En 1984, un anciano paseaba por el barrio de La Trinidad de Caracas. Era un jubilado de setenta y dos años, de mirada tierna y casi calvo, que solía ir acompañado por su mujer, una persona amable y rellenita, mucho más joven que él. Paseaban juntos por el barrio de clase media, entre casas sencillas y no muy altas. El anciano era muy conocido en el vecindario: un padrazo que grababa todas las excursiones, cada vez que la familia iba a la costa, que saludaba a la cámara y saltaba con sus hijos, siempre sonriente. Por la noche, a veces veía los programas deportivos de la televisión —sobre todo era muy aficionado al fútbol y a los juegos olímpicos, pero también le gustaba seguir cualquier deporte de competición[1]— o se reunía con otros exiliados españoles en Caracas. Allí lo llamaban el Anarquista,[2] por la línea radical y nada ortodoxa de sus tendencias políticas. Era alegre, casi cortés, le gustaba quedar con amigos las noches bochornosas, tomarse una copa de anís después de cenar y jugar a la canasta, juego que le había enseñado su padre.
Aunque el MI5 lo había enterrado hacía casi cuarenta años, Juan Pujol seguía sano y salvo en Venezuela.
Su muerte había sido un engaño, la última operación de Garbo. Se hizo con la intención de despistar a cualquier nazi leal que pudiera querer vengarse de él, cosa que le preocupó mucho durante la posguerra. Federico, su antiguo controlador de la Abwehr, fue el causante de su muerte falsa. En mayo de 1948, el cuñado de Pujol recibió una carta del instructor de espías en la que, sin dar explicaciones, le decía que quería ponerse en contacto con Pujol. El hermano de Araceli le remitió el mensaje.
Pujol contestó a Federico, pero no recibió respuesta. Eso lo dejó preocupado y se puso en contacto con Tommy Harris, para ver si podía hacer algo. (Por cierto, Pujol nunca había creído los rumores de que Harris fuera un espía ruso: «Si hubiera trabajado para la URSS yo lo habría sabido».)[3] «Yo le pedí que a todo el que preguntase por mí le dijese que había muerto —recordó Pujol—, sin dejar rastros de ninguna clase, ya que deseaba continuar a salvo de los nazis.»[4] Entonces, Harris mató a Garbo de malaria en Angola (no en Mozambique, como había dicho el embajador español a Araceli); posteriormente, otros rumores atribuyeron su muerte a la mordedura de una serpiente venenosa. Harris hizo correr la voz entre el personal del MI5 y el del servicio diplomático británico.
En cuanto a Araceli, supo que no era verdad. Tal vez hubiera aprendido, después de la actuación de Pujol en el Campamento 020, pero el caso es que no se creyó la historia de la malaria. Incluso, en 1957, escribió a su exmarido para pedirle el divorcio y poder casarse con Edward Kreisler.
Cuando Araceli se fue a España, en 1948, Pujol hizo borrón y cuenta nueva y empezó otra vida a los treinta y seis años.[5] Conoció a una mujer que tenía veinte años menos que él, Carmen Cilia Álvarez, una mestiza descendiente de canarios, famosos en España por la belleza de sus mujeres, y se casó con ella. La boda se celebró en México en 1959 y después tuvieron dos hijos, Carlos Miguel y Juan Carlos, y una hija, María Elena. Pujol mantenía a su familia gracias a un quiosco de prensa, pero más tarde lo contrató la Shell Oil y se fue a trabajar a Maracaibo; daba clases de inglés a los obreros venezolanos y de español al personal extranjero. En un hotel lujoso de la pequeña localidad turística de Lagunillas abrió una tiendecita de recuerdos: irónicamente, el mismo negocio en el que había trabajado Araceli una temporada. Guardaba la Cruz Hierro en su caja, forrada de seda descolorida, y, cuando algún amigo la veía, Pujol decía simplemente: «¡Ah! Es que me dieron una medalla cuando la guerra».[6]
Su último intento de hacerse empresario independiente —al frente de un hotel llamado Maricel (‘mar y cielo’, en catalán) en la antigua localidad agrícola de Choroní, que ni siquiera tenía buenas carreteras que facilitaran la llegada de turistas— fue un fracaso rotundo, como todos los anteriores. Los niños del pueblo recordaban las películas que proyectaba Pujol en la pequeña sala de cine del hotel, una de las últimas reminiscencias de su antigua vida en España, pero esa iniciativa tampoco tuvo éxito. Eligió un pueblo que en la actualidad está lleno de hoteles y se ha convertido en un lugar turístico, pero él se adelantó mucho al auge de la localidad. A pesar de todo, nunca se amargó. Daba comida a los pobres habitualmente y era un buen cristiano, hasta que María Elena murió, poco después de dar a luz a su hijo. A partir de entonces, Pujol, angustiado, renunció a la fe.
En resumen, el espía más importante de la segunda guerra mundial vivía en el anonimato y sólo contaba sus aventuras a su familia. «Quería olvidar todo lo que había pasado en la guerra», decía. No llegó a encontrar otro papel en la vida que pudiera compararse con el de Garbo; su mente fértil y colorista no le sirvió para encontrar otra ocupación. Trabajaba, mantenía a una familia y, de vez en cuando, iba a Barcelona a ver a su hermana y a su hermano. Sin embargo, Araceli nunca contaba nada de él a sus hijos, y tanto los niños como la niña creían que había muerto hacía muchos años. Pujol también echaba de menos a Tommy Harris. «[Harris] se ganó mi simpatía desde el primer momento, no sólo por la forma en que me dio la mano, sino también por el gesto protector que tuvo al pasarme el brazo por los hombros.»
Igual que Harris, no consiguió dejar la guerra atrás; se había convertido en una especie de agente doble para siempre. «Tenía la manía de la seguridad, típica de los espías», recordaba un periodista.[7] En los cafés, se sentaba con la espalda contra la pared, mirando a la puerta para ver quién entraba y salía. Nunca dejaba un número de teléfono ni decía a sus contactos desde dónde llamaba.[8] Cuando iba a España, se quedaba en un hotel cerca del aeropuerto «por si tenía que desaparecer a toda prisa». Cuando iba a Barcelona a ver a su familia, siempre pasaba por el consulado a hacer algo misterioso que no contaba a nadie y nunca quiso dar la dirección de su domicilio en Venezuela, ni siquiera a su propia familia. Ponía la excusa de que era una «dirección muy difícil para que llegaran las cartas»; solamente dejaba un papel con un apartado de correos. Cuando quería mandar una carta, lo hacía desde la central de Correos, aunque se encontrara diez buzones por el camino.[9] No se fiaba de los buzones.
La familia que tenía en Barcelona le guardaba mucho afecto, pero el tío Juan era diferente, no cabía duda. «Nos parecía raro —reconoce su sobrino—. Las personas normales no hacen esas cosas».[10] Más adelante comprendería que, en realidad, su tío era dos personas: «Por un lado, Juan Pujol, y por otro, Garbo. Con Juan Pujol teníamos una estrecha relación de afecto». Pero a Garbo no lo conocían en absoluto.
En 1973, Juan, el hijo menor de Pujol en Venezuela, recibió una llamada de su padre.[11] Dos desconocidos con acento británico habían llamado a Juan, padre, sin más ni más, y lo habían citado en el hotel Caracas. Juan sabía algo de las aventuras de su padre en la segunda guerra mundial, formaban una pequeña parte de su infancia. No era fácil imaginarse a una persona tan apacible haciendo de espía en Londres y enfrentándose a los nazis con su ingenio; sencillamente, Pujol no parecía capaz de dominar el arte del engaño. «Era un hombre muy sencillo, un hombre honorable. Si decía que iba a hacer algo, lo hacía.»
El secreto había salido a la luz muy pocas veces. Hacía tiempo, cuando Juan, hijo, estudiaba en la Universidad de Mississippi, empezó a salir con una chica de allí.[12] Al padrastro de la muchacha no le gustaban los latinos… ni nadie que tuviera la piel oscura, por cierto. «Era muy viejo y muy racista.» Cuando su padre fue a verlo, Juan le contó las dificultades que tenía con el hombre. Al exespía le dolió. Poco después, mientras comían con la familia de la novia, Pujol se inclinó sobre la mesa y, dirigiéndose directamente al padrastro, «le contó lo que había hecho en la guerra, que había engañado a los alemanes y que había salvado millares de vidas estadounidenses». El padrastro lo escuchó en silencio, «asombrado» de que el español con acento raro que tenía enfrente fuera el hombre que había contribuido al éxito del día D.
Ahora, el pasado volvía en forma de esos dos agentes británicos. Pujol dijo a su hijo por teléfono que acudiera al hotel a ayudarlo, por si sucedía algo. Pujol no sabía qué podía suceder, y su hijo, cuanto más lo pensaba, más inquieto se sentía. Suramérica estaba plagada de antiguos nazis que habían huido de Alemania después de la guerra. ¿Y si fuera una trampa? ¿Y si al final asesinaban a su padre por las cosas turbias que había hecho en la década de 1940? Juan decidió acudir preparado: pidió prestada una pistola a un amigo.
Llegó al hotel con su padre y Pujol fue al piso de arriba a reunirse con los dos agentes. Juan se quedó abajo, notando el peso de la pistola en el bolsillo mientras veía pasar los minutos en el reloj del vestíbulo. «Sube dentro de media hora», le había dicho su padre. Pasaron cinco minutos y su padre no daba señales de vida. Después, diez. A los veinticinco, Juan se dio cuenta de que estaba tan agobiado que se le había olvidado el número de la habitación de la cita. Fue rápidamente a preguntarlo en recepción. Con la pistola golpeándole el muslo, echó a correr hacia el ascensor y apretó el botón del piso correspondiente, pero la cabina empezó a descender hacia el sótano y allí se detuvo. Un poco asustado, volvió a apretar el botón para subir, encontró la habitación, abrió la puerta y entró. No había nadie.
Vio a su padre abajo, en el vestíbulo, sonriente. Los desconocidos eran oficiales de la embajada británica en Caracas y querían hablar con él de unos asuntos del MI5. No había nazis asesinos siguiéndole la pista. Y, afortunadamente, en los archivos de la organización no figuraba el verdadero nombre de Pujol.
La identidad de Garbo había sido mucho tiempo el santo grial de los historiadores del espionaje en la segunda guerra mundial. En el libro The Counterfeit Spy —obra del agente Sefton Delmer, el que enseñó a los alemanes a conjugar el verbo «arder» cuando llegaron al continente los rumores de que el canal de la Mancha se incendiaría— se explicaban algunos pormenores de la operación, y el nombre en clave de Pujol era Catón. Sin embargo, muchos creían que había muerto hacía mucho. Incluso los que colaboraban con él en el MI5 —Cyril Mills, Desmond Bristow y Tar Robertson— creían que había muerto de enfermedad en la selva de Angola. Es probable que quienes sabían la verdad pudieran contarse con los dedos de una mano.
Sin embargo, Nigel West, historiador del espionaje británico, hizo de la búsqueda de Garbo una causa personal. Había empezado las pesquisas para localizar al legendario agente doble en 1972, cuando leyó el libro de sir John Masterman sobre las operaciones de contraespionaje de la segunda guerra mundial.[13] Por dos veces, West creyó que había dado con el verdadero Garbo, pero en ambas resultó que los candidatos no tenían nada que ver con el caso. Más adelante, en 1981, hizo una entrevista a Anthony Blunt, amigo de Tommy Harris y miembro del círculo de espías de Cambridge. Blunt nombraba a Garbo en un libro que había publicado y West le pidió que se extendiera, pero sólo se acordaba de una cosa más: Garbo se hacía llamar Juan o José García.
West relató la historia de Garbo y dio ese nombre en su libro sobre el MI5. Un antiguo miembro de la organización encontró el libro en Málaga, la ciudad costera del sur de España, salpicada de bares y restaurantes de pescado frito, que tanto atraía a los jubilados británicos. Desmond Bristow, el agente que llevó a cabo el primer interrogatorio de Juan Pujol, leyó el libro y escribió una carta a West, en la que daba una descripción del joven español al que había conocido en la casa del número 35 de Crespigny Road, hacía cuarenta y tantos años. Cuando West fue a España, los dos británicos se reunieron y Bristow le reveló el nombre de ese hombre: Juan Pujol García.
West creyó que tenía la presa a tiro. Contrató a un investigador para que llamase por teléfono a todos los Juan Pujol García de la guía telefónica. El investigador hacía tres preguntas sobre Pujol a la persona que respondiera al teléfono: si conocía a Juan Pujol García, si era un hombre de unos sesenta o setenta años y si había estado en Londres durante la guerra. Pasó semanas haciendo llamadas, pero el resultado siempre era el mismo: no había ningún Juan Pujol García mayor que hubiera estado en Inglaterra en la década de 1940. Para West, que llevaba años buscando, fue el enésimo callejón sin salida de un caso que no parecía tener solución.
Sin embargo, al repasar las llamadas, el investigador se acordó de una que no había sido como las demás: «Hablé con una persona que me pareció joven para ser nuestro objetivo y que no paraba de hacerme preguntas. Después de tantas conversaciones frustradas, ésa no se me ha olvidado, porque fue muy diferente».[14] El joven preguntaba con insistencia quién quería hablar con Juan Pujol García y por qué.
West pidió al investigador que lo intentara otra vez y, después de varias conversaciones de tanteo, sorprendentemente, el joven con el que hablaba confesó que era sobrino de Juan Pujol y que hacía unos años había recibido una postal de su tío con matasellos de Venezuela, aunque hacía veinte años que no lo veía.
En 1984, cuando se acercaba el cuadragésimo aniversario del día D, West invitó a Tar Robertson, Cyril Mills y Desmond Bristow —todos ellos conocían la verdadera identidad del espía y todos creían que había muerto hacía décadas en la selva de Angola— al club de las Fuerzas Especiales de Londres para presentarles al «auténtico Garbo». Los antiguos agentes de inteligencia aceptaron creyendo que West iba a ponerse en ridículo una vez más. «Ya me había equivocado dos veces. Seguramente pensarían que sólo iban a tomarse unas copas por mi cuenta. Daban por supuesto que el personaje suramericano que les iba a presentar tampoco sería él.»
A la hora convenida, Juan Pujol entró en la sala. Los hombres observaron en silencio los rasgos faciales del anciano que se presentaba ante ellos. Por último, Cyril Mills exclamó: «¡No me lo creo! ¡No puedes ser tú! ¡Tú estás muerto!». Tar Robertson rompió a llorar y todos se precipitaron a abrazar al españolito en presencia de su mujer, Carmen Cilia. Los antiguos espías, que llevaban cuarenta años separados, «se abrazaron como los futbolistas después de marcar un gol».[15] A West le pareció «una de las escenas más memorables que he visto en mi vida».
El hombre que lo había recibido la primera vez que fue a Inglaterra, el duro Desmond Bristow, lo abrazó, pero todavía no tenía claro quién era en realidad. ¿Era un héroe o un timo? «Algunas cosas muy raras sucedieron en relación con Pujol […]. Hasta el día de hoy no estoy seguro de sus razones [para espiar].»[16] A raíz de la amistad que había trabado con Araceli después de la guerra, Bristow le había tomado un poco de inquina. «Mi padre lo respetaba en cierto sentido —dice Bill, su hijo—, pero no le gustaba como persona. Creía que Pujol era frío, calculador y un egoísta redomado.»[17]
El resto del mundo no opinaba lo mismo. Pujol fue presentado a los británicos y al mundo entero como el último gran héroe de la segunda guerra mundial. «El espía que volvió de la muerte», decía un titular del Mail on Sunday. Un periódico se anunció en televisión diciendo lo siguiente: «Ustedes ya saben quién es el general Eisenhower y quién es el general Montgomery. El domingo daremos a conocer el nombre de la tercera persona que hizo posible el triunfo del día D».[18] Invitaron a Pujol a Buckingham Palace para recibir personalmente su insignia de MBE (miembro de la Orden del Imperio Británico), y allí conoció al duque de Edimburgo, el marido de la reina Isabel II, quien le preguntó qué lo había impulsado a actuar voluntariamente para salvar a Inglaterra y liberar al mundo. «Sabía que había que terminar con los nazis —respondió Pujol—, y sabía que sólo podía hacerse desde dentro.»[19] En la marea de entrevistas y reuniones personales, Pujol hizo hincapié repetidamente en una cuestión: su mayor satisfacción no había sido de orden ideológico ni nacionalista, sino saber que había salvado millares de vidas, incluidas las de los soldados alemanes que habrían caído si el día D hubiera fracasado y la guerra hubiese durado muchos meses más, o incluso años.
Después, el exespía se emocionó al pisar la playa de Omaha, que formaba parte del itinerario de los lugares que visitó en recuerdo del día D; había cien mil personas en la playa, muchas eran veteranos estadounidenses y británicos que habían participado en el desembarco. Cuando Pujol fue al cementerio en el que yacían los restos de millares de soldados que habían muerto a solo unos metros de las playas, empezó a llorar. Se arrodilló en la arena, se persignó y agachó la cabeza. West recuerda que pensó que habían ido a Normandía a celebrar la victoria y, en cambio, Pujol lloraba desconsoladamente. Cuando por fin se levantó y se acercó a West, lo único que logró decir fue: «No hice suficiente».[20]
Pero enseguida corrió por toda la playa la voz de quién era el españolito. Un periodista que se encontraba allí entrevistando a un coronel le preguntó si alguna vez había oído hablar de un espía cuyo nombre en clave era Garbo.[21] «Sí, he oído hablar de ese caballero», respondió el coronel. «Bien —dijo el periodista—, pues es ese que está a su lado.» El hombre se volvió y abrazó a Pujol. Otro soldado lo llevó de la mano a ver a un grupo de veteranos y dijo: «Tengo el placer de presentarles a Garbo, el hombre que nos salvó la vida». Los ancianos acudían a empujones a estrecharle la mano y las viudas e hijas de los soldados lo abrazaban y lo besaban. Se derramaron lágrimas. «Fue muy emocionante, muy emocionante», recordaba Pujol. Pícaramente, se dibujó en su cara la alegría de ver que aquellos hombres habían podido seguir viviendo plenamente, tener hijos y conocer a sus nietos gracias a lo que habían hecho Tommy Harris y él: había acompañado a esos soldados en sus paseos por los parques de Londres, había sido su ángel de la guarda, el que rogó por su salvación.
Sin embargo, el regreso al calor y al brillo de la popularidad también sacó a la luz el final oscuro de su historia en Londres. ¿Cómo era posible que ese hombre tan bondadoso, que adoraba a su padre y a su segunda familia, hubiera cortado tajantemente tantos años las relaciones con sus hijos españoles? Era el último misterio de la vida del agente secreto.
Cuando vio los titulares de la prensa británica, le preguntó a West si las noticias llegarían a España. West le dijo: «Sí, por supuesto, eres el mayor héroe español de la segunda guerra mundial. Estarás en todas partes».
Pujol empezó a ponerse nervioso. A pesar de los años que habían pasado, temía que los nazis viejos o los nuevos lo reconocieran. Tanto es así que, cuando volvió a Venezuela después de la celebración del día D, unos nazis fueron a buscar al hombre que había traicionado a Hitler: «pude apreciar que eran ellos por sus características, por el color rojo de su coche, el cual iba delante del mío, y por la cantidad, caso insólito, de emblemas nazistas que llevaban en el cristal trasero […]. El caso fue que mi teléfono repicó y repicó con amenazas, advertencias, intimidaciones, bravatas y, en fin, maldiciones habidas y por haber».[22] Tuvo que acudir al alcalde para librarse de los matones.
Pero tenía otro temor más profundo aún. «Me dijo que algunos de sus familiares españoles todavía no sabían que estaba vivo», recordaba West.[23] Y ahora sus hijos conocerían el secreto.
En Madrid, en junio de 1984, Juan, el hijo mayor de Pujol y Araceli (había puesto el mismo nombre a otro hijo, el menor que había tenido con Carmen Cilia), estaba en el cuarto de baño preparándose para una nueva jornada, cuando la radio anunció el resurgimiento de un héroe español del que no se sabía nada desde hacía mucho tiempo.[24] Cuando el presentador dijo el nombre del héroe en cuestión, Juan se quedó petrificado. Empezó a llamar a su hermano, a su hermana y a todos los familiares que pudo. Más o menos al mismo tiempo, Elena, la hermana de Pujol, estaba en Barcelona, en el metro, cuando un compañero de trabajo vio en el periódico el artículo sobre un espía catalán que había salvado el día D. Elena miró el titular por encima del hombro y vio la fotografía de su hermano; se quedó perpleja. También Araceli se encontró con la cara de Pujol en la prensa española, en primera plana. «Se pasó tres días en la cama», recuerda su nieta.[25] La reaparición de su primer amor verdadero la conmovió en lo más hondo.
Se hicieron los preparativos para que Pujol se reuniera con sus hijos españoles en el hotel Majestic de Barcelona.[26] Antes de ir a la cita, Araceli dio un consejo, a Juan, Jorge y María: «No hurguéis en las viejas heridas —les dijo, y añadió—: Limitaos a oír lo que tenga que decir». Cuando se vieron, el padre y los hijos rompieron a llorar y corrieron a abrazarse. Pujol se disculpó mil veces por haber estado ausente de su vida y pasaron juntos unas horas maravillosas. Pero en realidad no llegó a dar explicaciones sobre esas décadas perdidas.
A falta de aclaraciones, lo único que podían hacer los hijos era especular. El mayor, que era un niño cuando los bombardeos de Londres y la aventura de Garbo, abre las manos con elocuencia: «A lo mejor le parecía que no podía hacer nada por nosotros».[27] A Juan Pujol le había pagado los estudios su padre, pero él no tenía dinero para ayudar a su familia española; tal vez le faltara valor para presentarse en Madrid con las manos vacías; provenía de una época y de un estrato de la sociedad española en que era el padre quien debía mantener a toda la familia. Sin embargo, Pujol tenía un presupuesto exiguo que no alcanzaba para la educación de sus hijos. Otro factor que podría explicar su prolongada ausencia es la posibilidad de la venganza nazi: tenía verdadero miedo. Tal vez pensara que, si restablecía el contacto con ellos, también los pondría en peligro.
A partir del reencuentro, Pujol empezó a escribir a sus hijos y a sus nietos largas cartas rebosantes de cariño y arrepentimiento: «Eso fue hace ya muchos años, cuando el destino se introdujo de una forma lacerante y dolorosa en mi vida —decía en una carta a su hijo Juan, refiriéndose al momento en que Araceli se había ido a España llevándose a los tres hijos—. Yo hubiera entonces deseado morir».[28] Pero no llegó a dar una explicación completa: «No voy a remover cenizas ya esparcidas por el viento tras tantos años pasados». En otra carta dijo algo más: «No hablo mucho de mis relaciones personales. Mi vida ha estado llena de acontecimientos, paciencia, ilusiones, sufrimientos y decepciones».[29]
A los hijos que tuvo con Araceli aún les duelen los años de ausencia paterna. Todavía hoy, el mayor no puede hablar de su padre sin que se le salten las lágrimas, aunque jura que no le guarda rencor. A pesar de todo, las cartas contribuyeron a aliviar las profundas heridas que les había dejado el abandono. Eran hermosas y tristes, estaban teñidas de nostalgia por el tiempo perdido. «Recibir una carta tuya [es] como una forma de brebaje milagroso que me hace revivir y sentir que no todo en la vida es frustración, pesadumbre y dolor y aspiro en estas cartas un hálito de amor y ternura que me quita unos años de la existencia que realmente viví, es decir me siento como rejuvenecido. ¿Será el orgullo de verme tan recordado y querido?»[30]
Pero seguro que, al leerlas, su familia pensaba que, en cierto modo, el viejo fabulador había vuelto a las andadas. ¿Acaso no había aplicado ese mismo procedimiento —el de escribir mensajes largos y apasionados desde un exilio lejano— para hechizar a la Abwehr? ¿No eran cartas escritas por «el gran fingidor, el comediante sin par», como lo llamó un periodista que lo conocía?[31] ¿Y no había de vez en cuando algún detalle que no acababa de encajar? Decía en sus cartas que había tenido que dejar de escribir cuando los neonazis empezaron a acosarlo.[32] Sin embargo, sus hijos venezolanos no recuerdan que tuviera que desaparecer. ¿Era posible que Pujol no pudiera resistirse a añadir un par de detalles efectistas de su cosecha incluso en el episodio más doloroso de su vida?
A sus hijos y a sus nietos no les importó. Aceptaron a Pujol y lo acogieron de nuevo con los brazos abiertos. Las cartas se correspondían con la persona a la que conocían: eran compasivas, graciosas, bondadosas y sentidas. Hasta las evasivas eran tiernas. Sus hijos lo aceptaron tal como era y él les devolvió el cariño. «Sus cartas nos sedujeron», reconoce su nieta sin ningún pesar.[33]
Pujol nunca dejó de ser el que era. En una ocasión, en España, cuando ya había reaparecido en público, le estaban haciendo una entrevista y una mujer, al ver al antiguo espía, se acercó y le preguntó quién era. «Soy un escritor famoso», respondió sin vacilar, y el entrevistador lo miró escandalizado, muerto de risa.[34] Pujol posó para el fotógrafo del periódico español El País con una gorra del ejército y una granada en cada mano, en memoria de su peligrosa huida de las líneas republicanas durante la guerra civil. Y, en la embajada alemana de Madrid, subió las escaleras y posó sonriente, con una mirada llena de malicia.[35] Aunque arriesgara la vida por humanitarismo y por aquellos chicos inocentes de uniforme, era evidente que tomar el pelo a los nazis le proporcionó un placer perverso.
Tampoco Araceli se libró de su malicia. Cuando Pujol vio lo bien que se habían criado sus hijos españoles, le preguntó: «¿Por qué no nos casamos otra vez?»[36] (¿Qué más daba que ambos hubieran vuelto a casarse con otra pareja y fueran felices?) Por una vez, Araceli se quedó sin habla. Después, cuando contó la anécdota a sus hijos, solamente añadió: «Vuestro padre está loco».
Cuarenta años antes, en la casa de Crespigny Road, Pujol contó a sus interrogadores un cuento sobre su hermano Joaquín y unas matanzas horribles de la Gestapo, bajo la atenta mirada de Tommy Harris, que observaba hasta el menor movimiento de la atractiva cara del español. Esa mentira permitió a Pujol conectar sus fantasías con el mundo real de la guerra y el espionaje, le permitió salir del reino de los sueños infantiles y acceder al gran drama de su época. Pero nunca perdió la imaginación y se reservaba todos los derechos para utilizarla a su antojo. Da la sensación de que Pujol creía que, aunque contara sus secretos al mundo, siempre serían suyos y sólo suyos.
El 10 de octubre de 1988, Juan Pujol murió a causa de un derrame cerebral. Recibió sepultura en Choroní, al lado de su hija, en el parque nacional de Henri Pittier (Venezuela), un lugar poblado de bosques con nieblas perpetuas y azotado por las lluvias templadas del mar Caribe. Es un cementerio mal cuidado, infestado de malas hierbas; faltan las inscripciones en muchas lápidas, pero la de Pujol todavía se conserva intacta. Junto a su nombre y las fechas de nacimiento y muerte, figura una sencilla inscripción: «Rdo. de su esposa, hijos y nietos».
En realidad, ¿qué otra cosa podía decirse de él, aparte de los típicos clichés de «esposo y padre devoto»? La lápida limpia, sin epitafio, es fiel a su hazaña: el mejor espía es el que vive en silencio.