Así va el mundo
A la salida del sol, después de rezar mis oraciones, me fui al comedor. Krolka, al ver que había madrugado, se apresuró a traerme el desayuno. Yo di gracias al Creador por haber permitido levantarme temprano. De este modo, podría estar pronto en la sinagoga, después de haberme mantenido alejado del estudio tanto tiempo.
Entonces llegó Schützling; venía a despedirse. Ya se había despedido la víspera, pero su afecto hacia mí le obligaba a decirme adiós una vez más antes de partir.
Todas las pertenencias de Schützling cabían en un viejo periódico, atado con un cordel con infinidad de nudos. Los negocios que él hacía no debían ser muy importantes; los medicamentos que ofrecía a su clientela no ocupaban mucho espacio. De todos modos, el paquete tenía la ventaja de que se necesitaba mucho tiempo para hacer y deshacer tanto nudo, lo que hacía que el cliente se cansara de ti y te comprase algo, aun en contra de su voluntad.
Schützling y yo salimos juntos. Él iba a la estación y yo a la sinagoga. Cuando llegamos al punto en que nuestros caminos se separaban, decidí acompañarle un trecho y luego otro y así hasta que llegamos a la estación. Una vez allí, esperé a que saliera el tren.
El «hombre de goma» salió de su oficina, me hizo una inclinación y sonrió a Schützling, quien le devolvió la sonrisa. Y es que Schützling viajaba una vez con un amigo, agente como él. Ambos poseían abonos de ferrocarril y se dirigían a Szybuscz. Cuando entró el revisor, se trocaron los abonos. El hombre, al examinar el documento que le tendía Schützling, vio que la foto era de otro. Se guardó el abono y dijo que debía entregarlo al jefe de la estación de llegada. Al examinar el abono del amigo, observó también que la foto no correspondía y le dijo también que debía entregarlo al jefe de la estación. Cuando llegaron a Szybuscz, los llevó a presencia del «hombre de goma». Éste, al examinar las fotos de los abonos que el revisor le tendía y compararlas con sus propietarios, no observó nada extraño y no comprendía qué pretendía aquél. Ellos se lo contaron y los tres se echaron a reír.
Llegó el tren, Schützling subió a él y se despidió de mí. Pero no iba a ser la última despedida. Antes de que el tren se pusiera en marcha, mi amigo saltó del andén y me dijo:
—¿Para qué tanta prisa? Cada día salen dos trenes y buen amigo no se encuentra todos los días.
No tuve valor para dejarle solo y marcharme a mis asuntos. Y aunque yo le hubiese dejado sólo a él, él no me hubiese dejado a mí. Así que nos fuimos juntos y volvimos a todos los lugares que habíamos visitado ya el sábado y hablamos de todas las cosas de las que habíamos hablado ya. Quizás añadimos algo y quizá no. Y en esto llegó la hora de la comida. Yo le dije a Schützling:
—Vamos a mi hotel.
—¡Qué cosas se te ocurren! La abuela me mataría si se entera de que no me he marchado y me he ido a comer contigo al hotel. Vamos a su casa, allí dejaré el equipaje. Tenemos todo el día y toda la noche para pasear.
Me fui con Schützling a casa de su hermana, a quien él llama «la abuela». Esta «abuela» se llama Genendel y es una mujer alta y delgada, de unos setenta años o más, hosca y severa, que trató a Schützling, más que como una hermana, como una madre, pues ella lo tuvo en brazos, lo amamantó y lo educó. Su verdadera madre (la tercera esposa de su padre) era una muchacha enfermiza y delicada que no podía alimentarlo. Como se daba el caso de que Genendel había tenido un hijo por aquel entonces, se hizo cargo de su hermano. Y algunas veces llegaba a confundir a las criaturas. Cuando la madre quedó embarazada por segunda vez, Genendel lo tomó por completo a su cuidado y él la llamaba «mamá» hasta que supo quién era su verdadera madre. Desde aquel momento, empezó a llamarla «abuela»; hermana no podía llamarla, pues una hermana debe ser más joven que la madre, y madre, tampoco, pues ya tenía una. De modo que la llamó «abuela».
La mujer se mostró extraordinariamente cariñosa con su hermano y también bastante conmigo. En primer lugar, por ser amigo de él y, en segundo lugar, por devoción hacia mi familia. De todos modos, yo personalmente no gozaba de su aprobación. Siendo muy niño todavía, ella profetizó que nunca sería nada, pues cuando mi madre me daba dinero para rosquillas yo me lo gastaba en libros. Y, mirándome con severidad, me dijo aquel día al verme:
—Responda sinceramente, ¿le han hecho los libros un mayor bien que las rosquillas de mi padre? Dudo mucho que le hayan ayudado a hacerse sabio. Todo lo que se dice de usted en la ciudad no demuestra mucha sabiduría. Y parece que en la tierra de Israel no lo hizo mucho mejor. Por su ropa, parece un hombre rico. Pero permita que le diga que he visto a ricos vestidos con harapos y a pobres vestidos con finas telas. Ahora, dígame, ¿qué le dan de comer en el hotel? ¿Buena comida o libros machacados? Que Dios no me tenga en cuenta mis palabras, pero me parece que su patrona es una farsante, como su padre, que engañó a un pobre estudiante con la promesa de ayudarle a hacerse abogado y ¿qué fue lo que le ayudó a hacerse? Marido de su hija. Pero esa muchacha cristiana, ¿cómo se llama?, Krolka, ésa es una cristiana estricta. Aarón, recuérdame que le recomiende a tu amigo, no por consideración a él, sino en recuerdo de su buena madre, que en paz descanse. ¿Cuántos años hace que murió? ¡Ay, hijos, cómo pasan los años! Bueno, sentaos y no me entretengáis más; tengo que ir a prepararos la comida.
—No se moleste, Genendel; Aarón y yo iremos a comer a mi hotel.
Mirándome fijamente, Genendel me respondió:
—Nosotros no somos forasteros para tener que lamer los platos de los hoteles. Mi Aarón tiene aquí una casa y puede comer como todo un señor. Hasta cuando estábamos en Nicholsburg les enseñé a los oficiales lo que es una buena ama de casa. Y hasta el doctor, el diablo le tueste bien, tuvo miedo de mí y me concedió el puesto de ama de casa. Cuando encendí las velas del Sábado y él vino a insultarme, yo me quedé tan tranquila, como si estuviese en casa, y después de haber orado por mí y mis familiares levanté los ojos y levanté la voz, para que él pudiera oírme, y también por él, para que se muriese pronto, lo mismo que todos los enemigos de Sión. Hijos, tenemos muchos enemigos en este mundo, pero el que tiene agallas puede divertirse a su costa. Si hubiesen estado allí, se hubiesen reído a gusto. Ahora, hijos, iré a preparar una buena comida, en atención a la madre de nuestro invitado. He oído decir que no come carne. Si yo le pusiera carne, se la comería. Pero no hay ni un bocado en toda la ciudad. A propósito, si no come carne, ¿qué hace con los gusanos de los libros? Pensé que tal vez se los comía fritos. ¡Y ahora resulta que no come carne! Ésa sí que es buena, lástima que no tenga tiempo para reírme a gusto.
Mientras ella estuvo ausente, Schützling me contó lo sucedido en Nicholsburg. Cuando estalló la guerra, el Gobierno observó que Viena ejercía una poderosa atracción sobre la población de Galitzia y temió que la capital fuera invadida por los refugiados. De modo que decidió levantar unos barracones en Nicholsburg, rodeados de alambradas y más alambradas, a los que se enviaba a los refugiados. Los barracones estaban divididos en celdas, de cuatro metros cada una, con cuatro camas, dos a la derecha y dos a la izquierda, dos arriba y dos abajo. Y allí se metía a hombres y mujeres juntos, parientes o no. No había suficiente comida. En cambio, los piojos se cebaban en ellos. Se pusieron centinelas que disparaban contra todo el que trataba de huir. Y ellos estaban deseando disparar, pues cada fugitivo suponía una pérdida para ellos, ya que el Gobierno les pagaba a tanto por persona. Para hacer sus necesidades, tenían que solicitar un pase. Y si el vigilante deseaba divertirse un poco, te decía: «Que te conozco, lo que tú quieres es encontrarte con fulano y fulano». Y a las muchachas inocentes les decía lo mismo. Los vigilantes eran maestros que habían quedado cesantes y que ahora que habían encontrado un empleo querían mostrarse dignos de él. El médico encargado de velar por los enfermos era de Szybuscz, un hombre de buena familia. Cuando alguno enfermaba le decía: «¡Estás mintiendo, tú estás completamente sano!». Finalmente, él mismo enfermó y murió, pues las enfermedades se propagaban por el campo y todos, buenos o malos, sucumbían a ellas. Su muerte evitó mayores calamidades, aunque hubiese sido preferible que hubiese llegado antes.
Al llegar a la casa, observé que en ella había alguien más, a pesar de que no se oía ni se veía nadie. Cuando Genendel nos dejó solos, entró en la habitación un hombre de mediana estatura, de unos sesenta años, con los hombros caídos y la cabeza ladeada. Tenía una barba cerrada, más negra que blanca, los dientes amarillos y mal colocados, los ojos grises, la mirada huidiza y traía una pluma en la mano y un fajo de libros y papeles debajo del brazo. Poniéndose la pluma detrás de la oreja, me tendió la mano y me dijo:
—¡Qué alegría verle aquí! ¡Y en un día tan señalado para mí!
Le devolví el saludo y me quedé mirándolo fijamente:
—Ya veo que no se acuerda de mí —dijo, bajando los ojos—. Sin embargo, hemos pasado juntos muchos ratos.
En aquel momento lo reconocí: era Leibtshe Bodenhaus, el marido de la dueña de la zapatería, con quien solía hablar de poesía y de galimatías rabínicos. Nunca lo encontré muy simpático; al contrario, me resultaba más bien aburrido. Pero poseía una buena cualidad, mejor dicho, dos buenas cualidades. En primer lugar, tenía veinte años más que yo, y a los jóvenes les gusta hablar con la gente madura, para darse importancia. En segundo lugar, era de otra ciudad, y por aquel entonces yo estaba harto de Szybuscz y todo el que venía de otro lugar tenía cierto valor a mis ojos. Estaba casado con una mujer mayor que él que delante de la gente le trataba con gran respeto, pero cuando estaban solos le insultaba y solía decirle: «Si no hubiera sido ya tan vieja, nunca me hubiera casado contigo». Una vez, él quiso abandonarla, pero ella le quitó un zapato y él se quedó allí sentado, gimoteando, hasta que su cuñado les obligó a hacer las paces. El hermano de ella era un patriarca muy rico y muy sabio que poseía una gran zapatería y les había abierto una sucursal entre la tienda de Sommer y la del padre de Zvirn, que también era zapatero, por lo que siempre estaban quitándose los clientes el uno al otro.
Desde que me fui a la tierra de Israel, no había vuelto a saber de él, ni había vuelto a pensar en él. Cuando volví a Szybuscz oí mencionar su nombre alguna vez, pero no le había visto, ya que él nunca salía de casa, a causa de una dolencia que tenía en un pie. Se decía que la dolencia se la había provocado su mujer, quien un invierno le obligó a andar descalzo dos días enteros, de modo que se le helaron los pies. Otros decían que ése no era el motivo por el que no salía de casa, que si no salía era porque estaba escribiendo un libro, para perpetuar su memoria, ya que no había tenido hijos y temía ser olvidado al morir.
Leibtshe Bodenhaus, por su matrimonio, era pariente lejano de Genendel. Cuando su esposa murió, de una de las novecientas noventa y nueve enfermedades que sucedieron a la guerra, y Leibtshe quedó viudo y sin hogar, Genendel lo recogió en su casa, le dio cama y comida, lo vistió y calzó y le compró un tintero y una resma de papel, para que escribiera un libro.
—El infeliz no ha conocido nada bueno en este mundo. Que Dios haga que no le apaleen por sus tonterías en el otro mundo —dijo Genendel.
Desde que Leibtshe abrió los ojos a la luz del mundo, nunca le habían ido tan bien las cosas como desde que vive en casa de Genendel. Y es que Genendel nada en la abundancia, pues todos sus hijos le mandan dinero: el uno dólares, el otro marcos, el otro francos… A Genendel le fue dado echar al mundo nueve hijos, nueve panaderos que ganan holgadamente su vida y la de su madre. Antes de la guerra, Szybuscz enviaba pollos, huevos, mijo y legumbres a media Europa; ahora proporciona pan a todo el mundo. En Szybuscz no hay pan, pero los panaderos salidos de Szybuscz conocen su oficio mejor que nadie en el mundo.
Volvamos a Leibtshe. Leibtshe vive en casa de Genendel y se ocupa día y noche en poner la Biblia en verso. Con ello consigue un doble objetivo. En primer lugar, la Biblia es hermosa y merece serlo todavía más. En segundo lugar, el verso es hermoso y merece servir para embellecer la Biblia. Además, los versos se fijan en la memoria. Ya Schiller se dio cuenta de ello y por eso puso sus elevados pensamientos en verso. El día en que yo fui a casa de Genendel era un gran día para Leibtshe, porque ese día había acabado de poner en verso el Libro del Génesis. Se sentó con nosotros, abrió sus cuadernos y se puso a leer. Y estuvo leyendo ininterrumpidamente hasta que Schützling se quedó dormido.
—Aarón se ha dormido —dije entonces a Leibtshe— ¿no sería mejor que esperase a que se despertara para proseguir?
—Que duerma —me contestó Leibtshe—, no le necesito. Además, conoce ya la mayor parte de mis versos. Ahora quisiera que los oyera usted y considerase la posibilidad de traducirlos al hebreo. Yo no d mino el hebreo, pues en mi juventud en todas partes gozaba de gran estima la lengua alemana y yo me he expresado siempre en alemán. No estoy acostumbrado a escribir en hebreo y mucho menos en verso, para lo cual se necesita ser maestro en gramática. En un principio, pensé escribir mi obra en hebreo, pero no pasé del primer verso. Tenga la bondad de aguardar un momento y se los enseñaré.
En aquel momento, Schützling abrió los ojos y murmuró:
—«Ya que no salvaste al amigo, salva, al menos, la vida».
—¿Se da cuenta de la fuerza de la poesía? —dijo Leibtshe—. ¿Cuántos años hará que Schützling no lee a Schiller y, sin embargo, hasta en sueños se acuerda de sus versos? Aquí está el verso de que le hablaba. Escuche con atención, por favor.
Leibtshe, sin esperar a que yo pudiera concentrar mi atención en sus versos, empezó a leer:
El cielo y la tierra creó Dios al principio.
Caos y soledad era la tierra
y las tinieblas cubrían el abismo,
pero el espíritu de Dios aleteaba sobre ella.
Schützling, cansado de fingir que dormía, abrió los ojos y, desperezándose, dijo:
—Es una lástima que nuestro padre Moisés no escribiera la Biblia en verso y en alemán.
—¿Qué está diciendo, Schützling? ¿Cómo puede ocurrírsele tal cosa? En tiempos de Moisés no existía la lengua alemana.
—Entonces es una pena que hoy exista —dijo Schützling.
—¡Qué cosas tiene! En la lengua alemana escribió Schiller sus elevados pensamientos que han de perdurar eternamente. Serán un monumento perdurable al entendimiento humano.
—Si Moisés hubiera escrito la Biblia en verso y en alemán —porfió Schützling—, Leibtshe no tendría ahora que cansarse tanto.
—¡Pero si a mí me agrada mucho! —exclamó Leibtshe.
—¡Pues a nosotros, no! —dijo Schützling, abrazándolo con todas sus fuerzas.
—¿Cómo puede un hombre culto como usted, Schützling, decir esas cosas? —preguntó Leibtshe sumamente acongojado.
—Déjeme ver sus cuadernos, Leibtshe —dijo Schützling.
Leibtshe le tendió sus cuadernos y se quedó a su lado.
—Buena letra, muy buena letra, Leibtshe. Siga, siga escribiendo y verá cómo su caligrafía mejora más aún.
Volvió Genendel y empezó a poner la mesa. Mientras extendía el mantel, me preguntó:
—¿Qué le parecen las creaciones de Leibtshe? Usted también es una especie de escritor.
Fue Leibtshe quien respondió:
—Si a mí, que no soy más que un pobre gusano, me resultan más dulces que la miel, ¡cuánto más no han de gustarle a él!
Cuando nos sentamos a la mesa, Leibtshe quiso disculparse. Dijo que ya había comido y que quería empezar inmediatamente el Segundo Libro de Moisés. Genendel le dijo en tono desabrido:
—¡A comer! Tus cánticos no se te escapan.
Leibtshe se sentó y se puso a comer. Me miraba como si le doliera el alma de ver a un hombre culto perder el tiempo comiendo y bebiendo en lugar de escuchar poesías.
Schützling pudo disponer de mí durante todo el día. Después de comer y despedirnos de Leibtshe Bodenhaus, salimos a pasear y estuvimos paseando y charlando hasta que nos dolieron los pies y la boca. Finalmente, nos detuvimos junto a Yerujam Freier, y nos pusimos a hacer de mirones; Yerujam estaba ocupado en el arreglo de una callejuela.
Yerujam no sentía ninguna simpatía por Schützling, y Schützling no tenía en mucha estima a Yerujam. Pero cuando volvió a Szybuscz y encontró a Yerujam se detuvo a charlar con él, pues Schützling era un hombre charlatán y comunicativo y hablaba con todo el que quería escucharle. En el curso de la conversación, Yerujam preguntó a Schützling:
—¿Cómo se imagina a las generaciones venideras?
—Ya nos las podemos imaginar con bastante exactitud: una tercera parte será como Daniel Bach; una tercera parte como el «hombre de goma» y el resto como Ignaz. Aunque en el mundo no quede más que un puñado de hombres, serán desnarigados, cojos o mancos.
En aquel momento, se acercó Ignaz. Al ver a Schützling, tuvo un sobresalto y retrocedió.
—Acérquese, amigo. Le daré Peniendze —le gritó Schützling.
—No fue culpa mía, no fue culpa mía —dijo Ignaz con su voz nasal.
—¿Qué está murmurando? ¿No tiene derecho a ser culpable? Tome su dinero y lárguese, no vaya a pasar a alguien por alto y pierda la limosna.
Cuando Ignaz se alejó preguntó a Schützling el significado de aquel breve diálogo.
—No vale la pena resucitar la historia —me respondió Schützling—; pero ya que parece interesarte, voy a contártela.
¿Cuál era la historia? Durante la guerra, la hija pequeña de Schützling cayó enferma y su madre salió en busca del médico. Ignaz encontró a la mujer y le robó los zapatos que llevaba puestos. Por aquel entonces, los zapatos eran una buena mercancía que tenía muchos compradores, pues no había cuero. ¿Y cómo volvió a casa la mujer con la nevada que estaba cayendo aquella noche? En realidad, no volvió a casa, pues no estaba acostumbrada a andar descalza. Estuvo chapoteando en la nieve, dando pasitos de gallina, hasta caer desvanecida. Los que la encontraron la llevaron al hospital.
—Es otra imagen del mundo futuro —dijo Schützling—. En el mundo todos andarán con piernas artificiales, harán señas con manos de goma y gritarán: «Peniendze! Peniendze!».
A la mañana siguiente, Schützling volvió al hotel, para despedirse de mí. Pero yo, que ya me había despedido la víspera, me marché antes de que llegara él y tomé el camino de la sinagoga.