Enfermedades del cuerpo
Mientras el abrigo estuvo colgado en el armario, el libro Las manos de Moisés quedaba escondido. Cuando desapareció el abrigo, el libro quedó al descubierto.
Allí está el libro y yo no sé qué hacer con él. Sé bien que no tiene propiedades curativas, pues no está escrito de puño y letra de su santo autor, sino de su criado El Yakim, llamado Getz. No diré que fuera una casualidad que algunas mujeres encontraran alivio teniéndolo a su lado; pero estoy seguro de que debieron existir otros motivos que desconozco, pues la experiencia me ha enseñado que la casualidad no existe, que todo lo que sucede en el mundo tiene su causa en el Altísimo, alabado sea; pero los hombres han inventado estas palabras para no tener que dar gracias al Motivador de todas las causas.
Abrí el libro. ¡Qué escritura más hermosa! ¡Qué signos más primorosos! Así escribían nuestros padres las palabras de la Torá. Y es que ellos amaban la Torá y ejercitaban la mano con su texto. Si no hubiera transcurrido ya la mayor parte de los años de mi vida, me ejercitaría en estos signos, pues hace ya muchos años mi letra se estropeó, por escribir con prisas y no trazar los signos cuidadosamente. Cuando mi buen padre me enseñó a escribir, me hizo copiar un verso de la Torá y, después, un verso de los Profetas, pues en la Torá no hay ningún verso en el que aparezca todo el alfabeto, incluidas las letras finales. Cuando supe trazar todas las letras, copié versos de los salmos, cuyas iniciales formaran mi nombre, por ejemplo: «Señor, fuiste propicio con tu tierra…». «Alegra el alma de tu siervo…». «Me pusiste en una fosa profunda…». «Un Dios hay que juzga en la tierra…». «Envíe el Señor su gracia y fidelidad…». «Líbrame de los malhechores…». Cuando mi mano se hizo más fuerte, escribí versos que yo mismo componía. Y no lo hacía mal, pues escribía oraciones que luego guardaba en mi devocionario para recitarlas al acabar el rezo. Cuando mi mano se hizo más fuerte, compuse cantos y poesías. Y tampoco estaba mal, pues los dedicaba todos a Jerusalén. Cuando mi mano se hizo más fuerte todavía, compuse otros versos, inspirados por un amor distinto. Y cuando el corazón del hombre se enreda en cosas superficiales, la mano escribe de prisa y no se esmera en la caligrafía. Si no hubiera transcurrido ya la mayor parte de los años de mi vida, miraría atentamente los signos de este libro y trataría de mejorar mi letra.
La mayor parte de los años de mi vida había transcurrido ya. Y en lo tocante a mejorar… hay cosas en mí que reclaman con mayor urgencia una mejora. Se me ocurrió arrancar una hoja del libro y enviarla a mis hijos, para que les sirviera de modelo y pudieran perfeccionar su letra; pero después pensé que cada época tiene su propia escritura. ¿Cómo puedo yo imponerles una escritura de tiempos pasados? Yo, personalmente, prefiero la antigua. Pero no todo lo que es hermoso a mis ojos tiene que serlo también a los ojos de los demás.
El tiempo se divide en pasado, presente y futuro. Para mí, todas las épocas son iguales. Lo que en el pasado era hermoso, es hermoso en el presente y seguirá siéndolo en el futuro. Pero muchos de mis contemporáneos son de otra opinión: lo que en el pasado era hermoso, en el presente es absurdo y en el futuro lo será más aún.
Pero dejemos la escritura.
Estamos en los días más calurosos del verano y yo tirito de frío. La sangre está fría y enfría el cuerpo. Si no hubiera regalado mi abrigo, me lo pondría.
Sentado a la puerta del hotel, levanto la vista al cielo. El sol se esconde tras las nubes y no me mira, ocupado como está en su peregrinaje. Y es que ya he iniciado la marcha hacia la tierra de Israel.
Me siento abatido. Si alguien se para a hablar conmigo, me inclino profundamente, como si me hiciera un gran favor. Cuando hablo, mi voz es débil. Me pregunto: «¿Se habrá dado cuenta de lo débil que tengo la voz?». Y, preocupado por la pregunta, no entiendo lo que me dice mi interlocutor y me siento más confuso y abatido que antes. Espero ansiosamente que llegue la noche, para poder encerrarme en mi habitación, sin ver a nadie.
Empecé a sentirme mal el día que volví del pueblo, mas no le di importancia; y ahora mi cuerpo se hacía notar con fuerza y todos mis miembros estaban profundamente doloridos.
Cuando me quedaba solo no pensaba más que en mí y en mis males. ¿Quién me los había causado? Contribuyó mucho la mala alimentación, mucho el desbarajuste en el horario de las comidas y no poco el hambre que había pasado últimamente. Al fin, todas estas causas se fundieron en una sola y vino lo que tenía que venir.
Fui a la farmacia y me compré un medicamento contra la fiebre. Cuando tomo quinina, por pequeña que sea la cantidad, siento dolor en el corazón, este corazón que yo creí que era fuerte como una roca y que de pronto se ha vuelto blando como la cera y tengo la sensación de que una piedra me lo aplasta. Todas las noches, en cuanto aparecen las estrellas, me acuesto, me tapo y cierro los ojos. Antes de dormirme, se me escapa un suspiro: pobre del que se acuesta para no levantarse más.
Ahí está, en la cama, sintiendo que su corazón late cada vez con más fuerza, bajo el peso de la piedra que lo oprime. Cuando llegó a la ciudad, estaba sano y fuerte y todos le envidiaban. Ahora es el más débil y al levantarse, por la mañana, se siente peor que la víspera.
Una noche no podía dormir. Mi ánimo estaba tan decaído que de mi mente no se apartaba la idea de la muerte. Tal vez no estuviera enfermo de muerte, pero no podía dejar de pensar en mi fin.
Encendí una vela, me levanté de la cama, me senté ante la mesa y apoyé los brazos en las rodillas. Al cabo de un rato, levanté la mano izquierda y apoyé la cabeza. Entonces me dije: «Debes hacer testamento».
Cogí papel y pluma y escribí lo que debía hacerse con mi cuerpo después de mi muerte. Como había venido de la tierra de Israel pensaría que deseaba ser enterrado en ella; por eso dispuse explícitamente que se me enterrase allí donde muriese, que no se trasladasen mis restos a la tierra de Israel. A este hombre le basta ir a donde vaya el pueblo de Israel, ya que por su propia voluntad salió de la patria. Concedo que ha de ser duro abrirse paso por los caminos subterráneos; pero ¿fueron fáciles las peregrinaciones que hice en vida? ¿Me es mi cuerpo tan querido que aún después de muerto tenga que cuidar de él?
Mientras escribía, recordé la llave de la vieja sinagoga que me había sido entregada por los ancianos la víspera de la fiesta de la Expiación. Me puse a pensar qué debería hacerse con la llave si yo moría. Quizá fuera lo mejor disponer que fuese colocada entre mis manos y se me enterrase con ella, como aquel sastre que pidió que se hiciese con su mesa un ataúd y se le enterrase en él, con el metro en la mano, para probar en el otro mundo que no había medido más de lo debido; o como el escriba que dispuso que se le enterrase con la pluma que le había servido para escribir el Nombre de Dios. Pero ellos habían adquirido sus méritos con estos instrumentos; pues antes de pasar por sus manos eran simples instrumentos y fue el trabajo de sus dueños el que los santificó. La llave, por el contrario, tenía un valor propio desde el principio. Más aún, antes de llegar a mis manos poseía mayor importancia, pues servía para abrir la puerta a los que estudiaban la Doctrina. ¿Qué derecho tenía yo para disponer que fuera enterrada conmigo?
Y como no sabía qué hacer con la llave, opté por no mencionarla. Pensé en mi mujer y en mis hijos, en lo que debía decirles antes de mi muerte, en lo que debía disponer en primer lugar y en lo que debía dejar para el final. En esto se pasó la noche y empezaron a brillar los primeros rayos del sol. Aparté a un lado mi última voluntad y recé la oración de la mañana. De pronto, sentí que la enfermedad había cedido, salí a desayunar y comí con apetito. Hacía tiempo que no saboreaba los alimentos con tanto deleite. Después de comer y beber, cogí la llave y me fui a la sinagoga.