CAPÍTULO LXIII

Toda la verdad

Genendel estaba envuelta en una toquilla de lana y con una manta encima de las rodillas. La saludé y le pregunté cómo se encontraba.

Ella me miró fijamente y me preguntó:

—¿Quién es usted?

Le dije mi nombre y ella respondió:

—No le conozco.

—Genendel —le dije—, ¿no recuerda que estuve aquí con su hermano Aarón y usted nos preparó una excelente comida?

—Sí, querido, ahora lo recuerdo. Coja una silla y siéntese a mi lado. ¿Qué le parece todo esto?

Y mientras hablaba dio una cabezada y se quedó dormida.

Al poco rato, levantó la cabeza, me miró y dijo:

—¿Quién es usted?

Se lo dije. Ella movió afirmativamente la cabeza y murmuró:

—Sí, sí, querido, ya lo sé. Es el hijo de Ester. ¿Dónde ha estado durante todo este tiempo? Me dijeron que estaba de viaje. Espere un momento y le diré dónde.

Dio una cabezada y se quedó dormida. Al poco rato, despertó y dijo:

—Me ha parecido que había alguien aquí.

—Sí, Genendel, soy yo.

Genendel abrió los ojos y dijo:

—¡Ah, sí! Muy bien. ¿Y quién es usted? ¿No será…? Espere un momento, en seguida se lo digo.

Le dije mi nombre.

—Sí, claro que sí, querido. Lo conozco. Dígame, ¿dónde nos hemos visto? ¿Qué me dice usted de mi desgracia? Se coge un pajarillo y se le corta la cabeza.

Y volvió a quedarse dormida.

Entró Leibtshe Bodenhaus. Genendel se despertó y dijo:

—¿Eres tú, Aarón? Siéntate, hijo, siéntate. ¿Qué querías decirme, Aarón? ¿Qué dicen los médicos? ¿Vivirá?

—Tranquilízate, tía —dijo Leibtshe—, tranquilízate. Ha llegado un telegrama de Aarón.

—¿Estabas ahí, Leibtshe? Te agradezco que hayas venido. ¿Decías algo? ¿Qué has dicho, Leibtshe? No te dé vergüenza de mí. ¿De qué telegrama estabas hablando? —Mientras hablaba, su mirada tropezó conmigo—. ¿Estaba usted también aquí? Siéntese, querido, siéntese. Pregúntele a Leibtshe qué es eso del telegrama. ¿Por qué no viene Aarón?

Leibtshe sacó el telegrama y leyó:

—«Estoy enfermo».

—¿Quién está enfermo? —preguntó la anciana—. ¿Leibtshe?

—Tranquilízate, tía —dijo Leibtshe—. Yo estoy bien.

—Entonces, ¿por qué dices que estás enfermo?

—Yo no soy quien está enfermo, sino…

—¿Quieres tomarme el pelo? ¿Cómo se llama tu mujer? ¡Valiente mujer! Que Dios no me tenga en cuenta mis palabras; pero, a mis ojos, nunca fue hermosa. ¡Loco, con una tienda llena de zapatos y andas descalzo! Vamos coge un par de zapatos, póntelos y márchate. ¿Quién es este señor?

Leibtshe le dijo mi nombre y añadió:

—¿No te acuerdas de él, tía? Estuvo aquí con tu hermano Aarón.

La anciana me miró amistosamente y dijo:

—Conocí a su abuela. Era una gran mujer. Me han dicho que se fue a la tierra de Israel.

—Era mi bisabuela, la madre de mi abuela, la que se fue a la tierra de Israel —puntualicé.

—Sí, querido —dijo Genendel, moviendo afirmativamente la cabeza—, fue su madre. ¿Cómo se llamaba? ¡Ah, sí, Milká! ¿Y cómo está? ¿Qué nos dice en el telegrama? Voy a contarle algo que le gustará. Cuando su abuela veía a alguna pobre mujer con los vestidos rotos, se quitaba el refajo y se lo daba, diciendo: «¿Qué falta me hace esto a mí?». ¿Y cómo está su madre? También murió. Así que han muertos los tres. También mi pajarito se ha muerto. Todos se mueren menos este saco de huesos. —Y, golpeándose el pecho, añadió—: ¿Qué falta me hace esto a mí?

Luego, inclinó la cabeza y volvió a dormirse.

Me levanté de la silla y pregunté:

—¿Qué ha ocurrido aquí?

—No me pregunte, señor, no me pregunte —respondió Leibtshe—. Ha ocurrido más de lo que mi tía se figura. Hay cosas, señor, que la mente humana no alcanza a comprender.

—Hable, señor Bodenhaus, se lo ruego —le dije.

—¿Puede la lengua de un hombre referir lo sucedido? Es mucho peor de lo que temimos al principio. —Al cabo de unos momentos, me hizo una seña y le seguí fuera de la habitación. Llevándose un dedo a los labios me dijo—: Acerque el oído, señor, para que ella no se entere. Han muerto las tres —susurró.

—¿Quiénes?

—¿Es que no sabe nada? Tenga la bondad de esperar un momento. Voy a ver si se ha despertado. Gracias a Dios, duerme. El sueño es lo mejor para ella. Desde que recibimos la noticia, ha envejecido muchos años. ¡Ay, Señor, no somos nadie! Si los cedros son pasto de las llamas, ¿cuál será la suerte del hisopo que crece junto a la tapia? Y no me refiero a usted, señor; yo sé respetar y guardar las distancias. Hablaba por mí mismo, que no soy más que un gusano. De pronto, un día, tres personas jóvenes son enviadas al Más Allá. Y mucho me temo que no acaba aquí la cosa. Este telegrama del señor Schützling no augura nada bueno. Léalo, señor, y vea usted mismo; pero no lo lea en voz alta, no vaya a oírle la tía. Hace tres días era como una mujer de cuarenta años, y ahora está como si tuviera noventa… o cien. Silencio, señor, la tía se ha despertado. No me lo tome a mal, pero le dejo solo y voy a ver cómo está.

Al volver, dijo:

—Ahora duerme plácidamente y podré contárselo todo desde el principio. Usted debe de saber que el señor Schützling tiene tres hijas de su segunda esposa. Dije «tiene» y debí decir «tenía», pues ya no son de este mundo sino que habitan en el reino de las almas, a la sombra del Altísimo. Si me lo permite, señor, iré a ver si se ha despertado mi tía. Ella cree que sólo han matado a una. Pero han matado a las tres hermanas, todas el mismo día y a la misma hora. ¿Que cómo fue? Tal como lo cuentan los periódicos. La única de las tres hermanas que no estaba en la cárcel fue con sus camaradas a hablar con los guardianes. Les dieron dinero para que dejaran escapar a las dos muchachas. Pero los guardianes no cumplieron el trato. Les abrieron la puerta, pero las delataron a la Policía. Y cuando las dos muchachas iban a subir al automóvil en el que las esperaba su hermana, los policías dispararon sobre ellas, causándoles la muerte. Las mataron a las tres, señor. Y ahora hemos recibido el telegrama del señor Schützling en el que nos dice que está enfermo. Voy a ver si la tía se ha despertado…

Genendel estaba despierta y dijo:

—Debe tener hambre, hijo. Siéntese y coma algo. Ahora lo recuerdo perfectamente. Es el hijo de Ester. ¿Cómo está su madre? Tengo la impresión de que le he ofrecido algo. ¿Qué dice usted de nuestra desgracia? Leibtshe, Leibtshe, ¿dónde está Leibtshe?

—Aquí estoy, tía.

—Sí, sí, Leibtshe, estás aquí —dijo la anciana moviendo afirmativamente la cabeza—. ¿Por qué no le traes una silla? Es amigo de Aarón. Siéntese, hijo, siéntese. ¿Qué le parece? ¿Cree que la niña se salvará? Cuando era joven yo ya se lo decía: «Aarón, hijo, apártate de esa gente». Los jóvenes nunca piensan las cosas. Eso que se dice por ahí de que quiso matar a un rey, es falso. ¡Dios nos libre de la boca de Jacob y de las manos de Esaú! Pero lo que yo veo con mis propios ojos, eso es verdad. Lleva una pelliza negra. ¿Qué es lo que he soñado? Déjenme pensar, a ver si me acuerdo.

Leibtshe, nervioso, le dijo:

—Sin duda era algo bueno, tía, un sueño muy bueno.

—Tú sí que eres bueno —dijo Genendel—; pero el sueño era malo.

—Puedes estar segura de que el significado es bueno —insistió Leibtshe, muy excitado.

—¡Cállate! —le dijo la anciana.

Y dio una cabezada y se quedó dormida.

—Temo que haya soñado lo que yo le conté a usted —susurró Leibtshe.