Mientras pasaba largas horas en la oficina junto a Tommy Harris, resolviendo las complejidades casi infinitas de su parte de la operación Escarapela, Pujol topó con un problema inesperado y preocupante. Después de dos años en Inglaterra, Araceli empezaba a dar señales de rebeldía.
Muchos de los agentes del MI5 tenían problemas familiares. Tommy Harris y su mujer, Hilda, solían terminar sus juergas alcohólicas enzarzándose en unas peleas legendarias. La mujer de Guy Liddell, Calypso, se había fugado a Estados Unidos con sus cuatro hijos y él no pudo averiguar adónde se había ido hasta que, en una foto publicitaria que anunciaba el atraque del Queen Mary en Nueva York, distinguió a su prole saludando desde el muelle. Dudley Clarke, de la A Force, un genio indiscutible del engaño aliado, era un soltero empedernido que se enamoró de una aristócrata rusa llamada Nina y participó en una operación de contrabando de divisas (urdida por esta «belleza típicamente eslava»)[1] que casi le costó la libertad y, sin duda, buena parte de su dinero. No obstante, incluso dentro de este grupo tan atípico, Araceli era un caso especial. Pujol sabía que, cuando se la provocaba, podía ser tan incendiaria como la nitroglicerina.
Estaba harta del Londres en tiempos de guerra; era un lugar mugriento en el que la vida era muy difícil. En los primeros meses de su estancia, la capital ardía por las noches; en los suburbios, la gente salía a ver «el enorme brillo rojo de las llamas lejanas»,[2] como diría un londinense, y el aire podía alcanzar casi los mil grados centígrados. La muerte era una presencia constante. Una noche, una mujer salió de casa para sacar de paseo a su terrier escocés blanco en el momento en que empezaba un ataque de la Luftwaffe. Después del aviso de que el peligro había pasado, su cadáver apareció «encima de una cabina telefónica, al final de Dault Road, a cien metros de distancia».[3] Había cadáveres por doquier, partes de cuerpos flotando en el Támesis o sepultadas en los sótanos, donde las encontraban, en estado de putrefacción, días después de que los aviones alemanes se hubieran marchado. Tras los bombardeos, la textura del aire era repugnante: el olor de la cordita de la artillería antiaérea, del fósforo de las bombas alemanas, de la madera quemada, de las aguas residuales, del polvo de los escombros de los edificios centenarios, de la savia chamuscada de los árboles que se habían quedado sin corteza.[4] «Polvo, agua sucia, el olor fétido del gas —diría un británico que pasó la guerra en la capital—, toda una mezcla de olores que en aquellos días asociábamos con los edificios destruidos.»[5] Los cristales de las ventanas crujían bajo los pies y la metralla asomaba amenazadora entre los montones de ladrillos derribados. Los londinenses temían la «luna del bombardero», las noches claras en que la luna llena atraía a los aviones de la Luftwaffe como avispones. Se entrecruzaban en el cielo nocturno los haces de cuatro mil reflectores (muchos de ellos montados sobre camiones) que guiaban a los artilleros antiaéreos británicos. Dondequiera que se mirase, en Londres era imposible escapar a la impresión de la guerra.
Era difícil digerir los periódicos, sobre todo para quienes, como Araceli, tenían hijos pequeños: «Una a una —informaba el News Chronicle sobre las consecuencias de un ataque aéreo— se iban rescatando las pequeñas víctimas. Un niñito de pelo oscuro, vestido con un camisón azul de punto, y una niña rubia con un camisón rosa. Otros, tal como los habían vestido y arropado para la noche. Llevaban en el tobillo una etiqueta identificativa».[6]
Araceli navegaba por ese paisaje bombardeado como una extranjera, como una exiliada. Su marido era uno de los espías más importantes de la guerra, pero ella no podía decírselo a nadie, ni siquiera podía lucir en la solapa la «divisa del amor»,[7] la insignia —con el distintivo del regimiento o las alas de la RAF en miniatura— que indicaba a las otras mujeres que el marido o el novio estaba cumpliendo con su deber. Cuando en la calle se oía la motocicleta del chico de correos que traía los telegramas, los vecinos miraban desde detrás de las cortinas y rezaban en silencio, con la esperanza de que no se detuviera en su puerta, pues podía traer un telegrama del Ministerio de la Guerra con la noticia de que su hijo había muerto o desaparecido en combate. Araceli, cuyo marido volvía cada noche a casa, después de haberse pasado el día en su misterioso trabajo, no podía decir nada a sus vecinos, ni tampoco les podía contar el enorme sacrificio que había hecho para llegar allí.
El matrimonio se veía sometido a grandes tensiones. Mientras Garbo se involucraba cada vez más en la campaña de engaño, la relación entre ellos se caracterizaba por «muchos momentos de tensión». El 22 de junio de 1943, Guy Liddell, el director de contraespionaje del MI5, apuntó en su diario un suceso inquietante: «Ha habido una crisis en el caso Garbo. La señora Garbo echa mucho de menos su país y tiene muchos celos de Garbo, que está totalmente absorto en su trabajo y, en consecuencia, en cierto modo la ha desatendido. Su único deseo es volver a su país. Cree que, como la red de Garbo es ficticia, podemos prescindir de los servicios de su marido».[8]
Era fácil llegar a esa conclusión. ¿Acaso no podía el MI5 imitar la característica voz de Garbo y dejar que Pujol y ella volvieran a casa? Pero Escarapela demostraría que Pujol era el guardián esencial de la voz de Garbo y que sus ideas y su tenacidad contribuían decisivamente en la creación del personaje. La petición de que el MI5 liberase a su marido fue rechazada de inmediato.
La ruptura se produjo la noche del 21 de junio de 1943. Araceli y Pujol habían conocido hacía poco a otro matrimonio de expatriados españoles, que los invitaron a una cena en el Club Español a la que también asistirían las celebridades de los círculos españoles de Londres, incluido el personal de la embajada. Araceli tenía muchas ganas de ponerse su mejor vestido, probar algunas exquisiteces españolas y, tal vez, beber un par de copas de champán. Con todo, y a pesar de que tenía una necesidad imperiosa de salir esa noche, su marido no se lo permitió: el peligro era demasiado grande. La embajada española era una guarida de simpatizantes pronazis y no podía permitirse la menor indiscreción.[9]
Cuando Pujol le dijo que tenía que quedarse en casa otra noche, Araceli estalló. Tuvieron una pelea «bastante violenta». Incapaz de quedarse en la misma casa que ella, Pujol huyó y llamó al MI5 desde una cabina. Les dijo que, si su mujer los llamaba para amenazarlos, no le hicieran ningún caso. En efecto, Araceli llamó a Tommy Harris, su rival, el hombre que la había sustituido como socio de Pujol, y le chilló al teléfono:
Le aviso por última vez de que si mañana a esta hora no me ha entregado mis documentos en regla para que pueda marcharme inmediatamente del país (porque no quiero vivir ni cinco minutos más con mi marido), iré a la embajada española. Como puede usted suponer, ir a la embajada española puede costarme la vida… ¿comprende?… […]. Como no he conseguido más con amenazas, iré a la embajada española, incluso aunque me maten después. Sé muy bien lo que tengo que hacer y lo que tengo que decir para fastidiarles a usted y a mi marido… Tendré la satisfacción de estropearlo todo. ¿Comprende? No quiero vivir ni un día más en Inglaterra.[10]
Araceli amenazaba con desenmascarar a Garbo. El eco del incidente llegó hasta la dirección del MI5, incluso antes de que se informara a Churchill. «Hay que encerrarla y tenerla incomunicada —dijo furiosamente Guy Liddell—. Pero, según la ley vigente en el país, nada de eso es posible.»[11]
El MI5 necesitaba tener a Araceli bajo control. Tar Robertson, el encargado de supervisar la labor de los agentes dobles, fue sin pérdida de tiempo a casa de los Pujol a «leerle la cartilla», pero ella no cedió. Un agente propuso que se le dijera que el MI6 había interceptado un mensaje en el que la Gestapo ordenaba a uno de sus espías en Inglaterra que «se pusiera en contacto con Garbo», lo cual podía significar que los alemanes pensaban atentar contra su marido. Otro analista sugirió que el MI5 llamara a la embajada española y los advirtiera sobre una loca que se proponía «asesinar al embajador»,[12] pero eso complicaría las cosas, pues causaría la intervención de la policía, «lo que sería un fastidio». También se consideró la posibilidad de mandar a Araceli a España, pero Liddell no estaba seguro de que no fuera a hablar allí, sobre todo ahora que odiaba con la misma furia al MI5 y a Pujol.
Sólo podemos imaginar hasta dónde llegaban las dotes teatrales de Araceli. Unos meses antes, en Madrid, había dado un susto de muerte a Federico cuando representó el papel de la mujer desconsolada, y entonces sólo estaba actuando. Ahora realmente había llegado al límite. Harris, a quien sin duda consideraba su rival, la calificó de «sumamente emocional», incluso de «perturbada».[13] No obstante, lo más probable es que simplemente estuviera desesperada por volver a casa.
En tiempos de guerra, los británicos no mostraban ninguna comprensión con las mujeres emocionales. «Montar una escena» no sólo era una muestra de malos modales, también significaba poner en peligro la moral de la población por puro egoísmo. En un momento en que los maridos de las mujeres inglesas morían en el frente o en el cielo de Londres, la nostalgia no era ninguna excusa para que una mujer le chillara a un oficial del MI5; pero Araceli seguramente fue mucho más allá. «La señora Garbo, a diferencia de su marido —escribió Tommy Harris—, era una mujer histérica, consentida y egoísta.»[14]
Al MI5 se le tenía que ocurrir algo. El propio Pujol ideó el plan. En una reunión con Harris, explicó lo que había que hacer para evitar que su mujer traicionara la causa. Harris se quedó perplejo ante aquel plan, que calificó de «bastante drástico»: era más diabólico que la idea del asesinato fingido. Cuando se leen las notas del caso, resulta evidente que Pujol estaba ofendido y avergonzado por la conducta de su mujer y que quería poner fin de una vez para siempre a la amenaza que representaba. Para lograr ese objetivo, no vaciló en emplear contra ella cuanto había aprendido sobre el arte del engaño y la intriga.
Liddell expuso el plan: «Ahora se propone que Len Burt lleve una carta a la señora Garbo después de las cinco de la tarde, cuando el consulado español esté cerrado, en la que se le informe de que su marido ha sido detenido y se le pida su pijama, cepillo de dientes, etc. Mañana, si parece que está arrepentida, se la llevará a ver a Garbo, ya sea a una celda en Cannon Row o al campamento 020».[15] Antes, el MI5 le daría la inquietante noticia: habían llevado a Pujol a ver a su jefe, quien lo informó de que su misión había sido cancelada y le pidió que enviara un último mensaje a Federico dándole alguna excusa para interrumpir el contacto. Pujol montó en cólera, se negó a escribir la carta y preguntó por qué prescindían de sus servicios. La razón alegada por Liddell era que Araceli se había vuelto loca y amenazaba con revelarlo todo. Al oír aquel insulto a su mujer, Pujol «había perdido totalmente el control» y había intentado agredir al jefe del MI5 y a otros agentes, y «se había comportado tan violentamente» que lo habían detenido y lo habían metido en la cárcel junto con varios espías e individuos revoltosos a los que esperaba una larga estancia entre rejas o la ejecución. Pujol había saboteado su carrera, y tal vez su vida, para defender el honor de Araceli.
El campamento 020 era un lugar siniestro, rodeado por una alambrada, un antiguo asilo para los soldados que regresaron traumatizados de la primera guerra mundial. En ese momento estaba lleno de prisioneros, a los que se sometía a duros interrogatorios bajo la supervisión del coronel Robin Stephens, alias Ojo de Hojalata, que andaba por los pasillos del campamento pavoneándose y despotricando de los «odiosos alemanes» y los «teutones escrofulosos». Stephens era hombre de prejuicios violentos y sentía un desprecio particular por los españoles, a los que consideraba «tercos, inmorales e incorregibles».[16] Nunca se quitaba el monóculo del ojo derecho, con el que lanzaba miradas amenazadoras a los prisioneros; se rumoreaba que ni siquiera se lo quitaba para dormir. Aunque a Araceli no se le dijo que ahorcarían a su marido, ése había sido el destino de los catorce espías alemanes que habían llegado al campamento 020. Aquel lugar hedía a amenaza. El MI5 esperaba que Araceli se arrepintiera, proclamase la inocencia de su marido y confesara que «todo el asunto se debía a su estupidez».
No es extraño que Harris creyera que el plan de Pujol era drástico. Harían creer a Araceli que su berrinche podía costarle a su marido una sentencia de muerte. Harris, que no sentía ninguna simpatía por Araceli, le preguntó a Pujol si estaba seguro de que quería darle semejante escarmiento. Pujol no se inmutó. «Asumió plena responsabilidad de todas las reacciones que pudiera desencadenar el plan propuesto para su esposa», escribió Harris. El MI5 y Pujol acordaron que éste tendría el control de la operación en todo momento y que podría cambiar la estrategia cuando lo creyera conveniente. Harris escribiría que, si Pujol hubiera fracasado y Araceli hubiera descubierto que él había urdido el plan, «habría destruido para siempre su vida conyugal».
La argucia fue llevada a la práctica rápidamente.[17] Un agente del MI5 comunicó la detención de Pujol a Araceli, que inmediatamente sufrió «un arrebato de histeria» y se negó a darle el pijama y los artículos de aseo de su marido. Luego, como Pujol había predicho, llamó a Harris, quien le contó la historia de la detención de su marido: la reunión con el director del MI5, la negación de Pujol a escribir la carta a Federico, la violenta disputa y el ruido metálico de la puerta de la prisión.
Araceli lo escuchó en silencio y, más calmada, dijo que Pujol se había comportado exactamente como ella esperaba, porque «después de los sacrificios que había hecho él y de haber consagrado toda su vida a su trabajo, como muy bien sabía ella, era fácil comprender que prefiriese ir a la cárcel a firmar la carta que le habían pedido que escribiese […]. Estaba convencida de que él se había comportado de aquel modo para evitar que recayese sobre ella la culpa de todo lo que había pasado». Pujol había adivinado exactamente cuál sería la reacción de su mujer. Ahora faltaba por ver si mordería el anzuelo.
Aunque el matrimonio se hubiera roto y aunque se sintiera sola y abandonada, Araceli seguía muy ligada a Pujol. «Llorando», le dijo a Harris que el MI5 se había equivocado al detener a su marido, que Pujol lo daría todo por los Aliados, incluso la vida. Le rogó que lo liberase y colgó.
El plan había sido un éxito, pero Araceli aún no había dicho la última palabra. Unos minutos después, volvió a llamar a Harris, ahora «en un estado de ánimo más ofensivo», y amenazó con abandonar la casa con sus dos hijos y desaparecer. A continuación, llamó a Haines, el operador de radio de Pujol, que, asustado, informó de que Araceli «parecía desesperada y que le había pedido que fuera a verla dentro de media hora». El MI5 se equivocaba si creía que Araceli no era capaz de maquinar estratagemas tan maníacas como las de su marido. Alarmado, Haines fue corriendo a casa de los Pujol.
Allí encontró una escena espantosa: Araceli estaba delirando en el suelo de la cocina y toda la casa olía a gas. Parecía que el MI5 la hubiera empujado al suicidio. Haines apagó el gas y la levantó del suelo. Por suerte, todavía respiraba.
Sus allegados no creen que intentara suicidarse: «¿Era capaz de fingir que se quería suicidar para que la tomaran en serio? —se pregunta su nieta, Tamara—. Sin duda. ¿Lo habría hecho realmente? En absoluto».[18] Liddell era de la misma opinión. «Sin duda estaba haciendo teatro en provecho [del agente].»[19] Con su representación particular, Araceli había superado a los agentes secretos británicos, pero subestimaba a Pujol.
Haines intentó calmarla, pero esa misma noche volvió a intentar el truco del gas. El MI5 se vio obligado a dejar a un agente para que la vigilara toda la noche y se asegurase de que no sufriera ningún daño. A la mañana siguiente, Tar Robertson fue a verla y la oyó suplicar por la vida de su marido. Parecía que el asunto había terminado y que el plan de Pujol había salido bien. Araceli se arrepentía y «llevaba muchas horas llorando sin parar». Harris le pidió que firmase un documento con la promesa de que no volvería a intentar huir de Inglaterra y que dejaría que Pujol hiciera su trabajo. Araceli lo firmó. Ahora que el documento estaba en los archivos del MI5, Pujol podía cancelar el acto final, el más doloroso.
No obstante, no lo hizo. Sabía lo dura y astuta que era Araceli y quería asegurarse la jugada. Tal vez también quisiera castigarla, porque había estado a punto de hundir a Garbo y había puesto en peligro la vida de miles de soldados aliados. Así que decidió hacerle pasar un calvario que nunca olvidaría.
La última escena del plan siguió adelante. Metieron a Araceli en una «María negra» (como eran conocidas las furgonetas blindadas de la policía) y la trasladaron al campamento 020. Con los ojos vendados, la llevaron al centro de interrogatorios, donde Stephens la estaba esperando con su uniforme de los Gurkha Rifles. Cuando le quitaron la venda, se encontró frente a Ojo de Hojalata, que la miraba con el monóculo, seguramente con repugnancia manifiesta. Stephens la condujo hasta Pujol, que llevaba la ropa de un prisionero común.
El espía ya estaba bajo control. Cuando Araceli se sentó frente a él, Pujol le pidió que le dijese «bajo palabra de honor» si había ido a la embajada a revelar sus secretos. (Sabía que no lo había hecho, por el agente del MI5 que montaba guardia junto a la puerta de la embajada.) Ella le dijo que no había ido, que sólo quería llamar la atención. «Prometió que si lo dejaban en libertad le ayudaría en todo a continuar con su trabajo, incluso con más celo que antes.» Entonces Pujol le soltó la mala noticia: a la mañana siguiente lo juzgarían. El jefe del MI5, el hombre al que había intentado agredir, se reuniría con ella al día siguiente en el Hotel Victoria para comunicarle el veredicto.
A la mañana siguiente Araceli se reunió con el jefe —interpretado magistralmente por un oficial de inteligencia llamado Cussen—, que le dijo que «se había librado por un pelo de ser detenida».[20] En cuanto a Pujol, el MI5 había sido clemente. Se le permitiría continuar con su trabajo y volver a casa. Pero Cussen dejó claro que, si se repetían las amenazas, pondría en peligro la estancia de su marido en Inglaterra y quizá su vida. «Totalmente arrepentida», Araceli volvió a casa y esperó a que Juanito volviese con ella. Lo liberaron por la noche. Su estancia en la prisión se reflejaba en la espesa barba incipiente, con la que se parecía «bastante a Lenin».[21]
A Harris le pareció un episodio fascinante, pues le permitió vislumbrar la vida privada del hombre locuaz pero reservado con el que llevaba dos años trabajando codo con codo. Para él fue verdaderamente impresionante ver lo bien que Pujol había entendido a Araceli y cómo había neutralizado sus berrinches con un plan que se basaba en todos los trucos del espionaje. El episodio confirmó «que era correcta la conclusión que había sacado Garbo antes de llevar a la práctica el plan».[22]
Pero Guy Liddell, del MI5, vio el episodio bajo otra luz. «Supongo que [Pujol] estará bastante afectado por su experiencia de las últimas cuarenta y ocho horas —escribió en su diario el 24 de junio—, y que, aunque el plan lo concibió él mismo, ha sido una de las cosas más desagradables que ha tenido que hacer en su vida.»[23] Pujol sabía que Araceli estaba triste y echaba de menos su país, mientras él hacía realidad los sueños de su niñez y vivía la mejor época de su vida. Se rumoreaba que el matrimonio tenía dificultades. En cierto momento, Guy Liddell se refiere a un oficial de la marina «con el que hace bastante tiempo [Araceli] se encariñó»,[24] aunque en los archivos no se vuelve a mencionar al oficial.
Sí, Araceli se había comportado de una forma intolerable, pero su dolor era auténtico; y, en lugar de ponerse de su lado, Pujol la había engañado para poder continuar su guerra personal contra Hitler.
Pujol nunca habló del episodio ni escribió su versión de los hechos. Se desconocen los motivos de su resolución glacial, pero es posible que, además de estar furioso porque Araceli hubiera puesto en peligro la vida de miles de hombres con sus dramas, lo hubiese indignado que ella traicionara una parte de él que desde hacía tiempo consideraba poco menos que sagrada: su imaginación. Precisamente cuando se llevaba a cabo la operación Escarapela, ella había tratado de revelar que la mayor creación de Pujol, Garbo, era un impostor; había insinuado que los británicos podían mover los hilos del personaje y hablar con su extravagante voz tan bien como el propio Pujol. Había intentado, en efecto, separar a Pujol de Garbo.
A su vez, Pujol manejó a Araceli con el virtuosismo de un violinista. Si bien es posible que empezaran como iguales en el arte del engaño, a estas alturas él la había superado en todos los aspectos. Era un maestro consumado en aquel arte, incluso cuando empleaba su maestría contra alguien a quien amaba.