En el campo
Para evitar que volviera a importunarme, me fui a la sinagoga. Y para que no me molestara por el camino decidí charlar con el primero que encontrara en la calle. Y fue Ignaz el primero que encontré, de modo que me puse a charlar con Ignaz.
Una vez te has acostumbrado a su voz gangosa, te es fácil entenderle.
Un día en que salimos a hablar de Janok y de su muerte, Ignaz dijo:
—No entiendo por qué tuvo que armarse en la ciudad aquel alboroto cuando se encontró a Janok muerto entre la nieve. Estas cosas sucedían a diario durante la guerra y nadie les prestaba atención. Más de una vez encontramos a un soldado tendido debajo de su caballo, él muerto y el caballo vivo, o al revés, el caballo muerto y el soldado vivo. Antes de que pudiéramos separarlos, nos alcanzaba el enemigo y nos destrozaba; un brazo por aquí y una pierna por allá, la cabeza del uno que rueda sobre el camarada y ambos caen al suelo y se hunden en el barro ensangrentado.
Dejemos a Ignaz y salgamos al encuentro de Daniel Bach.
Daniel Bach camina apoyándose en el bastón. Tiene la barba bien peinada y la cara alegre. Vayamos hacia él y acortémosle el camino.
He conocido en Szybuscz a mucha gente; pero es Daniel Bach la persona que más estimo. Y es que le conocí el mismo día de mi llegada y no es de los que te cuentan cosas que te roban la tranquilidad de espíritu. Bach no nació en Szybuscz, pero como llegó a la ciudad bastantes años antes de la guerra, yo lo considero oriundo de aquí. Sin embargo, por no haber nacido en Szybuscz, él no se considera a sí mismo como uno de los hijos predilectos del Altísimo, alabado sea.
Cuando me encuentro con Daniel Bach le doy la derecha y, juntos, nos dirigimos adonde nos llevan nuestros pasos. Si por casualidad nos aproximamos al bosque, él da media vuelta y emprende inmediatamente el camino de regreso a la ciudad. No es que el camino sea difícil o que tema alejarse demasiado; más bien será que aquel incidente de la trinchera en el que, buscando sus filacterias, tropezó con las que estaban atadas al brazo del muerto, debió desarrollarse en un bosque y por eso evita ahora el bosque.
¿De qué hablamos y de qué no hablamos? De esas cosas de las que habla la gente, de cosas que el hombre somete a sus exigencias y de cosas a cuyas exigencias se somete el hombre.
—Los viejos que emigran a la tierra de Israel para morir allí me parecen más dignos de elogio que los jóvenes que van allí a vivir, pues su vida no es más que un rodeo hacia la muerte —dijo Daniel Bach.
—¿Y aquí se vive eternamente? —le pregunté.
—Aquí no se vive ni se muere de acuerdo con un programa. No entiendo esa santidad que vosotros predicáis: santificación de la vida, santificación del trabajo y santificación de la muerte. ¿Qué santidad puede haber en la vida, en el trabajo o en la muerte? El hombre vive, trabaja y muere. ¿Tiene acaso una escapatoria para no vivir, no trabajar y no morir?
»Los que viven santamente no se dan cuenta y los que siempre hablan de santidad no la llevan en el corazón. Además, ¿qué santidad puede haber en lo que haga un hombre por voluntad o por convicción? Cada cual es como es y hace lo que le parece mejor. De todos modos, no quiero pronunciarme sobre cosas que no son de mi incumbencia. A un hombre como yo le basta con vivir, no desea juzgar la vida de los demás.
Recordé a mis amigos del pueblo y la promesa que les hice de ir otro día a visitarles.
—Venga conmigo —le dije—. Le enseñaré una muestra de los camaradas de Yerujam.
—Tal vez valga la pena ver qué hace esa gente —dijo Bach—. Hace muchos años que no salgo de la ciudad.
Fuimos al mercado, compramos comida y algo que llevar a las dos muchachas, tomamos un coche y nos pusimos en camino. Hacía tres días que había llovido por última vez y todavía persistía en el aire el fresquito de la lluvia. La tierra no se adhería a las ruedas y el viaje fue cómodo y placentero. El centeno estaba ya bastante crecido y los campos olían de un modo exquisito. Los caballos trotaban solos y el coche corría tras ellos. El cochero, sentado en el pescante, cantaba una canción de amor que hablaba de un muchacho valiente que se fue a la guerra dejando a su amada en el pueblo, y Daniel y yo íbamos sentados tranquilamente, como dos personas a quienes el viaje distrae de sus preocupaciones.
Por el camino, Bach me preguntó si había tenido noticias de Aarón Schützling. Como sea que Schützling no me había escrito, no tenía nada nuevo que contar de él. Y como no tenía nada nuevo que contar de él, hablamos de otras personas, personas de las que todos hablan y personas de las que nadie se acuerda, hasta que llegamos al pueblo y nos dirigimos a los campos.
Nuestros amigos estaban cargando gavillas de heno. Dos estaban subidos al carro y los otros cuatro, en tierra, dos a un lado y dos al otro, con las horquillas en la mano. Los de arriba estaban hundidos en el heno hasta la cintura, y lo comprimían con los pies para hacer un lugar al que les tendían sus camaradas. El dueño de la granja, sentado en una gavilla, con la pipa vacía entre los dientes, observaba el trabajo de sus hombres. Los jóvenes no se dieron cuenta de nuestra llegada. Nosotros nos detuvimos y nos pusimos a contemplar su labor.
El granjero miró a Bach, se quitó la pipa de la boca y se la guardó en la caña de la bota, se puso en pie y corrió hacia él dando muestras de gran alegría.
—¡Señor Bach, de no ser por usted, ya se me habrían comido los cuervos! —dijo, estrechándole las manos.
Al hablar, parecía que se le borraban las arrugas de la cara, perdió su expresión de ferocidad y a sus ojos claros de cristal asomó una mirada triste, como esa mirada de tristeza que tienen algunos judíos. Finalmente, sus ojos se posaron en la pata de palo de Daniel Bach, y el hombre dijo:
—¿Eso le hicieron, señor Bach? Y a pesar de esa pata de palo ha venido a verme… ¡Y pensar que yo no he ido a visitarle ni una sola vez! Uno es peor que un cerdo, siempre metido en su cochinera, rascándose y comiendo… Eso es lo que es uno.
El granjero hablaba y hablaba, expresando a Bach su afecto y su agradecimiento. Y es que Daniel Bach le había salvado la vida, como veremos más adelante. O quizá sea mejor que lo contemos ahora mismo, no se nos vaya a olvidar. Resulta que durante la guerra los dos hombres servían en el mismo batallón. Un día, el oficial dio una orden al granjero, y éste fue e hizo todo lo contrario de lo que se le había ordenado. Entonces dijeron que iban a fusilarle; pero Daniel Bach le defendió diciendo que el hombre había obrado de aquel modo porque no entendía el alemán. Y la pena de muerte fue conmutada.
Después de referir la historia, el granjero continuó:
—Todos los males vienen de que los hombres hablan lenguas distintas. Si todos hablaran el mismo idioma, unos escucharían a otros. Pero las lenguas no se parecen en nada. El alemán habla en alemán, el polaco habla en polaco, el ruteno habla en ruteno y, por si fuera poco, los judíos hablan, además, el yiddish. Y para que luego digan que todos somos hermanos. ¿Cómo podemos sentirnos hermanos si no nos entendemos, si ni siquiera distinguimos lo que es un halago y lo que es una maldición? Y ahora vienen los hijos de los judíos y se ponen a hablar en hebreo, una lengua que ni sus mismos padres entienden. ¡Eh, vosotros, hebreos! ¿No veis que tenemos visita? Dejad el trabajo y venid a saludar. Ha venido también el hombre de Jerusalén que en honor vuestro se ha puesto un traje nuevo. Tened cuidado, no vayáis a ensuciárselo.
Los muchachos corrieron hacia nosotros, nos saludaron y nos estrecharon las manos con alegría. Sus muestras de afecto no acababan y, por fin, el granjero les gritó:
—¡Eh, soltadles ya las manos, hebreos, y preparadles algo de comer! Mi comida no querrán ni probarla.
Uno de los jóvenes corrió hacia el establo, para anunciar a las muchachas la llegada de los huéspedes y recomendarles que empezaran a preparar la cena. Los demás fueron a cambiarse de ropa, pues el dueño de la granja les autorizó a dejar el trabajo una hora antes, en honor de Daniel Bach.
El granjero nos mostró sus campos. Al ver a Bach, todos los campesinos y campesinas le saludaban y le preguntaban cómo estaba. Los hombres lo habían conocido durante la guerra, y las mujeres poco después, cuando le compraban jabón para que sus maridos se lavaran la sangre que sus manos habían vertido durante la guerra. Por fin, llegamos al alojamiento de nuestros amigos, que ya estaban esperándonos en la puerta. Las muchachas sacaron a la mesa varios productos de la tierra y yo añadí los comestibles que había traído.
Una lamparilla iluminaba la habitación. Todo olía bien: los campos, el heno, el pan y el mantel nuevo que cubría la mesa. Los jóvenes comían con apetito, como después de un ayuno, y nos instaban a que les imitáramos. Nos mostraban gran deferencia y no sabían a quién servir primero, si al huésped de la tierra de Israel o a Daniel Bach. Yo les dije:
—Yo tengo la preferencia, por haberos traído a un huésped tan distinguido; pero ya que estoy como en mi casa, debéis dejar que yo haga con vosotros los honores a Daniel Bach.
Los jóvenes me dieron las gracias por haberles llevado a un huésped tan importante. Importante por ser hermano de Yerujam, que había muerto por la patria, importante porque su padre vivía en la tierra de Israel e importante porque se había molestado en ir a visitarles y no hacía como otros padres de familia, que se reían de ellos y aun los que los elogiaban tampoco iban a verlos. Cuando hubieron calmado un poco su apetito, después de consumir todo lo que les había llevado, volvieron hacia mí sus caras risueñas y me pidieron que les contara cosas de la tierra de Israel. El que más insistía era Zví, el mismo que fue a verme la semana anterior a la fiesta de Pentecostés, para invitarme a hacerles una visita. Y yo no me negué a contarles lo que sabía o creía saber. Dado que nuestros compañeros, a su modo, estaban familiarizados con las cosas de la patria, no había mucho que contar; pero en honor a Daniel Bach hice lo que me pedían. Así que estuve hablándoles hasta la medianoche sin agotar el tema.
Entonces se acabó el petróleo de la lámpara, pues la narración era larga y, la lámpara, pequeña. Por lo tanto, nos levantamos de la mesa. Y ya era hora de terminar la velada, pues los jóvenes tenían que levantarse al amanecer para empezar la labor. Y las muchachas, de noche cerrada, para ordeñar las vacas. Mientras llenaban la lámpara, salimos a los campos. Ellos vinieron con nosotros e insistieron en el tema de la tierra de Israel. Poco a poco, la conversación giró hacia su trabajo en el pueblo. Daniel Bach les dijo que su patrono estaba satisfecho con su trabajo, y no era el único, pues todos los granjeros para los que habían trabajado le habían dicho que nunca tuvieron braceros tan activos y trabajadores como ellos. Los jóvenes suspiraron.
—¿De qué sirve nuestro trabajo, si después se prende fuego al fruto de tanto esfuerzo? Hay granjeros que prenden fuego al granero para cobrar el seguro. O, si no lo tienen asegurado, vienen sus enemigos y se lo incendian. Y si esto les ocurre antes de pagarnos, entonces ya no cobramos.
Íbamos pasando de un tema al otro y así salimos a hablar del robo de que fueron víctimas en la fiesta de Pentecostés, cuando se les llevaron todas las provisiones que había en la casa.
—Eso debió de suceder antes de ser dictada la Ley; seguramente todavía no había sido dicho aquello de: «No matarás» —dijo Daniel Bach.
Y es que en la fiesta de Pentecostés, Israel conmemora la entrega de las Tablas de la Ley.
Los astros señalaban que había pasado la medianoche; el heno exhalaba su aroma al ser bañado por el rocío y, a su vez, convertía el rocío en aroma. Las estrellas brillaban en el silencio de la noche, una aquí, otra allá, y su luz se perdía más allá de la bóveda celeste. De pronto, una estrella saltó de su sitio y la niebla cubrió su rastro. La noche envolvía las cosas con su paz y su silencio. Volvimos a la casa sin proferir palabra.
Los muchachos extendieron en el suelo unos colchones de paja.
Yo recé «Escucha, Israel», me tapé y di las buenas noches a Daniel Bach. Él no respondió, pues ya se había dormido.
Cerré los ojos y pensé: «¡Qué gusto haber venido! Ni en mil noches se puede gozar de una noche como ésta». Todavía no había terminado mi himno de alabanza a la noche cuando di un brinco, pues sentí como un alfilerazo en la cara. Levanté la mano derecha para rascarme la mejilla y entonces algo me pinchó en la mano. Me froté la mano derecha con la izquierda y sentí de nuevo el pinchazo, esta vez en la mano izquierda. Y tal vez fuera otra aguja, pues parecía más penetrante. Me devanaba los sesos, preguntándome qué podía ser aquello cuando el zumbido de un mosquito vino a darme la respuesta.
Por arriba, mosquitos, y por abajo, ratones. Se les oía chillar, roer y correr por la pieza. Llamé a Daniel Bach, pero no me contestó. Volví a llamarle, pero fue inútil. ¿Era insensible su cuerpo? ¿No oía su insistente y repulsivo silbido? Cuando, a la mañana siguiente, le conté lo sucedido, él sonrió y me dijo:
—Los conocí durante la guerra. Había legiones de ellos que roían a los muertos. En ningún momento me quitaron el sueño. No me consideraban digno de su atención. Seguramente habrán tropezado primero con mi pata de palo y han debido creer que todo era de madera.
Después de los mosquitos y los ratones vinieron las pulgas. Mientras los ratones corrían por la habitación y los mosquitos me acribillaban la cara y las manos, las pulgas se repartían el resto de mi cuerpo. Probablemente iban a medias con las chinches. Lo que unas desechaban, las otras lo aprovechaban. De buena gana me hubiera levantado, pero temía despertar a mis amigos. Ahora me pesaba haberles instado a que se acostaran. De haberse prolongado la velada, mi tormento hubiera sido más leve. Levanté la cabeza y miré hacia la ventana. La noche cubría la tierra. El día estaba lejos aún. El pueblo dormía. No cantaba ningún gallo ni ladraba ningún perro. Cuando empezaba a dormirme, cantó el gallo, ladraron los perros y las vacas se revolvieron en el establo. Oí andar a alguien descalzo en la habitación contigua, donde dormían las muchachas, y distinguí el parpadeo de una luz. Entonces dije: «Bendito sea Aquel que aleja la noche y trae el nuevo día». Los muchachos se levantarían pronto y yo me vería libre de aquel lecho de tormento. Entonces me venció el sueño y me dormí.
Al cabo de una hora u hora y media abrí los ojos y vi que la luz de la mañana llenaba la habitación. Me vestí rápidamente, oré, comí un bocado de pan y fui a reunirme con mis amigos.
Examiné la cara de Bach y la de los otros; estaba lo mismo que la víspera y que el día anterior, sin una sola picadura de mosquito. El que se preocupa es también motivo de preocupación para otros, y el que no se preocupa puede dormir tranquilo. En aquel momento me juré a mí mismo no volver a preocuparme por pulgas, mosquitos, chinches ni ratones.
Después del almuerzo, mis amigos trataron de retenerme hasta el sábado, pues el sábado tenían el día y la noche libre. Aunque me había jurado no volver a preocuparme por pulgas, mosquitos, chinches ni ratones, temí no resistir la prueba.
El coche fue a recogernos. El granjero salió de su casa y entregó a Bach un tarro de mantequilla y un cesto de setas. Antes de que partiéramos llegaron otros hombres y mujeres del pueblo trayendo cebollas, ajos, huevos y un par de tórtolas.
Daniel Bach se despidió de los campesinos y subimos al coche.
—Uno de estos días iré a buscar a la señora Bach —dijo el campesino a Bach.
—¿Va a dar a luz tu nuera? —preguntó Daniel.
—Mi nuera y también mi mujer —respondió el granjero.
Los jóvenes se fueron a su trabajo y nosotros emprendimos el regreso a la ciudad. El aire puro y la brisa que hacía ondularse los campos de cereal me hicieron olvidar mis tormentos nocturnos. No debe extrañarte, pues entonces tenía yo cuarenta y un años y podía mantenerme erguido aún después de pasar una noche en blanco. Mis cansados miembros fueron recobrando las fuerzas y sólo la piel conservó las ronchas causadas por las chinches. A medida que íbamos acercándonos a la ciudad me invadía la nostalgia de los amigos que habíamos dejado en el pueblo. Dije a Bach:
—Si no temiera que los cristianos quisieran robarle sus tesoros, le propondría volver al pueblo ahora mismo.
Bach no contestó. Quizás estaba pensando en el granjero y en la mujer y la nuera del granjero, quizás en su hermano muerto, quizás en los regalos que llevaba a su mujer. No todos los días podía llevarle cosas como aquéllas. Finalmente, volvió la cabeza y me dijo:
—No lo entiendo: si tienen trabajo, ¿por qué ese afán por la tierra de Israel? Podrían quedarse aquí y vivir de su trabajo.
—¿Cree que de no ser por la tierra de Israel trabajarían así? —le pregunté.
—¡A cada frase sacan ustedes a relucir la tierra de Israel!
—¿Quién fue ahora el primero en hablar de ella: usted o yo?
—Cada vez que le veo me da la sensación de que lleva un pedazo de la tierra de Israel pegado a los talones y no tengo más remedio que pensar en ella. De todos modos, los padres de esas muchachas pueden estar contentos de que se hayan unido a los pioneros y no a los comunistas.
—¿Y es eso lo único bueno que se le ocurre decir de nuestras compañeras? —le pregunté.
—Para nosotros, lo bueno reside más en lo que no se es, que en lo que se es.
De pronto, el coche dio una violenta sacudida, chirrió y se detuvo. El cochero se apeó, examinó las ruedas y se puso a maldecir a sí mismo, de los caballos, del camino y de toda la Creación. Finalmente, enderezándose, nos dijo:
—Tengan la bondad de apearse, señores. Se ha roto una rueda.
—¿Qué hacemos?
—Ustedes, nada. Se quedan aquí, con el coche y los caballos. Yo buscaré a alguien que me ayude a arreglar la rueda.
—¿Y tendremos que estar aquí de pie mucho rato? —le pregunté.
—No tienen que estar de pie. Si quieren, pueden sentarse.
El cochero se alejó y Daniel Bach y yo nos sentamos al lado del coche, que se apoyaba en tres ruedas. Pasó medio día y el cochero no volvía. Daniel Bach, abriendo un paquete, dijo:
—Vamos a comer.
Después de comer, oímos unos pasos que se acercaban.
—Vienen dos hombres —dije a Daniel.
—Desde aquí veo cuatro pies —repuso él.
El cochero había vuelto, acompañado de un hombre bajo y grueso. Era el herrero que había calzado la rueda y que venía a cobrar sus honorarios. Caminaba pesadamente y movía la cabeza sin cesar. Al ver los restos de comida, dijo:
—Que aproveche. ¿No tendrían un traguito de aguardiente para el hijo de mi madre?
Al oír que no teníamos aguardiente, se escupió las manos y comentó:
—Así, pues, han comido y no han bebido.
—Y usted ha bebido y no ha comido —le respondió el cochero.
—Sí, señores, he bebido —dijo el herrero—, pero sólo un traguito. —Volvió a escupirse en las manos y murmuró—: Bueno, ¡a trabajar!
Al cabo de una hora, o quizá menos, estábamos otra vez en el coche. Al anochecer llegamos a la ciudad.