El 20 de diciembre de 1943, en un bosque poco poblado de Prusia Oriental, en una tosca cabaña construida con madera de los alrededores, Adolf Hitler meditaba sobre el segundo frente.[1] Los oficiales del Estado Mayor que lo acompañaban estaban cansados y ansiosos, aunque los montes bajos de Prusia Oriental quedaban lejos de Berlín, que sufría el azote continuo de los bombarderos pesados de la RAF y de la fuerza aérea estadounidense. El flujo constante de malas noticias procedentes del este y de Stalingrado no aliviaba el ambiente depresivo del cuartel general de Hitler. El invierno y las marejadas del canal de la Mancha habían permitido descansar, colocar minas y construir más fortines de artillería a las divisiones alemanas estacionadas en Francia, pero con la llegada de la primavera los Aliados se centrarían en los planes de invasión de Europa. Hacía más de un mes, en su directiva n.º 51, Hitler había resumido la situación:
Se mantiene el peligro en el este, pero se alza una amenaza mayor en el oeste: ¡el desembarco anglosajón! […]. En el este, la gran extensión de territorio nos permite perder terreno, incluso a gran escala, sin que el sistema nervioso de Alemania sufra un golpe fatal. ¡En el oeste es distinto! Si el enemigo logra romper nuestras defensas en un frente amplio, las consecuencias inmediatas serán impredecibles.[2]
De hecho, eran muy predecibles: si los Aliados establecían una cabeza de puente en Francia, podrían avanzar inexorablemente hacia el Ruhr, el corazón industrial de Alemania, y destruir las fábricas de municiones y de carros de combate del enemigo, paralizando su capacidad bélica mientras las fuerzas aliadas se dirigían a Berlín. No sería, como dijo Churchill, el principio del fin, sino el fin del principio.
En la reunión en los bosques prusianos, el Estado Mayor de Hitler se arracimaba en torno a un enorme mapa de Europa. Finalmente, el Führer anunció que la invasión sería en primavera.[3] Los oficiales asintieron con la cabeza. No estaba permitido llevarle la contraria al Führer, quien, además, tenía un conocimiento fantástico de la Muralla del Atlántico, el sistema de fortificaciones que protegía la costa francesa de la invasión de los Aliados. Hitler «conocía la localización de las defensas al detalle, con una precisión mayor que cualquier otro oficial del ejército» alemán.[4] El Führer también estudiaba el mapa. «Sería ideal —dijo— saber desde el principio dónde será el ataque de distracción y dónde el verdadero ataque principal.»[5]
A juzgar por el mapa, que describía la situación del teatro de operaciones europeo en diciembre de 1943, cabría pensar que, para lanzar el segundo frente, los Aliados podían escoger entre un puñado de objetivos. Sin embargo, si se tenían en cuenta las necesidades de la fuerza invasora, se podían eliminar unos cuantos. Los Países Bajos tenían puertos profundos y estaban más cerca del Ruhr que Francia, pero la costa quedaba fuera del alcance de los aviones de combate de la RAF, los tanques aliados no podrían salvar las dunas de arena de las playas y los alemanes abrirían los diques e inundarían las tierras bajas a la primera señal de invasión. Había que descartar Dinamarca, porque estaba demasiado lejos de las líneas de suministro aliadas y de las fábricas del Rin. A la postre, en realidad sólo había dos objetivos potenciales: Normandía y el Paso de Calais.
El Paso de Calais presentaba una clara ventaja: la distancia más corta con las costas inglesas, poco más de treinta kilómetros desde el puerto de Dover. Una vez tomada esta zona, los Aliados podrían avanzar en línea recta hasta el corazón de Alemania: hay menos kilómetros entre el sureste de Inglaterra y Düsseldorf que entre esta última ciudad y Berlín.[6] Sin embargo, había un problema: los alemanes habían situado allí las mejores divisiones y los fortines de artillería más potentes. En Calais, la Muralla del Atlántico, reforzada con cañones de 16 pulgadas arrancados de los acorazados alemanes, se consideraba inexpugnable.[7] Los asaltantes que llegasen por mar serían recibidos por miles de balas trazadoras, disparadas desde lo alto de los acantilados, y las divisiones Panzer acudirían raudas a devolver al mar los tanques Sherman. Además, los puertos de Dover y Folkestone, frente a Calais, eran demasiado pequeños para embarcar todo lo que tendría que trasladarse —desde patatas hasta proyectiles— en cuanto los primeros regimientos tomaran la costa.
Finalmente, los Aliados se decidieron por Normandía, 260 kilómetros al suroeste del Paso de Calais. Allí, las playas no estaban tan fuertemente defendidas. Normandía se encontraba dentro del alcance de los P-47 Thunderbolts y los P-38 Lightnings, que impedirían que la Luftwaffe se echase encima de los batallones asaltantes. Sólo había una división Panzer vigilando la región, la 21.ª, mientras que en Calais había cinco.[8] Las playas tenían accesos fáciles para los vehículos y había un conjunto de carreteras transitables hacia el interior de la región. Con todo, la principal ventaja de elegir Normandía —y la más clara— era el factor sorpresa. Para que la invasión saliera según lo planeado, se tenía que mantener en secreto.
Para engañar a los alemanes, los planificadores del día D no podían contar con las aficiones ocultistas de Himmler ni con la «voz interior» del propio Hitler, que tan grandes riesgos le había hecho correr en las invasiones de Polonia y Holanda. Los escalafones más altos del Tercer Reich todavía estaban sumidos en el misticismo y la negación. Cuando Hitler leyó un largo informe sobre la escasez de comida en Rusia, escribió en la parte superior: «No puede ser».[9] No obstante, esta monomanía afectaba mucho más a las operaciones ofensivas que a las defensivas. Acertar en la predicción del lugar del desembarco de los Aliados no era tan importante para el ego de Hitler como tomar Polonia contra el consejo de sus generales. En este caso, las decisiones esenciales no dependían de su audacia o de su coraje, sino que eran cuestiones técnicas. En las deliberaciones sobre el segundo frente, la actitud de Hitler era muy distinta de la que había mostrado durante la preparación de la invasión alemana de Francia: era capaz de estudiar los hechos con la cabeza fría, de buscar consejo y de cambiar de opinión a partir de los informes de inteligencia.
La actitud de Hitler tenía ventajas e inconvenientes para el MI5 y los agentes dobles como Garbo. Por una parte, presentaba un agujero por donde podía penetrar la información facilitada por los Aliados y, en la medida en que fuera convincente, influir en el caudillo alemán; pero, por otra parte, entrañaba que el proceso de deliberación sobre el lugar en el que se produciría la ofensiva sería más democrático y objetivo, con lo que resultaría más difícil ocultar el verdadero objetivo de la invasión.
La información sobre el día D se suministró al menor número posible de oficiales aliados. Los que conocían el plan se denominaban «Bigot», y para hablar entre ellos utilizaban teléfonos verdes con codificadores.[10] Antes de la invasión, desaparecieron diez de esos oficiales en un accidente y se organizó una búsqueda febril, hasta que los encontraron a todos. A los operadores de radio que enviaban las comunicaciones relativas al día D les estaba prohibido hablar en los pubs e incluso en los lavabos públicos.
Eran pocos los que confiaban en el éxito del plan. Las invasiones con escuadras de desembarco se habían ganado una reputación sangrienta a lo largo de los siglos: en 1274 y 1281, los ataques de Kublai Kahn contra Japón fracasaron por culpa de las tormentas y el diseño deficiente de las naves; en 1588, el intento de la Armada española de atracar en las costas británicas no prosperó a causa de las tormentas y de una feroz batalla naval; en 1714, la enorme fuerza británica que atacó Cartagena fue derrotada por un contingente español mucho menor; y en 1915 y 1916, Gallipoli se convirtió en sinónimo de desastre. Aunque los británicos hubieran llevado a cabo tres desembarcos con éxito en la segunda guerra mundial —en el norte de África, Sicilia y Salerno—, ninguna de esas tres posiciones estaba fortificada. Cuando, en agosto de 1942, los Aliados asaltaron la costa de Dieppe, que contaba con fuertes defensas, la invasión se saldó con un rotundo fracaso y se cobró miles de vidas.[11]
En los planes del día D se calculaba un índice de bajas del 90 por ciento.[12] En el mejor de los casos, los Aliados esperaban desembarcar cinco divisiones en Francia durante las primeras veinticuatro horas; los alemanes los aguardaban con cincuenta divisiones de infantería y once divisiones acorazadas.[13] Cuando sir Alan Brooke, jefe del Estado Mayor General Imperial, expuso los detalles del ataque, de nombre en clave Overlord, terminó su presentación con las siguientes palabras: «Bien, aquí está; no funcionará, pero tienen que hacerlo por narices».[14] El general sir Hastings Ismay escribió a un mariscal de campo: «Muchas personas que tienen que estar bien informadas dan por supuesto que Overlord será una carnicería de la misma magnitud que Somme y Passchendaele». A principios de 1944, Churchill escribió: «Cuando, en mi mente, veo teñirse de roja sangre sus aguas, tengo mis dudas… tengo mis dudas».[15]
Mientras a los Aliados les preocupaba la mera idea de una invasión por el Canal y Hitler contemplaba sus mapas y se preguntaba dónde se produciría, en Londres se libraba una batalla secreta para decidir cómo ocultar el día D a los alemanes. El sótano de Whitehall estaba lleno de personas que escribían y reescribían la «historia» que se contaría a Berlín. El plan recibiría el nombre en clave de Guardia [Bodyguard], inspirado en la famosa frase de Churchill: «En tiempo de guerra, la verdad es tan preciosa que debe ser protegida por una guardia de mentiras». No obstante, a finales de 1943, la redacción del guión no marchaba bien.
En el invierno de 1943, en las oficinas de la Sección de Control de Londres, en el subsuelo de Whitehall, trabajaban en el plan de engaño el controlador, Johnny Bevan, y su personal, incluido el corpulento y sociable Dennis Wheatley, el hombre que había estado allí en los malos tiempos, junto con Lumby, el jefe que tenía la costumbre de quemar los archivos. Examinaban cada aspecto de la operación desde todos los ángulos, preguntándose cómo la recibirían los alemanes, cómo podía encajarse en el mosaico del plan global de engaño y cuál sería la mejor manera de ejecutarla.
Escribían un artículo tras otro, un subapartado tras otro, con títulos como «Factores contrarios a la posibilidad de disfrazar el propósito de la expedición» y «Posibles medios por los que el enemigo puede llegar a conocer la verdad sobre nuestras intenciones». Bevan los leía y los devolvía llenos de comentarios, exigía más y más detalles, más realismo. Se ponía furioso si sus hombres daban por supuesto que algo saldría bien. El engranaje de la maquinaria era muy delicado —si un plan fracasaba en Turquía, otro podía irse a pique en Noruega— y Bevan quería que se tuvieran en cuenta todos los desastres posibles. Quizá todavía le obsesionara Starkey. Quizá los soldados estadounidenses que veía pasear por las calles de Whitehall, cuyas vidas estaban en sus manos, habían alterado a ese hombre nervioso pero amable. Fuera cual fuese la razón, con cada nueva redacción, el plan Guardia se hacía más largo y sombrío.
Gradualmente, Dennis Wheatley se dio cuenta de que «era ya un documento deprimente […] que venía a informar a los jefes de que las probabilidades de éxito del plan eran de 10 contra 1».[16] El novelista le leyó la cartilla a su superior y acabó convenciendo a Bevan de que el plan se tenía que modificar. El personal redujo las veinte páginas a tres. Los jefes lo aceptaron «sin rechistar».
Churchill, una de las fuerzas motrices del plan, estaba nervioso. «El plan tiene que estar suficientemente cerca de la verdad para que Herr Hitler se lo crea, pero lo despistará completamente.»[17] Guardia concedería a los Aliados «una estrecha ventaja que podría significar la diferencia entre un triunfo glorioso y una debacle cruenta […]. Si lo conseguimos, ¡será el mayor engaño de la historia!». En diciembre de 1943, el plan estaba en marcha. La gran diferencia respecto a Escarapela era simple. Esta vez, se produciría una invasión. Sólo se tenían que ocultar dos datos: el dónde y el cuándo.
A grandes rasgos, Guardia representaba lo que los Aliados querían que los alemanes creyesen antes del día D: que habría un simulacro de ataque en dos fases, una ofensiva contra Noruega en primavera y la invasión del Paso de Calais en verano. Sin embargo, las divisiones necesarias para invadir Europa no trabajaban a pleno rendimiento y la producción de lanchas de desembarco llevaba retraso, de modo que «no sería posible hasta finales de verano una operación de cruce del Canal a gran escala».[18] Se propondría el 15 de julio como posible día D. El fraude de Noruega se llamaría Fortaleza Norte [Fortitude North] y la estratagema de Calais sería Fortaleza Sur [Fortitude South].
Las organizaciones de inteligencia empezaron a repartirse el plan Guardia y a ponerlo en práctica. En enero, cuando Eisenhower asumió la tarea de planear el día D, su Estado Mayor descubrió que los agentes dobles «eran, con mucho, el canal más eficaz para la filtración controlada».[19] Ellos serían la punta de la lanza, con Garbo y Brutus —el aviador polaco— a la cabeza. Toda la operación de engaño giraría en torno a unos cuantos hombres y a los oficiales encargados de sus casos.
Desde su pequeña oficina, Pujol y Harris empezaron a darse cuenta de lo mucho que les faltaba a los Aliados para estar listos para una invasión. El 5 de enero, Garbo comunicó a Madrid: «He leído en la prensa inglesa algunos comentarios sobre la supuesta creencia, en los círculos oficiales alemanes, de que la ofensiva contra el continente empezará en los próximos quince días. Si esto es lo que cree nuestro Alto Mando, puedes comunicar inmediatamente al cuartel general que no hay peligro alguno en este período».[20] El 15 de enero Garbo vio una nueva clase de lancha de desembarco estadounidense atracada en el Albert Dock de Liverpool y envió un dibujo, pero sólo había una embarcación, lo cual difícilmente podía indicar que el apocalipsis fuera inminente. El 21 de enero escribió: «Conversación con un amigo. Considera que la ofensiva angloamericana contra el continente, caso de llegar a producirse, aún tardaría bastante».[21] Los otros agentes dobles también bombardeaban a los alemanes con informes ficticios de juergas y de soldados que salían de noche. «Los problemas laborales en Estados Unidos —informó el 20 de enero Tate (Wulf Schmidt, el primer agente doble del MI5)— han limitado la producción de barcazas de invasión hasta el punto de que pueden llegar a afectar las fechas de las próximas operaciones». Brutus metió baza tres días después: «Somos de la opinión de que es probable que Montgomery, como ya hizo en Egipto, vuelva a entrenar a todas las tropas». Las fuentes de la Abwehr comunicaron que en Kent se estaban abriendo manantiales artesianos para campamentos de tropas, cosa que no haría ningún ejército que no hubiera previsto una larga estancia.[22]
Pero los mensajes de Londres no surtían efecto. Los alemanes comunicaron por radio a Garbo que sus analistas estaban advirtiendo un pico en los mensajes que informaban de un incremento de la actividad. Se estaba preparando alguna operación importante. La Abwehr envió a Garbo una serie de cuestionarios muy detallados sobre la fuerza de invasión: «Varias fuentes informan de intensos preparativos para operaciones de gran importancia en una fecha muy próxima desde las islas. Espero tus informes con urgencia y el máximo interés».[23] Catorce de enero: «Por razones tácticas, hay que suponer que los centros de peligro para las próximas operaciones son Devon, Cornwall y la costa sur, entre Weymouth y Southampton».[24] El dato era exacto: ésas eran las zonas de embarque reales para el día D. «En opinión de esta Abteilung [sección], hay que considerar que numerosos informes sobre el supuesto aplazamiento de la invasión —decía un telegrama de marzo de la embajada alemana en Londres— son una forma sistemática de encubrir el plan real.»[25]
Garbo seguía fuera de sospecha, pero los alemanes iban advirtiendo el plan de engaño en tiempo real. Y no era difícil entender por qué: en los puertos del sur de Inglaterra se estaba reuniendo un gran contingente de lanchas de desembarco. En los aeropuertos se concentraba tal cantidad de aviones que la gente decía en broma que se podía ir de un cabo de Inglaterra al otro andando sobre las alas de los cazas.[26] Había soldados por todas partes. «[Llegaban hombres] por tierra, en tren, autobús, camión o a pie —escribió el historiador Stephen Ambrose—. Marchaban en dirección sur, encuadrados en compañías, batallones y regimientos por las estrechas carreteras inglesas. Cuando llegaron a sus áreas de reunión, los miles y miles de hombres se organizaron en divisiones, cuerpos y ejércitos, en total casi dos millones de hombres.»[27] Llevaban consigo casi medio millón de vehículos, 4.500 cocineros, miles y miles de tiendas de campaña y toneladas de abultados equipos.
Los jefes del ejército se esforzaban al máximo por camuflar las nuevas llegadas: se hicieron caminos de grava en los campamentos para que la Luftwaffe no pudiera tomar fotografías de nuevos rastros en el césped inglés; las alambradas protegían los carros de combate y los jeeps de las miradas curiosas; los PM patrullaban las «salchichas» o campamentos para impedir que los soldados sedientos se mezclaran con los habitantes del lugar en los pubs cercanos, y se prohibieron las hogueras, pese a que, en aquella época del año, la escarcha aún cubría la campiña inglesa en la madrugada.[28] No obstante, en Londres había medio millón de soldados de sesenta nacionalidades distintas que atestaban los bares y cabarets, y tan profusamente equipados que entre los británicos circulaba el chiste de que lo único que impedía que Inglaterra se hundiera en el mar eran los globos cautivos de protección, atados a la tierra.
Las personas encargadas de ocultar ese enorme ejército notaron un aumento de la presión a comienzos de 1944. La operación se iba poniendo al rojo vivo y Pujol estaba cada vez más absorto en su creación, Garbo. Muchos días llegaba a redactar y enviar cuatro o cinco mensajes, el más largo de 8.000 palabras, además de los 1.200 mensajes de radio que escribió durante la guerra. «La labor que realizábamos Tommy Harris y yo era a veces muy dura —escribió—, porque implicaba solucionar complejos problemas y tomar decisiones difíciles.»[29] Harris vigilaba de cerca a su compañero; no podían permitir que Pujol se quemara antes del capítulo final. «Toda su vida estaba entregada […] al trabajo», escribió Harris.
Pujol logró escapar de la guerra por unas pocas horas. Su familia y él fueron evacuados al pueblo rural de Taplow (Buckinghamshire), donde se alojaron en un hotel a orillas del Támesis. El idílico lugar parecía un mundo aparte de la capital destrozada y estaba poblado por un grupo de veinticinco refugiados, entre los que había una chica judía pelirroja que le pidió a Pujol que le diera clases de español, una pareja checa y un vicecónsul de la embajada española. Por la noche se celebraban fiestas y Pujol no se perdía ninguna; deseaba charlar de cualquier cosa y, especialmente, bailar. «De joven me consideraban un buen bailarín», decía, y ahora atacaba con ímpetu el pasodoble y el foxtrot, y golpeaba con los talones el suelo de madera del hotel para mayor regocijo de toda la concurrencia.
Pero Pujol no podía decir a los demás inquilinos la auténtica razón por la que estaba en Inglaterra ni demostrar la inquietud que le causaba su misión.
En 1944, la Abwehr era una organización imperfecta, que se enfrentaba a menudo con sus rivales, el Sicherheitsdienst (SD) e incluso el ejército al que aconsejaba. No obstante, tenía dieciséis mil agentes repartidos por todo el mundo y era experta en muchos ámbitos del espionaje. «Todos los datos disponibles —escribió Masterman— indican que los alemanes estaban al menos al mismo nivel que nosotros en todas las artes relacionadas con el espionaje y el contraespionaje.»[30] En 1939, había tenido lugar el justamente famoso Incidente Venlo. El SD había convencido a la inteligencia británica de que en Venlo, un pueblo fronterizo holandés, un grupo de oficiales alemanes descontentos urdía un golpe de Estado contra Hitler. Los dos agentes del SIS británico que fueron a encontrarse con los conspiradores cayeron prisioneros, lo cual dio a Hitler una excusa para invadir Holanda, pues la presencia del SIS en Venlo demostraba que los holandeses ya no eran neutrales. El plan, ejecutado a la perfección, obsesionó durante años a los jefes del espionaje británico. Aun cuando la Abwehr tuviera defectos en sus niveles superiores, no podía dejar de advertir las señales de la mayor invasión de la historia, señales que serían bien visibles en los puertos de Inglaterra y en los callejones de Lisboa.
A los alemanes no les haría falta una inteligencia fuera de lo común para descubrir la invasión; en cambio, los británicos, para mantenerla en secreto, tenían que demostrar las dotes del más genial de los ilusionistas.
Garbo se encontraba en una situación especialmente delicada. En los meses anteriores había extendido su red en el sur y el suroeste de Inglaterra, atrayendo nuevos «reclutas», desde arios galeses que «odiaban a muerte a los británicos»[31] hasta un comunista griego fanático, además de saboteadores y fascistas, y todos ellos vigilaban los preparativos del día D. Los alemanes sabían que algo ocurría en Southampton y Devon, y esperaban que su principal agente les explicara de qué se trataba exactamente y les informara hasta de la insignia del regimiento y del número de tiendas de campaña.
Garbo siguió transmitiendo la línea oficial de los británicos. Tras una charla con su amigo del ministerio, comunicó a Madrid que el funcionario creía que se derrotaría a Alemania con las fuerzas aéreas, no con ataques terrestres.[32] La amante de Garbo, la secretaria sencilla, confirmó esta opinión unos días después. «Insistió sobre todo en un punto, que era que los angloamericanos no empezarían la ofensiva hasta que lo tuvieran todo completamente listo.»[33] Ahora bien, ¿cómo podía fingir que no sucedía nada de interés real en Inglaterra, cuando tenía a agentes dispersados por todo el país? Por bueno que fuera, ni siquiera Garbo podía camuflar un ejército de invasión.
Había una persona particularmente preocupada por la operación Fortaleza: David Strangeways, un hombre pequeño y arrogante que vestía con elegancia. Su apellido (que en inglés significa «extrañas maneras») casaba con su carácter, pues el coronel Strangeways era un hombre poco ortodoxo que irritaba a sus compañeros. «Inspiraba mucha antipatía», diría un soldado; «un enfant terrible insufrible e insoportable»,[34] diría otro (aunque ambos reconocían que lo admiraban en secreto). El coronel aborrecía profundamente la burocracia y se saltaba los procedimientos siempre que le parecía oportuno. Años más tarde, cuando un historiador lo entrevistó, no parecía arrepentido: «“No era una persona muy querida”, reconoció animosamente».[35] Tenía una brújula interior tan fuerte como la de Montgomery o la de Patton. Tras licenciarse de las fuerzas armadas, se hizo sacerdote anglicano, y sostenía que los sermones no debían durar más de ocho minutos. Aunque era un orador excelente, nunca excedió este límite, cosa que admiraba a sus feligreses.[36]
Strangeways, guapo y moreno, había nacido en 1912, hijo del fundador de un importante hospital de investigación. Después de estudiar historia en el Trinity College de Cambridge, en 1933 ingresó en el regimiento del Duque de Wellington y sirvió en Malta antes de participar en su primera acción de combate: la retirada de Dunkerque. Al llegar a la playa, con el ejército alemán pisándole los talones, divisó una barcaza del Támesis abandonada que flotaba cerca de la orilla.[37] Ordenó a sus hombres que se quitaran los uniformes, para no hundirse con el peso de la ropa mojada, y nadó con ellos hasta aquella embarcación tan poco manejable. Como de niño había aprendido a navegar, llevó a sus hombres sanos y salvos hasta Portsmouth, donde fueron recibidos por el alcalde y un grupo de fotógrafos, que esperaban a las tropas que regresaban de la costa francesa. El oficial hizo gala de sus dotes de improvisación al aparecer en cubierta vestido con las cortinas del barco. En los partes se mencionó que Strangeways había salvado a sus hombres.
En 1942 tuvo su primera experiencia en el terreno del engaño: lo eligieron para llevar los planes de la operación Antorcha —la invasión del norte de África con la que Garbo se había fogueado— a los generales que se encontraban en El Cairo. Transportaba en su equipaje una copia de la última chapuza de Dennis Wheatley, que contenía una carta de éste a un amigo, trufada de comentarios sobre la invasión inminente. Strangeways tenía que pasar por Gibraltar, y el MI6 sabía que allí los empleados de los hoteles en nómina de la Abwehr registraban las maletas de los huéspedes británicos,[38] de modo que apenas tuvo que esforzarse para que la información llegara hasta Berlín, como querían los estrategas del engaño del bando aliado.
El elegante oficial prosperó cuando, en la campaña de Oriente Próximo, empezó a trabajar a las órdenes de Dudley Clarke, el cerebro del espionaje aliado. Clarke, el máximo responsable del engaño estratégico, era un genio que, en opinión de uno de sus oficiales, tenía «el cerebro con mayor capacidad de todos los hombres que haya conocido jamás».[39] Rubio, pequeño y bien vestido, con una voz «fuerte y dulce» y unos ojos que centelleaban de júbilo secreto, Clarke se convirtió en una leyenda en Oriente Próximo antes de trasladarse al escenario del oeste. Muchas de las ideas en las que se basaba el Comité XX —la importancia de la sincronización, la necesidad de una historia con la que alimentar al enemigo— eran producto de la época turbulenta que pasó en El Cairo. Tenía la oficina debajo de un burdel, para que la cantidad de oficiales que iban a verlo no llamase la atención.[40] «Sin duda era el oficial de inteligencia más extraordinario de su época, y muy probablemente de todas las épocas —dijo David Mure, uno de los oficiales de su Estado Mayor—. Su mente trabajaba de una manera distinta a la de cualquier otra persona, y mucho más rápido; miraba el mundo con los ojos de sus oponentes.»[41] Clarke tenía una memoria casi fotográfica que le permitía recordar los detalles de media docena de planes enmarañados. A sus órdenes, la unidad conocida como A Force revolucionó las técnicas del engaño: rastreó todo Oriente Próximo y creó una colección de 1.200 tipos de papel distintos, que se utilizaban para las falsificaciones; recopiló casi todos los sellos fiscales, de metal, de goma y en relieve que usaban los nazis; podía reproducir las firmas de los oficiales alemanes más importantes y guardaba un archivo enorme, gracias al cual podía informar del paradero de cualquier general en todo momento. Como el FBI actual, podía volver a crear un documento quemado o hecho trizas. Incluso podía teñir a un hombre de marrón para hacerlo pasar por árabe.[42]
David Strangeways fue uno de los alumnos más aventajados de Clarke. Después de estudiar a la sombra de su maestro, lo trasladaron a Túnez, donde urdió una serie de tramas ingeniosas que lograron engañar al mejor comandante alemán, Erwin Rommel.
Una de las claves del éxito del sector del espionaje aliado era que los hombres que trabajaban en él reunían dos raras condiciones. De habérselo propuesto, Juan Pujol podría haber sido uno de los mayores timadores del mundo, un estafador a lo Ponzi o un gigoló. Sin embargo, prefirió hacer el bien. Raras veces se dan juntas estas dos cualidades: los impostores no quieren salvar a la humanidad, y los humanistas idealistas no podrían engañar a los mejores cerebros del servicio de inteligencia alemán. David Strangeways también reunía dos cualidades de muy distinto signo: además de ser un estratega brillante, era letal en la batalla. Dicho de otro modo, era un comandante curtido en el campo de batalla que había reflexionado profundamente sobre el engaño y sobre cómo podía imbricarse con una guerra cinética.
Strangeways lo hacía todo, en Túnez y donde hiciera falta: preparaba los planes, seleccionaba a los agentes que los llevarían a cabo, supervisaba el engaño en las ondas y el engaño material, vigilaba la reacción alemana en tiempo real e incluso luchó en las batallas resultantes. Ejecutaba el engaño de principio a fin. Nadie en el escenario europeo tenía la misma experiencia. Oriente Próximo fue como un laboratorio en el que pudo experimentar y elaborar sus teorías en el campo del fraude estratégico.
La batalla de Túnez es un buen ejemplo de ello.[43] En el invierno de 1942, el Primer Ejército británico y el II Cuerpo estadounidense cercaban la capital por el oeste. Strangeways dirigió la atención de los alemanes hacia el sur mediante las comunicaciones de radio de un agente de la Abwehr de nombre en clave Cheese, supuestamente un sirio de origen eslavo que en realidad era un teniente coronel británico muy ingenioso llamado William Kenyon-Jones, quien, contra los deseos expresos del cuerpo de señales británico, tenía en El Cairo un aparato de radioaficionado construido con piezas de recambio y se había ganado la confianza de la Abwehr de Atenas con sus informes extrañamente precisos. Con las noticias falsas de Cheese y con unos cuantos tanques de juguete estacionados en el sur, al lado de otros tanques reales, lo que daba a la Luftwaffe la ilusión de un gran movimiento acorazado, Strangeways hizo creer a Rommel, el Zorro del Desierto, que los ejércitos aliados estaban donde no estaban.
Pero todavía no se había tomado la capital, Túnez. Strangeways se metió en un coche acorazado y se dirigió a la ciudad, que humeaba y retumbaba con las ametralladoras de las últimas resistencias de Rommel. Irrumpió en el cuartel general alemán a tiro limpio, abrió la caja fuerte con una carga explosiva y confiscó los códigos secretos, documentos confidenciales y máquinas de cifrado antes de que los alemanes pudieran deshacerse de ellos. Acto seguido, reunió lo que quedaba de la policía colonial francesa y restauró el orden en la ciudad. Wheatley, metiéndose en su papel de novelista, dijo que Strangeways fue «el primer hombre que entró en Túnez» ese día. Aunque puede que fuera una exageración, la infantería aliada entró en la ciudad la mañana siguiente y encontró «la capital prácticamente bajo [su] control». El mariscal de campo Bernard Montgomery, que tenía fama de ser difícil de contentar, quedó tan impresionado con el joven oficial que, cuando tuvo que volver a Inglaterra para participar en el día D, se lo llevó consigo para que dirigiera la unidad de engaño.
Strangeways llegó a Londres alrededor de la Navidad de 1943. Wheatley cuenta cómo fue la primera vez que vio a ese hombre extraño y brillante: «Vestía con tanta elegancia que, incluso en uniforme de combate, tenía un aspecto impecable».[44] Pero el escenario europeo al que acababa de llegar era distinto del de Oriente Próximo: confuso, enorme y muy político. Pasaban meses antes de que los planes fueran aprobados y llevados a la práctica. Cada organización tenía su propia burocracia. Si se necesitaba la colaboración de la Marina Real para la ejecución de un plan, costaba semanas encontrar a la persona adecuada. Las relaciones de poder eran tan complejas como las que existen en todos los cuerpos administrativos, y Strangeways estaba por debajo de casi todas las personas que necesitaba para Fortaleza.
Sin embargo, Strangeways no concedía importancia ninguna a los galones; tenía fama de pisotear los dominios de los demás y de desautorizar a personas sobre las que no tenía ningún poder. De hecho, parecía que disfrutara provocando a sus superiores. «Se creía que era Monty», dijo un oficial.
Para preparar la operación Fortaleza fueron necesarias miles de horas de trabajo y la dedicación, durante meses, de los mejores cerebros de Londres. Todo el mundo la había refrendado. Pero Strangeways, el recién llegado, sólo tuvo que echar un vistazo al plan para darse cuenta de que era una porquería. «Digámoslo así: el plan era obra de hombres que habían estado en Inglaterra y que nunca habían participado en ninguna misión práctica de engaño, es decir, que nunca habían combinado la labor de engaño con la actividad militar.»[45] Strangeways se imaginaba a Dennis Wheatley volviendo achispado de una gran comilona, con su chaqueta forrada de seda, y tramando el asunto antes de echarse la siesta. Era un plan concebido en una oficina sin ventanas. No funcionaría.
En una famosa reunión de jefes de inteligencia, Strangeways se levantó y, con una copia del plan Fortaleza en la mano, declaró que era inútil y la rompió lentamente delante de los hombres que la habían escrito. «Fue sumamente ofensivo —contaría un oficial—. Más vale no repetir lo que se llegó a decir de Strangeways.»[46]
Eso fue en febrero de 1944. El día D estaba programado para el 1 de mayo. A los autores de Fortaleza no les hizo ninguna gracia. «Todo el mundo estaba furioso. Ese fulano presuntuoso, ¿quién se cree que es?»[47] Pero, como contaba con el apoyo de Monty, el comandante militar más poderoso de Gran Bretaña, los planificadores del engaño tuvieron que oír sus ideas, al menos. Después pensaban enterrarlas.
El comandante Roger Fleetwood Hesketh era el único oficial de inteligencia de Ops (B), la sección de engaño integrada en SHAEF, el Cuartel General Supremo de la Fuerza Expedicionaria Aliada de Eisenhower, y era uno de los cerebros de Guardia. Había sido abogado y era todo un caballero, «el terrateniente inglés ideal»,[48] cuya finca del siglo XII, Meols, se consideraba la casa más encantada del país y presumía de tener «una de las mejores bodegas de Inglaterra».[49] Difícilmente se habría podido encontrar un miembro de la clase dirigente británica más seguro de sí mismo y que gozara de una posición más asentada. A principios de febrero, cuando Strangeways se disponía a dar a conocer su nuevo plan de engaño, Hesketh comentó a sus oficiales que no sería nada más que un refrito de la operación Guardia, con «unas pocas ideas nuevas» para guardar las apariencias.[50] En la batalla para crear el plan para el día D, se impondría la vieja guardia, no ese figurín arrogante.
Pocos días después, el documento revisado llegó a la oficina de Hesketh.[51] Después de leerlo en silencio, se lo pasó a Christopher Harmer, un oficial y enlace del MI5.
—¿Qué te parece?
Harmer leyó el plan con asombro creciente. «Fue una revelación», diría más tarde.
Miró a Hesketh y dio su veredicto.
—No puedo creer que esto vaya a salir bien.