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EL PRISIONERO

Su nombre auténtico era Johann Jebsen, alias Johnny, y, como el prototípico villano alemán de la vieja escuela, llevaba monóculo en el ojo derecho, aunque lo lucía con un leve aire irónico.[1] Hijo de un magnate naviero de Hamburgo, había estudiado en la universidad alemana de Friburgo, fundada en la Edad Media. Jebsen interpretaba a la perfección el papel de vástago de magnate naviero: trajes elegantes, novias de belleza deslumbrante, un Mercedes-Benz 540K descapotable con el que atronaba las umbrías de la Selva Negra. A principios de la década de 1930, la universidad estaba llena de camisas pardas (miembros de la Sturmabteilung o SA, «Sección de Asalto») y de camisas negras (la SS), pero Jebsen los despreciaba. Era un espíritu libre que odiaba a Hitler y a los incineradores de libros que patrullaban por el campus.

Fue en Friburgo donde Jebsen conoció al hábil Dusko Popov, el que, con el tiempo, sería el agente doble aliado Triciclo. Popov también estudiaba en la universidad y miraba burlonamente a los chicos de la SS. Los dos se hicieron buenos amigos, incluso Jebsen fue el padrino de Popov en un duelo por una mujer. En esa ocasión, el serbio escandalizó al cuerpo estudiantil de Friburgo al preferir las pistolas a los tradicionales sables. El otro duelista se quejó de la elección y, durante las complejas negociaciones, Jebsen alegó que unos códigos de caballería serbios poco conocidos obligaban a su amigo a luchar sólo con armas de fuego. Era mentira. Popov prefería las pistolas porque tenía una puntería infalible (había ganado varias competiciones de tiro en Dubrovnik). El duelo se acabó suspendiendo.

Popov demostraba de diversas maneras su audacia rayana en la temeridad. En los debates estudiantiles clamaba contra el dictador alemán y no tardó en recibir la visita de cuatro miembros de la Gestapo. Lo sometieron a un interrogatorio que duró ocho días y lo metieron en la cárcel; unos compañeros de prisión le dijeron que iban a trasladarlo a un campo de concentración. Muchos de sus amigos de la universidad le volvieron la espalda, pero Jebsen hizo todo lo contrario y consiguió sacarlo de la cárcel. Los alemanes expulsaron del país al joven serbio, propinándole una buena ración de amenazas y advertencias de que no volviera. Cuando se bajó del tren en Basilea, encontró en la estación a Jebsen, su amigo alemán, que había cruzado la frontera suiza conduciendo su descapotable a toda velocidad. Los dos jóvenes quedaron unidos por ese torbellino de afinidades: las mujeres, los coches veloces, la burla de las camisas pardas y cierta afición al peligro.

Cuando estalló la guerra, se reunieron en Belgrado. Popov encontró cambiado a su amigo: tenía un aspecto desaliñado, bebía copiosamente, fumaba un cigarrillo tras otro, tenía los dientes manchados de tabaco… y trabajaba para la Abwehr. ¿Por qué —se preguntó Popov— se había unido al servicio de inteligencia alemán un enemigo del nazismo tan vehemente como Jebsen? Pero Popov le debía la vida a su amigo de la universidad y accedió a ayudarlo en su nueva carrera. Pronto descubrió que Jebsen no era amigo de sus supuestos jefes.

Unos meses después, en Belgrado, Popov fue a cenar con Müntzinger, un «amigo» de Jebsen que pregonaba el inevitable triunfo alemán y que le preguntó, de forma no muy sutil, si quería unirse al bando de los vencedores. Jebsen, visiblemente incomodado, evitó la mirada de Popov. «Mentiría si dijera que aquello me sorprendió —subconscientemente debía de estar preparado para la oferta—, pero sentí una descarga de adrenalina que me recorrió todo el cuerpo.» Más tarde Jebsen reconoció que el alemán era su jefe en la Abwehr y que él mismo había propuesto el nombre de Popov como posible espía.

Popov fingió que aceptaba la oferta de la Abwehr. Le dieron un frasco de tinta secreta y le dijeron que el enigmático Jebsen sería su controlador y su contacto. El serbio fue rápidamente a la embajada británica y se ofreció a los Aliados como agente doble.

Unos días después, Jebsen irrumpió en la habitación de Popov y le dio una noticia preocupante: el chófer de la familia, que había llevado a Popov por toda la ciudad, lo había traicionado. Había apuntado todos los lugares a los que había ido el nuevo espía, incluidas seis paradas en la oficina de control de pasaportes británico. Todo el mundo sabía que esa dirección era la sede del MI6 en Belgrado. Si la lista llegaba a otros agentes de la Abwehr de Belgrado, Popov era hombre muerto.

Dos días después, el cadáver del chófer, víctima de múltiples disparos, apareció en una estación ferroviaria. Popov pagó el funeral y mandó un hermoso ramo de flores. Sigue siendo un misterio quién mató al pérfido chófer. No lo es quién ordenó su muerte. Popov había hecho lo necesario para sobrevivir.

Para devolver el favor a su amigo, Popov intentó reiteradamente que el MI5 lo reclutara. Era valiente, listo y antinazi, y estaba bien relacionado. Los británicos pusieron reparos; ya tenían a la estrella de la red, Popov. Jebsen era un playboy y un agente de la Abwehr: ¿quién iba a fiarse de él? Además, si el MI5 reclutaba a Jebsen y resultaba ser leal al Tercer Reich, Popov se vería irremediablemente comprometido.

En el verano de 1943, la situación cambió. Jebsen se enfrentaba a un grave peligro dentro de su propio bando. Estaba involucrado en una trama de contrabando de divisas que permitía que unos oficiales de la Gestapo guardaran dinero en Suiza, en contra de las estrictas regulaciones alemanas. Todo iba sobre ruedas hasta el día en que Jebsen se fijó con más detenimiento en los billetes que le pasaban los hombres de Himmler: eran falsos. Furioso, denunció la trama y acusó a la Gestapo de haberlo engañado. Jebsen creía que la organización para la que trabajaba, la Abwehr, lo apoyaría en su guerra contra la Gestapo, pero, cuando lo llamaron al cuartel general de Berlín para hablar del asunto, recibió un telegrama misterioso que le advertía que no fuera.

Desesperado, fue a la embajada británica de Madrid y lo contó todo. A estas alturas ya no se fiaba de nadie. «Quería descubrir si la Abwehr lo perseguía, al igual que la Gestapo —escribió la embajada a Londres—. Si era así, Triciclo estaba acabado y, en ese caso, Jebsen fingiría un suicidio» y desaparecería. Escribió una nota dirigida a la Abwehr de Madrid, en la que decía que se había visto obligado a quitarse la vida por su amistad con Popov, del que sabía que era un agente secreto al servicio de los británicos. «Sé que un tribunal militar me condenaría a muerte por lo que he hecho […]. No temáis, no habrá escándalo. Enviaré mis cosas al padre confesor para que las reparta entre los pobres. Luego tomaré veneno y nadaré mar adentro.»

El MI5, con la ventaja de los mensajes interceptados por Ultra, sabía que Jebsen no corría un peligro mortal. La reunión en Berlín era un mero trámite; no había ninguna caza de brujas. Pero el MI5 no podía decírselo a Jebsen sin revelar la existencia de Ultra. Así pues, dejaron que el drama siguiera su curso y, cuando la Gestapo no llamó a su puerta, el espía empezó a calmarse. No obstante, Jebsen pronto se dio cuenta del enorme riesgo que había corrido al acudir a los británicos. Si alguien lo había visto entrar en el cuartel general del enemigo, acabaría en un campo de concentración. Intentó retirar su oferta de espiar para los británicos; pero el MI5 tenía otra idea. «Le hemos indicado […] que ha dado un paso irrevocable.» Era demasiado tarde para echarse atrás.

En diciembre de 1943 se había programado una entrevista entre Jebsen y los británicos en Lisboa. Iba a ser la presentación en sociedad de Jebsen como agente doble, al que se asignó el nombre en clave de Artista. Dos oficiales de inteligencia británicos, el comandante Frank Foley, del MI6, e Ian Wilson, del MI5, fueron a Lisboa para interrogarlo. Popov, vestido con elegancia, viajó en el mismo avión, pero los británicos fingieron no verlo. En el aeropuerto de Lisboa, los agentes del servicio secreto entraron rápidamente en un coche que los llevó a la embajada, mientras que Popov dijo a su conductor que lo llevara al casino de Estoril, el escenario del primer gran triunfo de Garbo: el robo del pasaporte diplomático. Popov llevaba una nueva pistola Luger en la funda sobaquera y, en la cartera, una valija diplomática con documentos secretos y carretes fotográficos sin revelar (con fotografías tomadas esa mañana por un oficial del MI5). El Comité XX había dado al agente serbio un tesoro en material relacionado con Fortaleza para que lo pasara a la Abwehr.

Mientras Jebsen se preparaba para hablar con los agentes británicos, Popov esperaba en una calle de Lisboa a su controlador alemán: el comandante Von Karsthoff, quien lo conocía como «Ivan». Un coche se detuvo y Popov subió a la parte trasera, se agachó y se reclinó en el asiento de cuero de tal modo que la Luger no le apretara. No obstante, al llegar a la nueva villa de Karsthoff, empezaron a saltarle las alarmas. Lo recibió una secretaria nueva —no era la de costumbre— que lo condujo al salón y fue a buscar al oficial alemán. Popov esperó, nervioso.

Como el gran dandi que era, se estaba mirando en la vidriera de una puerta cuando oyó a su espalda la voz de Karsthoff.

—Vuélvete despacio, Ivan. Y no hagas ningún movimiento brusco.

Popov se puso rígido. Estaba seguro de que lo habían delatado y que Karsthoff le apuntaba a la base de la columna vertebral. Si tenía que morir, quería tener una última ocasión de demostrar su destreza con la pistola. Metió la mano debajo de la americana para coger la Luger y empezó a volverse; pero, justo antes de darse la vuelta completamente y apuntar a su controlador nazi, vio un reflejo en la vidriera. Karsthoff no lo apuntaba con una Luger ni estaba dispuesto a matarlo. Era una visión bastante rara: iba desarmado y llevaba un mono inquieto encima del hombro.

Popov soltó la culata de la Luger, se volvió y se rió.

—¿Qué ocurre? —exclamó Karsthoff con enfado fingido—. ¿Te parezco ridículo?

El mono se lo había regalado un agente de la Abwehr que acababa de volver de África. El controlador de espías temía que su agente lo asustara. Por eso le había dicho que se volviera despacio. Popov había estado a punto de disparar a Karsthoff, delatarse a sí mismo y a Jebsen y poner al descubierto Dios sabe qué más.

Foley y Wilson, los agentes británicos, se llevaron un susto aún mayor cuando interrogaron a Jebsen. Resultó que su nuevo recluta conocía la existencia de un doble agente controlado por los británicos que pasaba información a la Abwehr. De hecho, la información que Jebsen dio a los dos oficiales se refería a Garbo sin duda alguna. Al reclutar a Jebsen, el MI5 había puesto —sin querer— a su principal agente en una situación de enorme riesgo. Si Jebsen hablaba a sus controladores del MI5 sobre el espía español y veía que no hacían nada para detenerlo, se daría cuenta de que el agente ya estaba bajo su control.

La revelación era escalofriante. Cuando Foley y Wilson volvieron a Londres y dieron un informe completo de su entrevista, los jefes del MI5 se dieron cuenta de que este sórdido episodio ocurrido en los callejones de Lisboa podía cambiar el curso de la segunda guerra mundial.

El MI5 estaba tan preocupado que consideró la posibilidad de dejar de contar con Popov como agente doble y de sacar a Jebsen de Portugal. Era mejor perder a Triciclo que a Garbo. La organización llegó a pensar en matar a Jebsen.[2] El riesgo de que se destapara la verdad sobre Garbo era demasiado grande.

No obstante, al final se rechazó la idea. Los planificadores del engaño estratégico sólo podían esperar que Jebsen fuese leal y —lo que era más importante aún— siguiese libre. Se apartó a Triciclo de Fortaleza por miedo a que estropeara el plan. «Todo el tinglado de Triciclo se podía derrumbar en cualquier momento… —anotó Guy Liddell en su diario el 8 de diciembre de 1943—. Artista también ha oído hablar del plan Sueño —la operación de contrabando de divisas de 1942 que había sido uno de los primeros trabajos de Pujol en Londres—, lo que lo acerca peligrosamente a Garbo.»[3] Pero en los meses siguientes, Jebsen siguió en libertad y la preocupación sobre su destino se fue diluyendo lentamente.

El optimismo duró exactamente cuatro meses y medio. Después, a finales de abril de 1944, llegó el siguiente mensaje a Londres: Jebsen había desaparecido. Unos mensajes descifrados por Ultra relataban la desalentadora historia: lo había secuestrado su propio bando.

La posición de Jebsen había empezado a complicarse en febrero. Otro oficial de la Abwehr, buen amigo de Jebsen, se había pasado al bando de los Aliados. Jebsen iba con frecuencia a casa de la madre de su amigo. La Abwehr empezó a vigilarlo con la esperanza de que los llevase al paradero del fugitivo. En abril llegaron más malas noticias para Jebsen: la Abwehr había destituido a su valedor, Canaris, al agravarse las sospechas sobre su lealtad; pronto se le impuso la pena de arresto domiciliario. El poder de Canaris pasaría a manos de la línea dura del SD, que no tenía ninguna simpatía por Jebsen. Había perdido a su más firme protector.

Pero el instructor de espías no perdió la confianza. Cuando una amiga, una baronesa que conocía desde hacía años, lo informó de que un equipo especial de agentes de la RHSA (la organización que dirigía el SD) había ido a Lisboa para investigar la estafa de las divisas, le dijo que no se preocupara. No obstante, le estaban tendiendo una trampa. Uno de sus colegas informaba al SD sobre él y llevaba un registro de todos sus contactos con los Aliados, así como de todos los comentarios inculpatorios que había hecho. La red se iba estrechando.

Jebsen fue convocado a una reunión en Biarritz, el 21 de abril, en la que se hablaría de las exorbitantes peticiones de dinero de Popov (había pedido 150.000 dólares, unos emolumentos regios incluso para la derrochadora inteligencia alemana).[4] Finalmente, Jebsen empezó a preocuparse. Biarritz estaba al otro lado de la frontera, en Francia. Si el SD quería sacarlo del país, no había otro lugar mejor para raptarlo.[5] Se negó a asistir a la reunión. Sus superiores le advirtieron que la no asistencia equivalía a la deserción.

Pero entonces el cielo pareció aclararse. El SD accedió a dar 75.000 dólares a Jebsen para que se los entregase a Popov. Además, habían decidido conceder a Jebsen una medalla muy prestigiosa, la Kriegsverdienstkreuz de primera clase, distinción que no había recibido ningún otro espía alemán en Lisboa. Jebsen suspiró aliviado y escribió a Popov el día de la reunión en Biarritz: «Te felicito por ser mi mejor agente del querido Führer, cuya lealtad está fuera de toda duda». Incluso se reunió con un agente del MI6 antes de su partida. El agente británico informó a Londres de que su topo parecía contento y relajado. Fue la última vez que los británicos hablaron con Jebsen.

El 29 de abril, Jebsen y un amigo suyo fueron convocados a una reunión con un oficial del SD. Cuando Jebsen llegó, el hombre del SD le dijo la verdad: iban a llevarlo a Berlín enseguida. Jebsen se dirigió corriendo a la puerta, pero el oficial lo dominó, lo obligó a tomar una droga y lo metió debajo del falso suelo de un baúl de metal enorme. Su amigo recibió el mismo tratamiento. Metieron los dos baúles en un Studebaker y los llevaron a Biarritz, donde los dos prisioneros, ya totalmente conscientes de su destino, fueron llevados a un aeroplano que los trasladó a Berlín, donde fueron entregados a la Gestapo.

A sólo dos meses del día D, Jebsen fue internado en el campo de concentración de Sachsenhausen, a treinta kilómetros al norte de la capital alemana. Los Aliados suponían que lo estarían torturando. En los campos de concentración, los esbirros de la Gestapo golpeaban a los prisioneros con palos envueltos en alambre de espino, les aplastaban los dedos con empulgueras, les quemaban el cuerpo con cigarrillos, les aplicaban descargas eléctricas en los testículos y los cubrían de cadenas y las apretaban con un torniquete hasta que la carne se les desgarraba. «Si lo sometían a interrogatorios —escribió J. C. Masterman, jefe del Comité XX—, había que suponer que saldría a la luz buena parte de la historia de sus actividades, si no toda ella, y en ese caso muchos de nuestros mejores casos habrían estado condenados.»[6] Si Jebsen hablaba, descubriría no sólo a Popov, sino a todos los agentes dobles, Garbo incluido.

¿Tenían que cancelar el caso de Garbo? El 10 de mayo, a menos de un mes del día D, Tommy Harris se reunió con Masterman, Guy Liddell, jefe de contraespionaje del MI5, y Tar Robertson, encargado de los agentes dobles, para tomar una decisión. La reunión fue tensa; Harris tenía los nervios destrozados. «Tommy sigue muy inquieto», informó Liddell.[7] Masterman empezó diciendo que a estas alturas no debía hacerse ningún cambio; no estaban seguros de lo que Artista confesaría ni de lo comprometido que estaría Triciclo. Si les llegaba información de que la situación empeoraba, «se utilizaría a los agentes para confundir a los alemanes, en vez de pasar un plan de cobertura completo».[8] En caso contrario, se seguiría el plan previsto.

Tommy Harris se opuso con vehemencia. Era evidente que sufría una crisis de fe y su peor pesadilla se iba haciendo realidad. No podía quitarse de la cabeza la imagen de Jebsen en el campo de concentración; se imaginaba al espía revelando todos los pormenores de la vida secreta de Garbo. Harris sabía lo que ocurriría a continuación. Después de oír la declaración del hombre sometido a tortura, un analista tan sagaz como Roenne iría a los archivos y releería con atención los mensajes de Garbo sobre el FUSAG, no con la lente que Kühlenthal había colocado delante de Garbo desde el principio —la que lo presentaba como un supernazi—, sino como un escéptico inflexible tras la pista de un topo. Era probable que pudiera remontarse a 1941. ¡Por el amor de Dios, todavía tenían los mensajes en los que Pujol hablaba de los estibadores de Glasgow que bebían botellas de vino! Era un desastre. Harris sabía que bastaba el menor desplazamiento de la perspectiva, una repentina pérdida de confianza, para desenmascarar a un agente.

Eso no era todo. El analista cogería los mensajes de Triciclo, los cotejaría con los de Garbo y luego con los de Brutus y con los de Tate, y la Abwehr se daría cuenta de que lo que tenía ante los ojos no eran informes simultáneos del mismo fenómeno —una invasión real lanzada desde el sureste de Inglaterra, que se dirigía al Paso de Calais—, sino una trama de proporciones inconcebibles que se proponía ocultar el objetivo, que sólo podía ser Normandía.

El MI5 comparó los mensajes de Garbo con los de Triciclo. Elaboró una tabla y, en las casillas correspondientes, introdujo las fechas, los regimientos y las divisiones, junto con la información enviada al enemigo. Por supuesto, los dos conjuntos de mensajes coincidían casi exactamente. Entonces el MI5 dio copia de los mensajes de Garbo a uno de sus oficiales que no sabía nada de Fortaleza. ¿Le parecía que se señalaba alguna parte de la costa francesa en particular? El oficial dijo que se insinuaba el Paso de Calais, pero que la insinuación era muy leve. La prueba no fue concluyente.

Harris se sentía expuesto. Lo exasperaba la preocupación de siempre: ¿cómo ocultar la mayor invasión de la historia? Fumando un cigarrillo negro tras otro, instó a sus colegas a recoger lo que habían ganado y a marcharse. El controlador de Garbo era el estafador inseguro que perdía el coraje la noche antes de desplumar al palurdo pueblerino.

Todas las personas reunidas en el cuartel general del MI5 estaban bajo una enorme presión, pero Harris tenía motivos de preocupación particulares. Al oficial del MI5 medio judío le había llegado información secreta sobre los pogromos y los asesinatos masivos que se perpetraban en Alemania y otros lugares. Tenía muchos amigos judíos en Londres que habían escapado de los horrores de Alemania antes de que se cerrasen las fronteras, y no le habían ocultado las razones por las que habían huido. Incluso había contratado a un refugiado en su galería de arte. «Le contaban lo que había ocurrido en Alemania», dice su biógrafo, Andreu Jaume.[9]

Harris bebía cada vez más, y la línea nerviosa, de vagas reminiscencias vangoghianas, de los pocos cuadros que pintó durante la guerra se iba volviendo más frenética: atormentado es la palabra española que utiliza el sobrino de Harris.[10] También debía de preocuparlo que el personaje que estaba ayudando a crear, Garbo, fuera un antisemita convencido: en cierto momento, Garbo, en una carta a Kühlenthal, se despidió con el saludo nazi.[11] La retórica proporcionaba un disfraz excelente a Garbo, le hacía parecer lo que Guy Liddell llamó «un nazi vehemente». Pero Harris sabía que el Tercer Reich estaba dando curso a sus odios y asesinaba a judíos como él. Cuando Garbo escribió sobre los Aliados que «no estoy seguro de si me estoy dejando llevar por mi impulso y mi deseo de ver a esa gente exterminada», a Harris le debió de doler.[12]

Curiosamente, Pujol no sabía que el hombre con el que llevaba tres años trabajando codo con codo era medio judío. «Su madre era española y gitana —dijo más tarde Pujol—, y su padre era británico, un hombre que gozaba de una buena posición social en Londres.»[13] Pese a lo íntimos que habían llegado a ser, Harris no había revelado ese secreto a su compañero.

Ahora, por culpa de Jebsen, Harris veía que la operación Garbo se desmoronaba. Y estaba aterrorizado.

Después de oír a Tommy Harris, Liddell y los demás se declararon partidarios de seguir adelante. Si el Comité XX eliminaba a su principal agente, los alemanes podían preguntarse por qué había desaparecido. Y dar carpetazo al caso de Triciclo podía prevenir al enemigo. Mientras los cuatro hombres reunidos analizaban el caso, examinando cada posible modificación desde todos los ángulos posibles, en el centro de todas las ecuaciones había una serie de variables cuyo valor no podían determinar esa tarde de mayo: ¿por qué habían detenido a Jebsen los alemanes?, ¿qué les estaba contando?, ¿cuál era el nivel de confianza de la Abwehr en Garbo y Triciclo? «Se mire como se mire —suspiró Liddell—, este caso está lleno de imponderables.»[14]

Finalmente, los cuatro se pusieron de acuerdo en que debían seguir el plan previsto. Churchill fue informado sobre el caso de Jebsen tres días antes del día D. La operación Garbo todavía estaba viva.