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EL ENSAYO

El juego del engaño estratégico se basaba en una serie de técnicas antiguas —muchas se remontaban a la época de Sun Tzu o a tiempos anteriores— que sólo se habían refinado ligeramente para la guerra moderna. La circunstancia de que los espías de ambos bandos conocieran a la perfección los métodos básicos no impedía que se utilizaran una y otra vez; incluso un gran maestro de ajedrez que se sabe de memoria la defensa siciliana puede verse sorprendido por una variación particularmente ingeniosa o convincente de la jugada. La técnica más común era el farol clásico, que consistía en contar una historia falsa, pero muy detallada, para encubrir una operación real; el farol era la moneda corriente del arsenal de espionaje de todas las naciones y la base de la mayoría de los ardides de Garbo. En segundo lugar, estaba el farol doble, al que se recurría en raras ocasiones, pues era una técnica sumamente intricada y arriesgada («Nunca debemos recurrir a él, a menos que estemos en una situación desesperada»,[1] dijo con gravedad sir Ronald Wingate, maestro de espías británico), en la que una organización exponía los detalles de la operación real para que el enemigo creyera —en parte, a causa de la repentina aparición del plan en sus manos— que se trataba de una historia falsa de cobertura, infiltrada por el bando contrario, y esperase el ataque en otro lugar. Por supuesto, si el farol doble fallaba, todo el plan quedaba expuesto al enemigo y el desastre era inevitable. En tercer lugar, se cultivaba el arte sutil de la «incitación»: se ofrecía a un agente propio al oponente con la esperanza de que lo reclutase, y así se infiltraba un topo en las filas enemigas. Por último, la «huida» era una de las maniobras más importantes en todas las operaciones de contraespionaje; consistía en explicar al enemigo por qué la historia que se le había contado no había resultado cierta, de modo que no perdiera la fe en tu agente… o en sus propios controladores de espías.

Pujol había intuido muchos aspectos del juego incluso antes de llegar a Inglaterra, sin más recurso que una astucia sumamente desarrollada. Sin embargo, ahora tenía que perfeccionar otras habilidades y ampliarlas a una escala mundial, contando con los activos que el imperio británico tenía en todo el mundo. Una de las primeras cosas que tuvo que aprender fue a hacer desaparecer objetos; en este caso, un portaaviones de 23.000 toneladas.

En diciembre de 1942, el Comité XX pidió que se «camuflara» la recolocación del HMS Ilustre, el último portaaviones que patrullaba el océano Índico. El enorme barco se destinó a misiones de guerra más urgentes, pero el Almirantazgo quería que los alemanes creyeran que seguía merodeando cerca del Cuerno de África. Asignaron la misión a Garbo. El español inventó un informe en el que su agente n.º 3 comunicaba desde Glasgow que había «observado» tres portaaviones en las aguas del río Clyde, en Escocia, uno de los cuales era el flamante HMS Infatigable. (En realidad, ese barco había sido botado una semana antes, el 8 de diciembre, pero necesitaba un año de acondicionamiento antes de entrar en servicio.) El agente n.º 3 trabó amistad con un oficial de la tripulación, quien le confió que el portaaviones zarparía pronto rumbo al océano Índico «con aviones especialmente equipados para vuelos tropicales». Tras una oportuna demora, con el objeto de dar tiempo al Infatigable a llegar al Cuerno de África, los operadores de radio del Ilustre, todavía frente a la costa africana, empezaron a mandar mensajes en los que identificaban su barco como el Infatigable. Los agentes de la Abwehr interceptaron el tráfico e informaron a Berlín. Entonces, el Ilustre se marchó sigilosamente rumbo al norte, hacia su nueva misión.

Se había hecho el cambiazo. Los mensajes interceptados por el ISOS revelaron que en ese momento los alemanes y los japoneses creían que había dos portaaviones en el océano Índico, el Infatigable y el Ilustre, cuando en realidad no había ninguno. Garbo había conseguido que desapareciera un portaaviones y apareciese otro que, por cierto, aún no estaba en servicio.

Poco después, Garbo se enfrentó a una crisis repentina. En un mensaje remitido como «urgente»,[2] Federico le ordenaba que facilitara a los alemanes los horarios de los trenes que partían de Londres hacia el sur y el suroeste del país. Se especificaban diez líneas: entre ellas, las de Canterbury-Dover, Dover-Deal y Deal-Sandwich. Federico indicaba que la Abwehr estaba interesada en más líneas y que pronto llegarían nuevas peticiones. Esa petición encendió las centralitas en los ministerios de inteligencia y de defensa. ¿Por qué querrían saber los alemanes la hora exacta en la que el tren de Dover salía de Canterbury? Era un enigma, y Harris, Pujol y el MI5 tenían que desentrañarlo antes de poder contestar. ¿Qué importancia tenía el sur de Inglaterra? ¿Estaban planeando algo: acciones de sabotaje, volar algún puente, una masacre espectacular?

Finalmente, un oficial del Ministerio de Seguridad Interior lo adivinó. No pensó en lo que los alemanes estarían planeando, sino en lo que el Bomber Command aliado hacía ya, noche tras noche, en el cielo de los países ocupados. A finales de 1942, la RAF había iniciado un programa de «destrucción de trenes»,[3] una forma especial de ataque llevada a cabo por «intrusos», a menudo Hawker Typhoons de un solo motor, cuyos expertos pilotos patrullaban los cielos en busca de locomotoras de vapor que pasaran como un rayo por las tierras bajas de Bélgica y Francia. Cuando encontraban una, el piloto bajaba en picado y disparaba proyectiles explosivos contra el tren, cargado de armamento, víveres y otros suministros vitales. «Vi cómo mis proyectiles impactaban en la locomotora —dijo un aviador después de uno de esos ataques—. Se produjo un gran fogonazo y se levantaron nubes de vapor.»[4] En ocasiones, los cazas volaban tan bajo que los fragmentos de los trenes que salían despedidos hacia el cielo les agujereaban las alas; otros, al huir del fuego antiaéreo alemán, cortaban las líneas telegráficas y llegaban a la base con los cables incrustados en el radiador.[5] Esta operación causó estragos en las líneas de suministro enemigas: la RAF volaba locomotoras que arrastraban veinte o treinta vagones cargados de remesas que se necesitaban desesperadamente. Los pilotos de la RAF —especialmente los del arriesgado escuadrón 609— se convirtieron en héroes en la prensa británica.

Lo que este analista solitario adivinó es que los alemanes querían vengarse de la destrucción de trenes, y que no se limitarían a las rutas de suministros. La petición de Federico sólo podía significar que la Luftwaffe pensaba atacar los trenes de pasajeros, y los pilotos necesitaban las horas exactas de salida para coordinar los vuelos asesinos. Guy Liddell, jefe de la división de contraespionaje del MI5, anotó en su diario: «Al parecer, la táctica de los alemanes es disparar a la locomotora y a los pasajeros que cometan la imprudencia de salir del tren».[6]

Garbo no tenía escapatoria. No le habría costado nada ir a una estación de tren y recoger los horarios, pero eso habría significado condenar a muerte a civiles inocentes. Las directrices del MI5 prohibían estrictamente que se facilitara a los alemanes cualquier información que pudiera llevar a una acción militar, especialmente contra civiles. Pero ¿cómo podía Garbo negar aquella información a la Abwehr sin perder su confianza?

Después de un retraso de varias semanas, Garbo le dijo a Kühlenthal que ya no se encontraban horarios actuales, por lo que le enviaba el ejemplar de enero (que ya estaba algo anticuado), advirtiéndole que, por su experiencia como viajero, sabía «que actualmente los trenes no funcionan con la misma regularidad que antes».[7] Había suministrado unos horarios lo bastante recientes para satisfacer a la Abwehr, pero lo bastante imprecisos para salvar vidas inglesas. La Luftwaffe nunca pudo organizar los ataques de venganza.

Durante todo este tiempo, Garbo mantuvo en vilo a la Abwehr, con sus peticiones y estallidos de cólera. Cuando informó de los daños de los bombardeos de la Luftwaffe, escribió ofendido: «Me desagrada mucho hacer este trabajo mientras me hierve la sangre al tener que oír disparates sobre nuestros ataques. Lo he hecho esta vez porque me pediste que te comunicara la verdad sobre el ánimo de la gente y que averiguase algo sobre los efectos de nuestro bombardeos».[8] Estaba proporcionando toneladas de información, referente a la localización de bases aéreas y de barcos; pero, al parecer, los alemanes no le hacían caso. ¿Por qué los bombarderos de la Luftwaffe no atacaban los puertos y volaban los destructores que fondeaban en ellos? «He podido deducir que posiblemente en las altas esferas mi misión no ha sido apreciada como se merece, y, aunque he merecido tu enérgico entusiasmo, me parece evidente que en Berlín se toma mi trabajo con escepticismo.»[9] Como un amante irritable, parecía obstinado en conseguir que Berlín lo quisiera tanto como Madrid (el MI5 sabía que el auténtico poder estaba en la capital alemana). Kühlenthal le contestó a toda prisa, echándole la culpa a la burocracia: «Te rogamos que no te impacientes si los objetivos indicados no han sido bombardeados, porque eso escapa a nuestro control».[10]

La influencia de Garbo era cada vez mayor. Sus envíos empezaron a aparecer en los mensajes que salían de los puestos avanzados alemanes de Estocolmo y Sofía, y en lugares tan alejados como Estambul y Tokio.[11] La Abwehr le envió un tipo mejorado de tinta secreta dentro de bolas de algodón, para que parecieran medicamentos. Los científicos alemanes y los británicos habían entablado una guerra química que evolucionaba constantemente: tinta invisible contra reactivo. A los compuestos cada vez más extraños (desde el azul de metileno a la tetrabase) que inventaban los británicos para revelar la escritura secreta de las cartas, respondían los alemanes con fórmulas cada vez más sutiles. Entre ellas, había una cuyo ingrediente secreto era la hemoglobina:[12] el espía tenía que hacerse un corte en el dedo y fabricar la tinta con unas gotas de su propia sangre.[13]

Junto con la tinta, llegó un código de nivel superior en una serie de diecisiete fotografías miniaturizadas. Este recurso se guardaba muy celosamente, y Kühlenthal pidió a Garbo que impidiera «en todo momento que lleg[as]e a caer en manos del enemigo». Harris lo consideró un gran avance, «el acontecimiento más importante del caso hasta entonces».[14] Los alemanes habían empezado a utilizar una nueva técnica de codificación que los genios de Bletchley Park no habían podido descifrar después de varias semanas de esfuerzo. Las fotografías enviadas a Garbo permitieron a los británicos descifrar el nuevo código «en muy poco tiempo». Posteriormente se utilizarían códigos aún más complejos. «Denys Page me comenta que la información que se le proporcionó sobre el código de Garbo fue sumamente valiosa —escribió Guy Liddell—. Antes de recibir ese código, estaba trabajando totalmente a ciegas y dice que duda mucho que hubiera encontrado el buen camino.»[15]

Todo eso era una excelente promoción para el espía, pero la guinda de aquella primavera fue el episodio de la tarta.

En marzo de 1943, Garbo, muy nervioso, dijo a los alemanes que su agente n.º 3 había podido ver un «manual de reconocimiento de aviones» de la RAF, lleno de dibujos y datos técnicos sobre la flota aérea del momento. El libro pertenecía a un suboficial del servicio aéreo que estaba pasando una mala racha. Cuando el agente n.º 3 dejó caer que le gustaría quedarse con el libro, de recuerdo, el suboficial le dijo que estaba dispuesto a vendérselo por un precio adecuado. El n.º 3 preguntó a Garbo cuánto podía ofrecer, y Garbo se lo preguntó a los alemanes. Éstos le dijeron que podía llegar a ofrecer el exorbitante precio de cien libras, unos 5.200 dólares actuales. Tras una dura negociación, el n.º 3 lo consiguió por tres libras.[16]

Pero ¿cómo haría llegar el paquete a Madrid?

Había camuflado otros mensajes en la cubierta de un libro y en paquetes de fruta, y uno «salió los últimos días de enero con cartas camufladas en el estómago de un perro».[17] (El perro era un juguete en forma de terrier escocés.)[18] A Garbo se le ocurrió una idea para mandar el manual de la RAF: envolvería el libro en papel impermeable a la grasa y lo hornearía dentro de una tarta. Pidió a la viuda de su «agente» William Gerbers (que se había trasladado a casa de los Garbo para encargarse de las tareas domésticas) que preparase la tarta, y después escribió con cobertura de chocolate: «Saludos para Odette» (las dos t eran la señal acordada de que el mensaje era auténtico).[19] La tarta se envió por valija diplomática a Lisboa y un oficial del servicio secreto se encargó de entregarla. Con tinta invisible, Garbo escribió en la carta de cobertura: «Encontrarás dentro de la tarta el libro de aviación que obtuvo 3 […]. Tuve que utilizar varios productos racionados que he cedido para una buena causa […]. Si no llega demasiado dura es comestible […]. ¡Que aproveche!».[20]

El 1 de julio, a las 21.21 horas, Garbo leyó un mensaje entrante: «Hemos recibido la tarta en perfectas condiciones».[21] Kühlenthal estaba encantado con la argucia. El libro era auténtico, aunque el MI5 había eliminado toda la información actualizada sobre los aviones, de modo que era prácticamente inútil. Un año más tarde, un informador del MI5 contó que, cuando Canaris, el jefe de la Abwehr, estaba haciendo una gira de inspección por España, Kühlental había sido «la estrella de la reunión […]. Contó muchas anécdotas de Garbo, entre ellas la de la tarta». El maestro de espías de Madrid terminó diciendo que «tenía un agente en Inglaterra que también era cocinero y que preparaba unas tartas de sabor desagradable, aunque el contenido era excelente».[22]

Cada agente doble tenía su especialidad. El agente Triciclo, el brillante Dusko Popov, era excepcional en lo que podría llamarse espionaje físico. Lo mandaban a capitales extranjeras a entrevistarse con agentes de la Abwehr, y demostró ser muy bueno en situaciones en las que era preciso ser más listo que un oficial de la Gestapo que podía matarte si te equivocabas en una respuesta. Garbo, en cambio, era conocido por su imaginación y audacia. «Yo nunca me habría atrevido —dijo el oficial de inteligencia Christopher Harmer— a permitir que ninguno de mis agentes fuera tan audaz como él.»[23] El episodio de la tarta fue un pequeño ejemplo del estilo teatral que pronto entraría en juego en una crisis de enorme gravedad.

Posteriormente el MI5 recibiría una estimación cuantificable del valor que los servicios de Garbo habían llegado a tener para el Tercer Reich. Un mensaje interno de Madrid a Berlín contenía estas palabras tan llamativas: «[Las] actividades de Arabel [esto es, Garbo] en Inglaterra, arriesgando continuamente su vida, eran tan importantes como el servicio en el frente de los españoles de la División Azul».[24] Puede que Kühlenthal exagerase un poco —dando bombo a su mejor agente—, pero la División Azul había llegado a enviar 45.000 voluntarios al frente oriental. Estos soldados españoles se batieron con coraje en Nóvgorod y se helaron de frío en los combates de Leningrado. Al final de la guerra, 4.594 miembros de la división habían muerto y 8.700 habían resultado heridos.

Así pues, Madrid tasaba el valor de Garbo en 45.000 soldados. Pero ¿qué es una relación, si no se pone a prueba de vez en cuando? En junio de 1943, Garbo decidió hacer ejercicios de calentamiento aprovechando un suceso que saltó a los titulares de todo el mundo.

El verano de 1943, el nexo aéreo entre Portugal y Londres no había dejado de funcionar. La British Overseas Airways Corporation fletaba vuelos desde Poole Harbor (Dorset) hasta Cabo Ruivo, cerca de Lisboa, y otra ruta desde Sintra (Portugal) hasta Whitchurch (Somerset). Los aviones con destino a Londres salían de Portugal a diario, seguidos por la mirada ansiosa de diez mil refugiados. Las dos rutas eran cruciales, pues daban a la inteligencia británica un nexo con la capital del espionaje y mantenían la principal conexión aérea con Europa (había un vuelo nocturno de Escocia a Estocolmo, pero la ruta era más peligrosa, y el horario, más irregular). Los aviones de combate de la Luftwaffe dominaban el espacio aéreo de Europa y a veces atacaban a los aviones; en una ocasión, la ráfaga de la ametralladora de un Messerschmitt 110 hizo un agujero en el sombrero de un correo diplomático suizo. Pero el vuelo 777A siguió haciendo su ruta, a menudo con la cabina llena de espías y agentes en misiones de máximo secreto.

Hasta el 1 de junio de 1943. Un DC-3 camuflado, llamado el Ibis, se dirigía a Londres dando un rodeo, para eludir la Luftwaffe. De repente, cuando sobrevolaba el golfo de Vizcaya, una escuadrilla de ocho Junkers Ju 88, del Kampfgruppe 88 de cazas, con base en Bretaña, apareció en el cielo azul y empezó a disparar ráfagas de ametralladora. Las balas impactaron contra el fuselaje del DC-3. El Ibis intentó escapar desesperadamente de los cazas alemanes, que seguían disparando con las armas de las alas, pero a la tercera pasada el avión de pasajeros empezó a humear y se estrelló en el golfo: todos los pasajeros murieron.

El accidente ocupó los titulares a causa de uno de los pasajeros: Leslie Howard, actor británico y estrella de Broadway y Hollywood, que había interpretado el papel de Ashley Wilkes en Lo que el viento se llevó, supuestamente se había acostado con Tallulah Bankhead y Myrna Loy, y en sus ratos libres trabajaba para el MI6. «Leslie Howard ha muerto en avión derribado por los nazis», exclamaba el Daily Mirror de Londres.[25] Antes de subir al avión, Howard había viajado por Portugal y España en una gira de conferencias sobre el cine moderno, ocasión que aprovechó para entrevistarse en secreto con activistas antinazis y asegurar el apoyo a los Aliados.

Garbo no podía dejar pasar aquel incidente. Uno de sus subagentes imaginarios podría haber estado en el avión y su piloto mensajero de la KLM podría haberlo pilotado. Envió un mensaje frenético a Federico y le preguntó en qué estaba pensando la Luftwaffe. Los aviones de la línea Portugal-Londres no sufrieron ningún ataque más.

Pujol tenía tanta confianza en su capacidad de engañar a la Abwehr que Harris y él se divertían inventando mensajes crípticos que volvían locos a sus oponentes. Después de la «muerte» de William Gerbers, Garbo dijo que había encontrado un montón de notas tomadas por el agente justo antes de caer enfermo. Examinó los garabatos y «llegó a la conclusión de que sin duda eran anotaciones hechas durante los viajes de espionaje del agente». Pero el código le era desconocido; tal vez los alemanes tendrían más suerte que él.

En su pequeña oficina de Jermyn Street, Pujol y Harris debieron de divertirse mucho dándose ideas el uno al otro y elaborando criptogramas a cuál más tentador. Primero escribieron las «notas» en alemán, porque Gerbers procedía de una familia suizoalemana. Cortaban algunos mensajes justo cuando se ponían interesantes: «Grosse Olbek zwischen Birkenhead e…», que significaba que cerca de Birkenhead se habían observado grandes Olbeks, palabra que no aparece en ningún diccionario alemán. En otro mensaje insinuaban que se estaba equipando el acorazado británico Rey Jorge V con tubos lanzatorpedos, cuando en realidad no los tenía. Recordando sus días de Lisboa, Pujol dibujó minuciosos diagramas de aeropuertos en los que señalaba desde la posición exacta de unos aviones no identificados hasta la localización de enormes hangares. Pero el agente no decía dónde estaban esos aeropuertos.

«Es cierto —reconoció Harris— que la única virtud de pasar esas notas era que constituían una buena broma.» Pujol le había contagiado a Harris, normalmente serio, el gusto por los enredos.

A pesar de la diversión y los juegos, el primer intento serio de Garbo de crear un engaño sobre el día D fue un rotundo fracaso. «Bodega» era un plan «sumamente complejo y elaborado»[26] para crear un depósito de armas imaginario en las —muy reales— cuevas de Chislehurst, en los suburbios del sureste de Londres, y para incitar a Federico a ir a Inglaterra a inspeccionarlas. En la primavera de 1943, Garbo explicó que su agente n.º 4, un «camarero gibraltareño», había ido a Londres a buscar trabajo en uno de los elegantes hoteles frecuentados por diplomáticos y magnates. Se esperaba que allí tuviese ocasión de escuchar a escondidas las conversaciones de sobremesa de los caballeros, mientras disfrutaban de un oporto, y de mandar las noticias a Berlín. Pero el Ministerio de Trabajo había asignado al n.º 4 un lugar de trabajo en una cantera, en la creencia de que «todos los gibraltareños debían de tener una aptitud natural para cavar túneles» (por los múltiples asedios que había sufrido el istmo a lo largo de la historia, que obligaron a los gibraltareños a cavar corredores subterráneos para conseguir suministros y armas). El camarero «aceptó» el trabajo a regañadientes, pensando que tal vez podría descubrir algunos depósitos subterráneos desconocidos. Pero lo que encontró superó todas sus expectativas.

Pujol y Harris se adentraron en el territorio del espionaje ficción cuando contaron a Federico que los ingleses habían llevado al n.º 4 al metro de Londres y le habían hecho cavar extensiones de los túneles. Lo que el agente encontró fue lo siguiente: los británicos estaban conectando sus líneas de metro con las enormes cuevas de Chislehurst, donde se habían guardado armas durante la primera guerra mundial. Se estaban transportando en tren «inmensas cantidades de armamento ligero y de munición» desde las fábricas de las Midlands. En Londres, los vagones se cambiaban a líneas de vía estrecha y, por debajo de los peatones londinenses (que no sospechaban nada), llegaban a las cuevas (que en realidad no contenían armamento y servían de refugios antiaéreos públicos). Todo esto se llevaba a cabo a escondidas de la Luftwaffe, con trenes eléctricos manejados con control remoto que no necesitaban personal y que avanzaban silenciosamente por debajo de las calles del Soho. Tras meses de cavar e investigar, el agente n.º 4 «informó» de que se había tropezado nada menos que con la red que abastecería a los regimientos del día D. Si averiguaba la fecha prevista del final de la obra, podría facilitar a los alemanes la fecha de la invasión. Y, si descubría adónde llevaban los túneles, podría decirles desde dónde se lanzaría la operación. A partir de ahí, los alemanes podrían deducir el objetivo.[27]

Ésas eran las preguntas que le quitaban el sueño a Hitler y por las que habría pagado millones. Y Garbo le daba las respuestas en bandeja.

El propio Garbo se ofreció a llevar a Federico a los túneles. Los agentes del MI5 empezaron a buscar un depósito de armas al que poder llevar a Federico, después de haberlo metido en un túnel y haberle hecho creer que estaba andando por el metro de Londres. Luego «se le habría permitido regresar a España, desde donde sin duda se habría trasladado a Berlín para informar de su extraordinaria aventura, y donde ensalzaría la astucia y la habilidad de Garbo, convencido de la importancia de los depósitos subterráneos».[28]

Los descifradores de códigos de Bletchley Park empezaron a interceptar tráfico de comunicaciones sobre Garbo. Madrid transmitía a Berlín los textos enteros de sus mensajes sobre las cuevas de Chislehurst. Las esperanzas aumentaron.

Pero entonces Garbo cometió un error. En una carta de doce páginas, enviada por el mensajero, exponía un plan —basado en unos proyectos que el n.º 4 había logrado sacar clandestinamente— para dinamitar los túneles que llevaban a las cuevas. «Se explicaba que si, con una bomba de relojería, se conseguía atentar contra uno de los trenes cuando estuviera en el túnel principal, el túnel se derrumbaría por sí solo y los depósitos quedarían enterrados en el momento crucial en que los necesitaran.»[29]

Harris y Pujol esperaron. Sabían que el plan sería muy tentador para Hitler: si los alemanes lograban volar los túneles, el día D se tendría que cancelar o recortar. Sólo había una cosa mejor que predecir la invasión: detenerla antes de que ocurriera.

Entonces llegó la respuesta de Madrid: un rotundo no. Pronto se entendió la razón de la sorprendente negativa. El MI5 había cometido un error de cálculo crucial. A lo largo del año anterior, Garbo se había convertido en una pieza tan importante para Madrid que la sugerencia de que se dedicara a volar túneles provocó un escalofrío. Encargar a Garbo la misión de volar el tren de Chislehurst significaba transferir el control del agente de la sede de Madrid a la División II, el organismo de la Abwehr dedicado a «sabotaje y tareas especiales». Kühlenthal y Federico habían encontrado, preparado y pagado a Garbo, por él habían apostado su carrera. ¿Por qué iban a entregarlo ahora a otra división? El MI5 no había contado con las fuertes rivalidades que había entre las organizaciones de inteligencia alemanas, una cuestión de vida o muerte para hombres como Kühlenthal.

A medida que llegaban más mensajes de Madrid, se hizo evidente que en la respuesta habían intervenido otros dos factores: Federico no tenía ningún deseo de ir a Londres. Si lo detenían, se enfrentaría a la perspectiva de pasar largos meses en un centro de interrogatorio brutal, y posiblemente a la soga del verdugo. Prefería dejar que Garbo lo hiciera solo. Por otra parte, los especialistas de la Abwehr que trabajaban en Zossen, al sur de Berlín, habían examinado con lupa la vehemente carta de doce páginas de Garbo y la habían encontrado defectuosa. Demasiada opinión, información insuficiente.

Se había aprendido una lección: la Abwehr de Zossen no era la Abwehr de Madrid. Los agentes de Zossen eran más duros, más analíticos, menos sensibles a las intrigas de Garbo. Se desconoce si la propuesta de las cuevas llegó hasta la mesa de Roenne, el jefe de Ejércitos Extranjeros del Oeste, pero sus oficiales más instruidos rechazaron el plan. Bodega era un plan al más puro estilo Garbo, lleno de colorido, y recordaba al de Julio Verne por su envergadura y la profusión de detalles, los túneles sinuosos y el mundo secreto del subsuelo de Londres. Pero no había funcionado.

La imaginación no sería suficiente.