A comienzos de la segunda guerra mundial, las dos principales organizaciones alemanas de espías (el Sicherheitsdienst, o SD, y la Abwehr) formaban la mayor red de espionaje del mundo y una de las mejor financiadas.[1] Tenían millares y millares de agentes distribuidos por todas partes, desde Aden hasta Nueva York o Zanzíbar, que a menudo trabajaban bajo los auspicios de compañías legales, como I. G. Farben, la fábrica de la aspirina Bayer, y Lufthansa, la línea aérea nacional.[2] Los espías acechaban incluso en regiones tan remotas e ignotas como el estado de Goiás, en el centro de Brasil. En una ocasión dos agentes se congelaron en los altos del desfiladero Jáiber (Afganistán) cuando iban a ponerse en contacto con el faquir de Ipi, un revolucionario pastún, enemigo declarado del Imperio británico.[3] Contrataban a sordomudos para que leyeran los labios a sospechosos en un restaurante de Berlín[4] y dirigían doce escuelas de espionaje, la mejor de las cuales, situada en Hamburgo y encargada de las operaciones en otros continentes, enseguida llegó a ser una de las mejores del mundo y (era tan rigurosa que, a lo largo de toda la guerra, sólo se graduaron en ella doscientos agentes). Un ejercicio típico en una escuela de la Abwehr podía consistir en recorrer un bosque denso siguiendo a un comandante.
—¿Qué es eso? —podía preguntar el comandante.[5]
—Una oveja —responderían los alumnos.
—¿Qué?
—Una oveja blanca.
—No. Tienen que ser más precisos en sus informes. Deben decir que a las 16.43 horas del 28 de septiembre de 1944, en el lado derecho de la carretera de Viena a Breitenbrunn vieron una oveja que parecía blanca desde donde ustedes la veían.
Como era de esperar, tratándose de alemanes, los departamentos técnicos eran lo mejor de lo mejor. Los de la Abwehr (llamados «los Santa Claus» porque sus dirigentes tenían el pelo blanco) contaban con los servicios de veinte maestros y artesanos del grabado, que reproducían los intricados motivos ornamentales de los pasaportes. La organización rival, el SD (cuyos miembros eran llamados «los negros» por el uniforme que llevaban), daba mucho trabajo a un reducido equipo de hombres que, en torno a unas tinas de agua hirviendo, fabricaba remesas de papel especial en una aldea al noreste de Berlín, Spechthausen. Cuando un extranjero entregaba un pasaporte caducado en cualquier parte del Tercer Reich, lo pasaban en secreto de mano en mano hasta que llegaba a Berlín, donde se estudiaba y se copiaba hasta el último sello y detalle tipográfico. El menor error podía significar la diferencia entre la vida y la muerte. Por ejemplo, las grapas de un pasaporte ruso típico de la década de 1940 se oxidaban con facilidad y dejaban marcas rojizas en el papel.[6] Sin embargo, el pasaporte que llevaba un infortunado agente de la Abwehr no tenía esas marcas. Los técnicos alemanes no se habían percatado de ese detalle y habían cosido los pasaportes con grapas inoxidables de alambre cromado. Del mismo modo, se descubrió a otro agente que vestía un uniforme militar [idéntico al usado por los soviéticos], salvo en un detalle: el sastre de la Abwehr había cosido los galones en las mangas, mientras que sus homólogos rusos los dejaban sueltos. No se sabe qué deparó el destino a ambos agentes, pero seguramente no fue nada bueno.
Wilhelm Canaris, el jefe de la Abwehr, era un estratega de enorme inteligencia que se mataba a trabajar (en parte porque su vida familiar era insoportable) y que aborrecía las hombreras militares y los uniformes impecables de las SS. Era «brillante y enérgico, y más charlatán que una vieja»,[7] le gustaban mucho los animales y mimaba a sus perros hasta el extremo de alquilarles una habitación de hotel cuando viajaba para que pudieran dormir en una cama. Walter Schellenberg, su rival y amigo incómodo, jefe del SD, lo consideraba un anacronismo en el Reich, un fantasma de los tiempos imperiales: «En muchos aspectos, era lo que cabría llamar un místico».[8]
Schellenberg era el más despiadado de los dos. Llevaba en su coche oficial un transmisor de onda corta que tenía un alcance de cuarenta kilómetros, y así estaba siempre en contacto con sus subordinados. En su despacho, decorado con profusión, tenía una batería de teléfonos que podían ponerlo al habla con la Cancillería del Reich en cuestión de segundos, micrófonos de alta tecnología escondidos en los muebles y en las paredes, barrotes electrificados en las ventanas para evitar huidas y un avanzado sistema de alarma que atraía inmediatamente a los pelotones de las SS si alguien intentaba entrar allí sin permiso. La preciosa mesa de caoba estaba dotada de dos subfusiles incrustados que se activaban con sólo apretar un botón, y estaban montados de tal manera que, si una persona se acercaba a la mesa, los cañones de las armas se movían y la seguían, apuntándola.[9]
Tanto Canaris como Schellenberg eran hombres modernos, pero sus tentativas de proporcionar información objetiva y análisis racional a los dirigentes alemanes chocaban con una mentalidad de misticismo medieval, una extraña superchería aria que impregnaba los círculos más elevados del Tercer Reich. Heinrich Himmler, Reichsführer de las SS, estudiaba a fondo la magia negra. Se consideraba la reencarnación de un monarca del siglo XI, el rey Heinrich I, y, cuando culminara la victoria nazi, tenía intención de reemplazar los inventos modernos, como los aviones y los trenes, por una raza de fuertes «caballos esteparios», que satisfarían todas las necesidades de transporte del Reich. El Reichsführer siempre se rodeaba de espiritualistas, brujos, adivinos y faquires. Para averiguar el paradero de Mussolini, cuando fue encarcelado por el Gobierno italiano de Badoglio, Himmler reunió a cuarenta magos de los más expertos en una casa de campo señorial, los regaló con los manjares más exquisitos y los vinos más excelentes de las despensas del Tercer Reich y les informó de que el primero que adivinara el lugar exacto en el que se encontraba el Duce recibiría una recompensa de 100.000 marcos.[10] (Los brujos, muchos de los cuales provenían de las calles e iban vestidos con harapos, acordaron tomarse su tiempo antes de darle una respuesta y, de ese modo, disfrutar al máximo de la hospitalidad del Reichsführer.) En las capas superiores del SD se puso de moda un chiste de adivinos: Hitler iba a convocar un aquelarre de brujas y hechiceros para saber cuándo invadirían Europa los Aliados.[11] No se permitió que el chiste saliera de las dependencias del SD.
Al aproximarse la segunda guerra mundial, tanto el SD como la Abwehr empezaron a buscar hombres para expandir sus respectivas organizaciones, como había hecho Gran Bretaña. En primer lugar, los aspirantes tenían que superar una prueba de lealtad. En uno de sus discursos, Himmler declaró que una organización de inteligencia «debe fundarse sobre una raza, sobre un pueblo de la misma sangre».[12] Era palabrería aria estereotipada, pero en ese mismo discurso, más adelante, no sólo definió quiénes debían formar los equipos, sino también lo que tenía que reflejar el producto de su trabajo: ni objetividad ni una imaginación espléndida, sino «obediencia incondicional […] y creer en el poder de Alemania y en su victoria final».
Así como Londres elegía a sus agentes en las universidades y en las facultades de artes y ciencias —y, en general, en las élites intelectuales y culturales—, los alemanes, en cambio, preferían buscarlos en terrenos muy distintos. Reclutaban burócratas leales, militares ambiciosos y vástagos de antiguas familias prusianas. Lejos de buscar la excentricidad y la osadía, como habían hecho los británicos por necesidad, la Abwehr y el SD elegían hombres leales en los que pudieran confiar. No querían comunas de artistas ni tertulias de estudiantes, sino la combinación de una empresa de importación y exportación y una división militar. La eficiencia triunfaba sobre la excentricidad.
La opinión que tenían los alemanes de los espías era incluso más letal que la de los ingleses a comienzos de la guerra. En el manual que el SD distribuía entre los oficiales de inteligencia se reconocía abiertamente: «Para los alemanes, el espionaje es trabajo de criminales y aventureros».[13] Los oficiales militares de antiguas familias prusianas que servían al país desde hacía siglos consideraban que los agentes de inteligencia no sólo eran inferiores, sino también intrusos que pretendían quitarles el trabajo. El ejército alemán «condenaba al ostracismo a los oficiales que se relacionaban con espías, arguyendo que se habían contaminado al relacionarse con traidores».[14]
Hitler despreciaba a los agentes secretos. Afirmaba que jamás daría la mano a ninguno.[15] Cuando murieron dos espías en una misión fallida, el Führer lamentó que se tratara de dos buenos chicos alemanes. «A partir de ahora, para esa clase de misiones recurriréis a judíos y delincuentes.»[16] El desprecio que sentían los alemanes por el espionaje se debía en parte a la circunstancia de que Hitler se creía infalible. Sus generales y jefes de espionaje, que reiteradamente le habían desaconsejado acciones ofensivas, habían quedado desautorizados por los acontecimientos. Cuando el Führer planeaba la ofensiva contra Holanda y Francia, el general Franz Halder, jefe del Estado Mayor del ejército, anotó en su diario: «En el Estado Mayor, nadie cree que la ofensiva tenga la menor posibilidad de éxito».[17] Por supuesto, se equivocaron. Antes de atacar Checoslovaquia, Canaris, el jefe de la Abwehr, le dijo a Hitler que las defensas checas eran formidables y que las divisiones Panzer no podrían romperlas; Hitler no le hizo caso y venció. Cuando las SS campaban a sus anchas por toda Polonia, Canaris advirtió a su superior que, en la frontera de Alemania, cerca de Saarbücken, se habían apostado ciento diez divisiones británicas y francesas, contra las veintitrés alemanas, dispuestas a invadirlos. Hitler hizo caso omiso y la invasión no llegó a producirse. El Führer no solía necesitar a nadie para adivinar las intenciones ocultas del enemigo.[18]
Se consideraba un genio rodeado de burócratas «más bobos que las carpas»,[19] intelectuales encantadores, lumbreras y cobardes: o eran «mediocridades con cerebro de gorrión» o unos derrotistas. Se guiaba solamente por una luz interior y, a medida que la guerra progresaba, cada vez se blindaba más frente a los informes que llevaban la contraria a la realidad que deseaba él. Cuando Schellenberg, del SD, basándose en una investigación pormenorizada, preparó un informe sobre la impresionante capacidad de Estados Unidos para entrar en guerra, se lo devolvieron con el siguiente comentario: «No ha escrito usted nada más que tonterías. Más le vale ir al psiquiatra».[20] Al cabo de un año volvió a hacer lo mismo —informar verazmente sobre un enemigo; en este caso, los soviéticos— y Hitler estalló: ordenó que detuvieran y acusaran de derrotismo al analista autor de esas páginas. «Cerraba los ojos a la verdad —dijo Schellenberg—, pero creía que podía extraer conclusiones importantes de […] observaciones fortuitas.»[21]
Y en cambio, al mismo tiempo, Hitler devoraba los informes de inteligencia que llegaban a su mesa y siempre pedía más y mejor información. Dio un presupuesto ilimitado a Canaris y se tomaba en serio los informes que le llegaban… siempre y cuando no contradijeran alguna de sus creencias fundamentales. Cuando no entraban en juego sus tendencias megalómanas, utilizaba bien sus servicios de inteligencia.
En los primeros meses de la guerra, la Abwehr centraba su atención en Francia, pues tenía fama de ser el mayor enemigo militar del continente. Canaris llenó París de recursos y de hombres, pero dejó Londres fuera de juego. Hitler creía que, en cuanto conquistara el continente, podría negociar la paz con Churchill. «No quiero que ninguno de esos espías desgraciados ande merodeando por Inglaterra —decía a sus oficiales— y ponga mis planes en peligro.»[22]
Esta actitud cambió en el verano de 1940, cuando la obstinación de Churchill y la RAF dejaron claro que Inglaterra jamás se rendiría. El general Alfred Jodl, jefe del Estado Mayor de Operaciones del ejército alemán, ordenó a Canaris que montara y pusiera en marcha una red de espionaje en Londres. «Mándelos a Inglaterra lo antes posible. Los desembarcos pueden producirse entre el 5 y el 15 de septiembre, pero no más tarde. Es preciso que esos desgraciados estén en Inglaterra mucho antes.»[23] En principio, el objetivo de los esfuerzos de inteligencia alemanes en Gran Bretaña era preparar el terreno para la invasión. Cuando finalmente se abandonó la operación León Marino [Sea Lion], el asalto alemán a la islafortaleza, los agentes dobles empezaron a ocuparse de las intenciones bélicas de los Aliados, y después de la inminente invasión de Francia en particular.
Se necesitan años para consolidar una red de espionaje próspera y compacta en un país extranjero, y Canaris no tenía tanto tiempo. El retraso en la introducción de agentes lo había dejado en una situación comprometida, lo cual provocó una inundación de agentes en las ciudades y en la campiña de Inglaterra que, por momentos, adquiría tintes de comedia de errores. Como ocurrió en el caso de los cuatro belgas que fueron enviados a Inglaterra a finales del verano de 1940 en dragaminas y lancha neumática. La misión que tenían encomendada en la costa de Kent —reunir información para la operación León Marino— había quedado obsoleta, pero los mandaron igualmente. Dos de ellos sólo entendían el inglés si les hablaban muy despacio; otro ni siquiera lo hablaba. Cuando atracaron, uno de ellos colocó una antena de radio encima de un seto y mandó un mensaje: «Llegados sanos y salvos, documento destruido. Patrulla inglesa a doscientos metros de la costa […]. No hay minas. Pocos soldados».[24] Firmó con su nombre verdadero, Waldberg. Pocas horas después mandó el segundo mensaje: «Meier prisionero, la policía inglesa me busca, estoy arrinconado, situación difícil». La Abwehr no les había dado siquiera la información básica sobre las costumbres inglesas, como, por ejemplo, que no se podía entrar en un pub inglés a pedir una sidra a las nueve de la mañana. Cuando Meier hizo eso exactamente, el propietario del pub lo denunció y después lo detuvieron. No tardaron en detener a los otros. Ese mismo invierno ahorcaron a tres en el cadalso de la cárcel de Pentonville.
El porcentaje de bajas en la Abwehr era tan elevado que los éxitos escaseaban. Ése fue uno de los motivos por los que Garbo llegó a ser tan valioso: había poquísimos como él. Los posibles competidores habían muerto o trabajaban para los Aliados.
Pero el rápido ascenso de Garbo en la inteligencia alemana se debió también a otro motivo. Canaris consideraba España su hogar espiritual y al general Franco, su hermano y su proyecto político preferido. El jefe de la Abwehr había sido el enlace de Hitler con los fascistas españoles y les había proporcionado ayuda militar por valor de cinco billones de marcos, más los convoyes de aviones necesarios para transportar desde Marruecos a 14.000 soldados españoles con sus armas de artillería. Cuando fue necesario elegir una sección para espiar a Inglaterra, Canaris eligió Madrid como sede de la importante misión y España se convirtió en el ojo de la cerradura por el que observar a Inglaterra y las intenciones de los Aliados.
Para ocupar ese puesto tan delicado, Canaris eligió a Wilhelm Leissner, un oficial de la marina que se había convertido en editor y que se había trasladado a Nicaragua después de la primera guerra mundial. Canaris lo hizo volver, lo enroló de nuevo en la marina alemana, le otorgó el rango de capitán de fragata y lo destinó a Madrid en calidad de director de la «Compañía Excelsior de Importación y Exportación», que comerciaba con cinc, mercurio y corcho. La tapadera de la sede madrileña era anticuada, como su jefe. Era un oficial de marina imperturbable, de la vieja escuela, que llevaba cuellos altos y almidonados y trajes oscuros: «parecía el hombre de los antiguos anuncios de pomada para el bigote»[25] y, en efecto, lucía un hermoso mostacho de guías rizadas. Era una auténtica máquina, en lo que se refiere al trabajo sobre papel, pero carecía de la agilidad de imaginación necesaria para entender los entresijos de Gran Bretaña en tiempos de guerra.
De eso se encargaba Karl-Erich Kühlenthal, el hombre que «descubrió» a Pujol y lo estaba preparando para asuntos más importantes. Kühlenthal era hijo de un oficial y diplomático alemán prominente que había alcanzado el rango de general y había sido adjunto militar en París y Madrid. Pertenecía a una familia rica que tenía relación con Canaris, y éste había guiado al joven hasta los servicios de inteligencia. Cuando Kühlenthal cumplió treinta y cinco años, suprimió lo único que podría haberlo condenado en la Alemania de Hitler. En su archivo del MI5, los británicos anotaron una anomalía: Kühlenthal era «medio judío». Canaris había conseguido que lo declararan ario en 1941, pero esa conversión no cayó bien entre los iguales de Kühlenthal. El jefe de los espías en Madrid sabía que el menor desliz podía acarrear que lo rebajaran de categoría o que lo destinaran al frente del Este. «Se sabe que tiembla por conservar su puesto, para no tener que volver a Alemania a servir en un batallón de obreros —dijo un informante—. Por lo tanto, hace cuanto puede por complacer a sus superiores.»[26] No es de extrañar que Kühlenthal distinguiera a la red de Juan Pujol con el sobrenombre de «Arabel», que en latín significa «el suplicante» o «súplica atendida».
A Kühlenthal se lo consideraba sistemáticamente el mejor cerebro de la enorme sede madrileña. Según el MI5, era «un hombre peligroso, uno de los jefes de inteligencia alemanes más eficientes de España». Pero, visto desde el lado del telescopio londinense, Tommy Harris creyó descubrir el talón de Aquiles del sujeto. «Su falta de sentido del humor, característicamente alemana, en circunstancias tan graves como aquéllas, le impidió reparar en lo disparatado de la comedia que estábamos representando.»[27] Es decir, Kühlenthal no podía concebir la idea de que Garbo fuese una invención; era tan extravagante que sólo podía ser real. Tommy Harris había trabajado y trabado relación con gente como Garbo; antes de la guerra, frecuentaban su salón toda clase de inadaptados y gente rara en general. En su mundo, lo estrambótico era bastante normal, pero no así en el de Kühlenthal. Según el punto de vista de Harris, los alemanes estaban cultural e institucionalmente limitados en lo que se refiere al engaño, porque cerraban los ojos a lo irracional.
A finales de 1942, Garbo se había metido a Madrid en el bolsillo. Pero eso sólo era el primer paso. Naturalmente, las decisiones importantes se tomaban a dos mil kilómetros de distancia, en Berlín. Y Kühlenthal no era el único que buscaba una forma de meterse en la mente de los Aliados. También Hitler se iba obsesionando paulatinamente con lo que sucedía en Londres. Se quejaba de que su servicio de inteligencia no fuera capaz de proporcionarle siquiera los nombres de la oposición en el Parlamento; para saber quiénes eran los adversarios políticos de Churchill tenía que leer The Guardian o The Times. «Sólo nos separa de Inglaterra una zanja de treinta y siete kilómetros —decía Hitler—, ¡y somos incapaces de averiguar lo que sucede allí!»[28]
Con todo, tenía un as en la manga: un aristócrata delgado y frío, llamado coronel Alexis von Roenne, descendiente de una antigua familia que había poseído muchas tierras en Letonia, concedidas por Federico el Grande en recompensa por los servicios prestados en las guerras prusianas.[29] Era cristiano devoto, patriota, altivo en general con sus iguales y subordinados (era «imposible trabar amistad con él»),[30] perfeccionista y entregado a la causa de salvar a Alemania de sus enemigos. Se había preparado para ser banquero y, cuando estalló la guerra, se ofreció voluntario en el selecto regimiento de Potsdam y fue herido en el frente del Este. Tras recuperarse de las heridas, se sumó a la inteligencia militar, donde ascendió rápidamente por su forma de modernizar los análisis de la información del servicio, que consistió en parte en desarrollar un método llamado Feindbild, una evaluación de las fuerzas enemigas que consistía en reunir datos de todas las fuentes posibles y confeccionar con ellos un retrato siempre cambiante de los ejércitos aliados.
Si Kühlenthal era una especie de vendedor ambulante, Roenne era un espía auténtico, un filtro implacablemente objetivo de la ingente cantidad de información confidencial que pasaban por su mesa. Durante la invasión alemana de Francia, llevó el mando de la «mesa de operaciones» y predijo correctamente los episodios fundamentales de la guerra relámpago. Cuando Hitler planeaba el ataque a Polonia, Roenne se opuso a la Abwehr diciendo: «los Aliados occidentales reaccionarían en contra de un ataque alemán [a Polonia], pero no iniciarían acciones militares».[31] Esto llamó la atención de Hitler, y también la exactitud de su análisis del ejército francés, según el cual éste estaba muy sobrevalorado y la línea Maginot no resistiría. En 1942, cuando Roenne ocupó el principal puesto de inteligencia en Ejércitos Extranjeros del Oeste y asumió la responsabilidad de todo el servicio de inteligencia vinculado a la batalla contra los británicos y los estadounidenses, contaba con la plena confianza del Führer. No era un místico ni un lameculos, sino que se consideraba un caballero de la antigua Prusia. Sus antepasados habían ganado batallas con Federico el Grande, mientras que los antepasados de Hitler sólo habían sido carne de cañón. Se negaba a decir a Hitler lo que quería oír.
El coronel se instaló en Zossen, en el cuartel general del ejército alemán, a unos treinta kilómetros al sur de Berlín, refugiado en un búnker reforzado, con tejado a dos aguas y protegido por muchas capas de cemento. La Abwehr recogía datos y se analizaban en Zossen, que era el cerebro del alto mando: equipos de analistas de fotografías se dedicaban todos los días a estudiar imágenes borrosas en blanco y negro que se tomaban desde quinientos pies de altura; se codeaban con descifradores de códigos y con soldados que ocupaban los puestos fijos de interceptación de comunicaciones telefónicas y radiofónicas. Los puestos de escucha de comunicaciones dan una idea de la envergadura y la profundidad de la vigilancia alemana: la organización que se ocupaba de intervenir las conexiones telefónicas, el Forschungsamt, contaba con seis mil empleados, muchos de los cuales se pasaban horas trabajando en habitaciones de alquiler por toda Alemania, haciendo el seguimiento de la vida diaria de personas sospechosas. Los empleados de los puestos de escucha redactaban «informes Z» en papel marrón —el color oficial del partido Nazi— y se los enviaban a los analistas, quienes, durante los años de la guerra, recibían 34.000 informes nacionales y 9.000 extranjeros diariamente.[32]
Cualquier cosa relacionada con la situación militar en el oeste llegaba a Roenne: recibía de toda Europa resmas de cables diplomáticos, cartas secretas de agentes dobles como Garbo, revistas y periódicos de los Aliados, comunicaciones por radio y documentos robados. Los analistas de Roenne estudiaban cada mensaje con todo detenimiento, comprobaban cada dato nuevo contrastándolo con las fichas de sus enormes ficheros y después aconsejaban a Feindbild que se revisara todo. A veces, los informes de los espías recibían críticas severas: «inútil», «timo»,[33] «completamente imbécil», además del mordaz «puras sandeces». Roenne evaluaba la cosecha del día, después escribía los informes pertinentes y se los enviaba a los comandantes de los puestos occidentales, y copia de todo a Jodl, el jefe de operaciones del ejército, que era también su enlace con Hitler. Si Jodl juzgaba importante un mensaje, lo llevaba a la mesa del Führer.
Cuando Roenne recibió el nombramiento de jefe de inteligencia de Ejércitos Extranjeros del Oeste, lógicamente acudió a Canaris para preguntarle por los espías alemanes en Inglaterra. La respuesta lo sorprendió. «El hecho de que nos quede al menos algún hombre de confianza —alardeó Canaris— y de que hayamos tenido varios durante tres o cuatro años es sin duda la mayor hazaña de la historia del espionaje […]. Hemos sabido conservarlos allí tan bien que, todavía ahora, recibimos […] una media de entre treinta y cuarenta informes diarios del interior de Inglaterra, muchos por radio, enviados directamente desde las emisoras clandestinas que siguen operativas, a pesar del intricado y complicado sistema electrónico de contramedidas.»[34] Se refería a la red de Garbo y a algunas más, muy pocas, todas dirigidas por agentes dobles. Eran los ojos y los oídos del Alto Mando alemán en el interior de la fortaleza enemiga. Y todos estaban bajo el control de Inglaterra.
Roenne tenía un pequeño mapa de Europa en un cajón de su mesa, en Zossen. De vez en cuando lo sacaba y, lentamente, pasaba su mirada gris clara por las líneas costeras rocosas y las rutas de montaña del continente, imaginándose a las divisiones aliadas, los convoyes y los camiones de abastecimiento que se dirigían hacia Noruega o partían de Southampton. De la misma forma que Garbo y Harris sondeaban la mente del Alto Mando alemán, Roenne intentaba imaginarse el lugar en el que los británicos estarían situando sus ejércitos y cuántos soldados americanos quedarían todavía en esos momentos en Piccadilly Circus.
Y, por supuesto, lo que significaría todo eso.