CAPÍTULO LXI

La noche

Cuando llegué al hotel, me fui a mi habitación. Me ardía la garganta, tenía entumecidos los brazos y las piernas, la piel enrojecida y la cabeza pesada. Terminó el día y la habitación quedó a oscuras. Me senté en el borde de la cama, con la mirada perdida en el vacío. La lámpara brillaba en la oscuridad. Cogí una cerilla, para encender la lámpara. No sé por qué, apagué la cerilla sin haber encendido la lámpara. Cogí otra cerilla y encendí un cigarrillo. Cruzaron por mi mente muchos pensamientos que no merecen tal nombre y que no llegaban a concretarse en un objeto determinado.

Krolka llamó a la puerta. No tuve fuerzas para decir: «Adelante». Llamó otra vez y, por fin, entró.

—Creí que el señor había salido —dijo Krolka—; venía a prepararle la cama.

—Estoy aquí, Krolka. Quise encender la lámpara y no encontré las cerillas. ¿Sabe usted dónde están?

—En seguida le traigo una caja —dijo Krolka—. O tal vez el señor fuera tan amable de dejarme sus cerillas para que pudiera encenderle la lámpara.

Me avergoncé de haberle dicho a Krolka que no tenía cerillas cuando estaba fumando un cigarrillo. Pero para que no pudiera dudar de mi amor a la verdad, le dije:

—Era la última. La caja está vacía. Mejor dicho, no está vacía, pero las cerillas que quedan en ella no se encienden. ¿Es que no hay cerillas en el hotel? ¡Cielos! ¿Voy a tener que pasar la noche a oscuras, mientras en toda la casa arden las lámparas? No le extrañe que estando aquí sepa lo que ocurre por ahí fuera. Hay personas que ven incluso con los ojos cerrados, Krolka.

—¿Por qué no viene a cenar el señor?

—Un buen consejo, Krolka. Pero ¿qué me respondería si le dijera que no tengo apetito? En absoluto. ¿No podría prepararme una taza de té? Me parece que tengo sed, pues estuve todo el día al sol. No es que tenga fiebre; al contrario, me gustaría calentarme un poco. Estábamos hablando de té, ¿verdad? Prepáreme, pues, un poco de té y voy en seguida.

—En seguida, señor, en seguida —respondió Krolka, y salió de la habitación.

Yo me quedé pensativo. Había dicho «en seguida». ¿Estaría haciéndome burla? Krolka no me hacía burla ni pretendía enojarme. Krolka era una muchacha cristiana bien educada. ¿Dónde había yo oído aquellas palabras? ¿Quién las había dicho? Deja que lo piense. Por más vueltas que le di, no conseguí recordarlo. Y es que no hay un diccionario que contenga todas las frases que dice cada persona.

Krolka volvió trayendo una lámpara encendida y dos cajas de cerillas.

—¿Dónde tomará el señor el té, en la habitación o en el comedor?

Lo pensé y lo volví a pensar y no acababa de decidirme. Por un lado, es bueno estar solo, pero, por otro lado, no debe uno aislarse de la gente. Sí, había estado todo el día acompañado, pero una cosa es la compañía y la otra la gente. Como, por ejemplo, aquel granjero que te habla del objeto de las cosas, del pan y del suelo.

—Tal vez el señor prefiera tomarlo en el comedor —sugirió Krolka.

Yo asentí con un movimiento de cabeza y respondí:

—Tal vez.

Krolka es una cristiana estricta. Sabe lo que te conviene y te ahorra tener que pensar. Y es que pensar cansa mucho, como decía mi amigo Schützling. ¿Quién me preguntó por Schützling? ¡Cielos! ¿Es que no existe la más remota posibilidad de que uno recuerde quién ha dicho de Krolka que era una cristiana estricta?

¡Qué activa es esa Krolka! En un abrir y cerrar de ojos ha ido a la cocina, me ha servido el té, lo ha dejado encima de la mesa del comedor y ha venido a avisarme. Me senté a la mesa y Krolka volvió trayendo un vaso de leche caliente.

—¿No quiere un vaso de leche? La leche caliente es buena para la garganta y para los nervios.

Su voz es suave, y sus ademanes, reservados. ¿No estará enferma Raquel? No lo permita Dios. Raquel es fuerte y sana. Que el Señor le conserve la vida y la salud muchos años.

Sommer, en un rincón del comedor, apoyado en su bastón, rezaba la oración de la noche. La señora Sommer entró suavemente en el comedor y volvió a salir. Tanto al entrar como al salir me saludó con un movimiento de cabeza.

Soplé en el vaso y pensé: «Quizá la señora Sommer quería decirme algo, pero al ver a su marido en oración no quiso distraerle. ¿Qué querría decirme y por qué parecía preocupada? Raquel no puede estar enferma».

Hacía tiempo que no pensaba en la gente del hotel. En primer lugar, porque no había ocurrido nada nuevo, y, en segundo lugar, porque el pensar cansa mucho.

El pensar cansa mucho. En cuarenta y un años no se me había pasado semejante cosa por la imaginación, vino Schützling, me lo dijo y sus palabras no se apartaban de mi mente.

Sommer se extendía demasiado en sus oraciones. Cuando terminó, se quitó el cinturón, lo enrolló y lo guardó en el bolsillo. Se sentó a su mesa, sacó la pipa, la llenó, volvió a sentarse, se fue, al poco rato volvió a sentarse, cerró los ojos, volvió a abrirlos y me miró como el que quiere preguntar algo.

Me pregunté dónde estaría la señora Sommer y por qué no volvía. Me dio la impresión de que quería decirme algo. Todo el mundo está hoy más callado que de costumbre, a pesar de que parece que están deseando hablar.

Entró Babtsche, nos saludó con un movimiento de cabeza y tendió el periódico a su padre. Sommer cogió el periódico, leyó la primera página, dio la vuelta al periódico y siguió leyendo. Sommer no acostumbraba a dar la vuelta al periódico, ni siquiera para terminar un artículo. Es bueno para el cliente que el hostelero sea hombre de pocas palabras. Para mí es una suerte haber encontrado un hotel cuyo dueño no me maree con su charla. De todos modos, me gustaría que la señora Sommer volviera y me dijera lo que quería decirme cuando entró y encontró a su marido rezando.

Pasó un ratito y luego otro ratito y los dos juntos hacían ya un buen rato y en el hotel todo seguía igual. Sommer fumaba su pipa y leía el periódico. ¿Qué diría el periódico que valiera la pena leer? Pero en honor de Sommer hay que consignar que no interrumpió su lectura para contármelo.

Antes de acostarme, cogí un pedazo de papel y escribí: «Por favor, no me despierten», luego lo puse en uno de mis zapatos y dejé los zapatos en la puerta. Cuando Krolka fuera a limpiarlos, encontraría el papel y sabría que no debía despertarme. A pesar de que no tenía la esperanza, ni siquiera el propósito, de dormir mucho, cogí otro papel, escribí en él la misma frase y lo puse en el otro zapato. Así, si Krolka olvidaba la primera nota recordaría la segunda, y si el Cielo me concedía la gracia de poder dormir nadie me despertaría.

El Cielo me concedió el sueño y dormí hasta las nueve. Entonces yo decidí concedérmelo también y dormí una hora más. Cuando, por fin, resolví levantarme, aparté las mantas y me quedé echado, como si probara si realmente necesitaba uno mantas, y así volví a dormirme.