Visita al enfermo
En la leñera de la sinagoga, tendido sobre un desvencijado diván que se apoyaba en tres patas y unas piedras, estaba Rabbí Jayim, tapado con el abrigo que yo le había regalado. A su lado se sentaba su hija Ana. La muchacha estaba inclinada hacia delante, moviendo los pies, como si de un momento a otro fuese a levantarse para acercarse al enfermo. En sus labios parecía temblar una pregunta: «Padre, ¿qué puedo hacer para aliviarte el dolor?». Rabbí Jayim despertó y movió ligeramente la cabeza, como diciendo: «El Altísimo me ayudará». Ana lo miró con ojos llenos de confianza en los que brilló una chispa de esperanza. Las tres variantes de la razón humana, la pura razón, la dialéctica y la práctica, se fundieron en una sola y al momento volvieron a separarse. Rabbí Jayim la miró y sus párpados temblaron. Luego, bajó los ojos como el padre que ve a su hija hecha una mujer.
Ana se puso en pie, me saludó, me estrechó calurosamente la mano y me miró con profunda simpatía. Pero casi al instante su rostro se contrajo y expresó cierta duda. Seguramente Zví me había elogiado con exceso y ahora ella no veía en mí nada extraordinario. Poco a poco, se fue borrando la duda y también la amabilidad del principio y me trató como se trata a un individuo corriente, que no es ni ángel ni demonio.
—No me lo imaginaba así —dijo Ana.
—¿Cómo se imaginaba usted mi persona?
—No lo sé.
—¿Quién le ha hablado de mí?
Ana, enrojeciendo, respondió:
—¿Cree, acaso, que no se habla de usted?
—No sabía que la gente hablara de mí —dije bajando los ojos con humildad.
—Ello no significa que se hable bien —replicó Ana. Una dulce sonrisa cruzó por sus ojos.
Yo callé y la observé.
Ana era de corta estatura y llevaba un amplio y grueso vestido que en un tiempo debió de ser azul y que se había desteñido hasta convertirse en gris. Iba sin medias y calzaba unas toscas sandalias. Se cubría la cabeza con un pañuelo de vivos colores, anudado bajo la barbilla. El vestido le estaba holgado. Seguramente, cuando se lo hizo sus miembros estaban más llenos, pero la enfermedad la había hecho adelgazar y el vestido era ahora demasiado grande para ella. Aquel pañuelo le daba el aspecto de una mujer casada o de una muchacha de otro pueblo, pues las doncellas judías de nuestra región no acostumbran a cubrirse la cabeza, y menos hoy día, en que hasta las casadas van con la cabeza descubierta. Pero la pureza que había en sus ojos encantaba el corazón. Era un brillo que no poseen ni las casadas ni las muchachas de otros países. Tiene la frente ancha, como su padre, y la boca entreabierta, en un gesto expectante, como preguntando: «Vamos a ver, ¿qué tienes tú que decir?». Como yo no hablase, me dirigió una mirada que decía: «De modo que éste es el hombre».
En aquel momento apareció Kuba. Dijo que había ido a buscarme al hotel y, al no encontrarme allí, pensó que podía estar en la sinagoga. La puerta estaba cerrada, pero oyó voces en la leñera y entró.
—¿Conque estabas aquí? ¿Qué estás haciendo?
No transcurrió mucho rato antes de que apartara el abrigo con el que se cubría Rabbí Jayim y empezara a examinarle. El enfermo no dijo nada y dejó que el médico hiciera con él lo que quisiera.
Kuba sacó un papel y, apoyándolo en la pared, empezó a extender una receta. Luego se golpeó la frente, se llamó a sí mismo estúpido y rompió el papel.
—En casa tengo todo lo necesario. Ahora mismo lo traigo.
Ana no conocía al doctor Milch. Al verle actuar, su rostro asumió nuevamente aquella expresión de escepticismo que tuvo para mí, sólo que más acentuada.
Kuba no lo advirtió y se puso a hacerle unas preguntas que no acostumbran a formularse a una persona a la que se acaba de conocer, y menos a una muchacha. De pronto, interrumpió lo que estaba diciendo, se puso en pie y dijo:
—Olvidé presentarme: me llamo Jacob Milch, médico.
Ana hizo una leve inclinación de cabeza y dijo su nombre.
—Entonces, ¿usted es la camarada que se marchó a Rusia? ¿Qué la impulsó a hacer semejante cosa? Ni una yunta de bueyes conseguiría arrastrarme a mí a Rusia.
—¿El doctor ha probado ya la fuerza de los bueyes, que tan seguro está de poder resistirla? —preguntó Ana.
Kuba hundió los dedos en su enmarañada barba y se dispuso a decir algo, pero yo le atajé:
—La señorita Ana no estaba en Rusia, sino en una colonia de emigrantes.
El rostro de Kuba se iluminó:
—¿Es miembro de una colonia de emigrantes? ¿Por qué dijo entonces que estaba en Rusia? ¿Supone ello una distinción para una muchacha judía? Conque en una colonia…
Y Kuba empezó a acosarla con preguntas acerca de la vida en una colonia de emigrantes. De cuántos miembros se componía, a qué se dedicaban, cuándo saldrían para Israel y cuándo pensaba irse ella. Y, si pertenecía a uno de aquellos grupos, ¿por qué no al que trabajaba en el pueblo cercano a nuestra ciudad? Y fue cantando las alabanzas de todos sus componentes. Cuando mencionó a Zví, Ana se encogió de hombros.
—No me cree porque no le conoce. Ya se lo presentaré y entonces verá que no exagero. —Mientras hablaba, volvió la cabeza hacia Rabbí Jayim y agregó—: Rabbí, me parece que sería interesante que usted y yo habláramos sobre el sionismo; pero ahora voy a buscar las medicinas.
Al marcharse, me tiró de la chaqueta y dijo:
—Ven conmigo.
Cuando salimos, comentó:
—Es una linda muchacha, pero demasiado callada, ¿no te parece? Durante todo el rato no ha dicho una palabra.
—No la has dejado.
—Tienes razón, a veces hablo demasiado. ¿Hablé ahora de más? Bueno, vamos a la farmacia.
—¿A la farmacia? ¿No has dicho que tenías las medicinas en tu casa?
—Tengo algunas. Lo que falta lo compraré en la farmacia y yo mismo lo prepararé. Así no me costará nada. ¡Una muchacha lista! ¿Y cómo se llama? Ana… No está mal el nombre.
Entré en la farmacia detrás de Kuba. Por la forma en que le hablaba el farmacéutico, comprendí que el doctor Milch no le inspiraba mucho respeto. Kuba se lo llevó aparte un momento y cuchicheó con él. Seguramente no tenía dinero para pagarle. El farmacéutico le dio unas palmadas al hombro y, mirándole amistosamente, le dijo:
—No tiene importancia doctor. —Y le dio la medicina.
—¿Sanará pronto Rabbí Jayim? —pregunté a Kuba.
—No es más que una dislocación. ¿Qué edad tiene? Si no fuera tan mayor, todo se arreglaría fácilmente. De todos modos, no podrá bailar en la boda de su hija.
—¿Te refieres a la boda de Ana y Zví?
—¿Qué Zví?
—El mismo a quien tanto has elogiado.
—¡Conque así están las cosas! ¿Y tú has permitido que me pusiera en ridículo, sin hacer nada por impedirlo? De todos modos, me alegro de que me lo hayas dicho. Es una linda muchacha.
Y mientras hablaba se mesaba la barba.
—Ya lo dijiste antes.
—¿Qué dije? Y aunque lo dijera, ¿acaso, entretanto, ha dejado de ser linda? ¿Y cuándo lo dije? No la había visto en mi vida. De modo que va a casarse con Zví. Hay que reconocer que nuestros muchachos tienen buen gusto y saben lo que se hacen. ¿No es encantadora? Pero posee, además, una virtud especial, algo que está por encima de todos los encantos. ¿No opinas tú lo mismo?
—¿Qué virtud es ésa?
—Es un no sé qué —dijo Kuba—. No es una cosa que se vea; pero es un algo que no sé explicar. He visto a muchas mujeres hermosas que no me han inspirado ningún entusiasmo. Mi mujer, o mi exmujer, si así lo prefieres, era una excepción, pues además de una cara bonita y una nariz preciosa tenía también una hermosa alma. Ahora vamos adentro a preparar la medicina.
Kuba cogió el mortero y se puso a machacar los ingredientes, luego los mezcló y dijo:
—¿Te acuerdas de Rabbí Jayim en sus buenos tiempos? La controversia despertaba ecos en todo el país. ¿Y había motivo para tal controversia? Todos tenemos la misma Doctrina. ¿Por qué enzarzarse en discusiones? Todas las desgracias que afligen a Israel son motivadas por la discusión. A veces me digo que no somos mejores que los pueblos extranjeros, que se hacen la guerra unos a otros y derraman sangre que se ve, mientras que nosotros nos peleamos y derramamos una sangre invisible. Así que la muchacha es novia de Zví. Me alegro de que me lo hayas dicho. No me preocupo de lo que no me atañe. Babtsche tiene pocas posibilidades. El nieto del rabino ha encontrado otra novia, la hija de un amigo de su padre. La manzana no cae lejos del árbol. A Babtsche sólo le queda Zvirn; ¡que le aproveche! El muy cerdo extiende la zarpa y se lleva lo que le conviene. La medicina ya está. Ahora mismo la envuelvo y se la llevo a Rabbí Jayim. Si no es tan elegante como las de los prusianos que el boticario aborrece y yo no estimo mucho, sí es eficaz y esto es lo que importa. ¿Tienes hambre? Coge una pera o una manzana y guárdatela en el bolsillo, yo haré lo mismo y nos las comeremos por el camino. Ah, se me olvidaba, Schützling te manda saludos.
—¿Cuándo lo viste?
—Cuando se iba.
—¿De modo que visitas a Genendel? ¿Cómo está?
—No lo sé.
—¿Qué quieres decir?
—Yo no soy médico de enfermos que enferman al médico. Visité a Bodenhaus.
—¿También a él le duelen los pies?
—Los pies no, el pulgar de la mano derecha. Es un dolor provocado por el mucho escribir; muchos escritores lo padecen.
—¡Y a mí me dijo que las rimas le brotaban sin esfuerzo, por la Gracia del Cielo! —dije, echándome a reír—. Por lo que se ve, la Gracia Divina no influye en su dedo pulgar.
—Eres mala persona —me dijo Kuba.
—Lo que ocurre es que me gusta la buena poesía.
—A mí la poesía no me interesa en absoluto. ¿Qué opinas de Bach?
—Pregunta primero por Erela —le dije, riendo.
—¿Por qué?
—Porque, según el alfabeto hebreo, su nombre viene antes.
A los ojos de Rabbí Jayim, su enfermedad era leve y sentía que le dedicasen tantas atenciones y cuidados. El médico era de otra opinión. Al marcharse me dijo:
—La pierna no me preocupa, lo que me preocupa es que se presente otra enfermedad.