Pujol había engañado a los alemanes, pero ahora lo esperaba una prueba aún más rigurosa: pasar el control del MI5.
La mañana del 1 de mayo de 1942, Desmond Bristow se paró ante la puerta de la pequeña casa victoriana del número 35 de Crespigny Road y sopló al frío aire de Londres. Era una casa de dos plantas, modesta, que habían alquilado a un oficial judío de las Fuerzas Armadas británicas. Pujol estaba en una habitación de la planta superior, sin más mobiliario que cuatro sillas y una mesa; un guardia vigilaba la puerta, en el pasillo. Llevaba tres días contándole a Bristow la historia de su vida. El oficial del MI6 pronto tendría que decir a sus superiores si lo creía o no.[1]
Bristow tenía dos posibilidades: o ese hombre encantador decía la verdad, o era un triple agente alemán que intentaba infiltrarse en la maquinaria de guerra aliada para destruirla desde dentro.
El agente británico miró a ambos lados de la calle buscando a Tommy Harris, el brillante agente medio judío del MI5 que tenía que ayudar a Bristow en la siguiente sesión de interrogatorio. No lo vio.
A Bristow lo habían convocado poco después de la llegada de Pujol, y hora tras hora le había pedido al español que repitiera algunas partes esenciales de su historia. Retrocedía, mezclaba intencionadamente nombres y fechas para confundir a aquel joven casi atractivo y muy simpático. Los analistas de Londres habían examinado escrupulosamente los mensajes interceptados de Pujol y habían elaborado para Bristow una serie de preguntas muy intricadas, pensadas para que el supuesto espía tropezase. Pero Bristow no había podido desconcertarlo. El español se limitaba a asentir, volvía al punto conflictivo y relataba de nuevo episodios increíbles, uno tras otro, de una forma totalmente creíble.
Mientras hablaban, Bristow veía algo que lo incomodaba en los ojos color avellana de Pujol. De vez en cuando el agente del MI6 percibía en su mirada una «expresión ligeramente maliciosa»,[2] un destello que le hacía sospechar que las respuestas de Pujol eran el producto de algo más que la pura y completa verdad.
¿Dónde se había metido Tommy Harris? Crespigny Road estaba llena de gente que se dirigía a sus despachos de Londres, pero no se divisaba la alta figura ni la mirada profunda de Harris. Si había alguien que podía descubrir si Pujol decía la verdad era Harris, apodado Jesús dentro de la organización.[3]
Por fin Harris llegó y los dos agentes subieron las escaleras, saludaron al hombre que montaba guardia y entraron en la habitación. Pujol se levantó y saludó a los agentes, y los tres se pusieron a trabajar. En la mesa había copias de todos los mensajes que Pujol había enviado a la Abwehr. Había treinta y ocho en total, escritos entre julio de 1941 y marzo de 1942. Examinaron detalladamente los informes escritos a mano, fijándose en la forma en que Pujol construía las frases, en cómo usaba los puntos y las comas, incluso en cómo escribía el palito de la «t» o el punto de la «i». Trabajaron todo el día sin parar, con breves pausas para tomar café, que les llevaba la señorita Titoff, el ama de llaves. Tommy Harris no perdía de vista a Pujol en ningún momento: observaba su forma de hablar y se fijaba en su mirada cuando leía los mensajes y contaba sus historias. «Muy rápidamente, al parecer, Tommy se hizo una idea de Pujol —recordaría Bristow—. Manipulaba a su nuevo agente en la dirección que quería.»
El sol calentaba la pequeña habitación y los tres hombres llegaron al meollo del asunto, la pregunta que Bristow había hecho una y otra vez. ¿Por qué estaba allí? ¿Por qué había arriesgado su vida y la de su mujer española para ponerse a espiar al servicio de los Aliados? Pujol asintió y dijo que su hermano mayor, Joaquín, en un viaje a Francia, había presenciado una matanza de inocentes perpetrada por la Gestapo. Mientras se lo contaba, los agentes casi podían oír los gritos de los hombres y mujeres aterrorizados y el estrépito de las Walther PPK, el arma preferida de la Gestapo. Cuando Joaquín volvió a casa y le contó las atrocidades que había presenciado, Juan tomó la decisión de luchar contra Hitler, al precio que fuera.
Era una historia horripilante y conmovedora. También era totalmente ficticia.
Harris escuchaba y asentía de vez en cuando, mientras liaba y fumaba sus cigarrillos de tabaco negro español. «Los motivos que [Pujol] tenía para trabajar en contra de los alemanes eran obvios —escribió Bristow—. Pujol daba siempre respuestas correctas.»
Empezaba a atardecer. Bristow estaba exhausto y propuso a Harris que fueran al pub a tomar una cerveza. Los dos hombres se despidieron y salieron a Crespigny Road. Los ojos de Tommy Harris brillaban.
—¿Qué te parece? —le preguntó Bristow.
—Desmond, no hay duda de que es Arabel, pero me cuesta creer que un hombre aparentemente tan sencillo haya engañado a los alemanes y nos haya preocupado tanto tiempo.
Bristow asintió. Le rondaba la misma pregunta por la cabeza. ¿Cómo era posible que un joven tan ingenuo, que aunque no era ningún palurdo tampoco era un gran espía, pudiera engañar a los mejores cerebros de la Abwehr?
Mientras se dirigían a un hotel cercano —el sofisticado Harris había propuesto ir a tomar un vino, en lugar de cerveza— el agente del MI5 dio su veredicto. Le dijo a Bristow:
—Es un soñador empedernido… pero será un agente doble fabuloso.[4]
En el piso superior, Juan Pujol, que iba fumando tabaco español de Tommy Harris, dio otra calada al cigarrillo y contempló la caída de la tarde en el norte de Londres. Cuesta creer, por lo que sabemos de él, que no sonriera.
En esas primeras semanas, mientras Pujol se adaptaba a su nuevo papel y disfrutaba de los copiosos desayunos ingleses —hacía seis largos años que no probaba el tocino—, sus anfitriones empezaron a encontrar un punto de apoyo en el inestable juego del espionaje.
Uno de los primeros requisitos de la inteligencia es formarse una imagen de quién es el enemigo y de qué pretende hacer. Al comienzo de la guerra, los oficiales superiores de los Aliados tenían poca idea de ambas cosas. Un oficial recordó una historia sobre el general Mason-Macfarlane, director de la inteligencia militar del viejo mariscal de campo lord Gort, comandante de la Fuerza Expedicionaria británica, uno de los jefes militares aliados más importantes. Cierto día, Gort asomó la cabeza por la puerta de Mason-Macfarlane.[5]
—¿Búlgaros? —le preguntó—. Buena gente, ¿verdad?
—No, señor, no mucho —dijo Mason-Macfarlane.
—¡Ah! Mala gente, ¿eh? ¡Qué lástima! —dijo Gort antes de desaparecer.
Cuando el oficial de la vieja escuela se marchó, MasonMacfarlane se limitó a hacer «un gesto de resignación» con los brazos.[6]
Esa ignorancia se extendía al terreno del espionaje, al menos al principio. Cuando empezó la guerra, el Ministerio de la Guerra sólo tenía una vaga idea de la estrategia y las capacidades alemanas. Esa circunstancia se puso de manifiesto cuando el 3 de septiembre de 1939, el día siguiente al comienzo de las hostilidades, sonó en Londres la alarma de un ataque aéreo. El personal del Ministerio de la Guerra bajó a su refugio antiaéreo, donde un antiguo agregado militar que había vivido la guerra civil española oyó una serie de explosiones y dijo a todo el mundo que eran bombas alemanas. Lo que habían oído eran los portazos en las oficinas del piso de arriba.[7] No había habido ningún ataque aéreo, porque la Luftwaffe aún no disponía de los recursos necesarios para lanzarlo y la estrategia de Hitler en ese momento no era atacar Inglaterra, sino convencerla para que firmara un tratado de paz.
Los agentes dobles trabajaban en un sector de inteligencia calificado con el término general de «engaño», del que se encargaba una multitud de organizaciones designadas con un aluvión de acrónimos: BiA, LCS, MI5, A Force, JPS, R Force. Pese a tal despliegue de unidades, la táctica del engaño no se practicaba mucho al inicio de la guerra. «Nuestra educación nos lleva a considerar una ignominia triunfar por medio de la mentira», afirmaba una placa en la pared del bunquerizado cuartel general de Churchill, en el subsuelo de Westminster.[8] Eran las palabras que sir Garnet Wolseley, antiguo comandante en jefe del ejército británico, había pronunciado en 1869. Lo que Wolseley quería decir es que todo aquel que creyera esas palabras estaba condenado al fracaso y que el engaño era esencial en todas las guerras. No obstante, si la mentira era necesaria para vencer a los alemanes, había pocos oficiales británicos que lo creyeran así, al menos al principio.
No mejoró las cosas la circunstancia de que, a causa de las restricciones de espacio de oficinas en tiempo de guerra, el cuartel general del MI5 se trasladara a las mohosas celdas de la prisión de Wormwood Scrubs, en el oeste de Londres. Mientras los analistas de inteligencia intentaban adivinar las intenciones del Alto Mando alemán, veían a los criminales comunes pululando por el patio de la prisión. «No os acerquéis a ellos —dijo un guardia a los miembros femeninos del personal—. Algunos no han visto a una mujer desde hace años.»[9] Las puertas de las celdas —convertidas en oficinas— no tenían pomo por dentro, y algunos agentes del MI5 se quedaron encerrados unas cuantas horas pavorosas en los cubículos, pestilentes e insonorizados.[10]
Las tácticas de engaño de Gran Bretaña en esta primera etapa eran de una ineptitud cómica. Uno de los primeros en ser reclutados para la empresa fue el gordinflón y borrachín Dennis Wheatley, que había sido vinatero y novelista de éxito y escribía cuentos de intriga y magia oculta con títulos como Una hija para el diablo y Fuerzas oscuras. En 1941, después de escribir una serie de artículos interesantes sobre estrategia militar, algunos de los cuales leyó el rey Jorge VI, ingresó en una sección del Ministerio de la Guerra llamada Estado Mayor de Planificación Conjunta (Joint Planning Staff).[11] La reacción al engaño, la «innovadora empresa» de Wheatley, no pasó de tibia en el mejor de los casos.[12] Los generales no querían prestar sus tanques y regimientos para engañar a los alemanes. Los almirantes palidecían cuando se les decía que desviaran uno o dos destructores para apoyar un complicado plan «idiota» surgido de la fértil imaginación de Wheatley. Los oficiales británicos decían que los planes de engaño eran un «fraude», «una sarta de disparates», «una espantosa pérdida de tiempo y de material».[13] Algunos generales incluso se negaban a creer que los Aliados participaran en una cosa así, puesto que se informaba al menor número posible de personas con cargos de responsabilidad. «El mero hecho de que los Aliados tomaran parte en el engaño —escribe el historiador Thaddeus Holt— era un secreto guardado casi tan celosamente como Ultra o el Proyecto Manhattan.»[14] De hecho, el secreto de Pujol se guardaría mucho más tiempo que el de J. Robert Oppenheimer.
Por otra parte, al principio, los oficiales que se encargaban del engaño estratégico no eran ni mucho menos de primera categoría. El primer jefe de Wheatley era un viejo teniente coronel llamado Fritz Lumby, de carácter arisco, al que le faltaba una pierna. Cada mañana entraba en el despacho del subsuelo de Whitehall renqueando con su pata de palo y dedicaba la primera hora de la jornada a resolver el crucigrama del Times. En el mismo pasillo, Churchill se reunía con su gabinete en el centro de mando, debajo de enormes vigas de acero pintadas de rojo, y en despachos construidos a prueba de gas y agua y con techos de hormigón de más de un metro de grosor.[15] Cerca del despacho de Wheatley, en la habitación 63, siempre cerrada con llave, estaba el teléfono transatlántico que comunicaba con la Casa Blanca y con Roosevelt, el primer teléfono rojo de la historia, que también estaba conectado al enorme codificador Sigsaly, situado en el subsótano de los grandes almacenes Selfridges.[16] Todo el mundo creía que la habitación 63 era un lavabo para uso exclusivo del primer ministro. Un letrero pegado a una pared del pasillo informaba de la lista de alarmas. Si el claxon sonaba durante dos minutos, es que iba a llegar un ataque alemán por tierra. Un miembro de la Marina Real, vestido con un uniforme azul oscuro y funda de pistola y bandolera blancas, hacía guardia las veinticuatro horas del día. Tenía la misión de proteger a Churchill y al gabinete de guerra. En cuanto a Wheatley y Lumby, se podrían haber muerto de aburrimiento en su despacho y nadie se habría dado cuenta.
Los dos impostores se pasaban las horas adormecidos, esperando órdenes, en lo que el novelista llamaba «la sección perdida».[17] Para matar el tiempo, Lumby inventó un método de archivo muy peculiar. Risueñamente, le contó a su subordinado que una vez, cuando un archivador sobre una operación ya era demasiado voluminoso para su gusto, lo sacó y lo quemó. En uno de los archivadores de acero no se guardaban documentos secretos, sino botellas de ginebra y whisky escocés, para el trago de todas las tardes. Wheatley, una persona muy sociable que tenía amigos por todo Londres, se tomaba tres horas para salir a comer con «hombres misteriosos» y se echaba al coleto platos de «salmón ahumado o gambas […] un lenguado, estofado de liebre y pan tostado con queso para terminar», y luego volvía a la oficina y dormía una larga siesta.[18] El 28 de marzo de 1942, Lumby dejó un mensaje desesperado en la bandeja de Wheatley: «El día no ha producido nada… ni siquiera un limón».[19]
Cuando la pareja de agentes urdía algún plan para engañar a los alemanes, solía ser muy torpe. Una de las propuestas de Wheatley, sobre todo, parecía salida directamente de una de sus disparatadas novelas. El 10 de abril de 1942, el mismo día en que Pujol subía al barco mercante británico que lo llevaría a Gibraltar, Wheatley presentó un memorándum titulado «Engaño al más alto nivel».[20] En él, afirmaba que los alemanes probablemente habían perdido la fe en Hitler, puesto que no había logrado conquistar Inglaterra y se había atraído enemigos como Estados Unidos y Rusia. (En realidad, en la primavera de 1942, Hitler contaba con un amplio apoyo en Alemania.) Así pues, el antiguo novelista proponía a los planificadores de operaciones de engaño que dieran al enemigo un nuevo líder que los sacara de las tinieblas. Sugirió que la inteligencia británica crease una figura que, como Cristo, fuera hijo de padres pobres, regresara después de un período de retiro, apareciese como por arte de magia en varios lugares de la campiña alemana e hiciera una «demostración de poderes sobrenaturales» que llevase incluso a los nazis incondicionales a aceptar su mensaje de «paz, fraternidad universal y resistencia pasiva a todas las actividades de guerra». A Lumby le encantó la idea, propuso el nombre de Bote («mensajero» en alemán) para el líder imaginario y añadió que, para estimular de verdad la imaginación teutónica, se tenía que difundir el rumor de que Bote era descendiente del emperador germánico Barbarroja.
El MI6 y sus informadores y espías pondrían en circulación anécdotas sobre Bote que obligarían a los nazis a negar la existencia del personaje. La controversia quitaría legitimidad a Hitler y acabaría llevando a los nazis a la mesa de negociaciones. (En otro memorándum Wheatley había fijado la fecha del derrumbe nazi, de forma muy optimista, en el 8 de noviembre de 1942.) Ridículo a más no poder, este plan demostraba que la inteligencia aliada vivía en las nubes.
El engaño y la «guerra psicológica», que incluía la difusión de rumores, eran dos materias distintas. La guerra psicológica aspiraba a socavar la moral del enemigo; el engaño, a inducir al enemigo a hacer o dejar de hacer algo concreto y específico. No obstante, es cierto que en los dos negociados se utilizaba la insinuación. Cuando los británicos trataban de prevenir por todos los medios la invasión alemana de la isla en 1940, hicieron circular el cuento de que habían descubierto la manera de prender fuego al canal de la Mancha.[21] La idea se le había ocurrido al comandante John Baker White, un oficial del Directorio de Inteligencia Militar, mientras asistía a la demostración de una nueva arma de guerra: una especie de sistema rociador que, por medio de tuberías subterráneas, conducía una mezcla inflamable de gasolina, petróleo y creosota hasta unos aspersores que producían una fina neblina que podía convertir cualquier playa de Inglaterra en una abrasadora muralla de fuego. El dispositivo nunca se utilizó, pero a White se le quedó grabada la imagen de una playa en llamas. Sería estupendo, pensó, que lográsemos convencer a los alemanes de que podemos prender fuego al océano entero.
A diferencia de Dennis Wheatley, White se basó en un instinto primordial e insidioso, el miedo a ser quemado vivo, y a partir de ahí construyó cuidadosamente su ardid. Fue a ver a científicos británicos y les preguntó si era posible prender fuego al canal de la Mancha. Le dijeron que sí, siempre y cuando dispusiera de una cantidad de dinero casi ilimitada para gastar en equipamiento y petróleo. A White eso no le importaba; sólo quería algo que estuviera dentro de lo posible. Entonces, con mucho tiento, empezó a difundir el macabro rumor a través de su red de informadores y charlatanes. En el Café Bavaria de Ginebra y en el Ritz de Madrid, lugares en que se reunían por la noche los espías y los diplomáticos alemanes, sus agentes hablaban sotto voce del horrible invento. A continuación, difundió la historia en El Cairo, Nueva York, Ankara y Estambul.
Unas semanas más tarde, un piloto alemán fue capturado después de eyectarse de su avión en Kent y lo llevaron a un centro de interrogatorios en Trent Park, en Cockforsters, un barrio del norte de Londres. Confesó que los pilotos y los comandantes de la Luftwaffe ya conocían las «defensas del mar en llamas» que habían inventado los científicos británicos. Tres días después, otro aviador alemán capturado dio la misma información. Cuando unos aviones de la RAF arrojaron bombas incendiarias sobre los soldados alemanes que se entrenaban para la invasión de Inglaterra, los heridos más graves fueron enviados a hospitales del París ocupado. De repente, el rumor tenía pruebas incontrovertibles en las que basarse. Los partisanos franceses, informados por sus propias fuentes del plan de incendiar el mar, creyeron que esos hombres formaban parte de una fuerza de invasión secreta que había intentado cruzar el canal de la Mancha y se habían asado vivos.
El rumor se extendió como la pólvora. Los ciudadanos franceses se colocaban detrás de los soldados alemanes en los cafés de los Champs Élysées y se frotaban las manos como si se las estuvieran calentando en una hoguera. Un tendero belga tuvo la valentía de anunciar en su escaparate bañadores de hombre «para bañarse en el Canal». Enfrentados a este virus tan veloz, los alemanes fueron presa del pánico. Empezaron a probar diversas formas de hacer barcos resistentes al fuego. En Fécamp, en Normandía, forraron una barcaza de asbesto, la cargaron de soldados alemanes y la empujaron a un estanque de gasolina ardiendo. La barcaza pasó la prueba; los hombres no. La tripulación entera fue pasto de las llamas y murió. Algunos cadáveres cayeron al agua y llegaron hasta la orilla, donde dieron más pruebas materiales de los horrores que esperaban a los invasores alemanes. En una emisión de radio, Sefton Delmer, un locutor que más tarde escribiría un relato ligeramente disimulado del caso Pujol, dio algunos consejos lingüísticos a las fuerzas alemanas de invasión: Ich brenne (yo ardo), du brennst (tú ardes), er brennt (él arde).
La idea del «mar inflamable» demostró el poder de lo que los alemanes llamaban «guerra de nervios». Era, en cierto modo, el rumor perfecto, el rumor con el que soñaba cualquier oficial de engaño estratégico. Era terrorífico, científicamente posible, y se extendió de manera exponencial.
La idea de Dennis Wheatley de crear en Berlín una figura como Jesucristo no corrió la misma suerte. Sin embargo, sorprendentemente, la inteligencia británica aprobó una variante incluso más estrafalaria que el plan original. En abril de 1942, el servicio secreto británico empezó a difundir rumores sobre una «personalidad misteriosa» a la que llamaban simplemente Z y que, en lugar de parecerse a Jesús, se «parecía un poco a Bismarck de joven» y había formado una organización secreta de resistencia con el objetivo de recuperar Alemania.[22] Según se decía, una serie de alemanes importantes, entre ellos el ingeniero aeronáutico Willy Messerschmitt, lo apoyaban y habían «comprado casas en las esquinas que servirían como puestos de ametralladoras con los que dominar las principales plazas de las ciudades, cuando llegara el momento de sublevarse contra Hitler». Por alguna razón inescrutable, sólo las personas que hablaban inglés perfectamente podían formar parte del grupo clandestino.
La locura por Z no cuajó en Berlín ni en Düsseldorf. Cuando tuvo noticia de la operación, Wheatley se quedó consternado. «Es evidente que no comprendieron en absoluto mi propuesta —se lamentó—. Nunca he oído nada tan disparatado.»[23]
Aunque Juan Pujol imaginaba que los hábiles oficiales del MI5 engañaban a sus oponentes sin el menor esfuerzo, lo cierto es que el sistema británico del engaño tenía grandes dificultades para penetrar en los planes militares de los alemanes.
Los agentes estaban bajo la dirección del MI5, que asignaba un oficial de caso a cada doble agente y satisfacía sus necesidades cotidianas. Hacía una criba de los candidatos a la doble vida, incluidos los espías alemanes que habían entrado en Inglaterra, se deshacía de los venales y los estúpidos, que abundaban entre los aproximadamente cuatrocientos candidatos, escogía a los mejores y les suministraba todo lo necesario para convertirlos en canales de comunicación con el Alto Mando alemán. Si no podían convertir a los espías que llegaban, a menudo los encarcelaban y los utilizaban como «libros de referencia»,[24] enciclopedias de carne y hueso sobre las técnicas alemanas de espionaje. El MI5 tenía oficinas secretas repartidas por todo Londres, disfrazadas de negocios legales, en las que los agentes entrevistaban a los reclutas; conseguía viviendas para los agentes dobles y les procuraba amas de llaves, guardias, cupones para ropa, cartillas de racionamiento, documentos de identidad, un operador de radio para transmitir mensajes e incluso compañía femenina (los oficiales supervisores a veces contrataban los servicios de prostitutas para sus agentes solitarios).[25] Luego estaban los «escribas asignados»,[26] los soldados británicos que tenían que escribir las cartas de los subagentes ficticios. Si un subagente escribía con la misma letra que el espía, Berlín sospecharía. Cuando un escriba moría, llevándose consigo su letra inimitable, normalmente se tenía que matar también al subagente ficticio, a menos que se encontrara rápidamente a otro hombre con la misma caligrafía. (Eso es lo que le ocurriría al «agente n.º 6» de Pujol, cuyo escriba murió en un accidente de avión.)
Encontrar todas estas cosas —desde los soldados reales hasta las prostitutas— en el Londres en guerra exigía grandes dosis de imaginación y discreción. «La dirección de agentes dobles no sólo entrañaba engañar a los alemanes —dijo el gran espía sir John Cecil Masterman—, sino, en muchos casos, también engañar a nuestro propio bando.»[27]
El Comité Veinte o Comité XX (double-cross en inglés significa «cruz doble» y también «engaño») facilitaba información a los agentes. Se formó en enero de 1941 y entre sus miembros había representantes de todas las organizaciones importantes que podían contribuir a su misión: las fuerzas del cuartel general (GHQ en sus siglas en inglés), el Ministerio de la Guerra (War Office), el servicio de inteligencia del Ministerio del Aire, el MI6 y el MI5. El comité estaba dirigido por Masterman, a la sazón catedrático emérito. De alta estatura y aspecto profesoral, Masterman era un gran aficionado al cricket. A finales de la década de 1920 hizo una brillante carrera —bateaba con la zurda, aunque lanzaba la pelota con la derecha a una «velocidad mediana»— en equipos como los Free Foresters y los Harlequins. Además de rector del Worcester College, en Oxford, también era autor de novelas policíacas: uno de sus libros, la emocionante novela de misterio Tragedia en Oxford, estaba protagonizado por un detective del estilo de Sherlock Holmes «de fama europea». Las novelas del maestro de espías ponían de manifiesto su interés por lo que él llamaba «esclarecimiento previo», esto es, «resolver el crimen antes de que se cometa, prever cómo se llevará a cabo e impedirlo».[28] Era lo mismo que se pedía a los agentes dobles en su terreno: imaginar y construir un acontecimiento antes de que ocurriera (el simulacro de ataque o de batalla), prever todas las reacciones posibles (de los alemanes) ante ese acontecimiento y, finalmente, prepararse para las posibles respuestas.
Por último, Masterman también tenía el talento de saber lo que la gente quería: llegó a la conclusión de que la única forma de conseguir que todos los jefes de departamento asistieran a las reuniones era ofrecerles bollos recién hechos, algo casi imposible de conseguir en aquel momento en Londres. En las más de 226 reuniones semanales del Comité XX, la asistencia fue del ciento por ciento.[29]
1941 fue un año de experimentación en el sistema de los agentes dobles, lo cual significaba no sólo forjar docenas de tramas, sino también establecer los principios fundamentales del espionaje: había que determinar lo que funcionaba y lo que no, y averiguar la causa. En 1942 se recogerían los frutos de esa labor, pero la mayoría de las operaciones no dieron el resultado que se esperaba. El plan Machiavelli,[30] por ejemplo, consistía en entregar mapas confidenciales de campos de minas situados frente a la costa oriental de Gran Bretaña. Triciclo, el agente doble serbio, entregó los mapas, pero los alemanes no le hicieron caso. El plan Guy Fawkes[31] fue un ataque ficticio a un almacén de víveres de Wheatstone (Inglaterra). Para reforzar las credenciales de sabotaje de los agentes controlados por los británicos, se enviaría a los alemanes recortes de prensa auténticos con noticias de los falsos sabotajes. Tras largas negociaciones, Scotland Yard dio luz verde a la operación, pero los oficiales de inteligencia tuvieron dificultades para despertar a los dos hombres mayores que vigilaban el almacén, lo que retrasó la colocación de los artefactos incendiarios, y luego se vieron casi acorralados por un policía tan eficiente como inoportuno. En el plan Brock,[32] el MI5 pretendía volar unas cabañas Quonset en Hampshire por las mismas razones que motivaron el plan Guy Fawkes, pero un ladrón robó la brújula noruega que habían dejado como prueba y un rebaño de ovejas se aproximó peligrosamente al lugar de la explosión y estuvo a punto de dar al traste con todo el plan.[33] Aun cuando los planes estuvieran bien pensados, ejecutarlos resultaba problemático, y, aunque se ejecutaran con éxito, era posible que el enemigo no los creyera o, por torpeza, no los advirtiese.
Cuando llegó Pujol, los oficiales del Alto Mando británico —y también del propio Comité XX— creían que los jefes de las operaciones de engaño no se arriesgaban lo suficiente por miedo a dar demasiada información a Hitler. Ése era el riesgo que entrañaba cualquier plan de engaño verdaderamente ambicioso: los perversos planes que se urdían en Londres podían revelar tantas cosas sobre los planes de guerra de los alemanes como sobre las intenciones de los propios Aliados. La opinión mayoritaria era que el Comité XX se había convertido en un grupo de censores quisquillosos que reducían la información transmisible al nivel menos peligroso (llamado «agua tónica» o «pienso para pollos») y vetaban todo lo que entrañaba un riesgo mayor.
Se temía que un grupo de hombres que tenía dificultades para volar un par de cabañas Quonset en la solitaria región de Hampshire no estuviera preparado para enfrentarse a misiones mucho más ambiciosas. «¿Qué nos parecería que todo el sistema de agentes dobles se derrumbara —se preguntaba Masterman— antes de someterse a la prueba de un gran engaño?»[34] En cierto momento,[35] las Home Forces llegaron a sugerir a Masterman que abandonase a la docena de agentes dobles de que disponía y cancelara sus operaciones.[36]
Sin duda, la primera gran dificultad a la que se enfrentó Pujol al ingresar en el sistema de engaño de Inglaterra era el estado en que éste se encontraba. No obstante, dentro del sistema había al menos un indicador halagüeño. Juan Pujol había sido un riesgo, un aspirante al que habían aceptado. En una fase anterior de la guerra, los británicos habían hecho una apuesta aún menos ortodoxa que estaba empezando a dar frutos. Habían apostado en capital humano. Un capital humano sumamente excéntrico, para ser exactos.
Cuando se declaró la guerra, los servicios de inteligencia británicos contrataron a una gran cantidad de personal: no había suficientes oficiales de servicios secretos con experiencia para satisfacer las necesidades del momento. Una rama, la sección de inteligencia naval, pasó de tener cincuenta empleados en 1939 a más de mil en 1942.[37] Para llenar las oficinas del MI5, el MI6 y las otras unidades que participaban en la campaña del doble engaño, los británicos decidieron apartarse de la tradición: no reclutaron a sus empleados en las fuentes habituales —el ejército británico y los servicios coloniales de la India y Birmania—, sino en las universidades y entre los intelectuales. Esta búsqueda de personal dio lugar a algunas entrevistas memorables. El entrevistador le dijo a Bickham SweetEscott, un candidato a la Sección D (de «Destrucción») del MI6, el grupo especializado en el sabotaje: «No puedo decirte en qué consistirá el trabajo. Sólo puedo decirte que, si ingresas en nuestra sección, no puede darte miedo ni la falsificación ni el asesinato».[38] Al alistarse, descubrió que el experto en explosivos con el que trabajaba era un antiguo empresario de boxeo y piloto de pruebas que hablaba en pareados extravagantes. Los escritores, especialmente los especializados en novelas de suspense, parecían ser los preferidos de las ramas de inteligencia. Geoffrey Household, autor del clásico del suspense Animal acorralado, fue enviado a Budapest, pero su afición a la botella y a «jugar despreocupadamente con detonadores» alarmaba a sus compañeros de oficina.[39] La A Force, la unidad de engaño de Oriente Próximo, tenía entre sus integrantes a un químico, a un banquero mercantil, a un ilusionista, a un guionista y a un puñado de pintores y artistas varios.[40] «Éramos simples aficionados —dijo Christopher Harmer, un abogado británico convertido en supervisor de espías—, poco más que niños grandes que jugaban a la guerra.»[41]
Durante años, los servicios de inteligencia habían reclutado a jóvenes de la alta sociedad y a veteranos de la policía colonial india. Se despreciaba a los «intelectuales» y rara vez los contrataban. En ese momento, el Gobierno británico empezó a reclutar universitarios a marchas forzadas: historiadores, lingüistas y filólogos clásicos para los servicios de espionaje, y matemáticos y científicos para tareas analíticas, como descifrar códigos. Los bichos raros como Alan Turing (una inteligencia inconmensurable) estaban al orden del día. Protegiéndose del polen con una voluminosa máscara antigás, Turing iba en bicicleta a Bletchley Park, el cuartel general de los criptógrafos que producían los famosos mensajes Ultra. En previsión de la invasión nazi, convirtió todo su dinero en lingotes de plata y los escondió en un agujero que cavó en un bosque. (Después de la guerra no lo encontró.) Bletchley Park acabó pareciendo un cruce entre una comuna de artistas y una fiesta de Bloomsbury. Cuando Winston Churchill visitó la instalación, le dijo a su director: «Te pedí que no dejaras piedra sin mover para encontrar personal, pero no sabía que te lo hubieras tomado al pie de la letra».[42]
Los servicios de espionaje no eran tan abiertamente excéntricos: la vida privada de los oficiales se escondía detrás de buenos historiales y trajes oscuros Savile Row. Tommy Harris era un gran marchante de arte especializado en Goya. Su compañero Anthony Blunt era historiador de arte. Kim Philby consideraba que su mejor oficial era Paul Dehn, un artista de variedades que «burbujeaba y espumeaba como un río de truchas»[43] y que más tarde escribiría el guión de El espía que vino del frío. Muchos de ellos no tenían intención de seguir trabajando en la inteligencia después de la guerra, por lo que no temían que una mala idea arruinara su carrera. Pujol, una especie de refugiado de la imaginación que se sentía incómodo en la camisa de fuerza de la sociedad de Franco, encajaba perfectamente en esa organización.
Muchos de los hombres que acabaron dirigiendo las actividades de engaño contra Hitler procedían de otros sectores, aunque se les añadió un nutrido grupo de veteranos de la inteligencia que equilibró la balanza (y que enseguida se quejó de esa gente tan extraña con la que compartían las oficinas). De haber vivido en la Alemania de la época, varios empleados del MI5 —entre ellos, los judíos y los homosexuales— habrían acabado en campos de concentración. Sin duda, el ambiente relajado que reinaba en las oficinas del servicio secreto británico, donde las ideas «pasaban zumbando por los pasillos»,[44] habría resultado inadecuado en el cuartel general de la Abwehr en Berlín. Era otra mentalidad, otro mundo. Con el enemigo apostado frente a sus costas, Inglaterra no podía permitirse el lujo de no arriesgarse, y los británicos tenían la impresión de que la inteligencia era un ámbito en el que tenían una ventaja casi innata.
Cuando llegó Pujol, la iniciativa del engaño empezaba a dar sus primeros y dubitativos pasos. Anacronismos como el teniente coronel Lumby —el hombre que había quemado un expediente confidencial cuando se hizo demasiado voluminoso— habían sido trasladados a otras esferas menos importantes y habían llegado jóvenes inteligentes para dirigir las operaciones. Tommy Harris era uno de ellos.
En su diminuto despacho de Jermyn Street, en el barrio de St James’s, Juan Pujol escrutó a su nuevo compañero y enseguida lo impresionó su vehemencia: «Fumaba como un carretero y tenía los dedos de la mano derecha de color marrón, ya que apuraba los cigarrillos hasta casi quemarse los dedos».[45] Pujol consideraba a Harris un espíritu afín. Kim Philby dijo que, en algunas organizaciones británicas de inteligencia, el ambiente fomentaba «un torrente de ideas».[46] Así era en la oficina de Jermyn Street. En Harris, Pujol encontró una versión de sí mismo más calculadora y previsora.
Los dos eran un enigma incluso para quienes mejor los conocían. En la mirada de Harris había un halo de misterio. Un oficial de inteligencia lo llamó «el actor ideal para interpretar el papel de jeque del desierto o de bailarín de tango, tan sinuoso como un lagarto».[47] Pero su atractivo físico tenía un fondo oculto. «Subsisten muchas preguntas sobre él que probablemente quedarán sin respuesta —escribiría el oficial del MI6 Desmond Bristow—. Decir que yo le conocía bien es verdad hasta cierto punto, pero, por otro lado, hay una parte de él que quizá ya conocía entonces y conozco ahora, pero que no quería creer».[48] Andreu Jaume, un amigo de la familia de los Harris que ahora vive en casa del espía en Mallorca y que lleva años escribiendo su biografía, nunca ha llegado a comprenderlo. «Es como un fugitivo para mí. Cuanto más lo persigo, más me rehúye.»[49]
Harris tenía treinta y cuatro años cuando conoció a Pujol. Era el único hijo de un marchante de arte, judío practicante, que se había casado con una española de Sevilla. En el siglo XIX, el abuelo y el tío abuelo materno de Tommy habían reanimado el arte del toreo al presentarse en la plaza de toros disfrazados del Cid y otros héroes españoles; tenían caballos en los establos de su casa de Madrid y se hicieron famosos como los «toreros caballeros».[50] Su padre, Lionel, abrió una galería de arte especializada en los grandes maestros españoles, entre ellos El Greco y Velázquez, en la elegante Conduit Street de Londres. Fue un negocio próspero. Duques, dignatarios extranjeros y miembros de la familia real se dejaban caer por la galería y charlaban con Harris sobre las últimas tendencias españolas en el arte del claroscuro.
Antes de la guerra, su hijo Tommy, un artista «brillante e intuitivo», se asoció al negocio de su padre y se dedicó a viajar por la campiña inglesa; conseguía que lo invitaran a las mansiones y castillos eduardianos y desplegaba sus encantos para que las viudas aristocráticas le vendiesen sus tesoros por una miseria. Tommy se casó con una chica inglesa, Hilda, y su casa de Londres, en Chesterfield Gardens, se convirtió en un salón impregnado de arte, alcohol y buena comida. «En mis visitas ocasionales a Londres —escribió Kim Philby— nunca dejaba de ir a casa de Tommy Harris», donde vivía «rodeado de sus tesoros artísticos en una atmósfera de haute cuisine y grand vin.»[51] La casa contigua era propiedad del presidente de Sotheby’s, que a menudo visitaba a sus vecinos.[52] Los Rotschild se codeaban con los marchantes de Bond Street y con condes borrachines. Cuando llegó la guerra, el sótano servía de refugio antiaéreo, y allí, en la semioscuridad, los dandis londinenses se amodorraban en plena digestión del champán y los canapés.[53] En la planta superior se reunía una extraña constelación de futuros espías, atraídos por la cálida luz de la hospitalidad de Harris. La mansión de Chesterfield Gardens era el escenario de los chismorreos de Guy Burgess, Anthony Blunt y Kim Philby. (Los tres, junto con Donald Maclean, ya se habían pasado al bando de Moscú y formaban lo que se conocería como el círculo de espías de Cambridge, lo cual, al revelarse a principios de los cincuenta, causaría una gran conmoción en las altas esferas del espionaje británico… y un gran disgusto a Tommy Harris.)
A Harris le encantaban el champán y las fiestas desenfrenadas, pero un aspecto de su personalidad permanecía siempre cerrado y reservado, y sólo se abría al embrujo del alcohol o de la pintura. Su arte era sorprendente y a menudo tenía una fuerza que cortaba la respiración. Un crítico escribió en un periódico de Londres: «Sus cuadros tienen una vitalidad misteriosa, inquietante. Una pincelada punzante; nuestra vieja amiga la “línea nerviosa”, intensificada hasta el frenesí».[54] No obstante, cualesquiera que fueran sus tensiones internas, desde el principio quedó claro que Harris era el hombre adecuado para guiar al nuevo recluta por el laberinto del juego del espionaje. «El genio de Pujol era latino, pero el plan era anglosajón»,[55] diría más tarde un periodista español. Así era, en efecto. Pujol aportó la astucia y un estilo personal; Harris, la inteligencia estratégica y el orden.
En su pequeña oficina de Londres, estos dos hombres se propusieron derrotar al Tercer Reich, valiéndose sobre todo de su mente febril.