CAPÍTULO III

Entre oraciones

Hacía hora y media que había amanecido. El fresquito de la mañana estaba aún en el aire y un hálito de limpieza flotaba todavía sobre los destrozados barrios de la ciudad, ese soplo inefable que acostumbra a envolver las casas de los judíos en los días santos. Mientras caminaba lentamente, pensaba: «No hace falta correr, la gente no habrá madrugado tanto, para no dormirse después durante el rezo». Cuando entré en la casa de oración, estaban sacando los rollos de la Torá[*], para la lectura de la Sagrada Escritura.

Ni en el rollo que sostenía en sus brazos el recitador, ni en el segundo rollo, en el que se lee la oración final, se veían coronas ni adornos, ya que todos los objetos del culto, fabricados en plata fina por manos de artistas, habían sido requisados durante la guerra y canjeados por armas mortíferas, por lo que los sagrados rollos se habían quedado sin sus adornos. Era triste y sobrecogedor ver asomar el descolorido armazón de madera: «Mirad la humildad del Rey, del que es Rey de Reyes, del Santísimo. ¡Alabado sea! Aquél, de quien se ha dicho: “Mía es la plata y mío es el oro”. Ni una sola onza de plata se reservó para ornato de su Santa Ley».

Que el Señor no me lo tenga en cuenta si digo que la mayoría de los llamados a la lectura[*] de las Escrituras no eran dignos del llamamiento. ¿Qué motivó tal honor? Primero hubiera habido que rendir tributo al Cielo y llamar a gente más piadosa o más sabia. Tal vez éstos habían adquirido el derecho a oficiar a cambio de grandes tributos. En absoluto. Sus ofrendas eran pequeñas y a mis ojos ellos no parecían conceder el menor valor al acto en sí.

Yo no soy de los que siempre comparan estos tiempos con los pasados; pero cuando en el lugar de la gente grande veo a gente pequeña, gente de poca monta en lugar de personas de calidad, siento pena por esta especie que nunca conoció el esplendor de Israel y que cree que Israel nunca tuvo esplendor.

Un anciano, un superviviente de los ancianos de la Gran Sinagoga, leyó la Escritura con voz solemne. Parecía lamentarse no sólo de la muerte de los hijos de Aarón, sino de la de todos los hijos de su generación. Como yo no había rezado aún las oraciones de la mañana, me dirigí a la vieja casa de enseñanza, con intención de orar allí.

Su aspecto había cambiado. Los armarios que en otro tiempo estaban llenos de libros habían desaparecido. No quedaban más que seis o siete estanterías. Los largos y pesados bancos en los que se sentaban los más ancianos de los doctores de la Ley estaban vacíos o los ocupaban gentes para cuya sabiduría daba igual un lugar que otro. En el sitio del honorable rabino mayor se sentaba un tal Elimélek Kaiser, que la víspera figuraba en el grupo que yo encontrara en la calle, cuando iba en busca de un hotel. Puede ser que de ellos surja de nuevo la grandeza de la doctrina y su luz vuelva a brillar en la ciudad; pero nunca podrán reponer los libros perdidos. Había en la vieja casa de enseñanza cinco mil volúmenes; quizá fueran sólo cuatro mil o tres mil; en ninguna otra de la ciudad o de la región hubo nunca tantos. También las paredes y el techo habían cambiado. El techo, antes ennegrecido por el humo, había sido blanqueado con cal, y las desconchadas paredes, revocadas. No quiero decir que el negro sea mejor que el blanco, o el desconchado mejor que el revocado. Pero el negro del techo había sido formado por el humo de las velas con que nuestros padres se alumbraban mientras estudiaban la Ley; y cuando las paredes estaban desconchadas se podía recordar a los que se habían sentado junto a ellas. Y aunque a nuestros propios ojos fuéramos muy poco comparados con aquellos que habían desgastado las paredes, al mismo tiempo nos sentíamos orgullosos de pertenecer a su misma generación. Pero ahora, al mirar las lisas paredes, parecía que nadie se había sentado jamás junto a ellas.

La casa estaba casi vacía, apenas dos veces las diez personas necesarias para la oración, y la mayoría rezaba sin el tal.lit, a pesar de ser el Yom Kippur en el que se reza cubierto todo el día. Recordé la historia que decía que la Noche de la Expiación, cuando la sinagoga estaba más concurrida, se aparecieron en ella unos muertos; entonces, la comunidad se quitó el manto y los muertos desaparecieron. De este modo, se explicaba el que la víspera de la Expiación se rezara sin manto. Lo mismo sucedió después en otra ciudad y también allí se implantó la costumbre de orar sin manto por la noche. ¿Por qué, entonces, oraban éstos sin manto a esta hora?

Ante el pupitre estaba un anciano cantando las oraciones. Su actitud denotaba humildad; si poseía una casa, sería seguramente una mísera casa. Cada sonido que emitía hacía pensar en un corazón destrozado. Si al Rey de Reyes, al Altísimo, alabado sea, le complacía servirse de instrumentos rotos, éste era el más indicado para Su servicio.

Después de la oración por el alma de los difuntos, una parte de la congregación se sentó e hizo una pausa. Me acerqué a ellos y les pregunté por qué rezaban sin manto. Uno de ellos suspiró:

—Aún no hemos podido comprarnos mantos nuevos.

—¿Y dónde están los viejos? —pregunté.

—¡Quién sabe! Si no han subido al cielo convertidos en humo habrán servido para hacer sábanas para las rameras.

—Unos fueron robados y los otros quemados —explicó otro.

—¿Cuándo fueron robados? ¿Cuándo fueron quemados? —inquirí.

Entonces suspiraron todos y uno dijo:

—En la última persecución, cuando rodearon la ciudad y nos atacaron.

—Cuando terminó la guerra y volvimos a casa, empezaron los pogroms —explicó otro—. El que consiguió salvar el cuerpo y el alma, perdió el vestido y el calzado. Esos bárbaros no nos dejaron ni una camisa.

Yo suspiré, al pensar que las gentes de mi ciudad habían sido tan duramente castigadas y miré al vacío como el que, habiendo escapado de una calamidad, pretende sentir en su propio cuerpo los sufrimientos de sus hermanos. Elimélek Kaiser interpretó mal mi actitud y creyó que me irritaba que orasen sin cubrirse. Poniendo un pie delante del otro y mirándome de soslayo, dijo:

—¿Quiere decir que el Altísimo no aceptará nuestras oraciones? Que le pida entonces oraciones a Esaú[*]. Si le ha dado nuestros mantos a Esaú, no falta más que éste se envuelva en ellos y rece.

Sus ojos verdeamarillos, que brillaban como el caparazón de una tortuga cuando le da el sol, despedían chispas de ira y de odio. Creí que sus compañeros reprenderían al grosero, pero no sólo no protestaron sino que parecieron aplaudir sus palabras. Yo me aparté del grupo y me acerqué a la ventana.

Era una de las dos ventanas de nuestra vieja casa de enseñanza orientadas hacia la montaña. De niño, solía estudiar y escribir poesías de pie, junto a una de ellas. A menudo, miraba al exterior como preguntando al Altísimo, alabado sea, lo que me tenía reservado para el futuro. Lástima que no dejase en manos de mi Creador, alabado sea, hacer conmigo lo que Él se proponía; pues mis inquietudes no me habían beneficiado.

Una luz maravillosa brotaba de la casa de enseñanza y se proyectaba sobre la montaña y, también, de la montaña sobre la casa: en vuestra vida habéis visto una luz parecida, una luz única y, al mismo tiempo, con muchas luces dentro de ella. No encontrarás en todo el mundo un lugar semejante. Mientras permanecía de pie ante la ventana, pensé: «No me moveré de aquí hasta que Él quiera llevarse mi alma». Y, a pesar de que me asaltaba el pensamiento de la muerte, no me sentía apesadumbrado. Tal vez no pusiera la cara alegre, pero interiormente estaba contento. Hacía muchos años que no experimentaba nada igual, una alegría interna que no se refleja en el rostro.

El jefe de la sinagoga golpeó la mesa y anunció:

—¡La oración principal!

Los rollos se guardaron en el armario y el recitador se acercó al pupitre, se inclinó, apoyó la cabeza en el libro de oraciones y empezó:

—Heme aquí, mísero de mí… —recitó la media oración del Qaddish, pero mezclando en ella algo del aire propio de la oración del Qaddish de los sabios.

Volví nuevamente los ojos hacia la montaña de nuestra sinagoga y me dije: «Por este lado, estás a cubierto del ataque de los que quieren matarte. Por eso nuestros antepasados construyeron su sinagoga junto a la montaña. Cuando venían los asesinos, ellos podían refugiarse en la sinagoga, donde los protegía la montaña con su majestuosa fuerza». Jamás podré hallar un lugar más seguro.