Con el vaso en la mano
Rabbí Jayim vino a buscar la llave, barrió el suelo, limpió los utensilios y quitó el polvo que se había acumulado en la sinagoga mientras estuve fuera. Cuando yo llegué, encontré las lámparas llenas de petróleo, la pila llena de agua clara, manteles blancos en las mesas y todo limpio para recibir al Sábado. La sinagoga estaba llena de una luz pálida y verdosa, una luz que los ojos no alcanzan a captar y que hace palpitar con fuerza el corazón.
Me hubiera gustado sentarme ante una mesa o subir al estrado y leer «dos versículos de la Biblia y una transcripción». Desde luego, la parashá de la semana, «Alzaos», es la más larga de la Sagrada Escritura; no en vano es también un día muy largo esta víspera del Sábado. El que dio la Torá es Aquel que creó el mundo e hizo los días más cortos, según el capítulo que les correspondiera.
Pero los pies le llevan a uno afuera y apoyan sus deseos en sagrados preceptos tales como: hoy es la víspera del Sábado; hay que limpiarse para recibir al Sábado. Y el corazón es débil y se deja convencer por los pies y no sin motivo, pues éstos aducen un sagrado precepto. Cogí la llave, cerré la sinagoga y me fui.
Para ir a comer todavía era pronto, para ir al bosque ya era tarde y para pasear por la ciudad no era el momento. ¿Qué diría la gente? Todo el mundo ocupado con los preparativos del Sábado y ése se va de paseo.
Alguien me detuvo, me miró fijamente y me dijo:
—¿No es usted fulano de tal, amigo mío?
El hombre me tendió ambas manos y me saludó. Yo correspondí a su saludo y le dije:
—¡Si es Aarón Schützling! ¿Qué está haciendo aquí? ¿No estaba en América?
—¿Y tú, qué estás haciendo aquí? Creí que vivías en la tierra de Israel.
—Por lo visto, los dos estábamos equivocados —respondí.
—Sí, amigo —dijo Aarón, moviendo afirmativamente la cabeza—; los dos estábamos equivocados. Yo no vivo en América, y tú, si he de dar crédito a mis ojos, no vives en la tierra de Israel. Y aún podría decir más: me da la impresión de que, por lo que a nosotros se refiere, es como si en el mundo no hubiera ni América ni tierra de Israel, sino sólo Szybuscz. Y quizá no existan en realidad; quizá sólo sean nombres. Bueno, ¿qué hace el effendi en los mercados de Szybuscz?
—¿Qué hago? Déjame pensar.
—¿Tienes que pensar? Los pensamientos causan fatiga. Ven vamos a la casa de baños. Es víspera del sábado y tendrán agua caliente. Nos daremos un baño caliente y nos aclararemos con agua fría. Desde que puedo recordar, no he hallado para el cuerpo nada mejor que un baño caliente. De todos los preceptos dados a Israel éste de bañarme la víspera del Sábado es el que cumplo más estrictamente.
—¿Y los demás?
—Con los demás no soy tan riguroso. De todos modos, el Altísimo, alabado sea, no va a poder hacerse ningún abrigo con los preceptos cumplidos por Israel.
—Una extraña imagen.
—Debería gustarte, pues te indica que creo en la realidad del Creador. Y por lo que se refiere al cumplimiento de los preceptos por parte de Israel, tú y yo sabemos que no es muy escrupuloso.
Dos muchachos de Szybuscz pasean por Szybuscz, como solían hacer veinte años atrás, antes de que el uno marchara a América y el otro a la tierra de Israel. ¿Cuántos años teníamos entonces? ¿A qué nos dedicábamos? Teníamos diecisiete o dieciocho años. Yo estudiaba el Talmud y las determinaciones de la Ley y él trabajaba en una panadería. Y aunque nuestras opiniones eran dispares, pues yo era sionista y él anarquista, nos gustaba charlar juntos. Muchas veces, él me insultaba y me llamaba «burgués» porque estudiaba la Torá y predicaba el sionismo, y yo le sacaba de quicio cuando le daba la razón y le decía que los gobernantes no hacían falta, ya que, al fin, el Rey, el Mesías, gobernaría todo el mundo. ¿Cuántos años habían transcurrido desde entonces? ¿Cuántos reyes habían sido destronados y el Hijo de David no había venido aún?
Ni el Mesías había venido ni la tierra de Israel se extendía por todo el mundo. Pero aquel hombre volvía a encontrarse en Szybuscz. Era como el novio que sale de viaje y, al volver, encuentra a la novia triste y enferma; él vuelve a su pueblo con magníficos vestidos y no consigue sentirse a gusto, pues el espíritu de la derrota le ha secado la médula y sus vestidos flotan a su alrededor. Quiere ponerse sus viejos vestidos, pero no los encuentra, pues ya los había desechado.
—Si no quieres tomar un baño, vamos a la taberna a beber un vaso de aguamiel para celebrar nuestro encuentro —propuso Schützling.
Yo asentí y entré con él en la taberna. En primer lugar, deseaba complacer a mi amigo y, en segundo lugar, me remordía la conciencia, pues el día que dije al cartero que no se gastara mi dinero en vino causé un perjuicio al tabernero.
—Durante todo este tiempo has viajado por el gran mundo —me dijo mi amigo.
—¿Y tú?
—Yo también.
—Y los dos hemos vuelto.
—Entonces, cuando paseábamos por Szybuscz, no pensábamos que llegaríamos a lejanos países.
—Y cuando estábamos en lejanos países no pensábamos que volveríamos a Szybuscz.
—Tal vez tú no pensabas —dijo mi amigo—; pero yo, por mi parte, no olvidé Szybuscz ni un instante y constantemente deseé volver.
¿Qué le atraía? Que América no le atraía.
—Y ahora que has vuelto, ni siquiera vives en Szybuscz —le dije.
—En este mundo no hay nada perfecto —sonrió él—. Tal vez sea ésa la tragedia de mi vida: que no vivo en Szybuscz.
—¿Tanto amas a Szybuscz? —le pregunté.
—Cuando uno se da cuenta de que no ama ningún lugar del mundo, se engaña a sí mismo diciéndose que ama a su ciudad natal. ¿Y tú, amas a Szybuscz?
—¿Yo? Nunca lo había pensado.
Mi amigo me oprimió una mano y me dijo:
—Puedes estar seguro de que todo tu amor hacia la tierra de Israel nace de tu amor a Szybuscz. Porque amas a tu ciudad amas a la tierra de Israel.
—¿De dónde sacas que yo amo a Szybuscz?
—¿Quieres pruebas? Si no amaras a Szybuscz, ¿estarías siempre hablando de ella? ¿Buscarías entre las lápidas, tratando de desenterrar cosas ocultas?
—Todavía no me has dicho qué hacías en América ni qué haces aquí —dije.
—¿Qué hacía en América? Arrastrar el yugo, para ganarme el pan; pero el cansancio no me dejaba saborearlo. ¿Qué hago ahora? Voy de acá para allá, vendiendo los específicos que inventan los alemanes. No me compadezcas, amigo, como tampoco yo te compadezco a ti. ¿Cuánto vive el hombre? Mi padre, que en paz descanse, vivió noventa años; a mí me bastan cincuenta. ¿Que debo velar por mis hijos? ¿De qué me han servido a mí todos los desvelos de mi padre?
—¿Cuántos hijos tienes?
—¿Cuántos hijos tengo? A ver, deja que los cuente.
—¿Estás en tu juicio?
—Si me interrumpes, no podré contarlos. —Se puso a contar con los dedos—: Dos que trajo mi primera esposa de su primer matrimonio y uno de su segundo, las tres niñas que tuvo conmigo, el hijo de la americana y mi hijo mayor, el de la costurera morena. ¿Te acuerdas de ella? Antes de morir, me perdonó. Este hijo me proporciona grandes alegrías. Desde que murió su madre, me manda dinero y ropa. Con dinero suyo he venido aquí, para ver si hay buenas perspectivas para poner una panadería. El hijo de mi padre está cansado de vender potingues y le gustaría ejercer el oficio de su padre. Pero es imposible. No es que Szybuscz no necesite pan, es que no puede pagar al panadero.
Le pregunté por sus otros hijos. Haciendo un ademán de desesperación, respondió:
—No quieras saber. La pequeña fue detenida por actividades comunistas. Con ella se llevaron también a la mayor, a pesar de que no había hecho nada. La mediana se fue de casa, para que no la detuvieran también, pues fue la que lo inició todo. Ya pasaron los buenos tiempos en los que uno podía exponer abiertamente su opinión, sin tener que pagar por ello. Esta República es mucho más severa que el emperador. ¿Qué puede importarle que una colegiala invoque a Lenin? ¿Acaso mis camaradas y yo hicimos algún daño con nuestra anarquía? Hace ya ocho meses que las dos pobres criaturas están en la cárcel y nadie sabe cuándo las soltarán. Yo, por mi parte, ya me he resignado; pero lo siento por el pequeño, el que tuve con la americana. Me gustaría impedir que siguiera el ejemplo de sus hermanas. ¿Y si lo mandara a la tierra de Israel? Pero también allí hay sufrimientos y calamidades, disturbios y comunistas.
—Los padres recogieron leña y sus hijos encienden fuego —dije.
—Dejemos la Historia a los historiadores y el presente a los periodistas y bebamos otro vaso —suspiró Schützling—. ¿Qué te parece esta bebida? ¿Qué se bebe en la tierra de Israel?
—Unos beben vino, otros beben agua de Seltz y algunos beben té.
—¿Y no bebéis aguamiel?
—Allí no lo hay.
—¿Y no lo echabas de menos?
—Otras cosas echaba de menos.
—Entonces, ¿aquella tierra tampoco fue un paraíso para vosotros? No me has dicho qué hacías allí.
—¿Qué hacía allí? Hasta ahora, nada.
—¡Eres tan modesto, chico!
—No soy modesto, pero cuando uno ve que ha pasado ya la mayor parte de su vida y todavía no ha hecho más que empezar su tarea, no puede pretender haber realizado nada. En la Guemará[*] se dice: «Aquél en cuyos días no se construyera el Templo es como aquél en cuyos días fuera destruido». No me refiero únicamente al Templo, sino a todo lo que se hace en la tierra de Israel.
Mi amigo me dio unas cariñosas palmadas en un hombro y dijo:
—Vosotros no construiréis, del mismo modo que nosotros no hemos destruido. ¿Qué somos, quiénes somos nosotros en este espantoso mundo? Menos que una gota de este aguamiel. ¿Qué te parece la bebida? He bebido ya cinco vasos y me siento como si no hubiera bebido ni uno. Bebe, chico, bebe. Yo quería limpiarme por fuera y me he limpiado por dentro. ¡A tu salud, chico! Cierra la boca y deja que te bese. Un beso de despedida por nuestra salida de Szybuscz y un beso de saludo por nuestro encuentro. Y ahora, otro beso de despedida, pues en cuanto se despida al Sábado tengo que salir de Szybuscz. No digas que estoy borracho, di más bien que estoy alegre por haberte encontrado. ¿Te acuerdas de la canción que cantaba mi novia morena? Bebamos a su memoria y cantemos su canción:
Con pena y dolor discurren los años;
no tuve alegrías ni bendiciones, sólo desengaños.
Soñando y vacilando pasaron los días.
Duérmete, mi niño, duérmete, mi vida.
Al anochecer, nos separamos. Schützling se fue a casa de su hermana y yo me fui a mi hotel, a cambiarme de ropa para recibir al Sábado en la Gran Sinagoga, pues pasaron ya los tiempos en que en nuestra vieja sinagoga se rezaba.
Cuando llegué a la Gran Sinagoga, terminaba la oración de la tarde, y como los orantes no sumaban más que dos veces diez, la Gran Sinagoga parecía casi vacía, como si estuviera esperando al resto del pueblo. O quizá sólo me lo pareció a mí, pues la sinagoga estaba ya acostumbrada a no recibir más que un par de decenas de orantes.
Shelomó Shamir recibió al Sábado en el púlpito. Antes de pronunciar la oración de la noche, descendió al pupitre y dijo:
—«Bendícenos…».
Es una antigua costumbre de la sinagoga de Szybuscz y de algunas viejas comunidades recibir al Sábado en el púlpito y bajar después a orar al pupitre. Y es que los seis salmos de la recepción del Sábado y el «Ve, mi amor» no pertenecen a la oración propiamente dicha, sino que fueron introducidos posteriormente. Por ello se determinó que se recitaran en el púlpito, ya que en el pupitre del recitador sólo pueden pronunciarse las palabras que pertenecen a la oración. Por ello, en los viejos textos de los primeros autores no figuran ni los seis salmos, ni el «Ve, mi amor», sino que la oración de la noche del Sábado empieza con el «Bendícenos…».
Shelomó oraba al modo de los más antiguos recitadores de Szybuscz; en tono íntimo y alegre, como cuando el guardián de la Torá abre las puertas de la sala para dar paso al séquito del rey que viene a rendir homenaje al monarca, tono que sostenía hasta que se terminaba el saludo. Antes de la guerra, Shelomó era el encargado de leer la Torá; después de la guerra, cuando los ciudadanos de Szybuscz volvieron a su ciudad, él asumió también las funciones de recitador gratuitamente, pues los ciudadanos no disponían de medios para contratar a un recitador. Antes de la guerra, la Gran Sinagoga tenía dos recitadores, además del lector de la Torá. Cuando se descubrió que el lector tenía el propósito de emigrar a América, fue depuesto, a pesar de que no llegó a emigrar, pues un hombre semejante era indigno de hacer la lectura en la Gran Sinagoga. En su lugar, fue nombrado Shelomó Shamir. Y ahora es él quien lee la Torá y reza todas las oraciones cuando nadie ocupa el puesto del recitador. Los demás son advenedizos que han llegado de las ciudades y pueblos vecinos y se han instalado en los puestos preferentes, junto a la pared oriental se las dan de grandes señores y cubren con sus voces estridentes las formas de rezo transmitidas de generación en generación. En un lugar en el que siempre se ha procurado no alterar el texto de los rezos ni la melodía, el número de cirios, la entrada del sumo sacerdote, con Urim y Tummim[*], ni los más pequeños detalles, aparecen ahora esas gentes sin autoridad alguna que apenas alcanzan a pronunciar una palabra en hebreo y se saltan las reglas. Ya la víspera del Día de la Expiación me molestó su actitud. Y hoy, mucho más.