La llave
Entre shajarit[*] y ma’arib[*], se hizo una nueva pausa. Me acerqué a los demás y me senté con ellos.
—Rabbí Shelomó tardó hoy más que otros años en decir las oraciones —dijo uno, apartándose para que yo me sentara.
—Si para el Qaddish necesita tanto rato —comentó otro—, no podremos ir a cenar antes de medianoche.
—Seguro que en tu casa te espera un cuarto de ternera y medio barril de vino —replicó su interlocutor—; por eso tienes tanta prisa. A ver si te atragantas.
Les interrumpí con una observación acerca de la vieja casa de enseñanza.
—¡Hermoso lugar el que tenéis aquí!
Uno de ellos suspiró y dijo:
—Hermoso o no, después de las fiestas dejaremos la ciudad.
—¿Qué quieres decir con eso de dejar la ciudad? —pregunté.
—Dejar la ciudad quiere decir: marcharse de la ciudad —repuso él—. Unos emigran a América, otros, a los países en los que el hombre no ha puesto jamás el pie.
—Y en los que quizá no le dejen entrar —apuntó otro.
—¿Cómo abandonan, entonces, su seguridad para lanzarse a la aventura? —pregunté.
—Una cosa es segura: que los que hemos tenido que sufrir las penalidades del pogrom no podemos seguir viviendo aquí.
—Hace tres o cuatro años hubo persecuciones —repuse—. Lo leí en el periódico.
—Sí, mi caro amigo —dijo el otro—; hubo persecuciones hace cuatro años, hace tres años, hace un año y hace tres meses; pero los periódicos sólo hablaron de las primeras, las que ofrecían cierta novedad. Yo y mi vecino éramos como hermanos en la necesidad, hicimos la guerra juntos, como un solo hombre, los dos volvimos con vida y cuando regresamos al lugar del que habíamos salido, él encontró campos y jardines y yo no encontré absolutamente nada, y él entonces apretó el puño y quiso golpearme. Y cuando las persecuciones se repitieron una vez y otra dejaron de ser novedad y los periódicos dejaron de hablar de ellas. Y es mejor que los periódicos no hablen ya de ellas. ¿Para qué? ¿Para suscitar inquietud por los judíos o para que los pueblos extranjeros se interesen por sus hermanos? ¿Para eso van a hablar de ello los periódicos? Pues oye lo que voy a decirte. Desde que los sucesos de Kischinev salieron a la luz, no han dejado de repetirse los pogroms. No quiero decir que el infame Esaú tenga miedo de la sangre; al contrario, tiene hormigueo en las manos y cuando la ira le acomete coge el hacha y arremete contra todos; pero que es un asesino lo sabe por los periódicos y desde que lo sabe el crimen se ha convertido para él en hábito. Y en cuanto a la ayuda con ropas y dinero… antes que una ciudad pueda mandar algo a otra, se producen en ella disturbios y entonces es esa misma ciudad la que necesita ayuda. Conque ahora ya sabe por qué dejamos nuestra ciudad; la dejamos porque antes nos dejó ella a nosotros y porque no nos brinda el menor sosiego.
—¿Y por eso abandonáis la ciudad de vuestros padres? —pregunté.
—No creas que es fácil para nosotros —dijo él—: pero el hombre ansia vivir, no morir.
Levanté la mano y la apoyé en la pared de la sinagoga.
—¿Abandonaréis el lugar en el que oraron vuestros antepasados? —dije.
—Tal vez desee usted establecerse aquí y orar en el lugar en el que oraron sus padres —dijo Elimélek Kaiser—. Estos turistas que viven en hermosas ciudades y se pasean por todo el mundo a nosotros nos dicen que tenemos que quedarnos en casa, allí donde oraron nuestros padres, para que caigamos como mártires y podamos ser elogiados por todos los pueblos de la Tierra cuando se sepa lo complaciente que es el pueblo de Israel, que soporta las mayores penalidades y hasta se deja matar. Esaú asesina a los nuestros porque es costumbre que el fuerte haga sentir al débil la fuerza de sus puños. Entonces vienen los que dicen: «Alabado sea el Santo; quiere purificar a Israel». ¿No es verdad, señor? Y aún nos piden más: debemos observar constantemente el Día de la Expiación o el día de luto del Tis’á be-Ab[*] y el Sábado. Para que se pueda decir que éste es el pueblo que escucha la Palabra de Dios y llora a Jerusalén. Pero las compras del sábado o el minúsculo bocado que hace falta para terminar el ayuno, eso no le importa a nadie. Ya ha oído lo que dice la gente, están aquí rezando desde ayer. Hay alguno que no se pregunte: «¿Con qué voy a romper hoy el ayuno?».
No se deben tomar en cuenta las palabras que dicta al hombre el dolor. Seguramente, él era uno de los que no sabían con qué romperían el ayuno. Me cogió una mano y continuó:
—Si quiere saber lo que la gente hubo de pasar, puedo contarle la historia del viejo púlpito. En la tierra de Israel hay lugares llamados qibbus[*] donde chicos y chicas trabajan como obreros. En uno de ellos, en Ramat-Raquel, vivía su hijo Yerujam. Éste escribió a su padre: «Ven a vivir con nosotros, como han hecho los padres de algunos de mis compañeros». Pero antes de que pudiera emprender el viaje, su hijo fue herido de muerte por un árabe. Ahora se ha quedado sin hijo y sin un lugar donde vivir.
Uno se levantó y dijo:
—Eso es una calumnia, Elimélek, una calumnia. ¿Acaso los compañeros de Yerujam no escribieron a Rabbí Shelomó para decirle que se fuese a vivir con ellos? Se ofrecieron a darle casa y comida igual que si su hijo viviera.
—A pesar de todo, él no quiere partir —dijo Elimélek—; no quiere ser una carga para nadie, y menos para ellos, que tienen que ocuparse de los huérfanos que dejó Yerujam y apenas cuentan con lo necesario para vivir. El Señor, alabado sea, sabe bien lo que hace; pero en este caso tal vez nos esté permitido preguntarnos si realmente fue muy justo. ¿En qué podía molestarle la existencia de Yerujam? ¿No es verdad, Rabbí Shelomó?
Rabbí Shelomó levantó la mirada del libro de oraciones, se secó los ojos con el borde del manto y dijo:
—No dejaba pasar ninguna de las tres peregrinaciones sin enviar dinero y también lo enviaba durante el año. —Mientras hablaba, buscaba en su libro de oraciones—. Quiero enseñarles algo nuevo. —Sacó una carta y alisó el sobre. Yo lo miré como si nada en él me llamase la atención. Cuando el viejo lo advirtió, dijo, señalando los sellos—: Usted viene de Israel y debe saber que estos signos son hebreos. Cuando recibí la primera carta, la guardé en el libro en la página de la bendición «a los fundadores de Jerusalén»; hoy la puse entre las páginas de los rezos del día, allí donde dice «a causa de nuestros pecados», para recordar al Señor los méritos de nuestra tierra por la que mi hijo perdió su vida.
—¿Y dónde has puesto la carta de sus camaradas? —preguntó uno a Rabbí Shelomó.
—Una buena pregunta —dijo éste—. En la oración «Da honor a tu pueblo, oh Dios», para señalar que es importante para Israel ser considerado por Dios, alabado sea, digno de honor. Y está escrito: «Honrarás a tus mayores»: los hijos que honran a los padres merecen que el Señor, alabado sea, los honre a ellos.
Contemplé al anciano en cuyo rostro se reflejaban el amor a Dios y a sus semejantes, la modestia y la humildad, y le dije:
—Cuando venga nuestro verdadero Mesías y vea a Rabbí Shelomó, se complacerá en él.
—No hay más que verle para darse cuenta de que nada le importa más que lo que puede complacer al Mesías —dijo Elimélek Kaiser—. Quizá quiera quedarse en la ciudad hasta que venga el Mesías, para compartir su gozo.
Yo moví afirmativamente la cabeza y callé.
—Mueve la cabeza y se calla —dijo él, señalándome con el dedo—; su cabeza habla y sus labios callan.
Me llevé la mano al corazón y dije:
—Mi cabeza y mi corazón están de acuerdo, pero todavía no hallé las palabras adecuadas.
Elimélek Kaiser dijo entonces en tono de burla:
—Tal vez espere nuestro permiso. Pues lo tiene, por supuesto. Y, si quiere, hasta le daremos la llave de la casa de enseñanza y puede ser dueño absoluto de ella.
—Como nosotros nos vamos, no nos hace falta la llave —dijo otro—. Se la damos a él en lugar de tirarla a la basura. Jefe, dele la llave, que se quede con ella.
El jefe vio mi mano extendida para recibir la llave, subió al estrado, abrió un cajón y sacó una gran llave de cobre con el paletón de hierro, volvió a bajar, se quedó en el último peldaño y me tendió la llave. Era la misma llave con la que yo cerraba nuestra vieja casa de la enseñanza cuando era niño y me quedaba a estudiar hasta hora avanzada.
Durante muchos años ni siquiera en sueños la había visto y ahora, de pronto, públicamente, en la misma casa y en el Día de la Expiación me era entregada. La cogí y la guardé en el bolsillo.
Se acercaron a mí varios miembros de la comunidad que no habían intervenido en nuestra conversación. Quise decir algo, pero no encontré palabras.
Miré a todos los presentes, por si cambiaban de parecer y decidían reclamarme la llave. Metí la mano en el bolsillo, para devolvérsela antes de que me la pidieran, pero nadie alargó la mano para cogerla, pues al día siguiente todos dejarían sus casas y se marcharían de la ciudad. ¿Qué les importaba que la llave estuviera en el cajón o en el bolsillo de un forastero? Se apoderó de mí una profunda aflicción y me dolía sentirme tan triste; pero cuanto más me dolía mi tristeza, más triste me sentía.
En aquel momento, fue abierto el armario y se sacaron los rollos de la Torá, para la lectura de la Escritura que precedía a las oraciones de la tarde. Con una mano cogí el rollo para besarlo, mientras con la otra sostenía fuertemente la llave de la vieja casa en la que yo había estudiado y pasado mi niñez. En aquellos momentos, no imaginaba que en el futuro me establecería allí. Pero no nos anticipemos.