St Albans, a treinta y cinco kilómetros del centro de Londres, era una típica ciudad de mercado inglesa, vigorosa y próspera, un lugar de prados y viejas casas solariegas de ladrillo rojo. Abundaban las tabernas pintorescas, pues desde la época de los Tudor había sido la primera parada de las diligencias que salían de Londres. Por la noche apenas se oían las bombas incendiarias que caían al sur, en la capital; sólo se oían los grillos y las ranas arborícolas.
Sin embargo, antiguamente esta localidad había sido escenario de resistencias y matanzas, la cuna de los catuvellaunos, una tribu británica guerrera que ocupaba el territorio antes del nacimiento de Cristo. Se cree que en el año 54 a. C. los catuvellaunos capitanearon la primera resistencia que encontraron los ejércitos de Julio César en sus conquistas. La ciudad fue rebautizada con el nombre del primer mártir cristiano, san Albano, decapitado por los romanos en la purga anticristiana que asoló Inglaterra en el 308 d. C.
Ahora, siglos después, St Albans volvía a ser testigo de un importante episodio bélico, aunque esta vez no estaba marcado por la violencia, sino que se desarrollaba en el terreno de la lucha intelectual. En el otoño de 1941, todos los días llegaban de Londres coches restaurante atestados de niños evacuados que, mientras el tren emitía una última ráfaga de vapor, bajaban al andén cogidos de la mano para encontrarse con sus padres adoptivos. También se apeaban del tren otros pasajeros, hombres jóvenes, vestidos de traje y sombrero oscuro que desaparecían inmediatamente en coches civiles. A estos hombres les ofrecían un cigarrillo y los llevaban a una mansión de ladrillo que se escondía entre altos setos al final de un sendero privado de grava. Glenalmond era una antigua mansión eduardiana convertida en un laberinto de pequeñas oficinas. Al comienzo de la guerra, la había ocupado discretamente la Sección V del MI6. Y era aquí, en la subsección (d), encargada de los asuntos de la península Ibérica y los países de habla hispana, donde, en un frío día de octubre, se encontraba Desmond Bristow, el oficial de inteligencia que pronto dirigiría el interrogatorio de Juan Pujol.
Desmond Bristow era un joven muy osado que conocía íntimamente España y a los españoles.[1] Aunque había nacido en Manchester, hijo de un ingeniero de minas, se había criado en Sotiel Coronada, un pueblo de la provincia de Huelva, antes de ir a Cambridge a estudiar francés y español. O, mejor dicho, a fingir que estudiaba, pues había sido un estudiante pésimo. A falta de destacar académicamente, capitaneó el famoso equipo de remo de Cambridge. Estaba dispuesto a todo y, en una ocasión, para recaudar fondos destinados a los veteranos de guerra, el Día de la Amapola,* se roció con gasolina, se prendió fuego y saltó al río Cam. En el invierno de 1940, cuando tenía veintidós años, el intrépido Bristow estaba «aburrido» y «arruinado», de modo que fue a Westminster, al Ministerio de la Guerra concretamente, a la sazón protegido con sacos de arena, y se ofreció voluntario para luchar contra los nazis.
Llegó a los servicios de inteligencia a raíz de un suceso que nunca olvidaría. Originalmente lo reclutaron como soldado en el ejército británico. Un día, después de una serie agotadora de ejercicios de infantería, se encontraba en la estación de Oxford, de camino a casa de su novia, Betty. Mientras esperaba, un tren hospital entró lentamente en la estación y se detuvo con un silbido, atrayendo las miradas de las personas que llenaban el andén. Por las ventanillas se veían hombres sin brazos o con la cara destrozada. «Horrorizado, observé a cientos de jóvenes como yo que cojeaban, se apoyaban en muletas o eran sacados en camillas, mientras otros llevaban vendajes ensangrentados alrededor de la frente y de los ojos.»[2] El tren venía de Dunkerque, donde la Fuerza Expedicionaria británica había escapado por los pelos después de una retirada caótica desde Francia.
Este espectáculo demostraba que Inglaterra estaba perdiendo la guerra y convenció a Bristow de que tenía que salir de la infantería. Consiguió que lo transfiriesen rápidamente a los servicios de inteligencia. Casi dos años después, gracias a su conocimiento del español, fue admitido en la plantilla del MI6, donde, en lugar de matar soldados alemanes, se dedicaba a la caza de los espías.
A finales de octubre de 1941, en las agradables oficinas de la sección ibérica, situadas en la parte trasera de Glenalmond, con vistas a una hilera de castaños,[3] Bristow se aburría tanto que casi se arrepentía de haberse incorporado al MI6. Estaba hojeando un viejo listín de Lisboa, tratando de emparejar el número de teléfono interceptado de un posible espía con un nombre y una dirección. Como era uno de los últimos que se habían incorporado a la Sección V, le solían encomendar las tareas más pesadas: examinar las listas de los huéspedes de los hoteles y de los pasajeros de las compañías aéreas. Creía que el espionaje era otra cosa. De vez en cuando iban al «Nido de Víboras», un invernadero de cristal en el que descansaban charlando y tomando pink gins (su veneno predilecto), pero el trabajo solía ser tedioso.
La oficina estaba helada y en silencio. Bristow había conseguido encender la chimenea, pero el calor todavía no había cortado el frío. En las mesas contiguas estaban sentados los otros miembros de la sección: Trevor Wilson, el especialista en los asuntos de Marruecos, que anteriormente había sido exportador de excrementos de zorrillo abisinios, y Tim Milne, que, en calidad de redactor, había escrito anuncios para Guinness.[4] Junto al ventanal que daba al camino de los castaños se encontraba el oficial más ambicioso del grupo: Kim Philby, el jefe de la subsección, con la gastada chaqueta de cuero que llevaba desde su etapa de corresponsal del Times en la guerra civil española.
Llamaron a la puerta. Era el mensajero que traía el montón diario de mensajes descifrados, los «mensajes ISOS». Las imponentes torres de radio del Radio Security Service, en Hanslope Park, interceptaban las comunicaciones de la Abwehr entre Madrid, Lisboa y Berlín. De descifrar esos mensajes se encargaba el ISOS (Intelligence Service Oliver Strachey), con sede en Bletchley Park, unidad formada por un selecto grupo de intelectuales, matemáticos y eruditos de Oxford dirigidos por el genial Oliver Strachey. El mensajero entregó la cosecha de la mañana al adusto Tim Milne y se marchó en su motocicleta.
Milne cogió los documentos con una inclinación de cabeza. Su tarea consistía en examinar los mensajes interceptados y decidir cuáles se quedarían en la subsección y cuáles serían canalizados a las ramas alemana, francesa y holandesa.
—Esto parece muy extraño —dijo casi inmediatamente.[5]
Los demás miembros de la sección interrumpieron sus tareas y miraron al imperturbable Milne.
—¿Qué dice? —preguntó Philby.
—Madrid dice a Berlín que su V-Mann,* Arabel, informa sobre la formación de un convoy en la bahía de Caernarvon.
El ambiente de la habitación se puso tenso. En principio, no había ni un solo espía alemán en Inglaterra. Los servicios de inteligencia habían cazado a todos los agentes que habían saltado en paracaídas en la campiña o que se habían vendido a la Abwehr. Pero ahora aparecía un agente no identificado que, por lo visto, había observado la formación de un convoy en el extremo septentrional del noroeste de Gales. Si era cierto, Inglaterra tenía un problema.
Philby descolgó el teléfono verde de su mesa, la línea de comunicación segura con el MI5. Chasqueando los dedos para vencer su angustiante tartamudez, llamó al departamento que investigaba a la Abwehr. Según se pudo deducir del tartamudeo de Philby, la organización rival había recibido el mismo mensaje y le había causado la misma preocupación.
Los británicos se pusieron enseguida a buscar febrilmente a Pujol, como descubriría éste más tarde.[6] El MI5 se apresuró a comprobar la lista de barcos que habían zarpado de Liverpool: ninguno de ellos coincidía con la descripción de Arabel. Scotland Yard envió agentes a la remota península de Lleyn y peinó el páramo pantanoso y las tabernas en busca de sospechosos, pero no encontró a ninguno. El comandante Ewen Montagu, el enlace del MI5 con el Almirantazgo, envió un telegrama en el que decía que el convoy de Caernarvon no existía.[7] Los oficiales de la Sección V suspiraron aliviados: sin duda Arabel era un farsante.
El mensajero llegó con más mensajes ISOS. Se trataba otra vez de Arabel, que informaba de que el convoy había zarpado de Caernarvon rumbo al sur, con muchos efectivos. «Sabemos que no existe ningún maldito convoy —exclamó Philby con exasperación—. ¿Quién es este Arabel y por qué se empeña en mentiras tan obvias?»[8] Todos los días esperaban mensajes de Arabel, pero el agente decepcionó a los oficiales de la sección ibérica, pues guardaba silencio durante semanas. Muchos de sus informes eran ridículos. Dijo, por ejemplo, que el personal de las embajadas extranjeras de Londres se había trasladado a la costa, a Brighton, para huir del calor insoportable de la capital, lo cual era absurdo; sólo un idiota podía llegar siquiera a sugerir tal cosa. Con todo, algunos mensajes de Arabel se acercaban a la verdad: informaban con cierta exactitud sobre el armamento británico o los movimientos navales, lo que indicaba que el agente tenía acceso a los puertos ingleses. Los alemanes respondían ávidamente a todas sus palabras. «La Abwehr se tragaba todas las historias que le enviaba su agente», escribió Bristow.[9] La Abwehr incluso accedió a pagar los gastos de Arabel, que —cosa extraña— éste siempre consignaba en chelines, no en libras, como si el espía no conociera la moneda británica.
La prueba de la gran estima en que se tenía a Arabel llegó cuando el ISOS interceptó unos mensajes que demostraban que los alemanes estaban preparando una emboscada contra el (inexistente) convoy que había zarpado de Caernarvon.[10] La marina alemana desvió unos cuantos submarinos de las rutas que patrullaban, para que dieran caza a los barcos aliados, y se trasladó a Cerdeña una escuadra de aviones de combate italianos cargados de bombas planeadoras, por si resultaban necesarios. Se estaban invirtiendo miles de horas de trabajo cruciales, toneladas de combustible e importantes efectivos navales para luchar contra un fantasma. Los alemanes pensaban atacar por sorpresa el convoy de cinco barcos en un punto al este de Gibraltar.
Era incomprensible. Ni siquiera Philby, al que todos consideraban el mejor cerebro de la sección, era capaz de entender lo que pasaba. O la Abwehr había sido víctima de un estafador con motivaciones poco claras, o se trataba de una compleja artimaña para enviar a Arabel a Londres y meterlo en la guarida del Alto Mando británico. Philby era experto en historia del espionaje. En 1939 la Abwehr había intentado una estratagema parecida: tendió una trampa al servicio secreto británico y raptó a dos agentes del SIS en Holanda con el señuelo de un triple agente falso. ¿Habían recurrido de nuevo al mismo plan? Philby no estaba seguro; todavía no había identificado a Arabel.
El MI5 propuso una teoría: tal vez Arabel estuviera trabajando en la embajada española de Londres, un famoso nido de franquistas pronazis.[11] Incluso se creía que un diplomático español se apostaba todos los días junto al ventanal de Boodle’s, el club de caballeros que quedaba enfrente del cuartel general del MI5, y anotaba todas las entradas y salidas para la Abwehr.[12] Otros analistas conjeturaban que Arabel estaría trabajando desde Irlanda, el baluarte antibritánico.
Philby y el MI6 difundieron un boletín de busca y captura de Arabel. Durante la guerra, se interrogaba a miles de extranjeros en la Royal Victorian Patriotic School, en Wandsworth, y a partir de ese momento el MI5 empezó a interrogar a los refugiados sobre Arabel. No obstante, pese a la extrema minuciosidad de los interrogadores, no apareció ningún sospechoso.
La fecha de la supuesta emboscada de Gibraltar llegó y pasó. Nuevos mensajes ISOS revelaron, lógicamente, que no se había divisado ningún convoy. Los submarinos alemanes y los aviones de combate italianos volvieron a sus puestos. Sin embargo, sorprendentemente, los alemanes no culparon del fiasco a Arabel, sino a los italianos, que les merecían muy poca confianza. La cotización del agente seguía por las nubes.
El invierno de 1941 seguía su curso y Arabel no volvió a llamar la atención de la Sección V hasta que el 5 de febrero, a las 10.30 de la mañana, el mensajero del ISOS llegó a Glenalmond y derrapó en el hielo con la motocicleta. Kim Philby había ido a Londres para reunirse con el MI5 y no volvería en todo el día. Bristow fue el encargado de revisar los mensajes y enseguida vio uno sellado en Lisboa. Rompió el sobre, vio que procedía del MI6 y leyó que un español, de nombre Juan Pujol, había abordado al teniente Demarest, agregado naval de Estados Unidos en Madrid, y le había hecho una extraña proposición: quería espiar para los Aliados en Londres. Pujol también mencionaba que había enviado mensajes a los alemanes desde Lisboa.[13]
Bristow se estremeció. Aquello lo convenció de que por fin habían encontrado a Arabel y de que el espía intentaba cambiar de bando. Subió corriendo las escaleras y se dirigió al despacho del coronel Felix Cogwill, jefe de la Sección V del MI6. A Cogwill el mensaje le pareció muy intrigante, pero no quería que los nazis se dieran cuenta de que los británicos habían descifrado sus códigos y de que la Sección V leía sus comunicaciones, y tampoco quería entregar a Pujol a sus rivales del MI5. Le dijo a Bristow que esperase a que volviera Philby. Cuando el espía larguirucho entró en la oficina y se sacudió la nieve de los zapatos, Bristow se acercó a él y le entregó el telegrama.
—Creo que puede ser Arabel —le dijo, nervioso.
—¡Dios mío, Desmond! —exclamó Philby— ¡Creo que tienes razón!
Le pareció bien la idea de mandar a un agente a entrevistarse con ese español y a sonsacarle su historia. Después de meses de intentos infructuosos, Pujol lograba finalmente llamar la atención de los británicos.
La reacción alemana al falso convoy de Pujol impresionó a todo el mundo. «Si Pujol podía causar tantos estragos sin querer —escribió el historiador del espionaje Nigel West—, ¿qué se podría conseguir si se combinaban sus esfuerzos con los de otras secciones de engaño?»[14] En St Albans, Philby se puso en contacto con el jefe de la sede de Lisboa del MI6 y le pidió que concertara una «entrevista discreta» con ese tal Juan Pujol.[15] Para la primera entrevista, el MI6 envió al más eficaz de sus oficiales de Lisboa, Gene Risso-Gill, un portugués educado y elegante que lucía una barba poblada y corta.[16]
Una tarde de febrero inusualmente calurosa, Risso-Gill esperaba a Pujol en la terraza de un café en forma de herradura con vistas a las blancas playas de Estoril. «Ni antes ni después he tenido tantos nervios como cuando me entrevisté con Juan Pujol —recordaría—. Pensaba que todos los agentes alemanes me estaban vigilando y que cualquiera de los alrededores o del mismo café era agente alemán.»[17] Mientras las gaviotas se lanzaban en picado y gritaban en el cielo y los pescadores de sardinas, ataviados con sus típicos jerséis de dibujos coloridos, arrastraban la pesca del día a la playa, Risso-Gill esperaba y miraba a la muchedumbre. Finalmente, un hombre pequeño y bien vestido surgió de entre la confusa masa de refugiados, se acercó al bar y se dirigió al camarero en un buen portugués con deje español:
—Té con limón, sin azúcar, por favor.
Risso-Gill lo observó y se le acercó sigilosamente.
—La vista es mucho mejor desde la mesa que está junto a la escalera que baja a la playa —dijo, fingiendo desinterés.
Juan Pujol echó una ojeada. Reconoció la contraseña acordada para la reunión. Sonrió y los dos se dirigieron a la mesa. Una vez sentados, Pujol le entregó un frasco de tinta invisible y empezó a contarle su historia. Por fin se ponía al servicio de los Aliados.
Unos dos meses después, salió de Lisboa en un buque mercante británico rumbo a Gibraltar, sin equipaje, dejando atrás a Araceli y al pequeño Juan, que más tarde se reunirían con él en Inglaterra. Risso-Gill lo acompañó por la pasarela, le dijo algo al policía nacional portugués que vigilaba el barco y lo condujo a su camarote. «Me temblaban las piernas», recordaría Pujol,[18] cuando Risso-Gill le susurró al oído que no tenía de qué preocuparse: sería un viaje corto. Habían informado al capitán sobre aquel pasajero inusual y le habían dicho a quién tenía que entregarlo al llegar. Dos hombres esperaban a Pujol en el muelle de Gibraltar, le dieron un «puñado de libras esterlinas»[19] y le dijeron que se comprara ropa. Los precios en el Peñón no llegaban a un tercio de los de Inglaterra. Dos días más tarde volaba a Plymouth en un potente hidroavión Sunderland.
Cuando el avión emprendió el descenso hacia la cinta negra de la pista de aterrizaje, Pujol tuvo un momento de angustia: «Repentinamente comprendí lo lejos que estaba de mi casa, a punto de entrar en un país extraño. ¿Se mostrarían los ingleses amistosos conmigo? ¿Creerían mi historia […]? ¿Entenderían los motivos que justificaban todo lo que yo había hecho, y creerían en mis deseos de trabajar en beneficio de la humanidad?»[20] Al bajar la escalerilla del avión, la primera dentellada de frío inglés le dio en la cara. «Un frío enorme —recordaría—, frío por fuera, y un terror helado por dentro.»[21]
Pocos días después estaba en una habitación de la primera planta del número 35 de Crespigny Road, donde lo interrogaron y conoció al oficial encargado de su caso, Tommy Harris. Después de un largo y arduo período de aprendizaje, estaba a punto de empezar en serio la carrera de espía aliado, el más importante de la segunda guerra mundial. «Era casi un milagro que hubiese sobrevivido tanto tiempo», escribiría más tarde Harris.[22] «Fue una locura —abundó Pujol—. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo.»[23]