CAPÍTULO II

La Noche de la Expiación

Los del hotel me recibieron con cierto desagrado. Se habían levantado ya de la mesa, se disponían a salir y sin duda temieron que yo les entretuviera.

—No se apuren —les dije—. No voy a molestarles mucho. Sólo quiero una cama para esta noche.

El propietario miró a la calle, me miró, miró los restos de la cena y volvió a mirarme. Comprendí que estaría preguntándose si aún era tiempo de comer.

Yo también me lo pregunté, pues hay que restar tiempo del día laborable y consagrarlo a la fiesta, por lo que debe empezarse el ayuno antes del anochecer.

—Ya no es tiempo de sentarse a la mesa —le dije.

Abrí mis maletas, saqué el tal.lit[*] y el libro de oraciones y me dirigí a la Gran Sinagoga.

La Gran Sinagoga, que en mi niñez me parecía el edificio más grande del mundo, había mermado de tamaño; sí, para unos ojos que entretanto habían visto muchos edificios suntuosos resultaba más pequeña de lo que era en realidad.

No vi en la sinagoga a ningún conocido. La mayoría de los fieles llevaban poco tiempo en la ciudad. Ocupaban los lugares preferentes, junto al armario de la Torá, en la pared oriental, dejando libre el resto. Algunos se habían levantado y andaban de un lado a otro, tal vez para lucir su imponente aspecto o porque el sitio era demasiado bueno para ellos. La luz que acostumbraba a brillar sobre las cabezas de la comunidad la víspera de la fiesta de la Expiación no brillaba ahora y sus mantos no despedían el menor reflejo. Antes, cuando cada cual traía su propia luz —además de las que ardían ya en los candelabros—, toda la sinagoga era un ascua; ahora faltaban los candelabros, que se habían perdido durante la guerra, y como no todos los fieles venían a rezar, las luces eran escasas. Antes, cuando los mantos llevaban orlas de plata, las cabezas de los fieles resplandecían. Ahora, como no había plata, todo el brillo había desaparecido.

El recitador no se extendió demasiado en su oración. O tal vez sí, y por ser mi primera oración en mi ciudad natal y por ser la Noche de la Expiación en la que todo el mundo ora largo rato, yo sentía el deseo de extenderme más; lo cierto es que la oración me pareció corta. Cuando el recitador terminó, todos los fieles rodearon el púlpito y recitaron la oración del Qaddish[*]. No había nadie que no quisiera orar por los muertos.

Después de la oración, no se rezaron salmos ni hubo cantos de alabanza ni de gloria, sino que la sinagoga se cerró y cada cual se fue a su casa.

Yo me acerqué al río y me quedé un rato en el puente, en el mismo lugar en que acostumbraba a pararse mi buen padre la Noche de la Expiación. El agua, con su aroma, apaga la sed y dispone a los hombres al arrepentimiento; pues el agua que ahora se ofrece a tu mirada no estaba aquí antes ni estará después, y así el día que se nos regala para arrepentimos de nuestros pecados nunca lo tuvo nadie antes y nunca volverá, y si ese día no te arrepientes lo habrás perdido para siempre.

Agua viene y agua va y como viene se va y desde su cauce sube el olor a limpio. Desde los tiempos en que venía con mi buen padre, nada parece haber cambiado y ojalá no cambie nada hasta el fin de todas las generaciones.

Se aproximó un grupo de chicos y chicas, con el cigarrillo en los labios; seguramente venían de la fiesta que habían celebrado aquella noche, como hacían todos los años en estas fechas, para demostrar que el Día de la Expiación no les inspira ningún temor. La luz de las estrellas se reflejaba en el río, y entre aquéllos y éste se movía la brasa de los cigarrillos. Al mismo tiempo, mi sombra, alargada, se proyectó en el piso del puente. Unas veces se mezclaba con la de ellos y otras veces quedaba sola, tremolaba o se desvanecía, como si hubiera sentido las pisadas de la gente. Levanté los ojos al cielo y me puse a buscar esa mano que, según creen los niños, se aparece en él, formada por pequeñas nubes, la Noche de la Expiación, en que el Todopoderoso extiende su mano para recibir a los penitentes.

Pasó una muchacha y encendió un cigarrillo. Un chico que se cruzó con ella le dijo:

—Ten cuidado, no te quemes el bigote.

Ella se sobresaltó y se le cayó el cigarrillo. Él se agachó y lo cogió; pero antes de que pudiera devolvérselo a los labios, llegó otro que le cogió el cigarrillo, agarró a la chica por un brazo y desapareció con ella.

Cada vez eran menos los que cruzaban el puente. Algunos iban camino de la ciudad y otros hacia el bosquecillo situado detrás del matadero que, a su vez, se levanta junto a la encina que crece a orillas del Strypa. Volví de nuevo la mirada al río. Olía bien. Respiré con fruición.

Se oía el rumor de la fuente del Mercado Viejo, en el corazón de la ciudad. Más apagado, llegaba también el murmullo de la Fuente del Rey. Y el agua del Strypa susurraba a su vez, pero no era ya el agua de antes —aquélla ya había pasado—, era agua nueva. Asomó la luna y las estrellas empezaron a palidecer. «Es hora de ir a dormir», pensé.

Al volver al hotel, encontré la puerta cerrada. Me pesó no haber cogido la llave. Había prometido a los dueños no serles gravoso y ahora tenía que despertarles. De haber sabido que aún existía la capilla de los jasidím[*], hubiera ido allí. Esta capilla no se cerraba en toda la noche y los fieles entonaban cantos e himnos o estudiaban los tratados del Talmud «Día de expiaciones» y «Crimen mortal». Acerqué la mano al picaporte, seguro de que la puerta no se abriría. Pero no hice más que tocarla y cedió. El hostelero, que sabía que su huésped no había vuelto a casa, no cerró la puerta.

Entré andando de puntillas, para no despertar a los que dormían. Si no me hubiera calzado las botas para el viaje, no hubiesen oído mis pasos. Pero las calles de la ciudad estaban sucias y yo soy meticuloso. Me oyeron entrar y se movieron en sueños.

Encima de la mesa del comedor ardía una lamparilla por los muertos. A su lado, había un manto y un libro de oraciones. El olor a la mermelada caliente de ciruelas que había en el fogón endulzaba el ambiente. Hacía muchos años que no la comía ni la olía. El aroma a ciruela madura, mezclado con el tufillo del fogón, me trajo recuerdos de días pasados, de cuando mi madre, que en paz descanse, me untaba el pan con mermelada de ciruelas. Pero no es el momento de pensar en estas cosas, si bien la Ley no prohíbe gozar de un buen aroma el Día de la Expiación.

El hostelero salió de su habitación y me mostró mi cama. Dejó la puerta abierta, para que yo tuviese luz para desnudarme. Cerré la puerta tras él y me acosté.

En mi habitación penetraba el resplandor de la lamparilla, o así me lo parecía. Me dije: «Esta noche no dormiré. Se me aparecerá la mano del “hombre de goma” o la pata de palo de Bach y me llevaré un susto». Pero apenas me tendí en la cama el sueño me venció. Y seguramente dormí toda la noche sin soñar.