CAPÍTULO LIX

Mis comidas menguan

Desde hace unos días se vienen produciendo algunos cambios en el hotel. Krolka me pone la mesa y me sirve una comida frugal. Aquellos platos calientes y nutritivos que infunden vida al que los consume, se han desvanecido.

Es cierto que las comidas ligeras son buenas para el cuerpo y no pesan sobre el espíritu; sólo que aunque comas en abundancia te da la sensación de que te falta algo. En Polonia no ocurre lo que en la tierra de Israel. En la tierra de Israel te comes un pedazo de pan, unas aceitunas y un tomate y te sientes satisfecho. En Polonia, aunque te comas todo un huerto no se te llena el estómago. Es una maldición que pesa sobre Israel, ya que el pueblo dijo: «Añoramos los pimientos, los melones y los puerros que comíamos en Egipto». Y entonces, el Altísimo, alabado sea, les dijo: «Os enviaré a las tierras de otros pueblos. Quizás allí saciéis mejor vuestro apetito».

Esto en cuanto al desayuno. Algo parecido ocurre al mediodía. La señora de la casa no se acuerda ya de las enseñanzas del médico vegetariano. Ahora me prepara un plato y me sirve de él durante dos o tres días, hasta que se termina. Si se estropea, me presentan un vaso de leche y un par de huevos. Y lo peor es que incluso para tomar una comida tan frugal tengo que esperar. Al principio, la mujer me pedía disculpas, diciendo que no había podido prepararme un buen guiso porque había tenido mucho trabajo y había ido a casa de Raquel. Al final, ni siquiera trataba de disculparse, pues no le quedaba tiempo para hablar con nadie, estando como estaba todo el día en casa de Raquel.

El hombre puede prescindir de la comida; de lo que no puede prescindir es de la amistad. El dueño del hotel se sienta, envuelto en su bata larga, con la pipa en la boca, unas veces fuma y otras se frota la rodilla en silencio. Yo le pago la cuenta, él coge el dinero en silencio y lo guarda en una cartera de piel. Ya sé que no tiene nada contra mí, que las preocupaciones que le causan sus hijos y sus dolencias físicas le quitan el buen humor. Pero ¿de qué sirve este razonamiento cuando el corazón pide un poco de alegría?

Desde que la señora de la casa no se ocupa de la cocina, es Krolka quien se encarga de la comida, mientras Babtsche atiende a que los alimentos sean puros.

Babtsche no me es muy simpática y, por mi parte, tampoco se lo soy. Y como no le soy simpático, no se preocupa de que mi mesa esté bien arreglada y la pone sin esmerarse en absoluto. Muchas veces, no voy a comer para no tener que darle las gracias por sus molestias. Otro, en mi lugar, se hubiera ido a una posada o al hotel de la divorciada. Yo, no. ¿Qué hacer, para no quedarme con hambre? Suplo con fruta lo que le falta a mi alimentación. Al principio, la compraba en el mercado, a la mujer de Janok y, cuando ella no tenía, la compraba a sus vecinas.

Un día pregunté a una de ellas:

—¿Por qué pasas el día en el mercado, si no tienes nada que vender, comadre?

—¿Y dónde voy a pasar el día? ¿En el jardín de palacio?

Pregunté a otra y me contestó:

—Para que la gente no me mire con suspicacia. Para que no digan: «La señora se va al teatro». Por eso vengo al mercado.

La fruta que hay en el mercado puede estar podrida o pasada y hay que escogerla con cuidado. De todos modos, yo iba a comprar al mercado. En primer lugar, por la costumbre y, en segundo lugar, para favorecer a la mujer de Janok. Un día que en el mercado no encontré fruta que fuera comestible, me dije: «La fruta crece en los árboles de los huertos. Iré a un huerto y compraré fruta del árbol».

El cristiano al que le compro peras y manzanas no tuerce el gesto ni habla de las cosas que tienen objeto, sino que toma el dinero, te da la fruta y te dice:

—Que le aproveche.

Me parece que conocía a su padre; o quizá fuera su abuelo. Cuando era niño, solía ir a comprarle fruta y él me decía: «Que te aproveche». Al año siguiente, volví al huerto y no lo encontré. Pregunté por él y me dijeron que estaba en la casa. Entré y vi que estaba en cama, enfermo. Entonces me di cuenta de que también los otros pueblos sufren accesos de debilidad.

Desde que como menos paso también menos tiempo en la sinagoga. Tanto si compro la fruta en el mercado o en el huerto del cristiano, tengo que andar de un lado para otro, y me queda menos tiempo para el estudio.

Mientras el hombre está en la sinagoga, no existe para él nada más que la Torá, Israel y el Altísimo, alabado sea. Si uno va al mercado, se olvida de la Torá, ve a Israel oprimido y humillado y hasta el Altísimo, alabado sea, parece estar más lejos y su Gloria no se ve por ninguna parte.

Dejaré de lado a todos los demás cristianos de mi ciudad, tanto a los nacidos en Szybuscz como a los llegados de otras tierras arrastrados por el viento, y hablaré sólo de Antón Jakubovitz, es decir, Antush Agupovitz, que en su mocedad fue tocinero y ahora, en su madurez, es un gran señor entre los de su pueblo y un hombre muy rico. Su hijo mayor es sacerdote, maestro y catequista; su segundo hijo, teniente; sus hijas están casadas, una con un juez polaco y la otra con un capitán de Caballería, de noble familia. Cuando salí de Szybuscz para ir a la tierra de Israel, Antón gozaba ya de gran prestigio en la ciudad, tenía buenas relaciones, hablaba el yiddish, salpicaba su conversación con citas de la Biblia y se reía de los judíos ignorantes que no conocían la Torá. Se contaban muchas anécdotas de Antón. Por ejemplo: En la mañana del Día de los Muertos, el Tis’á be-Ab, encontró a un judío que llevaba la bolsa con el manto y las filacterias y Antón le dijo: «Oye cristiano, ¿no sabes que en la mañana del Tis’á be-Ab no se ciñe uno de las filacterias?».

Cuando estalló la guerra y los rusos ocuparon Szybuscz y toda la gente importante huyó de la ciudad, Antón consiguió entablar relaciones con los jefes del Ejército y se convirtió en la mano derecha del comandante en jefe, el coronel Gavrilo Vassilievitch Strachilo. Entre los dos, se apoderaron de los bienes de los judíos, que habían huido y enviaron a Rusia cuanto pudieron. No había en la ciudad ningún judío que se atreviera a decirle: «¿Qué estás haciendo?». Por otra parte, Antón ayudaba en secreto a los funcionarios polaco-austríacos que se habían quedado sin comida y sin hogar, para que le defendieran si volvían los austríacos. Éstos agradecían sus favores y no prestaban atención a sus actos. También suministraba provisiones al Ejército. Hizo un viaje a Astrakán, para comprar pescado seco para los días del ayuno. Fue también a Odesa y a otros puntos y a dondequiera que iba se hacía pasar por natural del país. En Odesa hablaba en yiddish con los judíos; en Astrakán se decía armenio, y durante el dominio de los ucranianos fue ucraniano. Todos sus viajes fueron muy provechosos para él, y todos los Gobiernos que pasaron por Szybuscz dieron algo que ganar a Antón. Cuando terminó la guerra y los judíos empezaron a volver a Szybuscz, Antón los recibió amistosamente, dando a éste un puñado de monedas y prestando al otro un par de marcos. Si alguien le afeaba su conducta, él se justificaba diciendo: «¿Qué iba a hacer yo? Los rusos me amenazaban. ¿Es que no sabéis la especie de fiera salvaje que es Esaú?». Llevado de su buen corazón, compró a éste una casa en ruinas y al otro el solar donde en otros tiempos se levantara su casa, pagando por ello una suma irrisoria. De este modo, pasó a ser propietario de todo el mercado. Adquirió también una pequeña propiedad en las afueras de Szybuscz, donde se instaló como un gran hacendado. Antes de las fiestas de Pascua oí decir que envió a varios judíos patatas, huevos y remolacha. «Ya lo veis —dijo Pan Jakubovitz—, yo, un piojoso cristiano, hago regalos a los hijos de los judíos ricos que a veces me permitían lamer las ollas».

Los hijos de los ricos judíos que permitían a Antush lamer las ollas no gozan en la ciudad del menor prestigio. Ya no es como antes, cuando la mayor parte de la población era judía. Sebastián Montag, el ciudadano de más relieve de nuestra comunidad, murió en Varsovia y sus familiares no pudieron trasladar a Szybuscz el féretro que contenía sus restos, para darle sepultura en el panteón familiar. Es cierto que a su muerte se le tributaron grandes honores, que se hizo mención de cuanto el difunto había hecho por el bien de Polonia y que había sido elegido miembro del Seym; pero también es verdad que, por lo general, no podía asistir a sus sesiones, unas veces por tener rotos los zapatos y otras por no haber comido ni un pedazo de pan aquella mañana. El escaño de Sebastián Montag lo ocupa hoy un cristiano, un antisemita odioso y vil. Su sustituto es digno de él, lo mismo que los funcionarios de su departamento. ¿Qué le resta en Szybuscz a Israel? Tragar saliva y pagar impuestos. Hay quienes envidian a sus hermanos emigrados. Pero ¿qué encontraron los emigrados que sea digno de envidia? No encontraron dorados pasteles adornados con pasas y almendras. Ni siquiera encontraron un mendrugo. ¿Por qué envidiarlos, entonces? Y los que se fueron escriben sobre Szybuscz como si esto fuera el Paraíso. Quizá Szybuscz sea un paraíso. Si no para los judíos, para los extranjeros.

Cuando Pan Jakubovitz me ve, siempre me acompaña un trecho y se pone a charlar conmigo.

—Por lo menos con usted, amigo mío, puede uno cambiar unas palabras en yiddish —me dice—. Los demás judíos han cogido el deje de Viena y ahora hablan medio en alemán.

Y como, según él, conmigo se puede hablar en yiddish, sigue hablando. Se lamenta de que la ciudad haya perdido el honor y de que la juventud de Israel viva alejada de su Creador. Según Antón, tanto ellos como sus padres estarían dispuestos a vender al buen Dios por cuatro cuartos, con la particularidad de que a los ojos de los padres el buen Dios aún los vale y a los de los hijos ya no.

Antush habla el yiddish como se hablaba en Szybuscz antes de que sus habitantes huyeran al extranjero y asimilaran el acento vienés. Se vanagloria de sus riquezas y de lo mucho que valen sus hijos.

—El mayor —dice Antón— es un doctor de la Ley, y uno de mis yernos es un gran jurisconsulto y desde primeras horas de la mañana los letrados ocupan su antesala. El profesor Lukaschevitz es mi invitado permanente. Va a cenar a nuestra casa todos los sábados y comemos chuletas de cerdo, morcillas y salchichas de hígado. El viejo testarudo es un tragón y bebe con arreglo a lo que come (¡maldita sea su estampa!). Puede beberse (¡así reviente!) todo un barril de vino cristiano sin emborracharse.

Además del tal Lukaschevitz, frecuenta también la casa de Antush el coronel ruso Strachilo, que fue comandante en jefe de Szybuscz durante la ocupación rusa. Después de recorrer medio mundo, atravesando Siberia y América, ha vuelto a Szybuscz. Es un hombre viejo, alto, delgado, erguido, de enhiesto bigote, y camina apoyándose en un bastón. Los tiempos han cambiado desde que Antush le servía como esclavo. Ahora, Antush es el amo rico y poderoso, y el coronel Strachilo percibe de él una renta demasiado pequeña para vivir de ella y demasiado grande para morir. Pero Strachilo no protesta, pues sabe que el que tiene el poder en sus manos puede hacer lo que le plazca. Dos veces al mes, viene a Szybuscz el segundo hijo de Pan Jakubovitz, para visitar a su padre y probar los guisos de su madre. Y cuando él viene, acuden a visitarle el coronel Strachilo, el profesor Lukaschevitz y otros dos o tres caballeros. Y, juntos, comen y beben y ríen y traman cosas malas para los judíos. Pero en descargo de Antón hay que decir que él no interviene en el conciliábulo, sino que les dice: «Dejad en paz a los judíos y tened compasión de ellos. El alma bien quisiera salírseles del cuerpo; y es que no les quedan fuerzas ni para matar a un piojo».

Pan Jakubovitz ha dicho una gran verdad. El alma de los judíos de Szybuscz bien quisiera salírseles del cuerpo y ya no les quedan fuerzas para nada. Primero vino la guerra y los arrancó de su suelo y ellos no han podido volver a echar raíces en ningún otro sitio. Luego les quitaron sus muebles. Luego les quitaron el dinero. Luego les quitaron las casas. Luego les quitaron los medios de subsistencia y, por último, les obligaron a pagar impuestos. ¿De dónde van a sacar las fuerzas los judíos?

Daniel Bach se apoya en su bastón y en su pata de palo. Hace meses que nadie va a comprarle madera y que nadie llama a su mujer a un parto. Y aún tiene en casa otro motivo de disgusto: su hija. Erela gana lo suficiente para vivir, sí, y da dinero a sus padres; pero está en edad de casarse y no hay marido en perspectiva para ella. Al principio, todos creíamos que se casaría con Yerujam Freier; pero Yerujam fue y se casó con Raquel. También a aquel comerciante que se declaró en quiebra y que todos creíamos que iba a hacer fortuna le han salido mal las cosas. Le está fustigando el abogado del viajante Riegel, el mismo que ayudó a éste a librarse de su mujer. Ha confiscado la mercancía a la esposa del comerciante y temo que la mujer vaya a parar a la cárcel. La tienda está cerrada y nadie sale ni entra. Después de sacar con todo sigilo la mercancía, las autoridades mandaron sellar la puerta con arcilla, no fueran a creer que la tienda estaba cerrada por un fausto motivo. Esta tienda está cerrada. Pero en las que están abiertas tampoco hay clientes. Y si no hay clientes no se traen nuevas mercancías. Y si no se traen nuevas mercancías, Judá no tiene trabajo. Judá es el que transporta los paquetes desde Lemberg.

El viajante Riegel volvió a la ciudad y nuevamente se hospedó en nuestro hotel. A juzgar por los rumores, no hizo caso del consejo de Babtsche y no volvió a casarse con su antigua mujer. Y, a juzgar por las apariencias, no le pesa no haberlo hecho. Habla poco con Babtsche y lo poco que dice no hace latir el corazón. Babtsche lo nota y trata de darle conversación; él saca la pitillera, enciende un cigarrillo y le contesta con la mayor tranquilidad. Y esto, amigo, es amargo para Babtsche. Pero Riegel finge no advertir su irritación y mira al reloj, como hacemos tú y yo cuando queremos librarnos de alguien, yo de ti o tú de mí.

Los tiempos cambian y los corazones cambian con los tiempos. Si Riegel hubiese seguido dedicando a Babtsche las mismas atenciones que antes, tal vez hubiera conquistado su corazón. Pero Riegel ya no piensa en ello, pues mientras uno está casado desea a las otras; pero en cuanto se ve libre se da cuenta de que también puede vivir sin mujeres.

Riegel está sentado con un vaso delante y la pitillera encima de la mesa. La pitillera, amigo mío, lo mismo que la caja de cerillas, es de plata, con sus iniciales grabadas. Tal vez sea un regalo del jefe o un regalo del propio Riegel. Lo cierto es que lo ha transformado en otro hombre. Ya no piensa en ir a la cocina a buscar una brasa y charlar con la señora Sommer, ni pide a Sommer que le dé lumbre. Y si nosotros fuéramos de los que hacen suposiciones, ahora supondríamos que en estos momentos no está pensando ni en el padre ni en la madre de Babtsche. ¿En qué piensa, entonces? Es fácil decirlo, pero difícil suponerlo.

Krolka entró en el comedor, se acercó a Riegel e, inclinando la cabeza, preguntó en voz baja:

—¿Desea el señor otro vaso?

—Vuelve a tus pucheros, Krolka —le dijo Babtsche—. Si el señor Riegel desea algo, yo se lo traeré. —Y, endulzando el tono, preguntó al hombre—: Si quiere tomar algo más, en seguida se lo traigo, señor Riegel. —Y se quedó mirándole fijamente.

No oí lo que Riegel respondió a Babtsche, ni tú tampoco, amigo, pues en aquel momento apareció Ignaz, que venía a pedir limosna al viajante. A pesar de que Ignaz no tiene nariz, huele a todos los forasteros que llegan a la ciudad y no deja que se le escape ni uno sin pedirle peniendze.

Sommer se apoya en su bastón y se pone en pie. Hace rato que está pensando en ir a la cocina, para preguntar a Krolka cómo está Raquel. Su esposa había ido a verla hacía varias horas y todavía no había vuelto.

Sommer vuelve a sentarse, con la pipa entre los labios. Así se pasa Sommer las horas y los días, desde la oración de la mañana hasta la hora en que, ya acostado, reza el «Escucha, Israel».

Vamos a interesarnos por el estado de Raquel. Quizá Krolka sabe algo más de lo que ha dicho a Sommer. Krolka, lanzando un suspiro, me dijo:

—¿Qué quiere que le diga? La señorita Raquel está pasando un mal embarazo.

Como Krolka había terminado ya su trabajo en la cocina, se puso a contarme cosas que yo ya sabía, que si todo el mundo pensaba que el señor Yerujam Freier, el marido de la señorita Raquel, se casaría con la señorita Erela Bach, la maestra, ella tan inteligente, la hija de nuestro vecino, el señor Bach, que, por la voluntad de Dios Nuestro Señor, perdió una pierna, y ahora, porque la señorita Raquel le echó el ojo al novio de su amiga y se lo quitó, por eso Nuestro Señor le envía un embarazo difícil.

Y, mirándome fijamente, Krolka me preguntó:

—¿Y qué piensa de todo esto usted, que es un señor tan inteligente? ¿Qué dicen de estas cosas los libros sagrados?

—Muy bien preguntado, Krolka: ¿Qué dicen los Libros sagrados? Si me hubiera pedido mi opinión personal, no hubiera sabido qué decirle. Y es que nuestro entendimiento no llega muy lejos, Krolka. Si no consultamos los Libros sagrados, no sabemos nada. Sobre este caso he de decirle que si Yerujam hubiese sido el hombre que le estaba destinado a Erela, Raquel no hubiera podido quitárselo. Si se lo ha quitado es porque, evidentemente, el Cielo lo tenía destinado para ella.

—Alabado sea el que hace sabio a los hombres. No sabe usted el peso que me ha quitado de encima, señor.

Mientras hablamos, vuelve la madre de Raquel. La madre de Raquel viene contenta, pero cansada. Estuvo todo el día cuidando a su hija. ¡Lo que habrá trabajado! Siete mujeres no harían lo que hace una madre por su hija. Gracias a Dios, todo ha salido bien. Pero el embarazo está resultándole penoso a Raquel.

El embarazo está resultándole penoso, mas ¿qué tiene de extraño que así sea? Raquel ha tenido que pasar ya muchas penalidades. Siendo niña, estuvo gravemente enferma. No se había restablecido todavía cuando estalló la guerra. Enferma, la sacaron de la cama y su madre se la colgó a la espalda y se la llevó de viaje, a pasar calor y a tragar polvo. Luego se escurrió entre las mantas y fue a caer sobre una mata de espino y allí se quedó, sin comer y sin beber, amenazada por las avispas. Ahora no yace sobre espinos ni la amenazan avispas malignas, sino que está tendida en una buena cama y su madre le da buena comida y leche. Si ves en el mercado un pollo gordo, puedes estar seguro de que será para el caldo de Raquel. Si has visto lo clara que estaba la leche del hotel, puedes estar seguro de que toda la nata fue para Raquel. Todo lo que yo pago por la comida y el alojamiento se gasta en Raquel, pues los ingresos de Yerujam sólo alcanzan para mantener a un obrero.

Yerujam hace cuanto puede por contentar a su suegra, pero su suegra no está contenta con él. Cierta vez que Raquel sintió dolores, la señora Sommer lanzó a su yerno una malévola mirada que quería decir: «¿Qué le has hecho a mi hija, bandido?». De todo su antiguo orgullo no le quedan a Yerujam más que los rizos, y hasta los rizos parecen ahora más lacios. Dos o tres veces fue a la sinagoga para desahogar sus penas conmigo, pero en vano. Cuando yo le pedía que fuera a la sinagoga, él no iba, y ahora que iba no me encontraba.

—De tanto esperarle se le han cerrado los ojos —me dijo Rabbí Jayim.

Es una lástima que Yerujam tenga que pasar la vida arrastrándose entre el polvo, para arreglar las calles, lo mismo en invierno que en verano, mañana y tarde. Es verdad que en la tierra de Israel tampoco construía castillos y su trabajo era allí más duro que aquí, pues tenía que hundirse en el lodo hasta el ombligo y su vida corría peligro. Pero en la tierra de Israel el esfuerzo del hombre tiene un sentido, si no para él, sí, por lo menos, para los que vendrán después de él. Por otra parte, de no haberse marchado de Israel, no hubiese encontrado a Raquel. De todos modos, creo que para Raquel hubiese sido mejor quedarse soltera. Las muchachas encantadoras como Raquel son encantadoras mientras no pesa sobre ellas la preocupación de un hombre.

Mi otro yo, el que me hostiga, sentado sobre mis hombros, murmura: «De no ser por Yerujam Freier, Raquel sería libre… A ti y a mí nos gustaba mirarla». Yo respondo: «Tienes razón; Raquel era una linda muchacha». El otro me la pinta con todos sus atractivos y yo le digo: «Nuestro Dios es un gran artista». El otro hace rechinar los dientes y yo le pregunto: «¿Estás tomándome el pelo?». «¿Por qué atribuyes mi obra al Altísimo, alabado sea? No fue Dios, sino yo quién la pintó para ti». «Tú me pintas el retrato de la mujer de Yerujam Freier y Dios puso ante mis ojos la imagen de Raquel, la hija del hostelero». El otro se echa a reír y me dice: «Es la misma Raquel, la hija del hostelero y la mujer de Yerujam Freier». Entonces vi adónde quería ir a parar y rápidamente le recordé las condiciones de nuestro pacto. Él temió que yo fuera a anularlo y me dejó en paz.