CAPÍTULO LXVII

La calle en que viví cuando era joven

No esperé a que volviera Leibtshe. Cuando él se fue a ver a su tía, yo me marché.

Me dirigí a la orilla izquierda del Strypa, donde se levanta la casa en que viví con mis padres y mis hermanos. Ya a primera hora tenía intención de visitar el lugar, pero mi encuentro con Sipporá me distrajo. Aunque, para no entristecerme, Leibtshe había renunciado a contarme las desgracias que presenció en tiempos de paz, yo no me sentía precisamente alegre. Por aquel entonces, tan triste te ponían las historias de guerra como las historias de la paz.

En otros tiempos, esta calle era un modelo de tranquilidad. A la entrada estaba la oficina de Correos; en el centro, el Instituto y, a la salida, un convento de monjas con un pequeño hospital y, entre unos y otros, hileras de casitas orientadas al Strypa. Frente a la oficina de Correos, un par de bancos pintados de verde, a la sombra de unas acacias. Allí se reunían los intelectuales de la ciudad, desdoblaban el periódico y se ponían a leer. Al anochecer, el lugar era frecuentado por chicos y chicas que venían a pasear, hasta primeras horas de la noche; si hacía falta, podía alargarse el paseo una horita.

Los bancos habían desaparecido, las acacias habían sido arrancadas, la mayoría de las casas estaban destruidas y los intelectuales de la ciudad habían muerto. ¿Qué quedaba de aquel apacible rincón, además del río, que seguía corriendo, inmutable? Era el mismo río en el que yo solía bañarme y en el que la noche en que se rezan por primera vez las oraciones por las culpas encendía una luz, para iluminar a las almas de los ahogados, por si querían rezar también las oraciones, para librarse de los malos espíritus que trataban de apoderarse de ellos. Como los bancos habían desaparecido y no había dónde sentarse, me encaminé hacia la casa en la que había vivido de joven.

Todas las casas estaban alineadas, menos ésta, que se alzaba algo más lejos de la calle y para entrar en ella había que subir unos peldaños de piedra. Delante de la casa, había una gran piedra y, detrás, una especie de jardincillo que terminaba al pie de una colina, y, más allá de la colina, el fin del mundo. Siendo niño, cavé un pequeño pozo, parecido a la cisterna de Ashmoday, el rey de los espíritus del que habla el tratado Keritot[*] del Talmud, y en la plazoleta cuadrada de delante de la casa, jugaba a la pelota con las niñas del vecindario. No era aquél un juego como los que acostumbran a jugar los niños, que se inspiran en historias de la Biblia como, por ejemplo, el derrumbamiento de las murallas de Jericó o la lucha entre David y Goliat; pero el agitar de las manos, el repiqueteo de los pies y los fuertes latidos del corazón formaban parte de él, pues una vez lanzas al aire la pelota ella puede hacer lo que quiere, correr hacia un lado o hacia el otro, y tú nunca sabes si te volverá a las manos.

¿Cuándo dejé de jugar a la pelota con las niñas? Un día, yo corría tras la pelota y una niña corría también, mi mano rozó la suya, enrojecí y entonces advertí que en el juego había pecado. Desde aquel día, jugué solo. Un día me vio jugar mi maestro y me dijo: «¿A dónde puede llegar un muchacho que juega a la pelota? Si la quieres, ¿por qué la arrojas lejos de ti? Y cuando la has arrojado, ¿por qué corres tras ella? Son los malos instintos los que te impulsan a correr. ¡No les hagas caso!».

¿Eran los recuerdos de aquellas escenas los que guiaban mi mirada o era lo que mis ojos descubrían lo que traía a mi mente aquellos recuerdos? Cada vez que veía la casa revivían en mí las mismas imágenes.

Esta vez los ojos del alma guiaban a los del cuerpo. Aunque permanecía de pie ante la casa con los ojos abiertos, la veía como era entonces, cuando vivía en ella con mi padre, mi madre, mi hermano y mis hermanas. Nosotros, abajo, y el propietario y su hijo, arriba, en la buhardilla. Nunca conocisteis a un casero mejor que aquél. Lástima que no le fuera dado acabar sus días en su casa. Y todo por culpa del doctor Zvirn, que se la compró por una suma ridicula. Lo que no consiguió Antush Jakubovitz lo logró el doctor Zvirn.

¿Y dónde está mi amigo Kuba, el hijo del hojalatero? Cuando yo marché a la tierra de Israel, él había terminado sus estudios en el Instituto y se preparaba para ir a la Universidad. Si aún vive, será médico o abogado. Recuerdo que un día me dijo: «Cuando sea mayor, iré donde haya leprosos y me dedicaré a cuidarlos».

Estoy ante la casa. Estuvo mucho tiempo deshabitada, pero ahora parece que alguien la ocupa. ¿Quién será? Por ahí se decía que no había en toda la ciudad quien pudiese alquilarla, pues el doctor Zvirn pedía un alquiler bastante alto y por eso la casa estaba deshabitada.

Pensé: «Voy a llamar. Tal vez el inquilino sea amable y me permita visitarla. Al fin y al cabo, yo viví en ella con mis padres y mis hermanos y por muchas reformas que haya hecho el doctor Zvirn el lugar conservará todavía un hálito de mi juventud».

Llamé a la puerta. Nadie contestó. Volví a llamar, pero todo permaneció en silencio. Atisbé por una ventana, pero no vi más que mi propia sombra. Entonces comprendí que mi sombra me había engañado.

Me alejé de allí. Seguí andando hasta el convento que se levantaba al final de la calle. El convento, como la mayoría de las casas, está en ruinas. Desde que llegué a Szybuscz no había venido por aquí y, si vine alguna vez, debió de ser por la noche, pues no había reparado en la casita que tenía el rótulo en la puerta. Las letras estaban muy borrosas. Aquel rótulo parecía haber servido de blanco a una pandilla de chiquillos que hubiesen estado jugando a los arqueros. Con paciencia, descifré la inscripción. El letrero decía: «Dr. Jacob Milch, médico».

Salió de la casa un hombre alto y delgado, con unas botas toscas, como las que llevan los soldados. Los pantalones eran también de tipo militar, ajustados al tobillo. Llevaba el cuello de la camisa desabrochado y la barba enmarañada.

Iba ya a alejarme de allí cuando el hombre me miró fijamente entornando un ojo y me preguntó:

—¿No eres tú fulano de tal, el hijo de fulano de tal?

Y en seguida me tendió la mano y me llamó nuevamente por mi nombre, no el que ahora uso, sino el que usaba de niño.

—¡Kuba! —exclamé. Era mi amigo Kuba, el hijo del hojalatero tuerto. Y como no sabía qué decirle, le pregunté—: ¿Qué haces aquí?

—¿Qué hago aquí? Yo vivo aquí. ¿No has visto el rótulo de la puerta?

—¿Cuál es tu apellido? —le pregunté.

—Uso el de mi madre.

Inmediatamente me cogió de la mano y me condujo al interior de la casa, me sentó en una silla y se me quedó mirando como si hubiera perdido el uso de la palabra. Luego, pasándose la mano por los ojos, dijo:

—¿Qué hacemos aquí tan callados? ¿Es que no tenemos nada que decirnos? Nosotros, que tanto hablábamos. Veo que mi nuevo nombre te ha dejado un poco confuso. Mis padres no estaban legalmente casados y yo fui inscrito con el nombre de mi madre. Por eso me llamo Jacob Milch. —Kuba se mesó entonces la enmarañada barba y añadió—: Oí decir que estabas aquí, pero el mismo día salí de viaje y no he vuelto hasta hace tres días. Me alegro de que hayas venido a verme.

—Estaba paseando por ahí fuera y llegué hasta aquí sin sospechar que iba a encontrarte. Y no es eso todo. Desde que llegué no he preguntado por ti. Desde la guerra me da miedo preguntar por mis viejos amigos, pues muchas veces he tenido que oír: «El pobre ya murió. Ocurrió así y así». Por eso ahora me alegro doblemente.

—Si no sabías que yo vivía aquí, ¿cómo se te ha ocurrido venir? —me preguntó Kuba.

—Estoy enfermo y salí a pasear. Desde que estoy en Szybuscz, es la primera vez que vengo por esta parte.

—No tienes aspecto de estar enfermo. Quédate ahí sentado y cuéntame. ¿O quieres que antes te examine, para que tu enfermedad no se nos escape y yo me pierda la visita?

Le enumeré todas las enfermedades posibles: fiebres intermitentes, anginas, trastornos cardíacos…, en suma, todas las enfermedades que a nadie deseo y que padecí o creí padecer durante los últimos días o en épocas anteriores.

El médico se puso su bata blanca, se lavó las manos, se colocó el espejito en la frente, cogió un pequeño espejo de mano y me hizo sentarme en una silla. Él se instaló frente a mí y me examinó la garganta. Luego, me dijo:

—Échate en el sofá.

Me auscultó el pecho y la espalda, me dio golpecitos en el corazón y la columna vertebral, me dijo que podía ponerme en pie y me enumeró diferentes afecciones agudas y crónicas. Luego me dio varios consejos para el tratamiento de mi garganta y de mi corazón y dos clases de medicamentos, uno para el enfriamiento y el otro para el corazón. No quiso cobrar nada, pues dijo que los medicamentos el laboratorio se los enviaba gratuitamente desde Alemania para que los experimentase en sus pacientes.

Mientras hablaba, consultó varias veces el reloj y, finalmente, dijo:

—Tengo que ir a recoger a mi esposa. Siento mucho tener que separarme de ti, pero no te dejaré marchar si antes no me prometes comer mañana conmigo. No tengas miedo que te ofrezca carroña y cosas impuras. Yo no como bichos sacrificados ni caza, nada de cadáveres y de cosas impuras.

—¿Eres tú el médico vegetariano que enseñó a mi patrona seiscientos treinta platos de verduras? —le pregunté.

—¿Y de qué ha servido, si sigue guisando carne? ¿No te ha hablado de mí la señora Sommer?

—¿Por qué iba a hacerlo? Cada vez que se refería a ti te llamaba «el médico vegetariano». Yo no sabía que fueras tú.

—¿Y no has preguntado por mí?

—Ya te he dicho que desde que terminó la guerra no pregunto por nadie. De este modo, cuando encuentro a un amigo la sorpresa es más grata, como me ocurrió ya con Schützling.

Kuba me miró fijamente y preguntó:

—¿Te has enterado de lo de Schützling? Me lo encontré en la estación. ¿No les bastaba a los guardianes de la Ley con quitarle a una hija, que tuvieron que robarle a las tres al mismo tiempo?

—Antes me has dicho que te fuiste el mismo día en que te enteraste de que yo estaba aquí. ¿Adónde has ido y por qué?

—¿Por qué y adónde? Muy sencillo, un médico, un colega mío, se puso enfermo y me pidió que atendiera a sus pacientes. Y ahora que él se ha restablecido yo he vuelto a casa.

—¿Y a quién encomendaste tú tus enfermos?

—A sí mismos y al Padre Celestial —dijo Kuba—. Por otra parte, ¿acaso faltan médicos en Szybuscz? Más que los enfermos a los médicos, necesitan los médicos a los enfermos. —Kuba sacó el reloj, guiñó un ojo con expresión de pesar y dijo—: Es hora de que me vaya. Recuerda que me has prometido comer mañana conmigo. ¡Hasta mañana!

Cuando le dije a la señora Sommer que estaba invitado a comer en casa del médico vegetariano, ella respondió:

—De modo que el médico vegetariano ha vuelto a la ciudad. —Luego suspiró, pues sin duda se reprochaba a sí misma no haber prestado a mis comidas la debida atención y añadió—: Mañana comerá usted bien. Ese médico sabe de cocina.

La señora Sommer no tenía una gran opinión del médico vegetariano, y tampoco el resto de la ciudad. Cuando un enfermo podía pagar al médico, llamaba a otro médico, si no podía pagarle, llamaba al doctor Milch y él iba a verle y luego le hacía otra visita, aunque no le llamara. Además, solía dar a los enfermos pobres lo que la gente del campo le ofrecía en pago de sus servicios, pues éstos se sentían atraídos por él y acudían a su casa para que les curase y le pagaban con mantequilla, pan, verduras, huevos y fruta. La guerra y las desgracias acaecidas después derrumbaron muchos prejuicios y conceptos y crearon otros nuevos, unos mejores y otros peores que los de antes. Ocurrió en todas las clases sociales de Szybuscz. Pero en lo tocante a los médicos, Szybuscz seguía rigiéndose por las normas de antes de la guerra. Szybuscz está acostumbrado a que los médicos se den importancia y no se mezclen con la plebe, a que sólo traten a los enfermos que les pagan. La Medicina conserva un tinte de ciencia oculta y cuanto más alejado se mantiene el médico, más admirado es, y cuando percibe unos honorarios elevados se le llama especialista. El doctor Milch no hacía nada de esto y cuando encontraba a uno por la calle lo paraba y le hablaba como a un igual. Y si un enfermo era pobre, el doctor Milch le llevaba comida. Por eso la gente le trataba groseramente y se reía de él en cuanto daba la vuelta.

—Al principio, me ponía furioso —me dijo Kuba—. Después me dije que si ellos estaban locos yo no tenía por qué cambiar mi modo de ser.

Al día siguiente, fui a casa de Kuba. No tenía portero ni criada. Pero su habitación estaba limpia, y su instrumental, bien ordenado.

En cuanto entré, empezó a acosarme a preguntas. Aún no había acabado de responder a una cuando me espetaba otra. Kuba quería enterarse en una hora de todo lo que me había sucedido en varios años. Y cuando me ponía a contárselo me interrumpía para hablarme de otra cosa. Su mente no descansaba. A sus ojos, todo lo que yo le refería no era más que el prólogo de lo principal. Todavía no sé qué era lo que quería oír de mí ni qué consideraba él lo principal.

Pasó la hora de la comida. Yo empezaba a tener hambre. Me decía a mí mismo que mi amigo no tardaría en llevarme a una mesa bien provista en la que yo podría saciar mi apetito, y se despertó en mí aquella grata sensación que se experimenta cuando el ayuno está próximo a terminar y nos espera una suculenta comida. Kuba estaba conmovido y lleno de inquietud. Hablaba de mil cosas a la vez, de los amigos que habían muerto durante la guerra, de los árboles que había mandado plantar en el bosque de Herzl y a los que les había puesto sus nombres, de algunos de nuestros camaradas que no habían sido lo bastante fuertes y habían hecho cosas que no debían, y de uno en particular que se había salido del camino recto, había causado la perdición de otros y, finalmente, se había ahorcado en el retrete de su capilla. Mientras hablaba, Kuba se levantó y cogió un grueso álbum de fotografías. Había fotos suyas, de sus compañeros del Instituto y de la Universidad, de sus profesores, de los jefes del hospital en el que él había prestado sus servicios y de las enfermeras que allí trabajaban.

—¿Quién es? —pregunté con temor:

Kuba inclinó la cabeza y susurró:

—Mi esposa.

Desde la foto nos miraba una mujer alta y rubia, de bondadosos ojos azul oscuro. Cogí la fotografía para verla mejor. Su elegancia y su encanto cautivaban de inmediato el corazón.

Kuba volvió a inclinarse, puso la foto en su sitio y miró alrededor, como un niño perdido en el bosque.

Saqué un cigarrillo y lo encendí. Kuba me preguntó horrorizado:

—¿Desde cuándo fumas? No recordaba que fumaras. Fumar es malo para el organismo, lo destruye. De todos modos, no merece la pena fumar inmediatamente antes de comer.

Se levantó, salió de la habitación y volvió al poco rato trayendo dos vasos de leche y unas galletas duras. Colocando un vaso delante de mí, dijo:

—Comamos y bebamos.

Bebí la leche, pero no toqué las galletas, para que no me quitaran el apetito, y esperé a que mi amigo pusiera la mesa y trajera la comida. Kuba, sentado en su silla, me observaba guiñando un ojo. Finalmente, lo abrió y mirándome fijamente me dijo:

—Debo decirte que te guardo rencor. Cuando ingresé en la Universidad, te escribí para decirte que quería emigrar a la tierra de Israel y preguntarte qué profesión debía elegir para ser útil al país. «Estudia Medicina», me respondiste tú.

—¿Y me guardas rencor porque te aconsejé que te hicieras médico?

—No es por eso, sino por lo que en tu carta añadías: «Te digo esto para no dejarte sin respuesta. Pero si quieres hacerme caso, quédate donde estás y olvida esa idea de emigrar a la tierra de Israel».

—Bien dicho.

—¿Te parece bien? —preguntó Kuba.

—El que realmente quiere emigrar, emigra contra la opinión de todo el mundo. Si lo hubieses deseado realmente, hubieses emigrado.

Kuba guiñó un ojo y con el otro me miró en silencio, en actitud pensativa. Yo le cogí las manos y le dije:

—Yerujam Freier me guarda rencor porque le impulsé a partir y tú me lo guardas por todo lo contrario. Vamos a olvidar el pasado. Háblame solamente de ti. Di, ¿no ha venido?

—¿Quieres saber por qué no ha venido? Ella y su marido decidieron otra cosa. Ya veo que no me entiendes —añadió Kuba—. Me explicaré.

—Tienes razón, Kuba; no entiendo absolutamente nada —le dije—. Si ella es tu mujer, tú eres su marido; pero si tú no eres su marido, ella no es tu mujer. Y por tus palabras se diría que tú y su marido sois dos personas diferentes.

—Así están las cosas —suspiró Kuba—: mi mujer no es mi mujer y yo no soy su marido.

—Entonces, ¿cómo puedo explicarme que fueras a buscarla?

—¿Acaso es tan rica que pueda costearse la estancia en un hotel? Debe encontrarse con su futuro esposo y yo la invité a mi casa para que se ahorrase los gastos del hotel.

—De modo que os separasteis completamente enamorados.

—Decir que estamos enamorados es poco.

—Entonces, ¿por qué te divorciaste de ella?

—¿Por qué me divorcié de ella? He aquí una gran pregunta a la que no sé cómo responder. Debes de tener hambre. Voy a traer la comida.

Se fue y volvió con otros dos vasos de leche. Él se bebió uno y a mí me dio el otro.

—¿Es esto toda la comida? —le pregunté.

—¿Crees que el hombre tiene que llenarse la tripa? Un vaso de leche por la mañana, otro a medio día y una rebanada de pan con dos o tres nueces, una manzana o una pera es suficiente comida. La gente no se muere de hambre, sino de indigestión. Pero si eres tan tragón, te coceré un huevo. Una campesina me trajo hoy una docena. Ya ves, no hace más que cuatro días que estoy aquí y mis pacientes empiezan ya a acudir. ¿Lo prefieres pasado por agua o revuelto?

—Volvamos a lo que estábamos hablando.

—¿Te refieres a por qué me divorcié?

—Cuéntame sólo lo que le contarías a cualquiera.

—A cualquiera no le contaría nada; pero a ti voy a contártelo.

El corazón de Kuba estaba rebosante y él no pudo resistirse. De manera que se dispuso a hablar.

—¿Eres kohen? —le pregunté entonces.

—¿Qué tienen que ver con esto los kohen?

Le expliqué que aquél que por su familia pertenece a la casta de los kohen está considerado como un sacerdote y, por lo tanto, no puede volver a casarse con la mujer de la que se ha divorciado, contrariamente a lo que les ocurre a los levitas y demás judíos.

—¡Hay que ver cómo sois! —dijo Kuba—. Se os da un dedo y os tomáis la mano. Pero escucha lo que voy a decirte. En cuanto me divorcié deseé volver a casarme. ¿Puedes entenderlo?

—A ti te pasó lo mismo que a Hartmann —le dije sonriendo.

—¿Quién es Hartmann?

—Uno de allá. Un día, concedió el divorcio a su mujer. Cuando salían de casa del rabino, sintió que se enamoraba de ella y volvieron a casarse.

—Eso es exactamente lo que me pasó a mí; solo que yo no tuve valor para volver a casarme con ella. Pero viene a verme y se queda unos días en casa.

—¿Qué dirá su segundo marido? —pregunté.

—¿Qué quieres que diga? Nada.

—¿Y sabe lo que ella hace? ¿Y cree que entre vosotros dos no hay nada?

Kuba se puso en pie de un salto y gritó:

—¿Por quién la has tomado? No hay en el mundo mujer tan decente. Si la conocieras, no preguntarías semejante cosa.

—¿Y tú te divorciaste de una mujer así?

—Lo pasado, pasado está —suspiró él—, especialmente cuando va a casarse con otro. Siéntate, voy a enseñarte la carta que les he escrito para felicitarles por su próxima boda.

Estuve varios días sin ir a visitar a Kuba, pues estuve ocupándome del envío a Jerusalén del libro Las manos de Moisés, con lo cual esperaba congraciarme con el alma de El Yakim, llamado Getz, quien se me había aparecido en sueños mirándome con enojo y me había dicho las mismas palabras que mi amigo Kuba pronunciara: «Te guardo rencor».

Al volver de la oficina de Correos, me dirigí a la orilla izquierda del río, para hacer una visita a Kuba. Kuba se alegró de verme. Tenía la sensación de que le faltaba algo, no sabía exactamente el qué. Cuando fui a su casa se dio cuenta de que lo que le faltaba era mi compañía. Entonces le dije:

—No he venido a verte porque he tenido trabajo.

—Si hubieses venido, no me hubieses encontrado —repuso él.

—¿Estuviste fuera?

—Por supuesto; si no estaba aquí, estaba fuera.

—¿Fuiste a ver a algún enfermo?

—El enfermo fue a ver a los sanos.

—¿Qué significa eso?

—Significa que fui a la boda de mi mujer. Sí, amigo, sí. Como muy bien has dicho, no sirve de nada llorar el pasado, conque no pienso llorar. Pero algo sí que quiero decirte; dos errores cometí: uno fue divorciarme, y el otro, no volver a casarme con mi mujer.

—Aún podrías añadir otro error, el primero: el que cometiste al casarte con ella.

—Tal vez tengas razón —suspiró él—, o tal vez no.