De la lluvia que no cesa
Al principio, leía los tratados del Talmud más de una vez. Ahora ya no lo hago, pues paso poco tiempo en la sinagoga y mucho en el campo y en el bosque. Si hace sol, me baño en el río. El agua tiene la facultad de estimular el interior del hombre y devolver a su cuerpo el vigor juvenil, y mucho más si es el mismo río en el que uno se bañó siendo niño. El agua en la que entonces me bañaba ya se perdió en el mar y los peces se la bebieron. Pero el río es el mismo. Es cierto que cuando yo era niño había muchas casetas de baños y hoy no se ve ya ni una. Antes, cuando en nuestra ciudad la gente iba bien vestida necesitaba un lugar limpio para dejar la ropa; ahora que todo el mundo va tan raído la ropa se deja en la orilla.
A propósito de la ropa debo decir que me he hecho un traje y me he comprado unos zapatos. Cuando salí a la calle, todos me miraban. Pensarás que me tenían envidia; pero no, a quien envidiaban era a aquél a quien había dado mi traje viejo. La ciudad estaba sumida en la mayor miseria. Una vez tiré una caja de cigarrillos vacía y al momento un padre de familia se arrojó sobre ella y la cogió. ¿Por qué? Porque pensaba ponerla en su mesa y utilizarla como salero.
No todos los días hace buen tiempo ni todos los días son apropiados para el paseo o para el baño en el río. En Szybuscz hay días en los que llueve sin cesar y toda la ciudad se llena de barro y no se puede andar. Y como no puedes pasar el día encerrado en el hotel o en la sinagoga y sientes deseos de hablar con alguien, recuerdas la promesa que hiciste a éste o al otro y decides cumplirla y le haces una visita.
¡Y a quién no había yo prometido visitar! No había en toda la ciudad una persona que no me hubiese invitado a ir a su casa. No por amor al forastero, sino por aburrimiento. La ciudad es pequeña, no hay en ella mucha actividad y a todos les gusta distraerse charlando. Y como no sabía a quién ir a ver, decidí ir a ver a Schuster. En primer lugar, porque se lo había prometido y, en segundo lugar, para complacer a su esposa, quien había dicho que para ella valía más una hora de charla conmigo que todos los días de su vida.
Sprinze estaba sentada en el sillón que Schuster había traído de Alemania. A sus pies estaban los dos bastones en los que se apoya para ir de la cama a la mesa y de la mesa a la cama. Y es que Alemania le quitó las fuerzas y le secó los pies, y sin los dos bastones no podría dar ni un solo paso. La puerta de la calle estaba abierta. En el dintel, había una palangana de cobre que contenía unas hierbas puestas a secar al sol. Son las hierbas con las que Sprinze llena su pipa y se hace infusiones. Son un elixir para su corazón y un bálsamo de vida para su alma. Y es que estas hierbas crecen a la puerta de su casa y cobran vida en el mismo lugar en que la cobró Sprinze. Por ello, al aspirar su aroma, uno se siente revivir y tiene la impresión de haber vuelto a la casa en que nació. Y aunque la casa haya sido destruida y ahuyentados sus habitantes, las hierbas no la abandonan. Podrán arrancarlas, pero ellas volverán a brotar. Y es que así son las hierbas, mi bienhechor, que aman el lugar que les infundió la vida. Son como los hombres, sólo que los hombres abandonan el lugar en que nacieron y ellas no, y cuando las arrancas aún te sirven de medicina.
—Si todavía no se lo he contado, siéntese, mi bienhechor, que se lo voy a contar. Mi abuelo, que en paz descanse y nos sirva de mediador en el Más Allá, era mozo de cuerda, igual que sus padres y que los padres de sus padres e igual que mi padre, que en paz descanse. Sepa usted, mi bienhechor, que yo desciendo de una familia de gente muy sana que preferían acarrear paquetes que clavar alfileres en la tela, como los mosquitos clavan su aguijón en la carne. Si yo le hablara de la fuerza y el vigor de mi familia, usted me diría: «¿Cómo es posible que sea usted tan enfermiza, Sprinze?». Pero no nos salgamos de la cuestión y volvamos a lo de mi abuelo. Mi abuelo, que en paz descanse, era mozo de cuerda y, como todos los mozos de cuerda, no despreciaba una copita de licor cuando tenía algunas monedas en el bolsillo, pero también y sobre todo, cuando no las tenía; pues entonces le asaltaban las preocupaciones y para ahuyentarlas no hay como una copita de licor.
»Por aquel entonces había en la ciudad muchas tabernas. Si iba por esta calle se encontraba delante de una taberna, si iba por la otra, también. En resumen, fuera por donde fuera siempre se encontraba delante de una taberna, sin contar la gran bodega central que se hallaba en el centro de la ciudad y en la que se despachaba toda clase de vinos y licores. Mi abuelo, que vivía en paz con todo el mundo, entraba en casa del uno y en casa del otro. Y es que debe usted saber que mi abuelo fue siempre un hombre muy activo y trabajador. Y cuando entraba aquí o allá bebía una o, mejor, dos copas, una para limpiar el intestino y la otra por gusto. Y otras veces sólo entraba para beber. Y no digamos antes de la comida, para acompañar los alimentos. Porque la comida sin bebida es, con perdón, como una muchacha embarazada sin techo y sin las bendiciones de un rabino.
»Con el tiempo, mi abuelo empezó a toser con una tos ronca y profunda. Mi abuela, que en paz descanse, le decía: “Elías, ¿por qué no dejas el licor?”. Él se enfurecía y le respondía: “¿Y qué voy a beber? ¿Agua de hierbas como tú?”. “¿Y por qué no?”, decía ella. Él se enfadaba más aún al ver que ella, una simple hormiga, se comparaba a él, un castillo de hombre.
»Una calurosa tarde de sábado mi abuelo estaba sentado a la puerta de su casa, pues se encontraba ya muy enfermo para ir a la sinagoga y escuchar la lectura de la parashá de la semana de labios del rabino y, por otra parte, hubiera molestado a los otros fieles con su ejem, ejem, ejem. Vio volar una abeja y se la quedó mirando complacido, pues a pesar de su mal genio el abuelo era un hombre dulce por naturaleza. Mientras oía zumbar a la abeja, pensó: “Me gustaría saber qué andará buscando aquí ésa”. Lo pensó una, dos y hasta tres veces. Mi abuelo no entendía el lenguaje de las abejas, y aquella abeja no entendía lo que hablaban los hombres. De ello podría deducirse que los deseos de mi abuelo no quedaron satisfechos; pero yo le aseguro, señor mío, que el que profundiza en las cosas siempre acaba por averiguar lo que le intriga. Y vale la pena que escuche usted cómo acabó la cosa y cómo mi abuelo descifró el enigma.
»Veamos: mi abuelo está sentado a la puerta de su casa mientras la abeja revolotea a su alrededor, libando en la hierba. Mi abuelo piensa: “Me gustaría saber qué está chupando ésa”. Lo dijo una, dos o tal vez tres veces. Y es que mi abuelo, que en paz descanse, no se fiaba del entendimiento humano; siempre dudaba que los demás interpretaran correctamente sus palabras a la primera, y del mismo modo que dudaba de los demás dudaba también de sí mismo y repetía todas sus frases aunque hablara consigo mismo. Pero en este caso, por más que repitiera, no le servía de nada, pues la abeja no podía contestarle.
»Muchas veces, el entendimiento ayuda al hombre más que las palabras. De pronto, se le ocurrió que la abeja había sido creada principalmente para producir miel y que a la abeja no le gusta malgastar el tiempo, sino que todo lo que hace tiene una finalidad. Por lo tanto, pensó mi abuelo, ¿cuál es la finalidad de la abeja? Evidentemente, hacer miel. Así que mi abuelo no tardó en llegar a la conclusión de que la abeja extraía miel de la hierba, y puesto que la miel es dulce, la hierba debía ser dulce y el brebaje que la abuela preparaba con ella debía ser dulce también, y si no era lo bastante dulce podía añadírsele azúcar, como hacen las abejas, que chupan el azúcar a la puerta de las tiendas. Mi abuelo cambió de actitud.
»Y ahora, amigo mío, viene la parte más importante de la historia. A la hora de la tercera comida, mi abuelo empezó a toser de un modo espantoso, ejem, ejem, ejem, y dijo a mi abuela: “Sprinze, quiero beber algo, ¿sabes dónde está mi botella?”. Mi abuela, aunque de corta estatura, era larga en entendimiento. Comprendió en seguida que mi abuelo se refería a una bebida que no era licor, pues su botella estaba en el sitio acostumbrado, bien a la vista. Y como conocía el genio de su marido y sabía que si le ofrecía una taza de agua de hierbas se pondría furioso con ella, la abuela guardó silencio y luego suspiró. Él le preguntó: “Sprinze, ¿por qué suspiras así?”. “Yo también tengo sed, pero vinieron visitas y se bebieron todo el té, sin dejarme ni una gota”. “Si es eso lo que te hace suspirar, en un momento rezo la bendición para despedir al Sábado y en seguida puedes hacerte un caldero de hierbas”. “No merece la pena encender el fuego, echar el agua y hacer tantos preparativos para beber yo sola”. “¿Quieres que invite al profeta Elías para que venga a beber contigo?”. “Si este Elías (refiriéndose a mi abuelo, que así se llamaba) no bebe de mi agua, ¿va a bebería el profeta?”. Mi abuelo repuso: “Si yo soy el obstáculo, no tengo inconveniente en beber unas gotas de tu agua”.
»En resumen, amigo mío, terminada la Habdalá[*], mi abuela fue a encender el fuego. El abuelo, ágil como un muchacho, cogió el hacha y le partió leña. ¿Para qué voy a contarte? El abuelo bebió un vaso, luego otro y luego un tercero y si no fuera porque temo que me llame exagerada le diría que se bebió hasta cuatro vasos. Desde aquel día, en casa del abuelo no volvió a entrar el licor y el abuelo no volvió a entrar en las tabernas, sino que se quedaba en su casa, con su mujer, tomando té. Y si hubiera adquirido este hábito en su juventud, todavía viviría. Entonces, dirá usted, ¿por qué no vive todavía mi abuela, ella que siempre bebió té? Bueno, pues yo tuve la culpa de que se muriera. En realidad, cuando ella murió yo no había nacido aún, ¿por qué le digo entonces que yo tuve la culpa? Por aquel entonces mi madre, que en paz descanse, estaba embarazada y siempre estaba discutiendo con mi padre, que en paz descanse, porque él quería que el hijo que iba a nacer se llamara como el padre de su padre y ella quería que se llamara como el padre del padre de ella. Un día, al oírles discutir, la abuela preguntó: “¿Y si es niña?”. No quería molestarles; sólo quería que se pelearan. Mi padre se enfadó mucho, pues no le gustaban las niñas, y dijo: “Si es niña le pondremos Sprinze, como tú, suegra”. Y mi padre cuidaba siempre que la mentira no asomara a sus labios, y cuando un hombre como él dice una cosa así, el Cielo se ocupa de que se cumpla. ¿Para qué voy a contarle? El mismo día en que yo nací, ejem, ejem, ejem, mi abuelo se fue de este mundo. Así se cumplieron las dos predicciones: la de ella, de que nacería una niña, y la de él, de que se llamaría Sprinze[*]».
No cesaba de llover y todo estaba lleno de barro. El hotel se hallaba vacío. Entre dos trenes, apareció el viajante Riegel para comunicar a Babtsche que se había separado de su mujer. Babtsche dijo que había que felicitarle.
—Que tenga mucha suerte —le dijo.
—Espero que me felicite por segunda vez —replicó Riegel.
—Para eso tendría que volver a casarse con su primera esposa —dijo Babtsche.
Riegel sigue su camino y Babtsche sigue el suyo. Y David Moisés sigue escribiendo cartas llenas de amor y de buenos deseos. Cada generación tiene sus escritores. El rabino escribe sobre la Doctrina, el hijo del rabino escribe sobre el amor a la Doctrina y el hijo del hijo del rabino escribe sobre el amor a secas.
A propósito de escribir, mencionemos a Leibtshe Bodenhaus, que se pasa las noches en vela para poner la Biblia en verso, algo que no hizo Moisés, ya que en sus tiempos no se hablaba el alemán ni se escribía en verso.
Pero no siempre hace uno lo que se propone. Salí del hotel con el propósito de visitar a Leibtshe Bodenhaus y me quedé en la tienda de Zakaryá Rosen. En primer lugar, porque me pillaba de paso y, en segundo lugar, porque también había prometido ir a verle.
Su tienda es larga, estrecha y oscura. Está en un sótano; pero como es todo lo que queda de la casa, Zakaryá Rosen tuvo que poner en él su almacén de granos y forrajes.
Además de descender de Rav Hay Gaón, quien, a su vez, desciende en línea directa del rey David, Zakaryá está emparentado con todos los grandes de Israel. No hay rabino, Saddiq ni personaje con el que no le unan lazos de sangre. Al hablar de ellos, dice: nuestro pariente, el gran rabino, o nuestro abuelo, el Saddiq, o nuestro tío, el jefe de la comunidad, o el presidente del «Comité de los Cuatro Países». Realmente, la satisfacción de que la cadena de oro no se haya roto y alcance hasta nuestra generación, le deja a uno sin aliento.
Desde nuestras discrepancias a propósito de la descendencia de Rav Hay, yo no había vuelto a poner los pies en la tienda de Zakaryá, a pesar de que me había invitado repetidamente a visitarle. Y es que muchas veces una reconciliación provoca una nueva disputa y yo soy un hombre pacífico y me dan miedo estas cosas. Por otra parte, como no iba a verle, él estaba cada día más furioso conmigo y por eso no me atrevía a acercarme por su tienda.
Los que poseen caballos son pocos, y los que poseen un jardín, menos. Zakaryá Rosen está sentado con un libro delante. Lee el prólogo del autor y, de vez en cuando, se anota un nombre en un pedazo de papel. El papel tiene sus ventajas, incluso sobre una piedra funeraria, pues si la piedra es grande y hermosa, los extranjeros la roban y la usan en sus construcciones, y si es pequeña se hunde en el suelo. Con el papel es distinto, pues cuando se hace un libro se difunde por todo el pueblo de Israel y permanece vigente durante generaciones.
Zakaryá Rosen me habla de la magnificencia de la casa de sus mayores. Frente a él, en un rincón de la tienda, apoyado en la pared, está Yequtiel, su hijo, tapándose los codos con las manos, para que no se vean los agujeros de su chaqueta, pues desde que murió su madre no tiene quien le remiende la ropa. Y es que toda la magnificencia de la casa de sus mayores sólo conservan lo puesto. Zakaryá es viejo y no le da importancia a estas cosas. Su hijo es joven y se avergüenza de los agujeros de su ropa.
Para complacer al padre y congraciarme con el hijo, pregunté a Yequtiel:
—¿Oye lo que dice su padre?
—Sí; lo oigo —dijo Yequtiel, sonriendo.
Se despertó en mí la compasión hacia este descendiente de grandes señores que no fue favorecido por la rueda de la fortuna y que no sabía si algún día cambiaría su suerte. Sentí pena por los grandes de antaño, acostumbrados a vestirse de finas sedas y a morar en palacios y cuyos hijos vivían ahora en un oscuro sótano, con las ropas destrozadas y, quizá, con los zapatos agujereados y por eso escondían los pies debajo de la mesa.
Para que no creyera que le miraba los zapatos, levanté los ojos y le miré a la cara. Me pregunté si aquella sonrisa que no se borraba de sus labios era una sonrisa en el vacío o la sonrisa de un príncipe. Si él es un príncipe, ¿dónde está la hija del rey que le está reservada? De todos modos, si le está reservada la hija de un rey, no debe ser de esta ciudad, pues todas las muchachas de aquí han olvidado que son princesas.
Me puse a pensar en las muchachas de nuestra ciudad. Raquel, la hija menor del hostelero, ya está casada; Babtsche, su hermana, se casará con el doctor Zvirn, con David Moisés, el nieto del rabino, con el viajante Riegel o con cualquier otro. Las hijas de Rabbí Jayim: una vive con su hermana casada, otra está Dios sabe dónde. Unos dicen que huyó a Rusia y otros que está en un pueblo, con unos pioneros que se preparan para emigrar. La pequeña, Sipporá, la que lava la camisa de su padre, es una pequeña mariposa (como su nombre indica) y todavía no está en edad de casarse. Sólo queda una muchacha y se llama Erela Bach. Todo el que quiera bien a sus padres se alegraría de verla casada; pero es mayor que Yequtiel Rosen y, por lo tanto, no es adecuada para él. De todos modos, aunque fueran de la misma edad, los dos son pobres. ¿Quién pagaría la boda?
Y voy pensando en las muchachas de nuestra ciudad, en las que conozco personalmente y en las que conozco de oídas. Todos encontrarán pareja, pero Yequtiel seguirá sin mujer y sin hijos y no podrá continuar el árbol genealógico que su padre le ha confeccionado.
Zakaryá Rosen sigue contando. De pronto, le interrumpe la llegada de un cochero que quiere comprar un saco de heno para su caballo.
—¿Desea usted algo? —le pregunta.
El tono de su voz no debe ser del agrado del cliente, quien contesta:
—Sólo quería saludarle.
El hombre da media vuelta y se va.
Zakaryá Rosen dice entonces a su hijo:
—Corre, hazle volver.
El muchacho sale corriendo y al poco rato vuelve con el cliente. Éste compra el saco de heno para su caballo y paga. Zakaryá da parte del dinero a su hijo y le dice:
—Toma, cómprate un panecillo.
Yequtiel cogió el dinero y se marchó alegremente. Y yo también me alegré de que a este príncipe le hubiera llovido del cielo un panecillo.
Cesó la lluvia y salió el sol. Los caminos empezaron a secarse y yo volví a pasear por el campo. A veces entraba en la sinagoga, pero no me quedaba mucho rato; sólo abría la puerta y volvía a cerrarla, para que la llave no se enmoheciera. Y reanudaba mis paseos.
Un día, paseando por las afueras de la ciudad, llegué hasta la casa de Janok. Oí una grata voz que estaba enseñando a los niños. Me detuve en el umbral de la puerta y vi a Rabbí Jayim, sentado en un montón de sacos, que estaba instruyendo en la Biblia a uno de los hijos de Janok. Le tenía cogido por la barbilla y le explicaba el texto, palabra por palabra.
Yo, que estaba acostumbrado a los silencios de Rabbí Jayim, me quedé asombrado de oírle hablar con tanta minuciosidad:
—Habla alto, hijo, para que tu padre te oiga desde el Paraíso y se alegre de que su hijo aprenda la Doctrina del Dios vivo. Y si se te alcanza comprender nuestra Doctrina, hijo mío, serás un buen judío. Y tu padre se alegrará desde el cielo. Y tú te alegrarás también. Y nuestro Padre Celestial se alegrará, pues para Él, alabado sea, no hay alegría mayor que la de ver a sus hijos estudiando la Doctrina y cumpliendo sus Mandamientos. Ahora que hemos terminado la sección de la semana, hijo, me gustaría comprobar que no se te ha olvidado el Qaddish.
El niño besó la Biblia, la cerró, se puso en pie y recitó:
—«Glorificado y santificado sea el Altísimo».
—Muy bien —dijo Rabbí Jayim—. «En el mundo que Él creó según su voluntad».
—«Según su voluntad» —repitió el niño.
—Y ahora, hijo, dilo todo seguido. ¿Qué estás mirando?
—Hay un hombre.
—Aquí no hay nadie más que nosotros dos y el Padre Eterno. Estás cansado, hijo. Anda, vete fuera.
El niño salió y Rabbí Jayim cogió una muela de mano y empezó a moler cebada. Yo entré en la casa y le saludé. Rabbí Jayim señaló el montón de sacos y me invitó a sentarme. Le pregunté dónde había aprendido a manejar la muela.
—He molido con muelas mayores que ésta —me respondió.
—¿Y qué molía?
—Maná para aquellos piadosos señores.
Se advertía en Rabbí Jayim una gran transformación. No sólo hablaba conmigo, sino que hasta bromeaba. Luego volvió a enmudecer. Me despedí de él y me marché. En primer lugar, para no distraerle de su trabajo y, en segundo lugar, para que pudiera continuar la clase.
El hombre envidia todo lo de los demás. Yo envidiaba a Rabbí Jayim que enseñara a los niños. Pues él se encargaba ahora de la educación de todos los hijos de Janok. De los muertos se dice sólo lo mejor; que Dios no me castigue por mis palabras: Janok, que en paz descanse, no mandó instruir a sus hijos en la Doctrina, ya que no tenía dinero para pagar a un maestro y, además, no había maestros en la ciudad. Ciertamente, fue una suerte para Janok que Rabbí Jayim se encargara de los huérfanos y les enseñara la Doctrina y el Qaddish. Al llegar a este punto de mis reflexiones, me dije: «¡Cuántos niños andan por ahí sin saber la Doctrina!». Los reuniré a todos en la sinagoga y les explicaré una sección de la Torá.
Mentalmente, me vi sentado ante una mesa, rodeado de niños a los que enseñaba los Cinco Libros de Moisés. Las voces de los niños penetraban en mis oídos, alegrándome el corazón. Y entonces habló mi corazón: «¿Quieres quedarte a vivir aquí? ¿No quieres volver a la tierra de Israel?». Yo hablé a mi corazón: «Erase una vez un Saddiq que iba camino de la tierra de Israel. Llegó a un pueblo cuyos habitantes no sabían más que la oración “Escucha, Israel”. Estuvo con ellos siete años y los instruyó en la Biblia, la Mishná, las leyes y los dogmas del Talmud. Al cabo de los siete años, cuando todos eran ya sabios, él siguió su camino a pie, pues había gastado todo su dinero en libros para ellos. Y los caminos de Israel estaban llenos de bandidos y fieras salvajes. Se le apareció un león que se tendió a sus pies. El viajero se montó en la bestia que lo condujo a la tierra de Israel. Y todos le llamaron el Hijo del león».
Mi corazón me dijo: «¿Qué pretendes con esas leyendas? ¡Vuelve a la realidad!». Yo dije a mi corazón: «Hay en Jerusalén un hombre que el sábado recoge a los chiquillos de la calle y los lleva a la sinagoga y allí todos juntos rezan los salmos y, al final de cada Libro, reparte golosinas». Dije a Daniel Bach lo que pensaba hacer y él me respondió:
—Las golosinas podrá encontrarlas; lo que no sé si encontrará es algún niño que desee estudiar la Doctrina.
Aquellos días me invadió la nostalgia de mis hijos. En primer lugar, porque es natural que un padre sienta nostalgia de sus hijos y, en segundo lugar, porque pensé que, de tenerlos a mi lado, podría instruirlos en la Torá. Escribí a mi mujer. Ella me contestó: «Sería mejor que nos fuéramos a la tierra de Israel».
Empecé a pensar en ello y mi corazón se mostró propicio.