Sobre el mundo, que está cada día peor
¿Y cuál fue el fin de Knabenhut? El sábado por la tarde, Schützling vino a verme otra vez. Había terminado todas sus gestiones en la ciudad y le quedaba tiempo libre para el ocio. No había hecho muchos negocios en Szybuscz, casi diría que ninguno. Ahora venía de hablar con el farmacéutico, un viejo polaco, avinagrado y enfermizo, que usaba chanclos de goma y bufanda en invierno y en verano, y siempre estaba tosiendo y estornudando. Schützling me dijo:
—«¿Ya está aquí otra vez con esos medicamentos alemanes, señor mío? —me ha dicho el farmacéutico—. El diablo hizo a los prusianos y los prusianos hacen las medicinas. ¿Se imagina que los enfermos no podrían morirse sin esas cosas? Cuando los médicos leen en sus revistas que ha salido un medicamento nuevo se apresuran a recetarlo a sus pacientes, y los pacientes vienen aquí gritando: “¡Venga, esta medicina, esta medicina!”. Y yo, señor mío, me gasto mi dinero y compro la medicina. Pero, entretanto, los prusianos han descubierto un nuevo medicamento y el médico lo ha recetado. Tal vez usted, señor mío, pueda decirme qué tiene la nueva medicina que no tuviera la anterior. Yo no lo sé. ¿Usted tampoco? ¡Cualquiera lo sabe! Y ahora tengo las dos medicinas en la farmacia y ni los ratones las quieren. Tal vez sepa usted, señor mío, para qué sirve una farmacia si el farmacéutico no prepara las medicinas, sino que las recibe de Prusia bien envueltas y selladas. Si sólo se trata de vender, eso puede hacerlo cualquier judío detrás de un mostrador; no se necesita a ningún hombre de carrera, que ha pasado seis años estudiando en el Instituto y dos en la Universidad».
Después de referirme toda su conversación con el farmacéutico, Schützling, rodeándome los hombros con su brazo, me dijo:
—¿Qué te parece si vamos a dar un paseo, señor mío? Uf, tengo las vías respiratorias llenas de olor a medicinas. Vamos, señor mío, en marcha.
Schützling estaba de buen humor. Constantemente se le ocurrían nuevas frases del farmacéutico y me las repetía arrastrando los pies, como si llevara calzados unos chanclos de goma. Luego se olvidó del boticario y empezó a hablar de todo lo que le pasaba por la imaginación. ¿Qué me contaría y qué no me contaría? La boca del hombre es pequeña; cuando un hombre se destapa, las palabras le salen a chorro.
Entre otras cosas, Schützling volvió a referirse a Knabenhut. A pesar de que por causa suya había tenido que sufrir bastantes calamidades y huir a América, no por eso olvidaba su lado bueno. Recordaba los días en los que iba a recogerle al horno y le hablaba del sentido de la ciencia y del conocimiento del ambiente. Y él, Schützling, le había pagado haciéndose anarquista y, además, llevándose a sus filas a numerosos camaradas. ¿De dónde llegó a Szybuscz la doctrina de la anarquía? Israel amaba al emperador y estaba orgulloso de él, pues era un soberano compasivo, amigo de Israel, y oraba para que tuviera larga vida, pues mientras viviera los protegería de sus enemigos y calumniadores. A cada calamidad que afligía a Israel en otros países, las gentes de Szybuscz se decían: «¡Qué suerte la nuestra, de poder acogernos al amparo de un régimen benévolo!». Pero ya se ha dicho que Knabenhut tenía un discípulo y camarada llamado Sigmund Winter al que quería entrañablemente, hasta el punto de pagarle los estudios en la Universidad para que, más adelante, le ayudara en su lucha contra la opresión; pero éste fue y adoptó otra doctrina y la introdujo en Szybuscz y se atrajo a Schützling y a varios otros camaradas. A partir de entonces, los discípulos de Knabenhut se dividieron en dos fracciones: la que siguió fiel a Knabenhut y la que se pasó a la anarquía. Ya hemos visto lo que los anarquistas hicieron a Knabenhut; veamos ahora lo que ocurrió después.
Después, o quizás antes, se fijó en una muchacha llamada Blume Nacht. No se sabe si él quería casarse con ella o era ella la que quería casarse con él. Lo que se sabe es que se casó con otra, una mujer rica que aportó una buena dote al matrimonio. Entonces él abrió un bufete de abogado en Pitzyricz, cerca de Szybuscz, y durante algún tiempo dejó de lado el socialismo, pues debía veinte mil guldens a los usureros, que había gastado en ayudar a los huelguistas y a sus camaradas más necesitados, y los acreedores le presionaban. Se ha dicho de Knabenhut que durante toda su vida no restituyó capital alguno, sino que no hizo otra cosa que pagar intereses. Y éstos los pagaba con dinero de su mujer, pues él no ganaba lo suficiente para cubrir sus propios gastos, ya que, por un lado, no quería ocuparse de procesos civiles y, por otro, aborrecía los pleitos de finanzas y se limitaba a los casos criminales en los que el trabajo es mucho y el provecho escaso. Y es que la mayoría de los delitos son cometidos por gente que no tiene dinero para pagar a un abogado.
Aunque ya no se ocupaba del socialismo, siempre estaba dispuesto a ayudar a cualquier pobre que hubiera sufrido un accidente de trabajo y cuyo patrono no quisiera pagarle indemnización alguna por daños y perjuicios, o a la muchacha seducida por el hijo del amo, que traía al mundo a una criatura que no era reconocida por su padre. Así se acabó también el dinero de su mujer y en la casa no había nuevos ingresos. Por esta época, Knabenhut volvió a la Filosofía, el gran amor de su juventud, abandonando a su amorío, la Jurisprudencia. Por lo que se refiere a las mujeres, hizo todo lo contrario: abandonó a su esposa legítima por las amiguitas. Él, que antes de su matrimonio jamás miró a una mujer, empezó de pronto a correr tras ellas. Y las mujeres, ¡ay, amigo!, el que busca una encuentra muchas. Knabenhut se sintió atraído por una estudiante ucraniana, llegada de Suiza para visitar a una hermana suya, esposa de un médico, y ambas hermanas se sintieron atraídas por Knabenhut. Un corazón atrae al otro y a Knabenhut le gustaban todas. Dejó a su pasante al frente del bufete y él se quedaba en la cama, leyendo a Sófocles, o pasaba el tiempo con las mujeres. Su esposa volvió a casa de su padre, llevándose el poco dinero que le quedaba. Entretanto, estalló la guerra.
La guerra no trajo nada bueno para Knabenhut. No fue movilizado, pues había ya dejado atrás la mayor parte de su vida, y después, cuando se movilizó incluso a los viejos, no fue admitido a causa de su enfermedad. Como todos los habitantes de Pitzyricz, huyó a Szybuscz al estallar la guerra y después pasó a Viena. Se encontraba sin dinero. Sus antiguos camaradas fingían no conocerle. El hombre que había hecho estremecer al país, se veía abandonado en la capital. Finalmente, recibió ayuda de manos de un viejo cínico. Este cínico era un rico empresario que hacía pactos con los ministros, pactos de los de: la mitad para mí y la otra mitad para vosotros. En otros tiempos, Knabenhut lo había atacado desde los periódicos, obligándole a rendir cuentas de sus negocios. Cuando este hombre se enteró de que Knabenhut estaba en la miseria se compadeció de él, o quizá le hizo gracia la situación, y le envió dinero. Este cínico, que cuando alguien iba a pedirle dinero para una obra de caridad solía decir: «Pueden estar seguros de que no voy a darles nada y, puesto que me vienen con exigencias, voy a guardarles rencor durante toda mi vida», este hombre hizo gala de gran prodigalidad con Knabenhut. Knabenhut, por su parte, cogía el dinero y ayudaba a otros. ¡Qué se le va a hacer! El hombre quiere vivir, no morir, y mientras viva no puede cerrarse a la compasión por sus semejantes. Knabenhut nunca supo quién era su benefactor. Cada vez que Knabenhut iba a darle las gracias, el otro se negaba a recibirle. Knabenhut repetía la visita. Entonces, el millonario le doblaba la asignación. Un día, Knabenhut, al recibir el dinero de manos del criado, hizo a éste una reverencia y le dijo: «Hoy comeremos y mañana moriremos». Entró en su casa, cerró la puerta y no volvió a salir de su habitación hasta que vino Aquél ante quien no hay puerta que pueda cerrarse y se lo llevó de este mundo. Este mundo, que es cada vez peor, mucho peor de lo que hubieran deseado Knabenhut y sus camaradas.
¿Y qué fue de Blume Nacht? La historia de Blume Nacht es, en sí, toda una novela. Sabe Dios cuándo la escribiremos. Volvamos a lo nuestro.
Mil veces hemos dicho ya: volvamos a lo nuestro, y no lo hemos hecho. Hemos consentido que se nos distrajera y ahora ya no sabemos qué es lo nuestro. Empezamos hablando del viajero y de la llave de la sinagoga y luego dejamos al viajero y a la llave y nos ocupamos de otras cosas. Esperemos a mañana; Schützling se habrá marchado y nosotros estudiaremos un folio del Talmud y, con la ayuda de Dios, también sus correspondientes explicaciones.