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CAOS

En verano y principios de otoño de 1943, los planificadores de la operación Escarapela, junto con Pujol y Harris, empezaron a sentir lo que John Masterman llamó una «ansiedad corrosiva».[1] En esos meses se hizo cada vez más evidente que habían subestimado la dificultad de alojar a los mandos y a miles de soldados en grandes campamentos y convertirlos en una fuerza de invasión, aunque fuera ficticia. Se empezaron a rebajar partidas y a reducir recursos. El 17 de junio, el Estado Mayor Conjunto de Planificación tachó la disposición por la que Escarapela podía convertirse en una invasión real si topaba con defensas débiles. A partir de ese momento el plan sería solamente una maniobra de distracción, una amenaza vacua.[2] Cuatro días más tarde, la Marina Real dijo que no podía permitir que los grandes acorazados de la clase R se utilizaran en un simulacro. ¿Qué ocurriría si las baterías costeras los hundían en el canal de la Mancha? Los alemanes obtendrían una gran victoria en el terreno de la propaganda. La idea se desechó sigilosamente.

Llegaron informes según los cuales la mayoría de los oficiales estadounidenses que tenían que participar en la invasión no sabía siquiera que existía el plan Escarapela. La marina de Estados Unidos, que tenía que suministrar barcos y personal, comunicó a los planificadores que ni siquiera podían hablar con ellos hasta dos semanas antes del día D ficticio. Ninguna de las unidades que cedieron para la campaña había recibido instrucción en operaciones anfibias y, por lo tanto, eran esencialmente inútiles. Y hasta agosto, un mes antes de iniciar Escarapela, nadie se dio cuenta de que el plan requería un gran convoy naval que partiera de la costa este de Estados Unidos para apoyar el ardid. Esa idea también hubo de descartarse. Cuando los planificadores intentaron ponerse en contacto con una de las unidades de la marina de Estados Unidos que supuestamente cruzarían el canal de la Mancha el 8 de septiembre, se encontraron con que hacía más de dos años que no estaba en su cuartel y ni siquiera pudieron localizarla a tiempo para requerir su participación.[3] El jefe de la operación también estaba perdido: «¿Sería alguien tan amable de decirme lo que tengo que decir —vociferó el general Frederick Morgan a sus subordinados—, cuándo tengo que decirlo y a quién?».[4]

Un examen más detenido de uno de los principales objetivos de Escarapela (obligar a los aviones enemigos a abandonar sus hangares) habría revelado que la Luftwaffe prefería retenerlos en espera del día D, para poder exterminar a los regimientos aliados cuando sus camiones y jeeps se atascasen en las carreteras del interior del país. Aunque los alemanes creyeran que la invasión era real, era muy posible que no apareciera ningún avión al que derribar. La información en la que se basaba Escarapela era defectuosa.

La euforia de la operación Antorcha, la invasión del norte de África, se disipaba y volvían todos los viejos prejuicios sobre el engaño. Era una pérdida de tiempo y un derroche de gasóleo. En conversaciones privadas, muchos miembros del Alto Mando aliado afirmaban que era una operación de resultados difíciles de calibrar.

Si el engaño estratégico, en cuanto a su estructura, se parecía al sistema de los estudios de Hollywood, sus puntos débiles recordaban más a los de un ecosistema: cada acontecimiento producía efectos en una gran área. Si el engaño material fallaba o no se conseguía difundir un rumor, la reputación de los agentes dobles se resentía, y viceversa: el trabajo mal hecho circulaba por todo el sistema y lo corrompía todo. Un suceso acontecido en una embajada de Ankara podía neutralizar un mensaje de Garbo. En Escarapela, varias redes —la mayoría de las cuales entrañaba la quincalla necesaria para dar cuerpo al relato— funcionaban mal, lo cual ponía en entredicho la supervivencia de todo el ecosistema.

El voluble clima británico no cooperaba. Se cancelaban operaciones a causa de la lluvia y las tormentas, y la Luftwaffe no podía enviar aviones de reconocimiento.[5] Churchill no estaba satisfecho. «No creo —escribiría después de ver los planes— que haya suficiente fundamento […]. Aunque se cause alguna molestia, es preciso reunir una flota mucho mayor.»[6] Como consecuencia del comentario del primer ministro, se destinó a la operación una pequeña flota de veinte naves que constituiría la segunda oleada que zarparía del estrecho de Solent rumbo al cabo Beachy, hacia el este, para dar mayor consistencia a la ofensiva.[7] No obstante, era poco y llegaba tarde.

Procedentes de todos los cuadrantes, se amontonaban las pruebas de que los Aliados no estaban preparados para llevar a efecto una operación de engaño de esa magnitud. «Se levantó una ola creciente de desesperación» respecto a Escarapela.[8] La prensa alimentaba excesivamente las esperanzas. «Una fuente no oficial afirma que los Aliados atacarán Alemania en otoño —informaba la United Press a finales de agosto— y las fuerzas angloamericanas están listas para vencer a los rusos en la carrera hacia Berlín. Se multiplican las señales que indican que los Aliados podrían desembarcar en Italia y en Francia el próximo mes.»

Incluso Pujol empezaba a acusar la decepción. Para poder mandar un mensaje a los alemanes, Harris y él tenían que pasar por un proceso bizantino. En primer lugar, los planificadores proporcionaban a los agentes dobles los «seriales», las historias que había que transmitir a los alemanes, junto con las fechas en las que se debía emitir la información y los incidentes del mundo real relacionados con la historia ficticia (por ejemplo, la circunstancia de que dos flotillas de dragaminas saldrían de Dover el 1 de septiembre). De este modo, los planificadores podían escribir el guión de toda la operación de engaño y entregar diversas partes de la historia a los distintos agentes, para que éstos las transmitieran a la Abwehr. Los Aliados esperaban que la Abwehr reuniera los retales y tejiese de nuevo el relato original. Así se evitaban las contradicciones y los comienzos fallidos y se creaba una imagen coherente a partir de miles de luces de aviso.

Parecía una estrategia brillante… sobre el papel. «Nos enfrentábamos a unas dificultades enormes», diría Harris. El problema eran las reescrituras. Harris traía el capítulo del día y redactaba un borrador del mensaje. Se lo entregaba a Pujol, que hacía algunos cambios para que se reflejara el personaje que había construido a lo largo de tantos meses, y luego traducía la versión revisada al español. Después había que retraducir el mensaje al inglés para enviárselo a los planificadores, quienes introducían más cambios de su cosecha y remitían el texto al sector de las fuerzas armadas competente en cada caso (si el mensaje informaba de un dragaminas, se enviaba a la Marina Real). La Marina Real podía poner objeciones: la situación de la guerra era inestable y las circunstancias que tenían en cuenta las historias originales podían haber cambiado de la noche a la mañana. Un oficial se encargaba de introducir los cambios de la marina y de enviar el mensaje de nuevo a Pujol y Harris. «Con frecuencia», Pujol encontraba problemas en la nueva versión; por ejemplo: la marina o los jefes del engaño querían que dijera algo que Garbo nunca diría o que contradecía lo dicho en un mensaje anterior. En lo relativo a Garbo, Pujol era inconmovible: tenía que defender a su personaje a toda costa. Así pues, el español hacía más cambios y el tortuoso proceso volvía a empezar.

Harris, normalmente imperturbable, se desesperaba. El sistema era «totalmente caótico», «agotador», «exasperante». Le parecía que Pujol, tan relajado y despreocupado en otras facetas de su vida, era un perfeccionista despiadado en cuanto se refería a Garbo. «Si sólo hago una cosa —dijo más tarde Pujol—, quiero hacerla bien.»[9] El proceso se convirtió en un torrente de cartas encadenadas que parecía no tener fin. Era como intentar escribir una novela en medio de una batalla que se describía en la novela.

Garbo siguió tocando tenazmente el tambor de guerra para que lo oyeran en Madrid. «45 torpederos en Dover […] han llegado centenares de embarcaciones navales ligeras, entre ellas, lanchas cañoneras; las pertrechan y luego parten hacia puntos de encuentro camuflados […]. A partir del 25 de agosto se han cancelado todos los permisos de la RAF en determinadas zonas.»[10] Para respaldar los mensajes de Garbo, se llevaron a cabo misiones preparatorias en las que hombres rana y asaltantes se arrastraron hasta las playas de Calais y dejaron unas cartas con las que trataban de obtener información de los habitantes del lugar con vistas a la invasión. Empezó una serie de ataques en la costa —las misiones FORFAR—, con órdenes de apresar a todos los soldados alemanes que pudieran y llevarlos a Inglaterra para someterlos a interrogatorio (y para que los alemanes supieran que exploraban los posibles objetivos de la invasión). Un grupo de asalto escaló los escarpados acantilados de la playa pero no pudo atravesar la alambrada que encontró en la cima. Para no volver con las manos vacías, cortó un pedazo del alambre de espinos y lo llevó a Inglaterra para que los ingenieros lo analizaran. Otros no pudieron desembarcar a causa del oleaje, o dieron media vuelta al topar con las patrullas alemanas. Lo que se pretendía era que el enemigo advirtiera su presencia, pero no se tuvo constancia de que ninguna de las misiones FORFAR fuera observada.

Los estrategas acabaron preguntándose: ¿y si lanzamos una invasión y no viene nadie?

A finales del verano de 1943, reinaba una gran expectación en todo el continente. Las noticias sobre el simulacro de invasión se difundían por todo el mundo. El embajador chino en Ankara informó a sus superiores de Chongqing: «Inglaterra y Estados Unidos pasarán a la ofensiva en un segundo frente a finales de septiembre. Se efectuarán al mismo tiempo operaciones aéreas, marítimas y terrestres en el continente».[11] En La Haya, fue asesinado Hendrik Seyffardt, el general holandés pronazi. En Lille explotó una granada y mató a veintitrés oficiales alemanes.[12] Un grupo de daneses mató a un soldado alemán a puntapiés y un tren que transportaba tropas nazis fue saboteado cerca de Ålborg.[13] Los ciudadanos belgas hostigaban a los soldados alemanes diciéndoles: «¿Ya habéis hecho las maletas? ¡Los Aliados están en camino!».

El 7 de septiembre, a las 20.33 horas, Garbo envió un breve mensaje a Madrid: si las condiciones meteorológicas no lo impedían, la invasión se produciría el día siguiente por la mañana. El mensaje se transmitió a Berlín y desde allí al cuartel general de operaciones, en París. La marina alemana dinamitó los cascos de varios barcos y los hundió en los accesos a Calais, a fin de obstaculizar el asalto anfibio que se esperaba, conocido entre los Aliados como operación Starkey. Se puso en alerta a las divisiones del Reich estacionadas en Francia.[14] No obstante, el día ocho amaneció tormentoso, y el día D se aplazó hasta la mañana siguiente. Churchill envió su bendición vía telegrama: «Buena suerte a Starkey».[15]

La noche del ocho de septiembre, los aeródromos de Inglaterra retumbaban con el ruido de los motores de los De Havilland Mosquito, que se iban desperezando en la oscuridad. Los Mosquito y los Wellington —más pesados— se pusieron en fila en las pistas, apuntando al pueblo de Le Portel, en la costa francesa, y a las dos baterías de artillería de los alrededores, de nombre en clave Religion y Andante. Los aviones de combate eran la punta de lanza de una enorme escuadra aérea formada por 258 aviones, cedidos a regañadientes para Escarapela. Unos minutos después, los pesados bombarderos Halifax, con nombres en clave como D-Dog y K-King, aceleraron los motores y emprendieron el vuelo en un cielo sin nubes, inundado por la luz de la luna.[16] Como los separaba poca distancia del objetivo, los bombarderos que ascendían pesadamente en el cielo transportaban una carga mínima de carburante y una carga máxima de bombas. La fuerza aérea del ejército de Estados Unidos hizo volar sus aviones a 28.000 pies, mientras que los británicos volaban a menor altura. Los pilotos polacos iban a toda máquina; en las panzas de sus aviones llevaban bombas «revientamanzanas» de 1.800 kilos, los explosivos más potentes del arsenal del Bomber Command. En una base de Cambridgeshire, Starkey se cobró las primeras víctimas cuando un bombardero pesado Stirling, con tripulación neozelandesa, se desvió de la pista, se estrelló contra dos casas y estalló en llamas. Cuando las dotaciones de tierra acudían a toda prisa, las bombas del área de carga explotaron y mataron a los rescatadores junto con el piloto y la tripulación. El fuego antiaéreo barrió cuatro aviones del cielo de Francia, otros se estrellaron: todos los tripulantes murieron. Ninguno de los millares de hombres que participaron en la operación, ni los pilotos ni los navegantes, había oído el nombre de Starkey ni sabía que bombardeaban al servicio de un fantasma.

En el pueblo pescador de Le Portel hacía una noche templada. La sirena antiaérea del ayuntamiento, en la rue Carnot, recibió la alarma que se iba propagando a lo largo de la costa y envió sus tristes notas por las estrechas calles adoquinadas. A última hora de la tarde aparecieron en el cielo los primeros aviones, los Marauders estadounidenses, y los lugareños oyeron el inconfundible silbido de las bombas de 500 kilos cayendo en barrena antes de estrellarse contra las casas coloridas. Al principio, los portelois creyeron que se trataba de un episodio aislado (antes ya habían caído algunas bombas por accidente en el pueblo de 5.500 habitantes y habían matado a unos cuantos vecinos), pero entonces el cielo se oscureció, el aire se llenó del fragor de los motores y los aviones empezaron a arrojar una bomba cada ocho segundos.[17] Mientras la gente iba corriendo a los refugios, el intervalo se fue acortando hasta que pareció que el mundo era una explosión sin fin.

Las calles de Le Portel se convirtieron en un matadero. De los edificios destrozados salían nubes de polvo asfixiante, los cadáveres quedaban destrozados por los explosivos de gran potencia. Los supervivientes se llevaban a los muertos y a los heridos en camillas improvisadas —persianas y tableros de mesas— y se movían como podían por las calles en busca de un médico, mientras la metralla ardiente pasaba silbando en medio de la noche. La tierra temblaba con cada detonación y la gente se caía al suelo. Una bomba estalló cerca de un grupo de catorce personas: murieron trece a causa de la onda expansiva o por impactos de metralla; el único superviviente apareció entre los cadáveres, en estado catatónico, incapaz de moverse.[18] El cura del pueblo, el abbé Boidin, bajaba a los sótanos de las casas a rezar con las familias, que se acurrucaban en la oscuridad; el humo de los incendios y el polvo de la mampostería destrozada hacían el aire irrespirable. En occasiones, al volver horas después a una casa, se encontraba con que había recibido el impacto de una bomba. Cuando las tripulaciones enfilaban ya el curso del Támesis, de regreso a Inglaterra, aún alcanzaban a ver, si se volvían, las llamas del pueblo incendiado.

Los habitantes de Le Portel quedaron atrapados debajo de vigas y techos derribados, y las personas que formaban cadenas humanas para rescatarlos fueron víctimas de una nueva oleada de explosivos. Bajo los escombros encontraron a una mujer que daba de mamar a un niñito. Estaba muerta, pero el niño lloraba en sus brazos. «Esperábamos morir porque era inevitable», diría un vecino.[19]

El noventa y tres por ciento de la pequeña localidad francesa quedó destruido. En una noche murieron trescientos sesenta y cinco hombres, mujeres y niños. Si había algún rayo de esperanza en los sótanos, mientras los portelois oían el fragor de los explosivos de gran potencia que hendían el aire, era la idea de que esas bombas señalaban la tan ansiada invasión y el final de la ocupación nazi. ¿Qué otra cosa podían significar, más que la libertad, aquellas bandadas de aviones que tapaban la luna? Cuando amaneció —un día claro y templado—, se asomaron a mirar el azul sereno del canal de la Mancha entre los montículos de escombros y el humo negro. El 9 de septiembre era un buen día para la invasión. Un tren especial se encargó de transportar a los generales y los altos oficiales británicos y estadounidenses desde Londres hasta las playas de Kent, donde vieron el convoy de treinta barcos que había salido del cabo de Dungeness rumbo a Francia, mientras la segunda tanda del ataque, los veinte barcos de Churchill, se acercaba a los acantilados de piedra caliza del cabo Beachy, en la costa meridional de Inglaterra. Las barcazas del Támesis que se habían sumado a la invasión iban resoplando junto a los destructores, a los que también escoltaban los buques de vapor para turistas que normalmente recorrían las vías fluviales de Londres. No importaba que fueran barcos de placer, ni que no transportaran armamento: lo que importaba era que hicieran bulto. Desde la costa no se distinguía que las embarcaciones no llevaban más carga que su tripulación.

El suelo sobre el que se encontraban los generales tembló cuando una escuadra de cazas aliados que se dirigía a las playas de Calais pasó rugiendo por el cielo. A las nueve de la mañana, esta potente fuerza de invasión estaba a quince kilómetros de la costa, pero no se produjo ningún contraataque de la Luftwaffe ni ningún barco enemigo intentó detenerla. «Era estupendo ver que todo el mundo hacía su trabajo a la perfección —suspiró el general Morgan, comandante de toda la operación—, salvo, por desgracia, los alemanes.»[20]

A las nueve de la mañana, cuando la palabra clave «Backchat» llegó a la radio de los barcos, los convoyes soltaron humo como camuflaje, dieron media vuelta rápidamente y volvieron por donde habían venido. Los aviones trazaron lentos arcos de 180 grados en el cielo brillante. La operación Escarapela había terminado.

Si no quería perder la confianza de los alemanes para siempre, Garbo tenía que explicar por qué no se había producido la invasión. Eso se llamaba «la huida». Cuando la BBC empezó a informar de que Escarapela sólo había sido un ensayo, Garbo fue inmediatamente a la radio y lo negó. «Puedo demostrar claramente la falsedad del ridículo comunicado oficial de prensa y radio», dijo a Madrid.[21] Aseguró que las tropas que habían vuelto de la costa de Calais estaban «sorprendidas y decepcionadas» por el cambio de planes. Para cubrirse, insinuó a Madrid que la invasión había sido real, pero que se había suspendido en el último momento a causa del armisticio de los Aliados con Italia, anunciado el 8 de septiembre. Esa nueva alianza había llevado a los planificadores de la guerra a reconsiderar su estrategia del segundo frente. Los mensajes de otros agentes dobles afirmaban que los Aliados, al juzgar demasiado fuertes las defensas alemanas, habían decidido castigar a Alemania desde el aire, en lugar de enfrentarse a los Panzer. Garbo escribió: «No creo que el Alto Mando británico tenga el sentido del humor necesario para mandar a sus tropas de excursión en el mar ni que tengan tanto excedente de petróleo y de bombas como para salir a divertirse».[22] Se estaba llevando a cabo alguna maquinación pérfida: corrían por Londres «rumores extravagantes» sobre lo que de verdad había ocurrido entre bastidores.

El mensaje de Garbo era, a un tiempo, un contraataque y una cortina de humo, pero ¿podría ocultar que el superespía de Madrid se había equivocado? En la oficina de la Jermyn Street, Pujol y Harris contenían la respiración, a la espera de ver si Garbo había sufrido un daño irremediable. El 13 de septiembre, el espía envió un paquete con recortes de periódicos que apoyaban su versión, y continuó trabajando con sus fuentes a pleno rendimiento. Por fin, empezaron a llegar respuestas de Madrid.

Garbo estaba a salvo. «Tenían una confianza absoluta en mí.»[23]

Al parecer, en Berlín no se dio mucha importancia a la farsa. Los estrategas del Estado Mayor alemán nunca creyeron que la invasión fuera inminente, de modo que ¿por qué molestarse por unos cuantos informes desacertados? Parecía que Garbo fuera intocable para sus controladores. «Tu actividad y la de tus informantes nos dio una idea perfecta de lo que ocurre allí —dijo con entusiasmo Federico—. Estos informes, como puedes imaginar, tienen un valor incalculable y, por eso, te ruego que actúes con el máximo cuidado, que no corras ningún peligro ni expongas a tu organización en un momento tan crucial.»[24] Kühlenthal respaldó a su agente estrella. En el telegrama que envió a Berlín para dar cuenta de los hechos, el jefe de Madrid no sólo repitió punto por punto la explicación de Garbo, sino que, además, añadió mayor contundencia a las palabras de su agente. Si Garbo dijo que las tropas habían quedado «sorprendidas y decepcionadas», Kühlenthal afirmó que «la medida causó indignación en las tropas». No obstante, si en lo sucesivo la plana mayor de Hitler examinaba correctamente la información de que disponía y no prestaba atención a los informes de Garbo, ¿cómo iba el agente a proteger el día D real?

Entregaron a Harris más mensajes de Berlín a Madrid que evaluaban el trabajo de Garbo: «Ambos informes son de primera clase. Se observaron dragaminas ingleses en el Canal frente a Boulogne entre el 1 y el 3/9 […]. Por favor, den instrucciones a V-Mann para que vigile todos los preparativos y movimientos de tropas, y también los de todas las embarcaciones que sea posible, sobre todo al este y sureste de Inglaterra. Esperamos con urgencia el rápido envío de informes sobre este tema».[25] Incluso el coronel Roenne, el genio de ojos grises de Zossen, empezaba a sucumbir a los encantos de Garbo. El agente doble engañó hasta tal punto a la Abwehr que ésta aprobó un aumento del cincuenta por ciento del salario de todos sus agentes, más una prima suplementaria para los que habían conseguido información sobre Escarapela.

Garbo no sólo había triunfado, sino que estaba haciendo algo que no hizo ningún otro espía en la segunda guerra mundial. Se estaba convirtiendo, lenta e imperceptiblemente, de espía en analista, incluso en oráculo. Es decir, no sólo enviaba a los alemanes comunicados por radio, sino que también les explicaba lo que significaban. Como había reclutado dos fuentes que ocupaban puestos de responsabilidad en dos ministerios fundamentales, podía adivinar las intenciones de los Aliados.

Al principio, la Abwehr se había opuesto a ello y se había quejado a Garbo de que sus largas cartas estaban llenas de análisis y conjeturas. Los alemanes sentían un gran desprecio por los espías y sólo les permitían pasar retales de información. No obstante, los agentes de la Abwehr ya no se quejaban, sino que le pedían consejo, cosa que no hacían con ningún otro espía. Aun así, podía no ser suficiente.

Para los planificadores de Escarapela, las críticas fueron muy distintas; de hecho, resultaron mordaces. «Sus movimientos fueron demasiado obvios: era evidente que se estaban marcando un farol —dijo Gerd von Rundstedt, comandante de las fuerzas alemanas en el oeste—. El tenor general y la cantidad de informes de agentes dan pie a sospechar que se permitió que el material llegase a manos de los agentes.»[26] La autorizada voz del coronel Roenne sonó desde su búnker de Zossen. «La multiplicidad de informes sobre operaciones en teoría inminentes, algunos de los cuales eran sumamente fantasiosos […] —escribió el aristócrata a Hitler—, revela una intención de engañar y confundir.»[27] Como de costumbre, Roenne era el analista más lúcido de la labor de los planificadores del engaño.

Hitler estaba tan poco impresionado por los rumores de una invasión que retiró veintisiete de las treinta y seis divisiones que guardaban Europa occidental y las mandó a los frentes de Rusia, Sicilia y los Balcanes entre abril y diciembre de 1943, todo lo contrario de lo que querían los Aliados. Irónicamente, si los Aliados hubieran invadido Francia el 9 de septiembre de 1943, se habrían encontrado las playas casi desprovistas de tropas alemanas. El informe final sobre Starkey afirmaba que las guarniciones y los fortines de Calais habían sido «prácticamente desalojados». La invasión habría sido pan comido.

A los comandantes aliados les impresionaba tan poco Escarapela como al enemigo. Los generales importantes, cuya cooperación incondicional sería necesaria cuando llegara el día D, estaban horrorizados. William Casey, jefe de la inteligencia secreta de la Office of Strategic Services, precursora de la Central Intelligence Agency (CIA), pasó el 9 de septiembre, el día en que se llevó a cabo Escarapela, con el general Jacob Devers, comandante supremo del ejército de Estados Unidos en Europa. «Miraba y movía la cabeza con escepticismo —recordaría Casey—. Lo vio todo, no le gustó y el plan fracasó.»[28] Volvió a aparecer la desconfianza que suscitaba el engaño. Si, cuando llegase el día D, se volvía a fracasar en el intento de engañar al enemigo, los ejércitos aliados serían aplastados en las playas y pueblos costeros de Normandía. El día D sería un baño de sangre.

No sabemos si Tommy Harris estaba al corriente de las muertes en Le Portel y en otros lugares. Aunque no conociera los pormenores, como mínimo sospecharía que Escarapela se había cobrado muchas víctimas. Sin embargo, a Pujol no le dijeron nada; no era necesario que lo supiese, y, pese a la dureza con que había tratado a Araceli, era un hombre sentimental y a menudo bondadoso. «La violencia es contraria a todas mis ideas —diría más tarde—. No tengo ninguna muerte en mi conciencia.»[29] No había ninguna necesidad de disgustarlo y poner en peligro su agudeza, teniendo en cuenta el trabajo que quedaba por hacer.

Escarapela fue un desastre. Murieron hombres y mujeres en una chapuza sin paliativos. No se logró ni mucho menos el movimiento total, esencial para un gran engaño militar: hombres, rumores, engaño material, propaganda negra, tráfico de radio interceptado, la creación de una realidad alternativa sin fisuras mediante la cooperación de todos estos elementos, la presencia de un gran ejército en el canal de la Mancha, un ejército que los alemanes pudieran oler y oír. Con esta operación se pretendía infundir miedo, pero sólo había suscitado desprecio. En las oficinas de Londres, los planificadores del engaño aliados se preguntaban: ¿cómo lo han sabido?, ¿cómo han adivinado los alemanes que Escarapela era un fraude?, ¿fue el decorado, el guión o el tema?

Los planificadores aliados redactaron un informe exhaustivo «muy secreto» sobre las reacciones alemanas ante Starkey. El informe es una lectura fascinante. Los analistas elaboraron cinco teorías sobre por qué el enemigo había hecho caso omiso de la operación: «a) no advirtió o no dio importancia a los preparativos de Starkey hasta que fue tarde para reaccionar; b) no pudo reforzar la costa del Canal convenientemente por tener que hacer frente a otras obligaciones en otros lugares; c) dedujo, a partir de la información disponible, que los Aliados no estaban en condiciones de invadir Europa occidental; d) consideró que no era probable que Starkey fuera otra cosa que un segundo “Dieppe”, y e) adivinó por adelantado la naturaleza real de Starkey».[30]

Dicho de otro modo: «No tenemos ni idea de por qué no funcionó». El informe era algo más que un claro intento de cubrirse las espaldas: era una declaración de impotencia intelectual. En el otoño de 1944, para los pocos hombres que en Londres conocían la verdad sobre la operación, el misterio era lo más aterrador de todo. Escarapela había sido un fracaso y nadie sabía por qué.