CAPÍTULO LIII

Los que van y vienen

Volví a mi hotel y me senté a la mesa. Riegel cenaba también en la mesa del dueño de la casa, mientras que los restantes huéspedes, que no celebraban el Sábado, ocupaban una mesa aparte. Riegel se comportaba como un extraño recién convertido al judaísmo y que entrara por primera vez en una casa judía: miraba respetuosamente al dueño de la casa y, de modo involuntario, repetía todos sus movimientos.

Después de la bendición del vino, entró Babtsche y se sentó al lado de su madre. En realidad, ya estuvo antes en el comedor, pero tuvo que ir a cambiarse de vestido, pues, por un desdichado incidente que pasaremos por alto, se le había roto.

Su expresión era, a un tiempo, de indignación y de sumisión. Si su madre le preguntaba algo, ella respondía con voz de ultratumba. También ella tenía la mirada fija en el rostro de su padre. No lo miraba con veneración, como Riegel, sino como un inocente corderito. Su padre había adoptado su actitud habitual, y, con la cabeza inclinada y las manos bajo la mesa, cantaba los cánticos del Sábado.

Entre el pescado y la sopa llegó Lolik y, al poco rato, Dolik. Traían novedades de la ciudad. Como nadie les hacía caso, se limitaron a sonreír, uno con expresión burlona y otro con gesto de niña. Krolka servía la mesa en silencio, se llevaba las fuentes vacías y traía las llenas, arreglaba las velas, iba y venía, y hacía tan poco ruido al ir como al venir.

Cuando trajeron el agua para lavarnos las manos, el dueño de la casa levantó la mirada y clavó los ojos en Riegel, frunciendo el ceño, como el que se encuentra ante algo sobre lo que no puede tomar una decisión. Seguramente, se preguntaba si debía contar con Riegel para la oración, pues con sus hijos no contaba Sommer más que en Pascua, cuando ellos se sentaban a la mesa al mismo tiempo que su padre, antes de la bendición del vino.

Después de la oración, Sommer dijo al viajante:

—¿Qué nos cuenta usted, Riegel?

Riegel, que estaba acostumbrado a los silencios del hostelero, quien nunca le había llamado por su nombre, sino «señor representante» —un tratamiento muy apropiado para mantener las distancias—, se quedó cortado y tartamudeó:

—Es un placer celebrar el Sábado entre judíos.

—¿Es que no es usted judío, Riegel? —dijo Sommer, con asombro.

Riegel, llevándose una mano al corazón, dijo con devoción:

—Soy judío, Sommer, soy judío; pero no un judío como es debido.

—¿Y qué ha de hacer un judío para ser un judío como es debido? —preguntó Dolik.

—Lo que hace su padre —respondió Riegel.

—¿Y cómo tiene que ser una buena judía? —preguntó entonces Lolik—. ¿Cómo Babtsche?

Babtsche levantó la cabeza y miró a su hermano con irritación. También a Riegel le lanzó una mirada llena de furor. Desde que el viajante ha vuelto a Szybuscz ella ya no le mira con benevolencia. No es que le odie, pero antes de que él viniera a Szybuscz por segunda vez, ella estaba en buenas con todo el mundo. Zvirn le había doblado el sueldo y le regaló la tela para un vestido (el mismo vestido que se le rompió la víspera del Sábado, al oscurecer); David Moisés le escribía cartas amables y también cartas de amor, y ella se reía o se quedaba seria, según le daba. Y cuando Zvirn fruncía los labios para darle un beso, ella le daba una palmada en los nudillos y él no se lo tomaba a mal. Durante toda su vida, Babtsche no fue muy estricta en estas cosas. Y ahora el diablo le traía a Riegel, que la mareaba con sus mujeres. En realidad, Riegel no tenía más que una mujer y, además, quería librarse de ella; pero, en su enojo, Babtsche le atribuía dos, sin darse cuenta de que la otra era ella misma. Me levanté para marcharme.

—¿Se va ya? —me preguntó Sommer—. Quédese un poco y hablaremos.

Esta gente nunca tiene nada que decirte, pero cuando te vas te dicen: «Quédese y hablaremos». Tal vez el señor de la casa tenga algo que decir, pero conserva sus pensamientos encerrados en el fondo de su corazón. En cuanto a Riegel, dudo mucho que pueda hablar de algo que no sea una transacción comercial. Ya le habéis visto sentado frente a Babtsche, aplastando cigarrillo tras cigarrillo; es digno de compasión y también lo son sus cigarrillos, pero no es digno de que uno pierda el tiempo con él. ¿Acaso si llegara a fumarse un cigarrillo descendería sobre él un espíritu nuevo?

Dolik se levantó y se retiró a cierto lugar. Cuando volvió, se tapaba la boca con la mano, para que no se notara el olor a tabaco.

El señor de la casa dijo a su esposa, mientras palpaba el mantel:

—Quizá la señora de la casa nos deje probar esas cosas buenas que ha preparado para celebrar el Sábado.

Sonreía como un niño que pide los dulces antes de la hora.

La señora Sommer trajo inmediatamente las golosinas.

—¿Y qué nos darás para beber? —preguntó su marido.

—¿Qué te parece jarabe de frambuesa con agua de Seltz? —dijo ella.

—¿Y por qué no una buena bebida? —dijo Sommer.

—¿Es que va a firmarse un contrato de matrimonio? —preguntó Dolik—. Babtsche, ¿sabes tú quién es la novia?

—Mírate al espejo y la verás —replicó su hermana.

—¿Quién ha llegado?

—Seguramente un nuevo huésped.

—En Sábado no admito huéspedes —dijo el dueño del hotel.

Schützling entró en el comedor y se sentó a mi lado.

Aarón Schützling no es persona grata al dueño de la casa ni a la familia, por diferentes causas; a unos no les gusta por una cosa y a otros, por otra. Cuando lo advertí, me levanté y me fui con él.

Schützling estaba violento, quizá porque en la taberna se me mostró desanimado, quizá porque había permitido que yo pagara la bebida cuando hubiera debido hacerlo él, pues él había invitado.

—Te he sacado de tu nidito caliente —me dijo—. Aunque fuera no hace frío. ¿O tienes frío? Vienes de un país cálido. ¿Quieres que demos un paseo?

—Sí; demos un paseo.

—¿Estás enfadado conmigo?

—Al contrario; hace una hermosa noche y hay una buena luna. Una noche y una luna muy indicadas para pasear.

Mientras decía esto, pensaba: «Todo lo que teníamos que decirnos ya nos lo dijimos anoche. No hacía falta que volvieras».

—La vida del hombre se prolonga hasta que él ha purgado todos los goces de este mundo —dijo Schützling.

—¿A qué viene eso?

—Viene a propósito de la luna —respondió Schützling.

—¿De la luna? ¿Qué tiene que ver la luna?

—Ahí está: la luna no tiene nada que ver, pero este necio, Aarón, el hijo del panadero, pensó que brillaba igual que cuando él era joven y salía con su novia morena. Al salir de la taberna, pensé: «Iré a su casa». Al llegar, resbalé, me caí en un hoyo y por poco me rompo las piernas.

—¿Te duelen todavía las piernas?

—Esto es lo que me duele —dijo, poniéndose una mano sobre el corazón—. ¿Te acuerdas de Knabenhut? Ya murió y ahora estará en un mundo mejor. La conocí por mediación de él, cuando la huelga de los sastres. ¡Aquéllos eran tiempos! Ya no volverán. De día, huelga, y de noche, canto y baile. Knabenhut no tomaba parte en la juerga, no bailaba con las muchachas ni miraba con envidia a los que habían tenido la suerte de encontrar a una chica guapa. Cuando la guerra, llegué a Viena y lo encontré en uno de los puentes del Danubio, contemplando a los transeúntes. Quise pasar sin que me viera, para no excitar su ira contra mí, pues se puso furioso cuando me hice anarquista y aún hay quien dice que él me denunció a las autoridades, y que si escapé de ir a la cárcel fue porque emigré a América. Me hizo una seña y me acerqué a él. «Quédate donde estás —me dijo—. Estoy muy enfermo». Me mantuve un poco alejado y él se puso a predicar. Habló de la guerra y de la destrucción que iba a caer sobre el mundo. Su voz era débil, pero sus palabras estaban llenas de fuerza y eran hermosas. Yo volvía a estar frente a él, como en los días en que iba a buscarme a la tahona de mi padre, y sus palabras eran para mí una iluminación. Para terminar, me susurró: «La generación que ahora sube es mucho peor que las que fueron antes de nosotros. Y aún te diré más: el mundo se hará cada vez más malo, peor de lo que nosotros quisiéramos». Bueno, amigo, ya hemos llegado a tu hotel. Entra y que descanses.

Cuando se hubo despedido, me quedé en la puerta, viéndole alejarse. Él agitó los brazos y se puso a tararear:

Soñando y vacilando pasaron los días.

Duérmete, mi niño, duérmete, mi vida.

No había pensado en Knabenhut desde hacía muchos años, a pesar de que hubiera debido pensar en él, pues en el Szybuscz de antes de la guerra no había persona de la que tanto se hablara como de Knabenhut. No había mes en el que no provocara algún tumulto, con sus mítines y sus discursos a los socialistas a los que él mismo había creado y puesto en actividad. Él organizó la huelga de los sastres y, durante la época de la cosecha, reunió a diez mil segadores y les dijo que no volvieran al trabajo hasta haber conseguido un aumento de jornal y otras ventajas, ya que sus señores dependían de ellos en mayor medida que ellos de sus señores. De este modo, provocó un paro de tres días, lo que obligó al Gobierno a enviar a un batallón de gendarmes para hacer que los segadores volvieran al trabajo. Pero Knabenhut les explicó que ningún Gobierno podía obligarles. Y cuando los gendarmes sacaron los sables, Knabenhut les convenció de que debían volver a guardarlos y poco faltó para que las fuerzas del orden se sumaran a los huelguistas. Había en Szybuscz personas que gozaban de renombre mundial y otras que sólo eran famosas en Szybuscz, pero a los de Szybuscz nadie nos hacía vibrar como Knabenhut; pues mientras los otros no hacían sino ampliar conocimientos que ya poseíamos, él nos enseñaba cosas completamente nuevas para nosotros.

En un principio, cuando el mundo se regía por la Torá, Szybuscz dio rabinos y, después, sabios. Más tarde, dio hombres de acción; pero los hechos que nos daban, de hechos no tenían más que el olor. De pronto, hizo su aparición Knabenhut y empezó a dedicarse a las cosas públicas y los hechos auténticos nos inundaron.

Las actividades de Knabenhut en Szybuscz empezaron así: Había en Szybuscz unos cuantos muchachos, hijos de familias muy pobres, que llevaban una existencia miserable. Eran recaderos y peones, se les consideraba peor que bestias de carga y eran maltratados día y noche por sus amos.

Knabenhut los reunió a todos en un local que había alquilado y allí empezó a hablarles sobre las ciencias sociales y les hizo alzar la cabeza. Algunos se declararon incondicionales partidarios suyos y se hubieran dejado matar por él; otros se mostraron rebeldes e hicieron escarnio de su doctrina. Cuando ocuparon los puestos de sus antiguos amos, hicieron lo mismo que antes hicieran éstos. Knabenhut azuzaba a los primeros contra los sionistas y cuando se decretaba una huelga ellos eran los encargados de vigilar que nadie trabajara; pero a los que le traicionaban los borraba de su corazón y no volvía a pensar en ellos. Schützling era, en un principio, uno de sus más adictos discípulos, hasta que apareció Sigmund Winter y le dijo que el tal Knabenhut era un visionario que trataba de mejorar el mundo mediante el socialismo, cuando para el mundo no había mejora posible y lo único que podía hacerse era destruirlo.

Sigmund Winter era hijo de un médico. Era uno de los discípulos de Knabenhut y se distinguía entre todos sus camaradas por su cabello negro y sus hermosos ojos, con los que dirigía lánguidas miradas a las muchachas. Circulaban acerca de él muchas historias, una de las cuales decía que un día se acercó a una muchacha en la calle y le dijo: «Ven, deja que te mire», lo cual era algo insólito en Szybuscz, donde se trata a las muchachas con gran respeto. En sus estudios, por el contrario, no se distinguía en absoluto y continuamente pasaba de un Instituto a otro, debido en parte a que los maestros no podían resistir la mirada de sus hermosos ojos y en parte a que él no podía asimilar la ciencia de los maestros. Es de presumir que no le faltaban algunas buenas cualidades que las gentes de Szybuscz pasaban por alto, pues es lo que suele ocurrir en Szybuscz: cuando se trata de un gran personaje, se dicen cosas que reducen su talla y de todo aquel que sobresale por encima de sus conciudadanos se dice, por ejemplo, que siendo niño no dejaba traslucir sus dotes; todo lo contrario, muchas veces no comprendía cosas que resultaban fáciles para sus compañeros. No quisiera exagerar, pero si el rey Og de Bashán hubiera venido al mundo en nuestra ciudad, la gente habría dicho que Rabbí Gadiel el Niño era más corpulento.

Cuando a Sigmund Winter le llegó la hora de ir a la Universidad, se fue. Durante varios años, no supimos dónde estaba ni qué hacía. Un día empezó a correr por la ciudad la noticia de que había sido detenido en Gibraltar. Era incomprensible y, de no haberlo visto en los periódicos, nadie lo hubiese creído. Se decía que estaba acusado de tramar un atentado contra un monarca que se encontraba de paso en aquella plaza. Todos creímos que aquello sería el fin de Winter, que por fin había encontrado su castigo. Pero a los pocos días los periódicos informaban de que ciertos diputados habían presentado ante el Parlamento austríaco una protesta por una potencia extranjera. Y, ¡oh, maravilla!, Viena intervino y Winter fue puesto en libertad.

Al poco tiempo, reaparecía en Szybuscz, Sigmund Winter, erguido como el hijo de un rey, con una pelliza negra sobre los hombros y un gorro de terciopelo ligeramente ladeado, el bigote retorcido y una barbilla puntiaguda, como media estrella de David; le acompañaban hermosas muchachas de buena familia. Todos los grandes de la ciudad le cedían el paso, y él actuaba como si todo Szybuscz le perteneciera. Al poco tiempo, empezaron a llegar a Szybuscz periódicos con las fotografías de Kropotkin, Bakunin, Reclus y también de Sigmund Winter. ¡Cielos! Desde los tiempos de su fundación, Szybuscz no había visto la fotografía de uno de sus hijos en los periódicos y, además, en compañía de los grandes de este mundo. Cierto que no sabíamos quiénes eran Kropotkin, Bakunin ni Reclus, pero era indudable que se trataba de grandes hombres, ¿cómo, si no, iban los periódicos a publicar su fotografía? Y en realidad no nos equivocábamos, pues personas que parecían estar bien enteradas nos dijeron que los dos primeros eran príncipes y el tercero, Elysé Reclus, era profesor de la Universidad.

¿Qué impulsó a Winter a volver a Szybuscz? Si era cierto que había urdido un complot para asesinar a un monarca, en Szybuscz ya no quedaban monarcas. ¿Qué le habían hecho los monarcas para que él quisiera suprimirlos? Era un anarquista: bueno, ¿y qué? ¿Cuántas opiniones no tienen los hombres, a cual más absurda? Si todos actuasen de acuerdo con ellas, ¿cómo estaría el mundo?

Al poco tiempo, empezaron a aparecer toda clase de impresos y folletos en los que se atacaba a los Mandamientos del Señor y las Leyes dictadas por los grandes de la Tierra para una mejor ordenación del mundo. Por el contrario, se hablaba del amor libre y de todas esas cosas. Al poco tiempo, la ciudad se dividió en fracciones opuestas y la gente reñía y se pegaba a diario. Las diferencias no se registraban entre los propietarios y empleados, ni entre socialistas y sionistas, sino entre socialistas y sus compañeros. Todos pensamos que los partidarios de Knabenhut permanecerían fieles a él hasta el final; pero hubo muchas deserciones y los que se separaban del grupo se convertían en enemigos de sus antiguos camaradas. Knabenhut hizo frente a sus adversarios; les presentó batalla, cosa que no había hecho nunca ante ningún hombre ni ningún partido. Pues, ¿quiénes habían sido hasta ahora sus rivales? Hombres que sabían perfectamente que arrastraban tras de sí a un montón de sabandijas y temían que el mundo llegara a descubrirlo, o bien personalidades sionistas que se divertían haciendo juegos de palabras. Pero en este caso Knabenhut se enfrentaba a unos fanáticos que no tenían contemplaciones consigo mismos ni con nadie. Cuando se dio cuenta de que nada podía contra ellos, los denunció a las autoridades. Dicen algunos que no fue él mismo quien hizo la denuncia, sino uno de sus camaradas. Entonces, el Gobierno hizo su agosto cuando aquél añadió a la denuncia al propio Knabenhut. Unos huyeron al extranjero y otros redoblaron su lucha contra Knabenhut, mientras el Gobierno hacía la vista gorda y observaba, divertido, las tribulaciones de Knabenhut, que ahora se veía atacado por sus antiguos discípulos con las armas que él mismo pusiera en sus manos. Nosotros también nos reíamos. No porque nuestras opiniones tuvieran la menor analogía con las de los anarquistas, sino porque el caso puede compararse con el del hombre que lee el Corán, pues nadie supondrá por ello que quiera hacerse musulmán; pero si uno lee los Evangelios, se teme por él; y es que los Evangelios están cerca, y el Corán, lejos.

Yo no me contaba entre los partidarios de Knabenhut, pero pensaba mucho en él. La fuerza distingue al hombre; la renuncia es una virtud más noble aún. Knabenhut tenía ambas; sus actos denotaban fuerza y sabía renunciar a todas las ventajas. Muchas veces, sus medios eran vituperables, y el fin, digno de elogio; otras veces, los medios eran dignos de elogio, y el fin, vituperable. En cualquiera de los casos, nunca pudo decirse que buscara el beneficio personal. Estábamos acostumbrados a que los hombres encontraran las fuerzas necesarias para ajustar las cuentas a sus enemigos, o que, a cambio de una pequeña renuncia, exigieran una renuncia mayor. Nunca habíamos visto que un hombre renunciara a su propio bienestar en beneficio de los demás. Cuando quisieron sobornarle con un buen empleo, él lo rehusó. Por otra parte, abandonó la Filosofía y los campos afines a ella y se dedicó al estudio del Derecho, pero no se sirvió de sus conocimientos para prosperar, sino que los puso al servicio de los oprimidos y tomó en préstamo, a crédito, para subvencionar a los huelguistas. Estábamos acostumbrados a ver tirar el dinero por la ventana para obtener un puesto de rabino o un cargo público, una mujer o un caballo; Knabenhut no perseguía a las mujeres, no quería ser diputado ni buscaba ningún beneficio. Nadie puede decir que en Szybuscz faltaran idealistas; pero, entre nosotros, ¿qué clase de idealistas eran? El que compraba una acción (de la «Sociedad de Colonización»), hacía su aportación con un cheque, y pagaba los veinticinco kreuzer mensuales de la cuota de socio de la «Asociación Sionista», se llamaba a sí mismo un buen miembro. Y si daba medio gulden para los colonizadores de Majanáyim, se consideraba un buen sionista. Pero Knabenhut alquiló y amuebló una casa para sus camaradas, les compró libros y revistas y aprendió el yiddish para hablar con ellos. Lo cual no puede decirse de la mayoría de nuestros jefes, que ni siquiera aprendieron el alfabeto hebreo.