Un principio filosófico
Cesaron las lluvias y el sol volvió a brillar. Una luz difusa caía sobre las casas y sobre los adoquines de la calle. A cada paso, me parecía que iba alejándome de mi enfermedad, me sentía revivir. La enfermedad se había batido en retirada, pero yo no sabía si volvería a la carga. Pensaba: «Voy a gozar de este día, tal vez mañana no me depare ningún goce».
Sin embargo, no tenía la menor idea de cuáles eran los goces, espirituales y materiales, que ansiaba. Si me lo hubiese preguntado, no hubiera sabido qué responderme.
No me formulé ni la más simple de las preguntas y me limité a gozar de todo lo que veían mis ojos, y hasta las criaturas terrestres menos indicadas para proporcionar alegría al espíritu me causaban diversión y me hacían sentirme en paz.
Los tenderos habían salido a la puerta de sus establecimiento, como para distraerse. Éste jugueteaba con el metro y el otro charlaba con la vecina. Saltó un gato de un tejado, se tendió en el suelo y paseó una mirada de desconfianza por su alrededor. Pasó un carro cargado de cereal y varios chiquillos se asieron a él. La mujer se alisó el pelo y miró el carro. Lolik pasea con una señora que viste como un hombre. Ignaz va tras ellos gritando con voz nasal: «Peniendze!». El cartero vuelve de su trabajo, balanceando la cartera vacía. En esta calle se entremezclan cosas que aparentemente no tienen nada que ver entre sí y, no obstante, todas juntas retratan su fisonomía.
Además de las cosas que he mencionado, había otras muchas de las que no he hablado y que, no obstante, hacían sentir su presencia.
Al entrar en la calle de la sinagoga, me pareció ver salir de allí al cerrajero. Corrí tras él, para saludarle, pero luego me di cuenta de que me había equivocado y me alejé en otra dirección. Pasé por delante de la casa de la divorciada. La pequeña Sipporá salía de allí con cara de pena.
—¿Por qué estás triste? —le pregunté—. Si es porque tu padre se va, debes saber que es por su bien. En casa de tu hermana no ha de carecer de nada.
—Mi padre no se va todavía, ni se irá tan pronto.
—¿Por qué?
—Ha escrito Ana —me respondió—. Dice que viene.
—¿Todo este tiempo rogándole que vaya a su casa y ahora que él se ha decidido a ir retrasa su marcha?
—Ana es mi otra hermana, la que muchos suponían en Rusia. Pero no huyó a Rusia, sino que se encontraba con un grupo de emigrantes.
—¿Estaba en el país y no vino a ver a su padre?
—Ella quería venir, pero estaba enferma.
—Y ahora se ha curado y viene hacia acá —dije.
—Eso decía en su carta y eso creíamos todos —respondió Sipporá—; pero ahora ha vuelto a caer enferma y no sabemos si decírselo a mi padre.
—¿Qué dice tu madre?
—Ella tampoco sabe qué hacer —respondió Sipporá.
—¿Qué llevas en ese paquete? —le pregunté.
—Una camisa que hemos hecho para mi padre. Ahora iba a llevársela.
—Tu padre se dará cuenta de tu tristeza y comprenderá que ha sucedido algo malo, y cuando te pregunte tú se lo contarás y él se entristecerá también.
—Entonces volveré a casa y no le llevaré la camisa.
—Llévasela —le dije—, puede que se alegre al recibir el regalo.
—¿Me aconseja usted que vaya a ver a mi padre?
—¡Qué puedo yo aconsejar! Confiemos en nuestro Padre Eterno cuya misericordia es inmensa. ¿Quién te ha dicho que Ana volvía a estar enferma?
—Vino un joven llamado Zví que pertenece a un grupo que está cerca de la ciudad y nos trajo una carta de Ana.
—¿Y qué tiene Zví que ver con Ana? —le pregunté.
—Dice mi madre que son novios.
—¿Zví novio de Ana?
—¿Conoce usted a Zví? —preguntó Sipporá.
—¡Pero si me dijo que dentro de poco salía para Israel!
—Primero se iría Zví y después ella. ¿Cómo es la tierra de Israel?
—¡Vaya pregunta! Es preciosa.
—Entonces, ¿por qué está usted todavía aquí, donde se vive tan mal?
—Eres todavía una niña, Sipporá, y crees que la gente sólo busca lo que es bueno.
—Si uno sabe lo que es bueno, ¿por qué no se queda con ello?
—Ahora hablas como una persona mayor. ¿Sabes, tal vez, cómo está Genendel? ¿Conoces a Genendel?
—Conozco a Genendel —respondió Sipporá—; pero no sé cómo está.
—Entonces voy a verla.
Pero no fui a ver a Genendel. Hay días en los que el hombre sólo busca su propio bienestar y rehuye el contacto con las desdichas ajenas. Antes de que pudiera pensar seriamente en el precepto de consolar a los enfermos, mi corazón me había llevado ya a otro lugar, a la calle de la ribera del Strypa donde hay una casa en la que viví cuando era niño. Mil veces había estado en ella. Con ésta sería mil y una.
Soy hombre de casa y amo las casas en las que pasé la juventud. En primer lugar, porque la casa protege al hombre del sol y del frío, de la lluvia y de la nieve, del polvo y del ruido del mundo. Y, en segundo lugar, porque la casa es el reino del hombre, la parte del mundo que le ha sido asignada y en la que nadie más que él puede gobernar. Y da lo mismo que sea de su propiedad o que sea alquilada. Mi padre, en paz descanse, nunca tuvo casa propia; por eso, de vez en cuando, nos mudábamos. En una de las casas en que vivimos empecé a estudiar la Torá, o los Cinco Libros de Moisés, en otra, el Talmud, y en otra, la Mesa preparada. Algunas de ellas fueron semidestruidas y de otras no queda más que el solar. Pero hay una que todavía sigue en pie y es ahora aún más hermosa que antes. Es la casa del viejo hojalatero que la vendió al doctor Zvirn. Éste hizo en ella bastantes mejoras. La guerra destruye por un lado y construye por el otro. Antes de la guerra, nadie necesitaba a Zvirn. Después, todos tenían que acudir a él. Al volver a la ciudad, algunos de los refugiados se instalaron en casas que no les pertenecían, por lo que los propietarios tuvieron que demandarlos judicialmente, y como no quedaba en Szybuscz ningún otro abogado, Zvirn se hizo rico y compró casas y una de ellas era la del hojalatero.
Al hojalatero se le llamaba también el Viudo, pues su esposa murió al cabo de un año de su matrimonio, al dar a luz a su hijo, y él no volvió a casarse, lo cual no era corriente en aquellos tiempos, ya que el que enterraba a su mujer no tardaba en contraer nuevo matrimonio.
En la época en que nosotros fuimos a vivir a su casa, el hojalatero dejó su oficio y se instaló con su hijo en la buhardilla y alquiló el resto a mi padre. Arriba hacía la comida para sí y para su hijo y cuidaba del niño. Por las mañanas, entraba en casa, nos daba los buenos días, mirándonos amistosamente a través de sus lentes, y ya no se le oía más en todo el día.
Aquellas gafas me daban mucho que pensar, pues en uno de los lados, en lugar de cristal, tenían una placa de latón. Uno de mis amigos me aclaró el misterio. Cierto día, poco después de la Fiesta, entró en su taller un niño de hermosos ojos que le dijo: «Padre, hágame un farol, pues se acercan los días de invierno y tenemos que estudiar durante la noche». Aquel niño no había nacido de mujer, pero esto no lo sabía el hojalatero, aunque hubiera debido apercibirse de ello como después se verá. Al cabo de tres días, volvió el niño a recoger el farol. «Aguarda un momento —le dijo el hojalatero—, voy a poner el soporte para la luz». «No necesito luz —respondió el chiquillo—, tu ojo me servirá de luz». El niño cogió el farol y se fue. Entonces empezó a soplar el viento y el ojo del hojalatero se puso a parpadear. «¿Qué sucede? —preguntó el hombre—. El viento me sopla en la cuenca del ojo como si estuviera vacía». Su vecino le miró y dijo: «Tu ojo ya no está».
Me detengo en la calle en que viví de muchacho y recuerdo tiempos pasados, cuando estudiaba en el Jéder[*], y Kuba, el hijo del hojalatero, asistía a la escuela «Barón Hirsch». Mientras él fue a la escuela y yo al Jéder no existió amistad entre nosotros. Una cortina de hierro separaba a los niños del Jéder de los que van a la escuela, pues los primeros se preparan para el estudio del Talmud y estos últimos para adquirir un oficio. Cuando él empezó a ir al Instituto y yo a la sinagoga y a la «Asociación Sionista», nos acercamos un poco más el uno al otro y nos hicimos amigos. Por un lado, porque yo quería que él me hablara de Homero y de Mickiewicz y, por otro, porque él me pedía que le contara cosas del sionismo. ¿Dónde estará ahora? Sabe Dios.
Puesto que había dicho a Sipporá que iba a ver a Genendel, me dije que no debía engañar a la niña. Dejé la calle de Strypa y me fui a casa de Genendel.
Genendel estaba curada o quizá seguía enferma. Estaba sentada en una silla, con una manta sobre las rodillas. Tenía los ojos abiertos y el labio inferior le temblaba constantemente. Su hermano Aarón estaba a su lado, acariciándole las mejillas y ella le acariciaba la mano. Hacía tres días que Aarón estaba en la ciudad y aún no había salido de casa, por eso no fue a verme. Estaba demacrado y tenía los ojos hundidos.
—Lo que son las cosas —me dijo—. Veinte años sin vernos y ahora volvemos a encontrarnos al cabo de unas semanas. Dame un beso, amigo.
Cuando me abrazó y me besó, no sé por qué, tuve miedo de que sonriera. Luego, miró a su hermana y dijo:
—Ha vuelto a dormirse. ¿Qué cómo fue? Fue un día raro. Nada de lo que intentaba hacer me salía bien. Pensé: «Me voy a trabajar». Fui a una factoría en la que me surtía de mercancías, pero sentía un peso en el corazón, un peso terrible. De pronto, sonó un disparo. Aquel disparo me sacó de quicio. Me levanté de un salto y dije: «¿Qué ha sido eso?». Antes de que pudieran responderme, sonó otro y luego un tercero. Me llevé las manos al corazón y salí corriendo. Encontré a dos hombres y les pregunté: «¿Dónde han sido esos disparos?». Ellos me contestaron: «No lo sabemos». «¿Cómo es posible que no lo sepan?», pensé entonces. Pregunté a otros dos. O tal vez no les pregunté, pues al momento desaparecieron de mi vista. Encontré a tres conocidos y les hice la misma pregunta. Estaban blancos como el papel. Extendieron la mano y dijeron: «Sonaron por ahí». «Ahí está la cárcel», les dije. «Puede ser», me contestaron, y trataron de alejarse. Yo les grité: «¡Decidme quién ha disparado y contra quién!». Uno de ellos respondió: «Seguramente fueron disparos al aire». Yo le dije: «Díganme lo que sepan». Él tartamudeó: «Un preso se escapó y dispararon contra él». «¿Un hombre o una mujer?», pregunté entonces. Ellos se echaron a llorar, mientras movían la cabeza afirmativamente. Volví a la factoría, cogí el sombrero y eché a correr hacia la cárcel. Allí me enteré de lo ocurrido…
La vieja despertó y dijo:
—Aarón, si quieres, acompaña a tu amigo, pero vuelve en seguida.
Le indiqué por señas que siguiera sentado.
—Quédese un ratito más —me dijo Genendel—. Quisiera hacerle una pregunta. Hace años, estuvo aquí un judío de la tierra de Israel, que me vendió un puñado de tierra de allí. Si se la enseño, ¿podría decirme si es auténtica? Aquel hombre venía por cuenta de una sociedad llamada «Medianoche». Sus miembros se levantan a medianoche y profieren lamentos por la destrucción del Templo. Traía una caja con tierra de diferentes lugares, clasificada como una especie de botica ambulante. ¿Qué le parece? ¿Se puede creer que aquella tierra procedía de la tierra de Israel, o quizá la había cogido del huerto de la esquina?
—La tierra de Israel existe —le dije—, y en la tierra de Israel, hay tierra. Si el judío de quien me habla venía de la tierra de Israel, ¿por qué pensar que la tierra que le vendió no procedía de allí?
—¿Por qué he de creerle si puedo elegir entre creerle y no creerle? —preguntó Genendel.
—¿Por qué se la compró, entonces? —dije.
—¡Vaya una pregunta! —exclamó ella—. ¿Por qué se la compré? Si uno supiera de antemano por qué hace las cosas, el mundo sería un auténtico paraíso.
Al marcharme, entré a ver a Leibtshe Bodenhaus. Tiene una habitación pequeña y muy bien ordenada. Hay en ella una mesa, una cama, un pequeño quinqué y, colgado en la pared, un cuadro del profeta Moisés con las Tablas en la mano en las que aparece el alfabeto latino desde la A hasta la I y dos majestuosos cuernos en la cabeza. Sobre la mesa hay dos libros abiertos, uno es el Pentateuco y el otro, dicho sea guardando la debida distancia, los versos de Schiller; hay también un tintero de tinta azul, tres plumas, una reglilla, cuadernos y libretas de notas, todo limpio y bien ordenado. En toda la ciudad no encontraréis una habitación tan bonita y bien cuidada.
Leibtshe se puso en pie y, frotándose las manos, me dijo:
—¡Cuánto honor para mí! He aquí que, sin ningún esfuerzo por mi parte, se me ha concedido un deseo que no me atrevía a formular en voz alta. Siéntese, señor, siéntese, yo estaré de pie.
—Vive usted como un filósofo —le dije.
—¡Ah, señor, valiente filósofo soy yo! ¡Si no poseo ninguna de las virtudes de la filosofía! Spinoza nos exhorta a no reír, ni llorar, ni entusiasmarnos, sino a comprender. ¿Puedo yo decir que cumpla sus preceptos, salvo por lo que se refiere a la risa? En lo demás, señor, soy lego. Nos manda no llorar. ¿Cómo no voy a llorar si la desgracia nos acosa por doquier: la desgracia que causan los hombres, la desgracia de los malos instintos y la desgracia con que nos pone a prueba el Creador? Lo mismo me ocurre con el entusiasmo. ¿Cómo no voy a sentir entusiasmo cuando veo con mis propios ojos cómo Dios Nuestro Señor me llena de su gracia, a mí, que no soy más que un humilde gusano; cómo me anima de un espíritu elevado y pone en mi boca rimas para cada uno de los versos de la Torá, y no digamos el entusiasmo que hacen nacer en mí las palabras de la Torá, salidas de la boca del Todopoderoso? ¿Cómo no va uno a entusiasmarse? Y ahora, señor, pasemos a la última consigna del filósofo: «comprender». Por más que nos esforcemos, nunca llegaremos a comprender. Veamos, por ejemplo, el verso que dice: «Y Dios se enoja todos los días». ¿Hay quién comprenda por qué se enoja? Si es porque le hemos ofendido con nuestros pecados, ¿tiene por ello que ponernos a prueba en esta vida, lanzándonos todas sus flechas? ¿No sería preferible que nos tratara como recomienda el filósofo, es decir, que mostrara comprensión hacia nosotros? No interprete mis palabras como una blasfemia, señor. ¡Nada más lejos de mi ánimo que pretender juzgar los actos de Dios! No hay en mí asomo de osadía, señor: si usted quisiera ponerme el pie en la nuca, yo me agacharía para que no le costara ningún esfuerzo. Pero ¿qué puedo hacer yo? Este corazón es carne, no ha ascendido los peldaños de la filosofía y duele y llora y a veces tiene cosas que son completamente ajenas a la filosofía. Cuando, sentado a mi mesa, voy poniendo en rima capítulo tras capítulo, todo me parece perfecto; pero en cuanto suelto la pluma y apoyo la cabeza en la mano o me llevo la mano a la cabeza, me doy cuenta de que el mundo está mal. ¿Y cómo va a estar bien, si el Creador está enojado con él? Nuestros profetas, ¡bendita sea su memoria!, nos tranquilizaron diciendo: «¿Cuánto dura su Ira? Un instante». ¡Señor mío! Su Ira dura un instante al día, pero sus criaturas viven acosadas las veinticuatro horas del día.
»No voy a hablar de la guerra. Si estoy una hora sin pensar en ella, me parece haber gozado de una gracia inefable. Pero algo sí le diré. Durante la guerra, serví con un médico. Una vez nos trajeron a un muchacho al que se le habían helado los pies en la trinchera. Y por tener los pies helados no podía moverse y buscar refugio ante el enemigo. Una granada le saltó los dientes y le destrozó la mandíbula. Sus pies, señor, no tenían remedio, pues ya no había vida alguna en ellos. Conque el médico tuvo que amputarle las piernas por encima de la rodilla. Pero le arregló la boca, cosiendo por aquí, cortando por allí y volviendo a coser le colocó una especie de mandíbula artificial de no se qué material. Cuando vi al muchacho sin piernas y con la cara destrozada, volví la cara y me eché a llorar y tuve miedo de volverme loco. Pero el médico parecía satisfecho, y cuando no tenía otros heridos que atender se dedicaba a éste, le hacía injertos y decía, refiriéndose a célebres profesores: “En su vida hicieron un trabajo tan limpio”. Como cada día traían más heridos, nuestro hospital pronto estuvo lleno a rebosar, por lo que los heridos más antiguos eran trasladados en camiones a los hospitales de la ciudad. También nuestro soldado tuvo que ser trasladado. El médico no quería que se lo llevasen, pero no pudo hacer nada por retenerlo. De modo que le colgó un papel al cuello en el que indicaba el tratamiento que debían aplicarle y los alimentos que podía tomar. A nosotros nos había recomendado que le dedicásemos todos nuestros cuidados, pues el muchacho tampoco tenía fuerza en las manos y no podía llevarse la comida a la boca. Íbamos al lado del transporte vigilando a los heridos y procurando hacerles más llevaderos sus sufrimientos. Nos salió al paso un teniente alemán. “¿Hay sitio en el camión?”, nos preguntó. “Está lleno de heridos y enfermos que llevamos al hospital de la ciudad”, le dijimos. “Dejadme ver si es cierto que no hay sitio para un oficial alemán”. Y cogiendo al soldado de la mandíbula destrozada, lo dejó en medio del páramo y se sentó en su sitio. ¿Comprende usted esto? Todos nuestros esfuerzos por comprender son en vano.
»Otro ejemplo, éste de tiempos de paz. Pero ¿para qué voy a entristecerle, señor? A veces, al pensar en estas cosas, llego a la conclusión de que no merece la pena vivir; incluso cuando el hombre no peca sino que hace el bien, su misma existencia da origen al mal y provoca el pecado. Y es que, como sus semejantes no se encuentran a su altura, se sienten impelidos a hacerle daño, tanto por causa del mal que hay en ellos como por el bien que anida en él. Espere un momento, señor. La tía me llama. En seguida vuelvo».