En la muerte de Rabbí Jayim
Después de dar sepultura a los restos de Rabbí Jayim, Zakaryá Rosen se apoderó de mí y me llevó al viejo cementerio donde me mostró las tumbas de los grandes de Szybuscz, los rabinos que fueron orgullo de nuestra ciudad y ahora proclamaban en el otro mundo la gloria de Szybuscz. Entre ellos, figuraban parientes de parientes suyos y parientes de su mujer, que también era pariente suya, ya que en las familias elegantes es costumbre casarse con parientes. Iba leyéndome lápida tras lápida, incluso aquéllas en las que ya no era posible descifrar la inscripción. Pero Zakaryá Rosen no sólo me decía las palabras que en su tiempo se grabaron en las piedras, sino mucho más. Sin temor a exagerar, puedo decir que si aquellas cosas no figurasen ya en el libro La cadena de la tradición, hubieran tenido el valor de la novedad.
Al amanecer, volví a la ciudad. El cansancio me hizo desistir de ir a la capilla y decidí recibir el Sábado en el hotel.
La señora Sommer encendió los cirios, pronunció la bendición entre lágrimas y se fue junto a su hija Raquel. Sommer, desde el extremo de la mesa, oraba con expresión de profundo pesar. No había terminado aún sus oraciones cuando volvió su mujer, retorciéndose las manos y, acercándose a él, le instó a que abreviara sus rezos y fuese en busca de Sara Perle, ya que no había otra comadrona en la ciudad.
Sommer se quitó el cinturón, cogió el bastón y salió como el que va al encuentro de una desgracia; pues desde el día en que Raquel contrajo matrimonio con Yerujam Freier existía cierta tirantez entre la familia Sommer y la familia Bach. Krolka iba y venía sin cesar. Luego, cogió una vela encendida y salió a la puerta para iluminar el camino a los que iban a entrar.
Sara Perle entró en la habitación de Raquel y estuvo en ella casi una hora, tratando de calmar a la joven. Olvidando sus agravios, le dio un beso en la frente y la llamó hijita, y Raquel se recostó en su pecho, como una hija. Era como si la entrada de Sara Perle hubiera sellado la reconciliación entre las dos familias. Cuando se disponía a salir, se encontró con Yerujam. La familia Sommer se sintió violenta, pues el encuentro les recordó la afrenta sufrida por Erela.
Los sufrimientos de Raquel les hacían olvidar los de Babtsche. Riegel había dejado de interesarse por ella y David Moisés se había prometido con otra muchacha. Hacía dos o tres semanas, David Moisés escribió a Babtsche una carta en la que decía que ella sería la única mujer de su vida, en este mundo y en el otro —hablaba igual que su padre—, y que sin ella no sabría vivir. Y a los pocos días vino retratado en el periódico, al lado de su prometida. ¿Quién le quedaba a Babtsche? Unicamente Zvirn. Y éste empezaba a conducirse con ella como un amo, pues para él el dinero era más importante que el amor y a veces llegaba a anularlo por completo. Unos días, la miraba afectuosamente y hacía como si todavía se sintiera dominado por ella; otros días, la hacía trabajar como un hombre y le regateaba en el sueldo. En este mundo todo está desquiciado. Y hay cosas que van de mal en peor.
Babtsche luce bonitos vestidos; empezó a ponérselos cuando echó el ojo al nieto del rabino. Por ellos dio de lado a sus antiguos camaradas y trató de congraciarse con Riegel; pero fueron comprados con el dinero de Zvirn. Si Zvirn no cambia de actitud antes de que los vestidos se rompan, ella tendrá que volver a ponerse la chaqueta de piel, que está ya bastante raída; otra chaqueta no podrá comprarse, pues aunque haya en el hotel bastantes clientes, no se gana con ellos lo suficiente para comprar ropa nueva.
Estos otros clientes han desbancado al viajero que venía sólo por una noche. Todavía ocupa la mejor habitación; pero ya no tienen con él tantas atenciones ni le preparan platos especiales. El viajero no profiere quejas ni reproches, pues la gente no se muere de hambre, sino de indigestión, como dice el doctor Milch. A veces se pregunta si no sería mejor irse a vivir con Kuba, quien suele decirle: «Estarías mejor en mi casa sin pagar que en el hotel pagando. ¿O es que no puedes vivir sin oler a carne y a manteca?».
Los clientes del hotel cambian a diario. Son distintos entre sí, como distintas son sus respectivas ocupaciones. De los dos que llegaron la víspera del Sábado por la mañana, uno es el mejor elemento con que se puede contar para el rezo en comunidad o, guardando la debida distancia, para una partida de cartas. El otro tiene personalidad, una hermosa barba, un respetable abdomen y una mirada comprensiva. Pero tuvo poca suerte en los negocios. Tal vez hayáis oído hablar del hombre que arrendó un bosque a su propietaria y apenas hubo pagado el importe del arrendamiento se descubrió que el marido, sin el consentimiento de su mujer, había vendido el bosque a Pan Jakubovitz. A oídos del arrendatario llegó el rumor de que el hijo de Sommer estaba en buenas relaciones con la propietaria y pensó que tal vez el muchacho pudiera hacer algo por él. No sabía exactamente de cuál de los dos hermanos se trataba, pero decidió que no podía ser otro que Dolik, que es osado y despierto. De modo que se mostró con él cortés y obsequioso, para granjearse su amistad, mientras Lolik se le antojaba —¡con perdón!— como una muchacha ligera de cascos con la que no valía la pena cambiar ni una palabra. Y si a Lolik le daba por hablar con él, le respondía a regañadientes, regateándole las palabras.
De pronto, Babtsche levantó la cabeza y miró a Yerujam.
—¿Querrías explicarme por qué casasteis a la hija menor antes que a la mayor? —preguntó a su madre.
—¿Qué mosca te ha picado? —le dijo su madre.
—Si no queríais qué él se os escapara, ¿por qué no lo casasteis conmigo?
Yerujam levantó los ojos y miró a Babtsche. Esperemos de la Divina Misericordia que en este caso sus ojos no fueran los emisarios del corazón.
Cuando nos levantamos de la mesa, me dije: «Si me voy a mi habitación, Yerujam vendrá detrás de mí. Estoy cansado y no tengo ganas de conversación». Salí a la calle para dar un paseo, pues el caminar cansa el cuerpo, pero el hablar sin ton ni son cansa el alma y a veces hay que sacrificar el cuerpo para salvar el alma.
Empezó a lloviznar. Entré en mi habitación, cogí un libro al azar y lo abrí. No hallé en él grandes cosas y las cosas pequeñas que hallé no lograron conmoverme. Dejé el libro y miré por la ventana. Me pareció que había dejado de llover. De modo que me levanté y salí de la habitación.
Dolik se acercó a mí y me dijo:
—¿Está mirando si ha dejado de llover?
(No había en todo Szybuscz una sola persona con la que hablase menos que con Dolik).
—Sí —respondí.
—Antes cesó también la lluvia y luego volvió.
—Ajá —respondí.
—Por si está pensando en salir, le diré que en mi opinión no merece la pena. Se mojará.
—Entonces volveré a mi habitación —dije, más para mí mismo que para él.
—¿Me permite que entre un momento? —preguntó Dolik—. No le robaré mucho tiempo.
Yo reflexioné: «Vale más un amigo que mil enemigos», de modo que le dije:
—Está bien. Entremos.
—Conque tenía usted esta habitación… —comentó él al entrar—. ¿No es curioso que no haya entrado ni una sola vez desde que está usted aquí?
Entonces pensé: «Pesa más un enemigo que mil amigos».
—Sí; muy curioso —respondí, moviendo afirmativamente la cabeza.
—Está usted cansado —dijo Dolik.
—Sí; es cierto —respondí.
—La muerte de Rabbí Jayim me ha impresionado profundamente —dijo entonces Dolik.
Yo asentí en silencio.
—Era un hombre auténticamente piadoso —añadió Dolik.
Yo me dije que todos los que habían hecho el elogio de Rabbí Jayim, ni uno solo había hallado una frase tan apropiada como la que Dolik acababa de pronunciar.
—Señor Sommer, eso estuvo muy bien dicho: «un hombre auténticamente piadoso».
—Todo lo que se dijo de que su hija se había marchado a Rusia no eran más que calumnias. No estaba en Rusia, sino en una colonia de emigrantes. ¿Qué induciría a una muchacha tan delicada a elegir un trabajo tan duro? A juzgar por cómo iba vestida, no parece que haya hecho fortuna.
—Allí se prepara para emigrar a la tierra de Israel —dije.
—Eso me han dicho. Pero ¿con qué objeto?
—Con objeto de empezar una nueva vida.
—¿Una nueva vida?
—Hay personas que no encuentran ningún aliciente en la vida que aquí llevan y por eso tratan de cambiar de vida —le dije—. Hay quienes dedican su vida al trabajo y hay quienes viven sin hacer nada.
—No veo adónde quiere ir a parar.
—¿Cómo explicárselo? Usted mismo dijo que Rabbí Jayim era un hombre auténticamente piadoso, cosa que no se le ocurriría decir de nadie más. ¿Por qué? Porque él obraba de modo distinto a los demás hombres.
En aquel momento entró Krolka y dijo:
—El señor arrendatario del bosque pregunta por el señor Dolik.
—Tengo trabajo y no puedo salir —dijo Dolik.
Cuando la muchacha dio media vuelta para marcharse, él la llamó y le dijo:
—Dígale a ese gordo que me espere sentado. Y, si aun así se cansa, que vaya cantando himnos. Me parece que está usted fatigado. Me voy. Adieu.