Sipporá
Después de despedirse de mí, Rabbí Jayim no se fue a casa de su hija, la que estaba casada y vivía en el pueblo, pues Ana, otra de sus hijas, le había escrito que pensaba venir a verle y él decidió esperar su llegada. Ana cayó nuevamente enferma y no pudo venir.
Un día lo encontré en la fuente y le dije:
—¿Rabbí Jayim está todavía en la ciudad?
Él movió afirmativamente la cabeza. Desde aquel día, cuando pasaba por su lado, hacía como si no lo viera, pues me di cuenta de que prefería pasar inadvertido. Es de suponer que sentía no haber cumplido su palabra y continuar en la ciudad, después de decir que se iba.
Otro día, al ir a entrar en la vieja sinagoga, vi a Sipporá salir de la leñera con un cesto bajo el brazo.
—¿De dónde vienes y adónde vas, Sipporá?
—Vengo de ver a mi padre que está enfermo.
—¿Qué le pasa?
—Tiene dolores en una pierna —me respondió la muchacha.
—Tu padre enfermo y yo sin enterarme. ¿Desde cuándo está enfermo? ¿Crees que puede ser bueno para él estar en la leñera?
—También mi madre dice que es malo para él estar ahí. Pero ¿qué podemos hacer nosotras? Nos gustaría llevarlo a casa, pero él no quiere.
—¿Cuándo cayó enfermo?
—La víspera del sábado.
—¿La víspera del sábado?
—Y nosotras no nos enteramos.
—¿Cuál es la causa de su enfermedad?
—Hay distintas versiones —dijo Sipporá—. Unos dicen que fue a casa del rabino para despedirse y resbaló al pisar un cuello de pollo que estaba tirado en el suelo, delante de la puerta. Otros dicen que se había parado delante de nuestra casa y un borracho tropezó con él y lo tiró al suelo.
—Entraré a verle —dije.
—Ana está con él —dijo Sipporá.
—¿Ana? ¿Cuándo llegó?
—¿Cuándo? Hará una hora y media.
—Entonces será mejor que no entre todavía.
—¿Por qué no?
—Porque está Ana.
—Ana se alegrará de verle —dijo Sipporá.
—¿Qué te hace suponer que Ana se alegrará de verme?
—Nada más llegar preguntó por usted.
—¿Que preguntó por mí? ¿Cómo es posible?
—No se lo he preguntado —dijo Sipporá.
—¿No se lo has preguntado?
—No.
—¿Y qué le ha dicho tu padre a Ana?
—No le ha dicho nada —respondió Sipporá.
—¿Que no le ha dicho nada? Algo le habrá dicho.
—Le ha dicho: «¿Estuviste enferma, hija?».
—Ana… ¿Qué le ha contestado?
—Le ha contestado: «Ahora eres tú el enfermo, padre».
—¿Y qué ha respondido tu padre?
—Mi padre ha respondido: «El Altísimo nos ayudará».
—Entonces no hay que preocuparse por su enfermedad —le dije—, pues tu padre, que allá arriba está muy bien conceptuado, no diría tal cosa si no fuera verdad. ¿Qué más le ha dicho a Ana tu padre?
—La miraba en silencio, sin decir nada. Quizá le haya hablado cuando yo me he marchado.
—Entonces he hecho bien en no entrar a verle en seguida. Quizá mi presencia les hubiera molestado. ¿Qué llevas en ese cesto? ¿Está vacío?
—Mi madre hizo un poco de café y unos pasteles para mi padre y yo se los he traído. Dice mi madre que él acostumbraba a tomar café con pasteles todas las mañanas, después de la oración, y que todos los doctores de la ciudad que iban a verle para consultarle sobre la Doctrina se quedaban en casa todo el día y hasta parte de la noche, y que rezaban en comunidad la oración de la tarde y la de la noche en nuestra casa. Dice mi madre que en las cosas de la Torá mi padre vale por dos rabinos. No es bueno para un hombre ser más que sus semejantes.
—¿Y qué puede hacer él, si es superior?
—Debe humillarse, para que no se le note.
—Si uno se humilla un poco la gente le hunde. ¿Es eso bueno, Sipporá?
—Pero entonces la gente le deja en paz —respondió Sipporá—. Dice mi madre que mi padre no tuvo nunca un momento de reposo, pues todos iban a importunarle.
—¿Quieres decir, Sipporá, que tu padre está mejor ahora que entonces?
Los ojos de Sipporá se llenaron de pena, yo sentí una opresión en el pecho y de buena gana me hubiera echado a llorar.
—Hace ya casi una hora que estamos hablando. Tal vez deba entrar ya a ver a tu padre. ¿Adónde vas tú, Sipporá?
—Vuelvo al lado de mi madre. Tampoco se encuentra bien.
—¿Está enferma tu madre?
—No está enferma, pero tampoco está buena. Este invierno fue muy duro para nosotras. Nuestra casa es vieja, está llena de grietas y el viento entra por todas partes. Tampoco nos faltó el hielo ni la nieve. Una mañana, al levantarnos, encontramos escarcha al pie de la cama. El corazón de mi madre no es fuerte. Cuando mi padre volvió, tan de repente, tuvo un gran sobresalto. Cuando ya se había tranquilizado un poco, llegó el rumor de que iba a regresar Ana. Cada vez que yo mencionaba a Ana, mi madre me reprendía diciendo: «¡No me hables de ella!». Si yo no la mencionaba, entonces era mi madre la que decía: «Esa muchacha será la causa de mi muerte». Entonces vino Zví y nos dijo que Ana estaba aquí, que no se había ido a Rusia, sino que vivía en una colonia de emigrantes y que estaban prometidos para casarse. Fue todo muy súbito y mi madre es una mujer tan impresionable que no puede soportar las sorpresas, aunque sean gratas.
—De modo que todos los quehaceres de la casa pesan sobre ti, Sipporá —le dije—. Eres toda una ama de casa. ¿Cómo gobiernas tú la casa?
—Ojalá fuera como usted dice —dijo Sipporá.
—¿Y no es así?
—Muchas veces mi madre tiene que levantarse de la cama para ir al mercado porque a mí me duele el pie que se me congeló.
—Sí, ya me di cuenta de que tus zapatos estaban rotos.
—Ser pobre no es una vergüenza —dijo Sipporá.
—Ser pobre no es una vergüenza, sino una desgracia.
—Hay desgracias mayores que la de tener rotos los zapatos —repuso Sipporá.
—Todas las desgracias son desgracias. ¿Se te hincharon los pies, Sipporá?
—Los pies no se me hincharon —respondió ella—. Sólo el dedo gordo del pie izquierdo.
—Y yo te tengo aquí de pie, sin ninguna consideración. Estar de pie es malo para el dedo.
—No duele —dijo Sipporá.
—Me parece que lo dices sólo para tranquilizarme por haberte entretenido tanto rato.
—Yo nunca digo cosas así.
—¿Qué cosas son las que nunca dices? —pregunté.
—Nunca digo cosas que no son verdad —respondió Sipporá.
—Sipporá, ¿crees que he pensado que me mentías? Yo sé muy bien que sólo dices lo que sientes.
—Mi padre me dijo algo parecido.
—Cuéntame cómo fue.
—Un día estaba sentada a su lado y él dijo: «De tal madre, tal hija».
—¿Crees que se refería a que las dos decís la verdad? Te habrás dado cuenta, Sipporá, de que hablo contigo como se habla con una persona mayor. De no ser así, te hubiese preguntado: ¿a quién quieres más: a tu padre o a tu madre?
—Ya puede imaginarse lo que le hubiera contestado —dijo Sipporá riéndose.
—¿El qué?
—A los dos igual —respondió ella sin dejar de reír.
—Ya he vuelto a entretenerte, Sipporá; pero ya que estamos aquí hablando, quisiera preguntarte una cosa: ¿Ana se parece a ti? No me refiero a lo de decir la verdad, sino a lo demás.
—Dice mi madre que Ana es en todo igual a mi padre.
—¿A qué se refiere tu madre exactamente?
Sipporá no contestó.
—¿Quién es ese chico que nos ha saludado? Tengo la impresión de haberlo visto antes.
—Es Yequtiel, el hijo de Zakaryá, el forrajero.
—¡Claro que lo conozco! —dije golpeándome la frente—. Lo vi en la tienda de su padre. ¿Lo conoces tú?
—Sólo de vista —respondió Sipporá—. Nunca he hablado con él.
—La ciudad no es grande ni tiene muchos habitantes. ¿Cómo es que nunca has hablado con él?
—Como no tenemos caballos, no necesitamos pienso, y como no tenemos jardín, no necesitamos semillas. Por eso no he tenido ocasión de hablar con él.
—Ahora entraré a ver a tu padre. ¿Qué te parece, Sipporá, querrá tu padre que avise a un médico? ¿Conoces al doctor Milch? Es amigo mío y estoy seguro de que no querrá cobrar nada por sus visitas. Me han dicho que la gente se ríe de él. Aquí tienes a un hombre que ha sabido rebajarse al nivel de los demás. Pero tampoco le ha salido bien. Si uno se ensalza, la gente le envidia y aborrece, y si se rebaja, lo desprecia. ¿Qué hacer? ¿Tomar por el camino de en medio? No todo el mundo puede ir por el camino de en medio. ¿Qué hace ese cesto que llevas bajo el brazo? Unas veces va para allá y otras veces para acá. El hombre hace igual. Ahora, Sipporá, ¡adiós!