CAPÍTULO L

En casa de Yerujam y Raquel

Yerujam había terminado su jornada de trabajo y se disponía a volver a casa. Ya no va a lavarse al río, pues tiene una casa bien cuidada en la que no falta agua para lavarse. Al verme, se acercó a mí y me invitó a ir con él a su casa. Yo accedí.

Caminábamos en silencio. Yo no hablaba porque venía del bosque; él, por motivos desconocidos para mí. Quizá callaba porque yo callaba.

Al llegar a la mitad del camino, se detuvo, se arregló las herramientas que llevaba colgadas al hombro y dijo:

—Cuando Raquel y yo fuimos a visitar a sus padres en las fiestas de Pentecostés, no le vimos en el hotel.

—Claro que no me vieron. Un hombre no puede estar en dos sitios al mismo tiempo.

—Dijeron que había ido usted a un pueblo.

—Sí, amigo mío, fui a un pueblo.

—Seguramente ese pueblo tendrá un nombre —dijo Yerujam.

—¡Lo adivinó! Es usted muy listo.

—No era difícil. No comprendo por qué me elogia.

—¿Acaso no merece todos los elogios el que sabe dominar su curiosidad y da vueltas y vueltas a lo que quiere saber para que el otro se lo cuente por su propia iniciativa?

—¿De qué sirve darle vueltas? Si uno se va al pueblo es porque tiene que ir.

—Tiene razón, Yerujam, tenía que ir y fui. Y puesto que sabe esto debe saber también a quién encontré allí.

—¿A quién encontró? Encontró cristianos y judíos.

—¿Y a quiénes fui a ver?

—No es difícil adivinarlo: a los judíos.

—¿Y para ver a unos judíos cualesquiera me molesté en ir al pueblo?

—Quizá tenía amigos allí.

—Si hubiera tenido amigos, no hubiera demorado hasta ahora ir a verlos.

—Tal vez hasta ahora no supo que vivían allí o… Lo siento; no puedo responder a sus socráticas preguntas.

—Puede, Yerujam, pero no quiere hacerlo.

—¿Por qué no iba a querer?

—Eso dígalo usted mismo.

—Si lo supiera, no lo preguntaría.

—Es decir, que usted piensa que cuando uno pregunta hay que contestarle, y usted pregunta para recibir una respuesta.

—El que la reciba o no depende de que usted quiera dármela.

—¿Y si yo no contesto?

—¿Será un secreto para mí?

—Un secreto es algo que se esconde, no algo que está a la vista y es de todos conocido. Y puesto que la cosa le resulta tan clara, es evidente que no es un secreto. Ahora, amigo mío, encendamos un cigarrillo. Mientras estuve en el bosque no fumé. Creo que no he fumado en todo el día. Cuando iba camino de la sinagoga, saqué un cigarrillo y al ir a encenderlo se me presentó un servidor de la sinagoga, luego me fui al bosque y me olvidé de fumar. Tome un cigarrillo, amigo, y dejemos que el humo se eleve hasta el cielo y hasta las estrellas.

—Yo no fumo —me dijo Yerujam.

—Recuerdo perfectamente que fumaba.

—Fumaba, pero ya no fumo. Lo he dejado.

—¿Qué lo ha dejado? —le pregunté—. ¿Así, de pronto? ¿Por qué?

—Porque Raquel no soporta el humo del cigarrillo.

Raquel. Hacía tiempo que no pensaba en Raquel; ahora éste me hace recordarla.

—Hemos llegado a casa y todavía no me ha dicho a qué pueblo fue ni a quién visitó. ¿Quiere darle una sorpresa a Raquel?

—¿Por qué? ¡Si ya se lo habrá contado usted hace tiempo! —Yerujam soltó una sonora carcajada, golpeó la puerta y gritó:

—¡Raquel! ¡Raquel! Adivina a quién traigo.

Desde dentro, Raquel pronunció mi nombre.

Raquel está echada en la cama, vestida. Sufre las molestias del embarazo. ¡Qué débil está la mano que me tiende! ¡Qué extraña esa sonrisa que adorna sus pestañas, la sonrisa de una joven mujer que se avergüenza y, al mismo tiempo, se alegra de sus molestias!

—¿Qué tal le fue con los pioneros? —me preguntó Raquel—. ¿Encontró muchachas de su gusto?

—Muchachas y muchachos de mi gusto.

—Gustan mientras no han estado en la tierra de Israel —dijo Yerujam.

—Así como la novia es hermosa a los ojos del novio y el novio a los de la novia, así también ellos se recrearán toda la vida en la hermosura de su patria.

Yerujam tomó entre las manos la cara de Raquel y dijo:

—Eso nos pasa a nosotros.

—Suelta —le dijo ella, golpeándole en los dedos—, tengo que levantarme a preparar la cena. No se refería a nosotros.

—Quédate donde estás, Raquel. Yo prepararé la cena —dijo Yerujam.

—No sé cómo vas a prepararla, si te quedas ahí, cogiéndome la cara.

—No te apures, todo saldrá de maravilla.

—Está bien, suelta ya.

—Te soltaré si te quedas ahí tranquila.

Yerujam cambió por otra su ropa de trabajo, se lavó la cara y se acercó al rincón, decidido a preparar la cena.

—¡Ah, embustera! —gritó—. Ya estaba todo preparado. ¡Y habías puesto guisantes a la crema! Como sigas tan derrochadora, vamos a tener que cancelar nuestra cuenta de ahorro en la «APC[*]».

—¿Qué es la «APC»?

—¡Que alguien le enseñe a esta mujer el alfabeto palestino! —dijo Yerujam, cogiendo la lámpara de la pared y colocándola sobre la mesa—. La cena está dispuesta.

Hizo una reverencia a Raquel y le preguntó qué había comido y qué quería comer.

Los guisantes olían bien y la crema tenía un apetitoso aspecto.

Después de los tres días pasados en el pueblo, durante los cuales no había comido lo suficiente, aquella cena me venía como anillo al dedo.

Yerujam cogió un guisante y dijo:

—¿Qué le parecen estos guisantes? Se esconden en la crema y la chupan. Cuando estaba en Israel, ¿no sintió nostalgia de los guisantes a la crema?

—¿Nostalgia? ¿Hay algo de lo que el hombre no la sienta?

—Yo le hablo de guisantes y él me contesta con metafísica. ¿Bebemos té o cacao?

—Antes, bebed un vaso de leche agria —dijo Raquel.

—Tienes razón —convino Yerujam—. Beberemos leche agria y después té. Ya que estamos en el destierro, sometámonos a su yugo con alegría. También tenemos pan moreno. ¡Señor de los Cielos! ¿Hay algo mejor que el pan de centeno con mantequilla fresca? ¡Qué pan más exquisito! Redondo como una muchacha del campo, salpicado de comino como si tuviera pecas.

Raquel le dio una palmada en la mano y le dijo:

—Come y no hables tanto.

Yerujam cogió el pan y lo olió, luego se cortó una buena rebanada, la untó con mantequilla y empezó a morder antes de acabar de untarla, luego acabó de untarla y siguió comiendo con buen apetito, animándonos a imitarle. Salpicaba sus frases con citas de célebres oradores de la tierra de Israel. De pronto, abrió bien los ojos, descargó un puñetazo sobre la mesa y dijo:

—Si uno tiene hambre debe poder comer.

La comida favorecía el apetito, y viceversa. Llegó un momento en que no quedaba más que un pequeño pedazo de pan y también éste desapareció pronto entre las fauces de Yerujam o las de su invitado.

—Ahora bebamos té —dijo Yerujam—; así recordaremos los tiempos en los que nuestra comida consistía en té con un pedazo de pan o un pedazo de pan con té. —Cogió del fogón la tetera hirviente y sirvió la aromática infusión—. ¿Con qué acompañamos el té? Las malditas hormigas, que Dios confunda, se han metido en el pastel que quedó de la fiesta de Pentecostés. —Sopló sobre el pastel y aplastó las hormigas con el pie. Cuando las hormigas abandonaron el pastel, vimos que el queso se había enmohecido y las pasas se habían arrugado. Yerujam movió tristemente la cabeza y dijo—: Hay que rendir cuentas de todo lo que sobra y no se consume.

Raquel se sobrepuso, se levantó y sacó pieles de naranja escarchadas. En honor de Raquel debo decir que le habían salido muy bien. ¿Lo había aprendido de su madre o de Krolka? ¿O fueron quizá las mismas naranjas las que le enseñaron a preparar con sus pieles un postre que endulza la vida y deleita el paladar?

Las ventanas están abiertas y del suelo húmedo, de los árboles y de las hierbas se eleva la fragancia del rocío de la noche; un pájaro trina en su inseguro nido. La luna ilumina la escena y parece acompañar con su claridad la melodía del pájaro. Raquel volvió a echarse en la cama y todos callamos, escuchando la voz del pájaro.

Yerujam se levantó, tomó el rostro de Raquel entre las manos y la besó en los labios.

—¿No te da vergüenza? —le dijo Raquel.

—Estoy dispuesto a avergonzarme —respondió Yerujam cerrando los ojos.

Raquel le golpeó en los nudillos y le dijo:

—Ve a sentarte en tu sitio, como un hombre.

Yerujam volvió a su sitio y se sentó, como un hombre.

Tendida en la cama, Raquel miraba ora a su marido ora al amigo de su marido. A su marido, porque era su marido. Y al amigo de su marido, porque es el amigo de su marido.

—Cuéntanos algo de la tierra de Israel —dijo a Yerujam.

—¿Por qué me pides eso?

—Para complacer a nuestro invitado.

—Quizá lo que yo cuente no ha de complacerle —dijo Yerujam.

—¿Por qué no?

—Porque la verdad no es muy placentera.

El que no haya oído hablar a Yerujam no sabe lo que es la esencia de la contradicción. Él pensaba decir cosas desagradables de la tierra de Israel y sus críticas se transformaban en elogios. No vamos a repetir todas las palabras de Yerujam. Repetiremos sólo algunas. Habló de las ciénagas que durante más de dos mil años habían propagado toda clase de enfermedades en el país, pero al final te enteras de que las ciénagas han sido saneadas y convertidas en tierra fértil. Lo mismo puede decirse de los chicos y chicas que se sacrificaron en la labor de saneamiento; el capital se benefició de su trabajo, sí, pero el número de pueblos se multiplicó también hasta lo infinito. Tal vez fueran éstos los que ensalzara David con santo entusiasmo al decir: «Y sembrarán los campos y plantarán viñas y cosecharán las mieses». Raquel, desde la cama, escuchaba y dormitaba, dormitaba y escuchaba.

¿Qué contó Yerujam que no hayamos dicho ya? Yerujam habló de las nubes de mosquitos que cubren las tiendas como un tupido velo y acribillan a los hombres, chupándoles la sangre e inyectándoles un veneno que provoca las fiebres. Y cuando el hombre es atacado por la fiebre su organismo se debilita y enferma. Y antes de que pueda restablecerse de esta enfermedad le ataca otra que acaba con él. Muchos han enfermado y han muerto y muchos están como muertos.

Nuestro invitado los conoce.

El invitado los conoce. Y dijo a Yerujam, por motivos que ignoro:

—Si sacamos la cuenta, veremos que en la liberación de Polonia cayeron más de los nuestros que en el saneamiento de las ciénagas.

—Si eso le consuela, consuélese con ello —dijo Yerujam.

—Consolémonos, Yerujam, consolémonos pensando que ha habido un grupo de jóvenes que sacrificaron su vida por la tierra de Israel.

—Por los signos hebreos de las monedas de la tierra de Israel —dijo.

—Por los signos hebreos, por la tierra y por el pueblo —dijo el invitado.

—Para que las monedas de la tierra de Israel fueran a los bolsillos capitalistas —dijo Yerujam.

—Para que las monedas de la tierra de Israel fueran a los bolsillos capitalistas y éstos las gastaran en la tierra de Israel —dijo el invitado.

—Usted resuelve todos los problemas del modo más sencillo.

—Sencillo o no, el mundo no está en nuestras manos ni nos exige a nosotros que resolvamos sus problemas. Pero la solución de nuestros propios problemas tal vez sí esté en nuestras manos.

—¿Por el camino que llevan?

—Quizá por el camino que llevamos, aunque sea un mal camino, aunque sea un camino equivocado. Las equivocaciones cometidas por nosotros mismos pueden remediarse; las que no han sido cometidas por nosotros mismos, no.

Yerujam, furioso, descargó un puñetazo sobre la mesa. Raquel se despertó sobresaltada y nos miró con cara de susto. Me dio pena de Yerujam y dije a la mujer:

—No tenga miedo, Raquel. Yerujam quería emprender una cruzada contra el mundo y probó sus fuerzas con la mesa.

—Que el golpe caiga sobre mí si vuelvo a discutir con usted —dijo Yerujam, echándose a reír.

—Entonces yo discutiré con usted —repliqué.

—¿Con versos de la Torá o con citas de nuestros profetas, que en paz descansen? —dijo Yerujam.

—¿Cómo, si no? ¿Con la sabiduría de vuestros sabios cuya vida dura un día y cuya sabiduría se agota en una hora?

—¿Cuánto rato vas a seguir discutiendo? —dijo Raquel—. ¿Por qué no nos diviertes un poco?

Yerujam, como la mayoría de los jóvenes que han vivido en las colonias obreras de Israel, poseía un agudo sentido del humor. Se puso en pie, se quitó la gorra y le dio la forma de una especie de gorro de viaje y encarnó el papel de un turista que visita una colonia y toma fotografías de los pioneros. Puso un pie delante del otro, ladeó la cabeza y, mirando un clavo de la pared, dijo:

—¡Qué bonito! ¡Qué bonito! Pero si esa montaña estuviera un poquito más lejos, unas diez pulgadas y media más lejos, sería infinitamente más bonito. —Bajó la cabeza, miró en una sopera y añadió—: Hermoso valle; pero si se volviera un poquito más a la derecha, el paisaje adquiriría una forma mucho más armoniosa.

En el momento en que el Altísimo, alabado sea, decidió crear la tierra de Israel, no consultó con ninguna sociedad de turismo sobre la forma de hacerlo. Por lo visto, Él sabía muy bien que los turistas no se instalarían allí y por eso sólo se guió por su propia voluntad. Pero tampoco aquéllos para los que la creó están satisfechos con ella. No tenemos que ir muy lejos para encontrar un testigo: aquí tenemos a Yerujam Freier. ¿Cuántos años pasó en Israel? Y, al final, se marchó.

—¿Qué me dices de ti y tus camaradas? —le preguntó Raquel—. ¿Vosotros no teníais cosas que hicieran reír?

—Nosotros teníamos otras cualidades —respondió Yerujam—. Nos amábamos los unos a los otros. No existe en el mundo un amor como el que reinaba entre nosotros. Imagínate, Raquel, un grupo de jóvenes cuyos padres habían competido unos con otros en el comercio, reunidos ahora en una misma empresa, alegrándonos todos con las alegrías de nuestros camaradas. Y así como uno se alegraba de la alegría de sus camaradas, se alegraba también por cada palmo de nueva carretera que se abría en el país y por las noches todos salían a bailar hasta la medianoche, bajo el cielo lleno de estrellas.

Raquel escuchaba desde la cama. Raquel sabe que cuando Yerujam bailaba no bailaba solo, ni con sus compañeros, sino con las compañeras que habían ayudado a construir la carretera y de las que se ha dicho que eran hermosas como muchachas y valerosas como muchachos. Y si antes el semblante de Raquel parecía reflejar todos los días pasados por su marido en la tierra de Israel, ahora parecía mostrar la huella de todas sus noches.

Raquel volvió la cara hacia otro lado y puso sus manos sobre su corazón. ¡Quién sabe lo que pasa por ese corazón! Hace un momento estaba alegre y ahora está triste.

—Es hora de que me vaya —dije, poniéndome en pie.

Yerujam y Raquel tenían sus propias preocupaciones y no intentaron retenerme. Además, yo quería marcharme, pues era ya casi medianoche y no está bien prolongar excesivamente la velada en casa de una pareja que está en su primer año de matrimonio.

Al volver a mi hotel, encontré a Sommer fumando su pipa. A pesar de que era ya más de medianoche, no se había acostado. Por lo visto, tenía nuevas preocupaciones que trataba de ahuyentar con el humo de la pipa.

Para animar a mi hostelero, le dije que venía de casa de Yerujam y Raquel. Sommer se sacó la pipa de la boca, abrió los ojos y movió los labios, como si fuera a decir algo. Evidentemente, estaba cavilando algo muy difícil.