CAPÍTULO LXX

El testamento de Rabbí Jayim

La pequeña dislocación del tobillo trajo consigo otra enfermedad más grave, como les suele ocurrir a los ancianos cuando permanecen en cama mucho tiempo. Rabbí Jayim aceptó sus sufrimientos en cama con resignación; no se advertía en él ningún cambio ni se escapaba de sus labios el menor suspiro. Kuba iba a verle todos los días, le cambiaba las medicinas y charlaba con Sipporá. Ana y Sipporá se turnaban para cuidar a su padre. Ana de noche y Sipporá de día. Algunas veces, Sipporá tenía que marcharse y dejarle solo, porque su madre no podía permanecer tanto tiempo de pie junto al fogón, y Sipporá guisaba para toda la familia, incluso para su padre, pues desde que estaba enfermo Rabbí Jayim había dejado de ser tan escrupuloso y comía lo que le daban. Un día en que estábamos él y yo solos, le pregunté cómo se sentía.

—Que Dios haga conmigo lo que quiera —susurró, y cerró los ojos.

Creí que se había dormido, pero al poco rato le vi mover los labios. Escuché atentamente y pude oírle decir:

—Las aves se consideran puras cuando se les agujerea o se les corta el pescuezo. —Al advertir que yo le escuchaba, murmuró:

—Este veredicto fue el origen de toda la controversia.

Al poco rato, levantó ligeramente la cabeza y dijo:

—Cuando una persona está en la cama no le falta nada. Uno debería sentirse satisfecho. ¿Por qué no lo está? Solo puede llamarse hombre al que va de un lado para otro, no al que permanece quieto; pues el hombre está en este mundo principalmente para ser partícipe de la palabra, mientras sea un hombre en activo.

Yo estaba conmovido y asustado, no por lo que decía sino por el mero hecho de que estuviera hablando. Rabbí Jayim, que solía limitarse a mover la cabeza cuando le preguntaban algo, ahora daba explicaciones.

En lo que decía no mencionaba a nadie para bien ni para mal. Lo que más me asombraba de Rabbí Jayim era que separase a los hombres de su acontecer y empezase siempre sus relatos con estas palabras: «Aquel que es la causa de las causas, alabado sea, hizo, en su Misericordia…». Y terminaba diciendo: «El que es la causa de todas las causas permitió que esto sucediera de este modo». También nosotros, hermanos, sabemos que hasta lo más insignificante que acontece en el mundo viene determinado por la voluntad del Todopoderoso; pero nosotros, en cierto modo, asociamos a los hombres con sus actos, como si Él y ellos fueran socios en la empresa; Rabbí Jayim, por el contrario, no asociaba a Dios con los hombres.

Finalmente, me tendió un viejo sobre doblado y me pidió que lo abriera en cuanto él muriese, antes de que lo llevaran al cementerio. Al ver que se me saltaban las lágrimas, me cogió una mano y me dijo:

—Todavía no ha llegado mi hora; pero ya está cerca y le ruego que se encargue de que se cumpla totalmente mi última voluntad.

Una hora después llegó Sipporá y, tras ella, Kuba. El médico atendió al enfermo y se quedó un buen rato con nosotros. Cuando se fue, salí con él y le dije que Rabbí Jayim me había confiado su testamento. Kuba se quitó el sombrero, movió la cabeza a derecha e izquierda y no dijo nada. Yo tuve miedo de preguntarle si, en su opinión, el fin de Rabbí Jayim estaba cerca, o de que él me lo dijera sin que se lo preguntara, y me hice a un lado. Kuba se puso el sombrero, se echó las manos a la espalda y se alejó dando zancadas. Luego, volvió la cabeza y me gritó:

—¿Por qué no te dejas ver estos días?

—¿Qué quieres decir con eso de que no me dejo ver? ¿Acaso no estás viéndome ahora?

—¿Por qué no vas por casa?

—¿Por qué? Hago compañía al enfermo.

—Haces compañía al enfermo. Ve a verme la semana que viene.

—¿La semana que viene?

—¡Hasta la vista!

Sentí que se me nublaban los ojos y que se me ponía un peso en el corazón. Me quedé en la calle, sin saber a dónde ir. No podía ir a casa de Kuba; él había dicho «la semana que viene». Tampoco podía volver junto a Rabbí Jayim, pues seguramente se daría cuenta de mi pena.

Era la víspera del Sábado. En el hotel se hacían los preparativos para la fiesta. Me había parecido ver a un nuevo huésped. O quizá no, pero yo tenía la sensación de que así era y esto me quitaba las ganas de volver al hotel. De modo que volví junto al enfermo.

Wus hut er sich un mir eppes ungetscheppet? —dije de pronto en el dialecto de mi ciudad, y me quedé perplejo.

En primer lugar, porque no había nadie a mi lado y, en segundo lugar, porque estaba convencido de que cuando hablaba conmigo mismo lo hacía en la lengua sagrada… Y ahora había hablado en la de diario.

El hombre que apareció a mi lado de improviso y luego desapareció y reapareció, tenía cara de carnicero y barbas de rabino. Como yo estaba absorto en mis pensamientos, no le presté atención. Pero él se dirigió a mí con estas palabras:

—¿Va usted a ver a Rabbí Jayim?

—¿Cómo sabe usted que voy a verle?

—Porque yo también voy.

Entonces pensé: «Ése lleva un cordero. ¿Cómo es posible que vaya a ver a Rabbí Jayim?». El hombre se detuvo, arrancó un puñado de hierba y se lo metió en la boca al cordero.

—¿Qué ves allí, Moisés? —dijo.

—¿Está hablando conmigo? Yo no me llamo Moisés ni veo nada allí.

—Moisés, ¿quieres hacerme creer que no estás mirando aquella paloma que vuela por allí?

—Yo no me llamo Moisés, ni allí hay paloma alguna.

—Entonces, ¿es un oso que baila sobre el sombrero del rabino?

Wut hut Ihr sich mir ungetscheppet? —le dije, irritado.

—Si quieres, te mostraré un prodigio. ¿Ves este cordero? Doy un tirón a la cuerda y desaparece.

Yo miré a uno y otro lado, y dije:

—¿Dónde está ese prodigio del que me habla?

—Puesto que crees que puedo repetirlo, no será necesario que me esfuerce más; para no defraudarte me apoyaré en esta pared y diré: Maos, y tú creerás estar viendo a Ignaz.

—Eso no es ningún prodigio —le dije—: Ignaz está ahora mismo delante de mí.

—¿Y yo?

—¿Y usted?

Se golpeó el sombrero con la mano y repitió:

—Y yo, ¿dónde estoy?

—¿Tú? ¿Dónde estás tú?

Pregunté entonces a Ignaz:

—¿Dónde está el hombre que llevaba el cordero?

Ignaz me miró con los tres agujeros de su cara y dijo:

—Aquí no había ningún hombre ni ningún cordero.

—Yo lo vi con mis propios ojos.

—El señor se lo habrá imaginado —dijo Ignaz.

—Hace calor —dije, cambiando de tema—, seguramente lloverá.

—Sí, señor; hace calor —dijo Ignaz.

—¿Qué es aquello que vuela sobre el tejado de la sinagoga?

—Un cuervo o una paloma.

—Así, pues, el hombre tenía razón —murmuré para mí.

—¿Qué hombre?

—El del cordero.

—¿Qué cordero?

—El que llevaba el hombre que llamaba a un Moisés.

—¿Moisés? ¿Quién se llama aquí Moisés?

—¡Eso le pregunto yo!

—¡Cuántos Moisés no hay en la ciudad! —dijo Ignaz.

—¿Por qué dijo entonces que no lo sabía?

—Creí que se refería a alguien en particular y no a un Moisés cualquiera. ¡Maos, señor, maos!

Le di unas monedas y me fui.

Entré en la leñera y encontré a Ana dormitando en la silla. Ana se despertó, se frotó los ojos, se puso en pie y me invitó a sentarme.

—Me sentaré con mucho gusto —le dije—, si usted se va a su casa y se acuesta.

Su padre la miró suplicante y dijo:

—Vete, hija, vete.

Ella lo miró fijamente y, de mala gana, se fue.

—¿Cómo pasó la noche? —pregunté a Rabbí Jayim.

Él inclinó la cabeza sobre su pecho y en sus ojos brilló una luz diáfana. Al poco rato, se levantó de la cama, salió, volvió a entrar, se lavó las manos y dijo:

—El que con gran sabiduría creó al hombre… —Se tendió nuevamente en el lecho y añadió—: Ahora me llaman.

Yo miré alrededor, para ver quién le llamaba. Rabbí Jayim sonrió al advertir mi mirada.

Su rostro se iluminó como una llama y sus ojos brillaron como el sol. Volvió a lavarse las manos, rezó el «Escucha, Israel» y expiró.

Cuando vinieron los hombres de la funeraria y se dispusieron a amortajarlo, recordé el sobre que me había entregado. Lo abrí y leí lo que decía el pliego que contenía.

El testamento estaba dividido en capítulos. Éstos eran siete en total:

A) A vosotros, los temerosos de Dios, piadosos hermanos, corazones misericordiosos, os pido que me enterréis en el lugar donde se encierra a los abortos.

B) Encarecidamente os ruego que no se ponga sobre mi tumba lápida de piedra, y caso de que mis familiares deseen señalar el lugar donde reposan mis restos, lo hagan con una tabla de madera en la que, con sencilla escritura, se indique únicamente: «Aquí descansa Jayim», y no añadan otra inscripción que las iniciales de la fórmula funeraria hebrea usual: «Que su alma sea incluida en el libro de la vida».

C) Encarecidamente ruego al gran rabino, presidente del tribunal rabínico —a quien Dios conceda larga y santa vida, amén—, me perdone la ofensa que le infligí al ponerle en evidencia ante todo el mundo, a pesar de que seguramente hace ya tiempo que él me ha perdonado; de todos modos le ruego arranque de su corazón todo rencor.

D) Encarecidamente ruego a todo aquél a quien, por causa de la controversia, originara perjuicios en su persona o en sus bienes, me perdonen de todo corazón caso de hallarse aún con vida, y, si hubiesen muerto y fuera conocido el lugar donde reposan, suplico a las almas compasivas vayan a su tumba y les pidan perdón en mi nombre. Pero, a fin de que no gasten en ello ningún dinero, deseo que se alquile a diez personas para que visiten sus tumbas.

E) Encarecidamente ruego a mis hijas guarden respeto a su madre y no le causen ningún disgusto, ni de palabra ni de obra, y a ellas les pido perdón por todos los sufrimientos que por causa mía han padecido en este mundo.

F) Puesto que el hombre no sabe cuándo ha de llegarle su hora, dispongo, amparándome en el precepto que ordena respetar la voluntad de los muertos, que si muero y soy enterrado en un día en el que se reza el acto de contrición, que no se pronuncie oración fúnebre, y tampoco después de los siete días de luto.

G) Pero ruego que, por el descanso de mi alma, se estudie un tratado de la Mishná. Para ello dejo una cantidad de dinero ganado con mi trabajo. Y espero de la Misericordia Divina y de la buena voluntad de los hombres que, por el bien de mi alma, se aprendan la Mishná con el comentario al pie de la letra, con devoción y, al final, digan la oración del Qaddish por nuestros maestros, como es costumbre. Y, después del Qaddish por nuestros maestros, se rece el Salmo 102, oración de los pobres. Mi corazón está seguro de que mis buenas hijas, a las que Dios conceda larga vida, no han de enojarse conmigo porque disponga a mi antojo de un dinero que, por derecho de herencia, les correspondería a ellas. Y de la Misericordia Divina espero que el bien de su padre redunde en su propio bien.

Al pie del pliego se leía: «Todos los bienes muebles que dejo, como el infiernillo y el puchero en el que me hacía el café, mis ropas, el abrigo y cuanto pueda servir, dispongo se regale al honorable Isaac, llamado Ignaz, y en nada modifico las disposiciones que preceden, que hoy entrego en mi lecho de muerte y que fueron redactadas en un tiempo en que gozaba de plena salud».

Rabbí Jayim partió hacia su mundo y se le enterró en el mismo día de su muerte. Mientras caminábamos detrás del féretro, el rabino se detuvo y dijo:

—Rabbí Jayim merece una gran oración fúnebre, pues la oración fúnebre pronunciada en honor de un santo varón mueve a las almas al arrepentimiento. Pero ha muerto en víspera de Sábado, día en que no se pronuncia. Además, fue su expresa voluntad que no se pronunciara; por lo tanto, pasa a ocupar un lugar entre los doctores de la Ley que no han tenido oración fúnebre aunque, por derecho, les correspondía. Pero en rigor no podemos dedicársela y debemos pedir indulgencia para nosotros, que no nos alcancen las palabras del Talmud a propósito del doctor al que no se tributó la oración fúnebre que le correspondía.