acosté y me dormí. Hacía muchas noches que mis ojos no se cerraban tan dulcemente.

Después del desayuno, volví a la sinagoga, e hice lo mismo que la víspera, sólo que esta vez empecé por el principio del tratado, para estudiar con método y llegar a dominar el capítulo por completo, no como el que va picoteando, un párrafo aquí y otro allá.

Fueron días hermosos. Pasaron las tres semanas del luto y empezaron los días del consuelo. El mundo me parecía totalmente nuevo, pues nací el nueve de Ab y ese día todos los años siento como si se me renovara el corazón.

Llegó el mes de Ab, con sus días calurosos, por lo que no era necesario que encendiera la estufa. Si no se enciende la estufa, nadie viene a calentarse. Todos los que solían frecuentar la sinagoga andaban ahora de acá para allá, buscando la forma de ganarse la vida. Éste se queda en su tienda, mordisqueando el metro, aquél se va tomar el fresco y el de más allá recorre los pueblos de los alrededores, cambiando utensilios por comida. Dios haga que no se esfuercen en vano.

Mientras estudias, sientes gran alegría. Cuando interrumpes el estudio, empieza a mortificarte tu corazón. Mientras estudiaba, me sentía contento; cuando interrumpía el estudio, lamentaba haber pasado tantos días sin estudiar. Los días y los años se ofrecían a mis ojos como fuentes agotadas, tristes y vacíos. ¿En qué estaba pensando al permitir que pasaran los días y los años en vano? Padre Celestial, Tú das la vida a todas las criaturas y al hombre le das, además, el entendimiento. En la vida que me diste, ¿dónde quedó el entendimiento? «La insensatez humana extravía el camino y el hombre se enoja con Dios». Este hombre extravió el camino y no se enoja consigo mismo, sino que su corazón le echa las culpas al Altísimo, alabado sea.

Entonces, ¿todo depende de los actos del hombre? ¿Todo lo bueno y todo lo malo que le ocurre es motivado por sus actos? Si existe un Ordenador de todas las cosas, ¿por qué debe el hombre pagar las consecuencias de sus actos? Hace ya tiempo que los sabios se ocupan de esta cuestión y todos la explican a su modo; yo no trato de explicarla como ellos, sino como la explicaron nuestros Profetas —bendita sea su memoria— con el ejemplo del hombre ante el que se abrían dos caminos.

Volvamos a nuestro tema. He enderezado de nuevo mis pasos hacia la observancia de los Mandamientos. He hecho examen de conciencia y mis pies, que hasta ahora me llevan al mercado, a las calles, a los campos y al bosque, han hallado de nuevo el camino de la sinagoga.

Según mis cálculos, me quedaba dinero para un mes; haciendo grandes economías, para dos. Antes de ahora me había preguntado ya: «¿Y después? ¿Tal vez deba instalarme en la leñera y usar la mano como almohada, como hacía Rabbí Jayim, que en paz descanse? Además, el hombre necesita algo más que un pedazo de pan para comer y un vestido para cubrirse. Hoy vistes como un señor, ¿qué harás mañana? Los vestidos del hombre no duran siempre y al fin te ocurrirá lo que a aquel forastero cuya imagen no se aparta de tus ojos desde hace días».

¿Qué le ocurrió al forastero? Un día, era la víspera del Sábado, al anochecer llegó a la posada de nuestra ciudad un hombre bien vestido, con cadena de oro, pluma de pavo real en el sombrero y cartera de piel en la mano. Fue recibido con grandes honores, pues se veía que era rico. Se sentó a una mesa, pidió un vaso de té y se lo sirvieron. Él lo apartó diciendo: «Tiene una mosca». Le pidieron perdón y le sirvieron otro vaso. Él frunció los labios y dijo: «Hay una mosca en el vaso». Le trajeron otro y no lo bebió. Al cuarto vaso, empezó a gritar: «¿Es que no sabéis darme más que moscas?». Por la mañana, se envolvió en su manto y acompañó el rezo con una danza, como si no estuviese en tierra extraña. Entonces los de la posada se echaron a temblar y llamaron a los vecinos. Vino con ellos un bruto que empezó a meterse con el forastero y le rasgó el manto. El forastero gritó: «¡Ladrón! ¡Me has robado el reloj!». El bruto le dio un puntapié y lo tiró al suelo. Toda la ciudad se alborotó. «Ese hombre no está en su juicio», decía la gente. Se presentó un policía y lo llevó ante el juez. Los dueños de la posada fueron tras él, exigiendo que les pagara lo que les adeudaba. Él echó mano al bolsillo y no encontró su dinero. «Me han robado», dijo, echándose a llorar. Algún tiempo después, llamó a nuestra puerta un mendigo. Al verlo, me asusté y exclamé: «¡Si es el forastero!». «El mismo», sonrió él. Mi madre le dio comida, ropa y calzado, pues iba cubierto de harapos y con los zapatos rotos. «¡Pobrecillo! —susurré—. ¡Hay que ver a lo que ha llegado!». Él dijo, sonriendo: «Está bien, está bien».

Volvamos a nuestro tema. Mi dinero era cada vez más escaso. Todos los días pago mi cuenta y cada día que pasa tengo menos dinero. Yo le digo: «¿Por qué te vas tan aprisa? Mañana, cuando quiera comprarme un traje nuevo o unos zapatos, tú no podrás ayudarme». Él me contesta: «¿Quién soy yo y qué puedo yo hacer?». Yo le digo: «Cuando me compré el abrigo, no me hablaste así, sino que te apresuraste a cumplir mis deseos». Mi dinero me dice: «Entonces era mucho y ahora soy poco y no puedo llegar hasta donde llegaba entonces». Yo le digo: «¿Qué puedo hacer?». Mi dinero dice: «¡Y qué sé yo! Pero un consejo sí puedo darte: antes de meter la mano en el bolsillo, piénsalo dos veces». Yo le digo en tono de burla: «¿Y de este modo te multiplicarás?».

Mi traje es todavía bastante bueno y no necesito comprarme otro. También mis zapatos están en buen estado. Para que no se rompan y no tenga que mandarlos arreglar, procuro andar poco y cuando salgo a la calle piso con suavidad, para que me duren más.

—¿Por qué teme tanto este hombre que se le rompa el traje y se le desgasten los zapatos? Hay muchos hombres de buena familia que andan por ahí con el traje roto y no por ello pierden dignidad. Pero es por el bien de sus conciudadanos por lo que no quiere ser como ellos. Antes, cuando perdía el tiempo en fruslerías, pensaba: «¿Qué le importa al pobre que su amigo sea rico? ¿Procura acaso el rico algún placer al pobre vistiendo bien y comiendo platos exquisitos? ¿Perderá algo el pobre porque su amigo vaya tan harapiento y pase tanta hambre como él?». Muchas veces, me lo explico así: «Para el hombre, su dignidad es tan preciosa como su alma; por eso se alegra de la riqueza de su amigo». Otras veces, me digo: «Por ley natural, el hombre ama la belleza; aunque el pobre nada gane con los bienes del rico, sus ojos se recrean al contemplar su riqueza, y del mismo modo que se alegra al ver al rico adornar la tierra con sus hermosos trajes, también sufre al ver a los pobres que la ensombrecen con sus harapos».