CAPÍTULO LXII

Duermevela

No sé si estaba despierto o estaba dormido; pero me vi en un claro del bosque, cubierto con el manto y con las filacterias al brazo. Se acercó a mí el pequeño Rafael, el hijo de Daniel Bach, con una cartera bajo el brazo.

—¿Quién te ha traído hasta aquí, hijo?

—Hoy cumplo la edad en que deben empezarse a observarse los Mandamientos y voy a la escuela.

Sentí compasión por el pobre niño, al ver que no tenía brazos, por lo que no podría ceñirse las filacterias.

—Mi padre me ha prometido comprarme unos brazos de goma —me dijo, fijando en mí sus hermosos ojos.

—Tu padre es un hombre justo y cumplirá su promesa. ¿Sabes tú por qué tu padre me preguntó por Schützling?

—Mi padre está en la guerra y no puedo preguntárselo.

—Entre nosotros, Rafael, me parece que tu hermana Erela es comunista. ¿No se burla de vuestro padre?

—Al contrario —respondió Rafael—; llora por él, porque no encuentra su brazo.

—¿Qué quieres decir con eso de que no encuentra su brazo?

—Que lo ha extraviado.

—¿Y cómo se ciñe entonces las filacterias?

—No se preocupe usted por eso. La parte que corresponde a la cabeza se la ata a la cabeza y la que corresponde al brazo la ata al brazo de otro.

—¿Y de dónde saca ese brazo?

—En la trinchera encontró el brazo de un soldado —respondió Rafael.

—¿A ti te parece que es forma de cumplir el precepto? En el pasaje «Libertad para los muertos» se dice que cuando un hombre muere queda dispensado del rezo y el que está dispensado del rezo no puede rezar por otro.

—No lo sé —dijo entonces Rafael.

—Si no lo sabías, ¿por qué hablabas como si lo supieras?

—Antes de que usted me preguntara lo sabía, pero cuando me preguntó se me olvidó.

—A partir de ahora no te preguntaré más. Vete, hijo, vete.

—¿Y usted no se va? —me preguntó.

—Tengo que pensar en lo que tú me has dicho.

—Déjese de pensamientos.

—¿Tú no piensas nunca?

—Cuando pienso no veo nada.

—¿Hay aquí algo que deba verse? ¿Acaso la nota que puse en mis zapatos?

—Ha venido el cartero y ha traído muchas cartas, llenas de sellos.

—Entonces iré a ver —dije.

—¿A dónde quiere ir? —preguntó Rafael mirándome los pies—. No tiene usted zapatos.

—¿Que no tengo zapatos? ¿Quieres decir que la mujer de Leibtshe me los quitó para que no me fuera?

Entonces llegó Genendel y me dijo:

—Cierra la boca y escribe tus canciones.

—¿Me confunde usted con Leibtshe, Genendel? Se equivoca, Genendel, se equivoca.

—¡Mi querido señor! —exclamó Leibtshe—. ¡Qué alegría que haya venido! Esta noche le vi en sueños.

—¿Cómo me vio?

—Sencillamente, tal como es.

—Para usted será sencillo, mas para mí no lo es. ¿Qué pasó con las cabañas?

—Yo no tuve la culpa —dijo Leibtshe.

—Ya lo creo que sí, señor —repliqué—; pero no estoy enojado con usted.

»¿Os habéis enterado de lo que me hizo Leibtshe? Os lo contaré por si no lo sabéis.

»En vísperas de la Fiesta de los Tabernáculos[*], Leibtshe fue a verme a casa y me dijo: “Quisiera levantar mi cabaña encima de la suya”. “Está bien; hágalo”, respondí. ¿Podía decirle: “No lo haga”? Hubiera sido preferible que hubiera levantado su cabaña en otro lugar o que no la hubiera levantado; pues, aunque el tal Leibtshe dedique versos a la Torá es un hombre piadoso que cumple rigurosamente todos los preceptos. Por lo tanto, si quiere construir su tabernáculo encima del mío, no importa, ya que no va a sentarse en él. Y levantó su tabernáculo delante del mío, de modo que los dos parecían uno solo, pero su parte era mucho más grande y más hermosa que la mía. Yo me quedé asombrado. En primer lugar, porque no se sabía dónde acababa su cabaña y dónde empezaba la mía, y, en segundo lugar…, bueno, lo que venía en segundo lugar lo he olvidado. “Ahora los cubriré con hojas”, dijo Leibtshe. Yo me fié de él y volví a mi trabajo.

»La víspera de la Fiesta de los Tabernáculos, al anochecer, fui a verlos y advertí que los había cubierto con un trapo roto y no con hojas, como está mandado. “No los ha cubierto con algo que crece de la tierra, sino con algo que está tejido y absorbe la suciedad”. Leibtshe me miró con ojos inocentes y respondió: “A mí me basta así”. Me pregunté dónde iría a cenar, pues no tenía cabaña. Mi mujer me dijo: “Cena en el hotel”. “Conque estabas ahí —le dije—. Aún me faltan los cuatro símbolos de la Fiesta y temo que las tiendas ya estén cerradas. Pues hoy es víspera de la Fiesta y antevíspera del Sábado y los comerciantes habrán cerrado pronto. ¿Qué te parece, ya que el primer día de la Fiesta coincide con el Sábado, no compro nada y cumplo con el etrog[*] de la comunidad? De este modo, ahorraré unos cuantos schilling. Corren malos tiempos y hay que procurar ahorrar, sobre todo teniendo en cuenta lo caro que me cuesta el hotel”.

»Schützling se acercó a mí y sonrió. Uf, ¡qué sonrisa más triste, qué traje más raído y qué sombrero más arrugado! Y, sin embargo, lo compró para estrenarlo el día de la Fiesta. Le saludé y pensé: “Hace nueve meses que su mujer no lo ha visto. Parece haberse empequeñecido y le ha salido una especie de giba. Y su mujer, a pesar de la edad, sigue siendo tan elegante…”. Deseaba hablarle de su mujer y de sus hijos, pero tenía prisa para ir a comprar el “cidro”, de modo que lo dejé con la palabra en la boca y me alejé rápidamente. Pero iba pensando: “¿Por qué correr, si las tiendas ya están cerradas? Sería mejor que me quedara a charlar con mi amigo”. Y lo que me decía el corazón me lo repetían los ojos: ya era fiesta, las tiendas estaban cerradas. Di media vuelta y me dirigí al hotel, consolándome con el pensamiento de que el hostelero obtendría alguna ganancia de la cena, pues el hotel está vacío.

»Pero allí me encontré con muchas mujeres. El hostelero las atendía a ellas y a mí no me hacía el menor caso. Apenas se dignó abrirme la habitación. Entré en mi habitación, a lavarme para la Fiesta. Pero había mucha gente alrededor del lavabo. Yo les pedí que se sentaran junto al escritorio. Entonces entraron varias mujeres y los mandaron salir. Pensé: “Por fin voy a poder lavarme”. Pero el dueño de la casa llamó a la puerta y dijo: “La cena se enfría”. Entré en el comedor y vi a una multitud de viejas cómodamente instaladas, sorbiendo la sopa. ¿No es eso, Leibtshe?».

Leibtshe movió afirmativamente la cabeza y dijo:

—Sí, señor.

Le miré afectuosamente. Entonces su rostro se ensombreció y no sólo su rostro, sino todo lo que había alrededor, pues llevábamos hablando ya mucho tiempo y se había hecho de noche. Me levanté y me fui al comedor.

El comedor estaba vacío. No se veía a nadie. Entonces entró el hombre que conozco, pero que no sé cómo se llama. Tiene cada día una cara diferente. Hoy parecía tártaro y japonés al mismo tiempo. En todas partes hay caras como la suya, sólo en Szybuscz no hay nadie que se le parezca ni remotamente. Es bajo y delgado, tiene las mejillas rojas, los ojos negros y un bigote negro también, reluciente y caído. Aparenta unos treinta años. Me miró, retorciéndose el bigote, y como si respondiera a una pregunta mía, me dijo:

—Ya se lo advertí.

Se sacó una lupa de entre el pelo, miró a través de ella y se fue. ¿Qué quiso decir? ¿Cuándo había hablado conmigo? ¿Qué era lo que me había advertido? Cambié de sitio y cerré los ojos.

Krolka entró y dijo:

—Está oscuro esto. En seguida le enciendo una lámpara. No hemos visto al señor en todo el día. ¡Dios mío, Dios mío! ¿Dónde ha estado y qué ha comido? Al momento le traigo la cena.

Yo me llevé un dedo a los labios para indicarle que se callara.

—¡Ay, Dios mío! No me había dado cuenta de que el señor de la casa estaba rezando.

Cuando Sommer terminó la oración de la tarde, o de la noche, fue a sentarse en su sitio.

Mi humor era indiferente, ni bueno ni malo. La indiferencia es una gran virtud, no todos los días se nos concede.

Después de la cena, volví a mi habitación con el propósito de leer las cartas que habían llegado aquel día. Mientras las leía, sentí el deseo de contestar inmediatamente. Dicho y hecho. Escribí una carta tras otra y a eso de la medianoche me acosté con la satisfacción que da el deber cumplido. No esperaba dormir, pero me quedé dormido al momento y no desperté hasta la hora de levantarme. Cuando abrí los ojos el sol estaba ya muy alto. Tal vez fueran ya las nueve o las diez. Miré mi reloj. Hacía tictac, como de costumbre, pero no marcaba la hora. Desde que estoy en el extranjero, unas veces marcha bien y otras veces, mal. No todos los relojes soportan los aires de otras tierras.

¿Me levanto o no? Pensándolo bien, no hay ninguna necesidad de levantarse, pues el horario de la casa está revuelto y ya no hay horas fijas para las comidas. Esa Babtsche, que Dios la ayude, trata a los clientes como si fueran mendigos, como si cada rebanada de pan que les da fuera un gran favor. Puesto que no tengo hambre, no necesito sus favores. Si esta noche me apetece tomar algo, Krolka me preparará una cena ligerita.

De modo que me quedé en la cama, pasando revista a mi labor. Me di cuenta de que me había engañado a mí mismo, que todas las cartas que había escrito eran fáciles y, en realidad, podía habérmelas ahorrado. Pero, en cambio, las que quedaban por contestar parecían reclamarme a gritos una respuesta. Desde la cama hasta donde estaban esas cartas no había ni medio metro; hubiera podido tocarlas sólo con alargar el brazo. Pero me faltaban las fuerzas para ello. Y permanecí echado en la cama pensando qué podía decir y cómo podía disculparme por el retraso. ¡Ay, cuántas disculpas tendría que dar! Al cabo de un par de horas, me levanté y, ¡oh, prodigio!, empecé a trasladar mis pensamientos al papel; y si me extendí demasiado en una carta que requería concisión, o fui demasiado lacónico en las que exigían más efusión, váyase lo uno por lo otro. Estuve escribiendo todo el día y parte de la noche. Finalmente, me levanté de la mesa y me fui al comedor. Volvió a mi mente una frase que la víspera me había hecho cavilar: la de que Krolka era una cristiana estricta. Ahora recordé que fue Genendel quien lo dijo y me hizo gracia la expresión, ya que la palabra «estricto» se aplica generalmente a los judíos que cumplen la Ley. Cuando entré en el comedor, encontré a la señora Sommer llorando.

—Es verdad. Todo es verdad —decía.

Le pregunté por qué lloraba. Por señas, su marido me indicó que la dejase, que no le preguntase nada. Apoyándose en su bastón, se acercó a mí, me miró y me preguntó:

—Schützling es amigo suyo, ¿verdad?

—Sí, ¿ocurre algo?

—Se trata de su hermana. Está enferma.

La señora Sommer se levantó, se secó los ojos y me preguntó si había comido algo. Luego se fue a la cocina y mandó que me sirvieran la cena inmediatamente. Ya no volví a verla, ni aquella noche ni al día siguiente.