CAPÍTULO LVII

Al otro lado del Sabbation[*]

Al salir del hotel para ir a la sinagoga, encontré al pequeño Rafael echado sobre un montón de paja, a la puerta de su casa. El sol de Szybuscz no entra en las casas de los pobres y cuando la señora Bach quiere que su hijo lo tome tiene que sacarlo a la calle.

Rafael le ríe al sol y hace como que lo coge con la gorra y se lo guarda; hacía meses que no veía el sol y ahora juega con él.

Hubiera preferido pasar sin que el niño me viera; en primer lugar, porque quería ir a la sinagoga y, en segundo lugar, para no estorbar su juego. Al verme, él agitó las manos. Cuando vi aquellos deditos tan flacos a la luz del sol, mi corazón se llenó de piedad y me senté a su lado en silencio. También el niño guardó silencio.

«No puedo quedarme aquí sin decir nada», pensé. Así que le pregunté si tenía calor. Y él me contestó:

—Sí, yo tengo calor. ¿Y usted?

—Sólo hay un sol y a todos calienta por igual. Si tú tienes calor, ¿por qué no voy a tenerlo yo?

—Porque usted viene de la tierra de Israel, donde el sol calienta el doble. Por eso estoy seguro de que a usted este sol de aquí no le basta.

—Uno se acostumbra —dije.

—Creí que el que había vivido allí, aquí debía sentir frío.

—¿Por qué?

—No lo sé.

—No sabes por qué y, sin embargo, lo dices.

—Bueno, lo sé, pero no sé si usted me entendería si se lo explicara.

—A ver, explícamelo.

—Explíquemelo usted.

—¿Qué quieres que te explique, si no sé de qué se trata?

—Entonces voy a preguntarle otra cosa: ¿Qué es más bonito, aquello o lo de más allá?

—¿Qué es aquello y qué es lo de más allá, Rafael? Quizá quisiste decir aquello o esto, es decir: la tierra de Israel o Szybuscz.

—Ayer leí un libro que hablaba del río Sabbation, de las diez tribus y de los hijos de Moisés, y ahora le pregunto: ¿qué es más hermoso, aquello o la tierra de Israel?

—Lo que preguntas lleva en sí la respuesta. La diez tribus y los hijos de Moisés no desean otra cosa que llegar a la tierra de Israel, y si el Altísimo, alabado sea, no les hubiera cerrado el paso con el río Sabbation, hubieran llegado rápidamente. Pero el río es rápido y caudaloso y sus aguas arrastran peñascos durante toda la semana. El Sábado se amansa, mas ellos no pueden cruzarlo pues son gente piadosa que santifica la fiesta. ¿Y tú preguntas qué es más bonito? ¡La tierra de Israel, sin duda alguna!

—Pensé que como allí no pesaba sobre el pueblo el yugo de tierras extranjeras ni la servidumbre bajo los reyes, por eso debía ser más bonito.

—Tienes razón; no pesaba sobre ellos el yugo de los extranjeros ni el despotismo de los reyes; pero no gozan de la alegría de la patria que sólo encuentran en la tierra de Israel.

—¿Es verdad que no están sujetos al yugo de los extranjeros? —preguntó el niño.

—¿Es que no has leído el libro?

—¿Y los pueblos extranjeros no les tienen envidia?

—Claro que les tienen envidia, y por eso les hacen la guerra.

—¿Y qué hacen ellos?

—Se defienden.

—¿Igual que los de aquí?

—¿Qué quieres decir?

—¿Igual que los de nuestra ciudad, cuando vinieron los cristianos extranjeros y se mataban unos a otros?

—¿Cómo puedes comparar a los hijos de Moisés, nuestro maestro, con los pueblos extranjeros? —le dije, acariciándole la mejilla—. Ellos son santos y puros. ¡Dios nos libre de que derramaran sangre y se mancharan las manos!

—Entonces, ¿qué hacen cuando los demás les declaran la guerra y quieren matarlos? Sus enemigos los matarán si ellos no los matan antes.

—Es que tienen unos sables imantados que le arrancan al enemigo las armas de la mano. Y cuando el enemigo ve que se ha quedado sin armas echa a correr. Y si no consigue escapar se arrodilla ante el príncipe y le dice: «Mi vida está en tus manos, Señor. Haz conmigo lo que yo quise hacer contigo». Entonces el príncipe, levantando los brazos al cielo, responde: «Que Dios se apiade de tu dolor y te lleve por el buen camino».

—¿De dónde han sacado los sables? —me preguntó Rafael.

—Es un secreto que sólo se revela a los justos.

—¿Vio usted alguna vez a alguien de allá?

—Yo no. Pero unos beduinos me lo han contado.

—¿Y no los ha visto ningún judío?

—Ninguno, que yo sepa.

—Entonces, ¿han conseguido los beduinos algo que los judíos no han podido alcanzar?

—Algunos habrán llegado; pero el que tiene la suerte de llegar, ése ya no vuelve. ¿Tú volverías?

—Entonces, ¿por qué volvieron los beduinos?

—Los extranjeros que no observan la Ley no pueden vivir allí. Otros sienten nostalgia de su pueblo y regresan a él, como el príncipe de que te hablé, que llegó hasta allí durante la guerra contra los turcos. ¿Te acuerdas de la historia que te conté bajo el árbol?

—Pero aquel príncipe estaba con los judíos de Khaiber, no con los hijos de Moisés.

—Tienes razón. Entonces te contaré la historia del árabe que vivió con los hijos de Moisés. Yo lo vi en Jerusalén; amaba a Israel y se inclinaba ante cada uno de los hijos de Israel. Y es que todo extranjero que es admitido entre los verdaderos judíos deja de odiar a Israel y se convierte en su defensor.

Mientras hablaba, se acercó a nosotros el padre del niño.

Daniel Bach estaba contento. En primer lugar, porque es un hombre de carácter alegre y, en segundo lugar, porque ha recibido carta de su padre. ¿Qué decía su padre?

—No habla de sus diferencias con sus compañeros de rezo de Ramat-Raquel ni de las tumbas de los santos rabinos ante las que ha ido a postrarse. ¿De qué habla, entonces? De viñas y de pollos, de vacas y plantaciones; cuánta leche de vaca y cuántos huevos ponen las gallinas. Si no conociera la letra de mi padre, diría que la carta la ha escrito otra persona. ¿Qué tiene que ver mi padre con las aves de corral, las vacas y las plantaciones? Ahora comprendo por qué algunos hablan mal de la tierra de Israel. Si este buen viejo que pasó su vida dedicado a la oración y al estudio reacciona así, ¿cómo van a reaccionar los jóvenes que viven continuamente alejados de la Doctrina y de los rezos?

Sara Perle salió de la casa. Al verme allí, me dijo:

—¿Dónde estuvo todo este tiempo? Me parece que no le había visto desde la víspera de la fiesta de Pentecostés.

Le hablé de mi viaje al pueblo y de los jóvenes con los que había pasado las fiestas. Me alegré de no haber hablado de ellos a Yerujam Freier, pues cuando se refiere una cosa por segunda vez ha perdido ya gran parte de su sustancia.

Daniel Bach ya había oído hablar de los jóvenes que han abrazado el oficio de labradores; pero no le merecen una gran opinión.

—Si no conociera a sus padres, quizá me impresionaran más —dijo Daniel Bach—. Como conozco a sus padres, los hijos no me causan tan gran impresión.

Pero no quiere influir en mi opinión. Allá cada cual con sus ideas.

A mí me produjeron gran satisfacción aquellos jóvenes y los días que pasé en su compañía. Que Dios no me tenga en cuenta el que por su causa dejara el estudio varios días y aún hoy no lo haya reanudado.

—¿Hay niños que hayan ido hasta el río Sabbation? —me preguntó Rafael.

—¿No te he contado la historia de Rabbí Lebenslicht que la víspera del Sábado al anochecer encontró a uno de los hijos de Moisés, se lo guardó en el bolsillo y se olvidó de él? Por la noche, mientras rezaba en el templo, oyó una vocecita que le salía del bolsillo y decía: «Amén. Sea por siempre alabado su Santo Nombre».

—No es eso lo que yo pregunto —dijo Rafael—. Es otra cosa: ¿Hay niños que hayan ido allá?

—Espera, Rafael —le respondí—, déjame pensar.

—¿Por qué me dice siempre: «déjame pensar»? —preguntó Rafael.

—En primer lugar, porque no se debe contestar inmediatamente, pues uno tiene que preparar sus palabras, para que suenen bien al interlocutor. Y, en segundo lugar, uno olvida las cosas, pues las distracciones debilitan la memoria. Ahora sí, ahora recuerdo. En Jerusalén hay un niño que fue al río Sabbation y regresó. Escucha bien, porque voy a contarte cómo llegó hasta allí y qué consecuencias tuvo su regreso.

»El padre de este niño se mandó hacer unas botas para su boda. El novio preguntó al zapatero si aquellas botas le durarían o se romperían en seguida. El zapatero le respondió: “Con ellas podrías hasta cruzar el río Sabbation”. El novio tomó buena nota.

»Después de la boda, repitió a su esposa lo que le había dicho el zapatero. Y ella le dijo: “Ya veo que quieres ir al lugar donde se encuentran las diez tribus. Estoy segura de que llegarás, pues ese zapatero es uno de los treinta y seis justos y lo que él dice no son palabras hueras”. Él le dijo: “Si tienes un hijo, ponle Janok, en memoria de Rabbí Janok, el zapatero, y cuando cumpla la edad de ceñirse las filacterias manda que le escriban el Tefil.lin[*] y haz que se ponga en camino. El Altísimo, alabado sea, le guiará hasta mí”. El hombre se levantó del lecho, tomó el manto y las filacterias, besó la bolsa con las oraciones que estaba colgada del marco de la puerta y se puso en camino. Anduvo y anduvo hasta que llegó a la orilla del Sabbation. Al ver la impetuosa corriente se asustó y dijo: “¿Cómo voy a cruzar ese torrente?”. En aquel momento, sus pies se levantaron del suelo y de un salto lo pusieron sano y salvo en la otra orilla, donde se encontró con los hijos de Moisés.

»Cuando los hijos de Moisés vieron el prodigio comprendieron que se trataba de un hombre muy justo, ya que le había sido permitido llegar hasta ellos, pues ningún mortal lo había conseguido, exceptuando a Rabbí Meir, el maestro de los Cantos de Entrada, Rabbí Lebenslicht y dos o tres más. Se acercaron a él y le hallaron lleno de sabiduría y santidad. Lo acogieron amistosamente y en su honor ofrecieron una comida. Durante la comida, les habló de la Doctrina y ellos vieron que sus conocimientos eran profundos. Erigieron para él una escuela y desde entonces el hombre sólo interrumpía el estudio para dedicarse a la oración.

»Un día, al doblar la rodilla durante la Acción de Gracias, las filacterias se engancharon en su zapato y se rompieron. Después de la oración, al pensar en el incidente, pasaron por su mente todos los hechos que le habían acaecido durante los últimos tiempos. Hacía ya más de diez años que se había despedido de su esposa y si ella le había dado un hijo, éste estaría ya en edad de cumplir los Mandamientos. Pero, para no distraerse del estudio, desechó estos pensamientos.

»El primer día de la fiesta del Año Nuevo, cuando se acercó al río para rezar “Arroja de ti”, vio en la orilla a un muchacho del pueblo de Israel y le dijo: “¿Eres tú mi hijo Janok?”. Y el muchacho respondió: “Soy tu hijo Janok, padre, y he hecho lo que mandaste a mi madre”. El padre se quitó los zapatos y se los arrojó a su hijo para que se los pusiera y pudiera cruzar el río. Pero las manos del padre estaban cansadas y las manos del hijo eran pequeñas y los zapatos cayeron al agua. El hijo no pudo reunirse con su padre ni el padre pudo reunirse con su hijo, pues había perdido sus zapatos. Y se quedaron uno a cada orilla del río. Entonces dijo el padre: “¿Qué puedo hacer por ti, hijo mío? El Altísimo, alabado sea, lo ha dispuesto así. Vuelve a Jerusalén y estudia la Doctrina y cuando llegue el tiempo y venga el Mesías, yo volveré a vuestro lado con todos nuestros hermanos, los hijos de Moisés y con las diez tribus”. El hijo volvió a Jerusalén, a casa de su madre, estudió mucho y enseñó en Israel».