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EL JUEGO

Con un despliegue teatral —más reuniones, otro telegrama falso— Pujol se preparaba para empezar su carrera como espía de la Abwehr. Ahora que los alemanes tenían plena confianza en el español, se apresuraron a ponerlo a punto. Federico lo adiestró en el arte de la escritura secreta y le entregó cuatro cuestionarios que especificaban lo que los nazis tenían necesidad de saber sobre los preparativos bélicos de Reino Unido. Pujol memorizó algunas partes del documento y le dieron una copia en miniatura que podría llevar consigo a Inglaterra. Las preguntas iban de las cuestiones técnicas más especializadas a los asuntos estratégicos más generales: «¿En qué fase de construcción se encuentra el portaaviones Infatigable? ¿Qué posibilidades de éxito se conceden a una invasión alemana? ¿Qué medidas se están tomando para prevenir dicha eventualidad?».[1] Le dieron el nombre en clave de Alaric, y su red fue llamada Arabel. Federico dedicó todas sus horas de trabajo a instruir al nuevo recluta. Incluso lo llevó a su piso, en el número 73 de la calle Viriato, para enseñarle el arte de la criptografía.

«No sé por qué mostró una fe tan ciega en mí»,[2] escribiría más tarde Pujol. Era muy modesto. Su actuación había sido precisa y convincente. Siempre había ido un paso por delante de Federico, aunque tenía mucha menos experiencia que él. Había intuido lo que los alemanes querían y cuál sería la mejor forma de engatusarlos. No había sido tan torpe como para presentarles en una bandeja todo el plan de una vez, sino que los había obligado a trabajar. Había cautivado a Federico, lo había seducido con su audacia, luego le dio un susto de muerte al llamarlo inesperadamente para pedirle una entrevista. El broche de oro de su actuación fue la revelación definitiva en el café, una escena dirigida con el talento de un director de Hollywood. «Con los ingleses era inglés, con los alemanes era alemán»,[3] dijo un periodista que lo conoció mucho más tarde. La realidad, sin embargo, era muy distinta. Pujol creó un personaje totalmente original con el que convencía a los agentes menos seguros. Eso sí, entendía a los alemanes como un alemán y a los ingleses como un inglés.

Federico estaba tan entusiasmado con su nuevo agente que le dijo que en Londres podría ponerse en contacto con un español que era espía de los alemanes: Luis Calvo, un conocido corresponsal de periódico. Es posible que el instructor quisiera ganarse a Pujol, impresionarlo con la extensa red de agentes que la Abwehr tenía en Inglaterra, o tal vez fuera sólo un comentario de trabajo. No obstante, Pujol se puso hecho una furia y le dijo que no quería saber nada de los otros agentes al servicio de los alemanes. ¿Cómo osaba Federico decirle el nombre de uno de sus agentes? Si exponía tan fácilmente a Calvo, ¿significaba que «revelaría» también su identidad al siguiente agente con el que trabajase? ¡Cómo se atrevía a arriesgar la vida de sus espías de ese modo![4]

Federico, que había invertido buena parte de su futuro en ese fogoso español, tuvo que aguantar la reprimenda sin inmutarse. Al fin y al cabo, Pujol tenía razón. En el mundo del espionaje estaba mal visto revelar el nombre auténtico de un espía a otro agente si no era absolutamente necesario, ya que así se ponía en peligro a los dos espías. Pujol no lo aprendió en un manual de espionaje, sino que lo intuyó instintivamente. No pensaba simplemente como un alemán, sino como su controlador, Federico, quería que pensara.

En la última entrevista, Federico le tenía reservada una sorpresa. Su jefe, Karl-Erich Kühlenthal, acudió a la cita para despedir a Pujol. El expediente del MI5 lo describía detalladamente: «Cara ovalada […] carnosa. Mejillas llenas. Tez saludable, pómulos encarnados. Nariz curva, aguileña. Ojos grises, inquisitivos».[5] Era un habitual de los cafés y cervecerías de Madrid, donde se lo conocía como don Pablo.

Kühlenthal entregó a Pujol varios frascos de tinta secreta, códigos en clave para cifrar sus primeros mensajes, una lista de direcciones encubiertas a las que podía enviarles sus informes y 3.000 dólares en efectivo, equivalentes a 44.000 dólares actuales. La Abwehr era rica y no le importaba gastar dinero cuando un caso ofrecía garantías de éxito. Kühlenthal le estrechó la mano y le dio una serie de consejos: que no subestimara a los ingleses, que tuviera paciencia y que no esperase una rápida victoria nazi. Sobre todo, que intentara formar una red de subagentes que pudiese dejar en el terreno si se veía obligado a abandonar Inglaterra.

Entonces Pujol reunió a su joven familia y, en julio de 1941, se dirigió a Lisboa para llevar a cabo su «curiosa forma de espionaje por cuenta propia».[6]

Para pasar los controles de la frontera, enrolló la mayor parte de los 3.000 dólares y los colocó dentro de una funda de goma que metió en un tubo de pasta de dientes medio vacío. El resto lo guardó en un bote de espuma de afeitar. Al dirigirse a Lisboa, se creía en posesión de las llaves del reino. Confiaba en que los frascos de tinta secreta que llevaba en el equipaje, el dinero y los códigos secretos bastarían para que los británicos lo reclutaran como agente doble y lo mandasen rápidamente a Londres. «No tenía ni idea de las aventuras y experiencias por las que habría de pasar»,[7] recordaría el oficial del MI5 Tommy Harris.

Al llegar a la capital portuguesa alquiló una habitación a un pescador pobre de Cascais, fuera de Lisboa, y, asegurándose de que no lo siguieran, se dirigió a la embajada británica. «Lo que viene a continuación puede parecer increíble, pero es cierto —escribió años más tarde—. Después de todo lo que había hecho, después de haber pasado tantos avatares, después de todos los subterfugios que había inventado, los fraudes y las maniobras, la tensión y el estrés […] no estaba más cerca de mi objetivo que cuando hice la primera tentativa.»[8] Los británicos lo rechazaron de plano. De nuevo. Por tercera vez. Y ese rechazo lo hundió más a fondo en un juego que no entendía por completo. Ya no podía limitarse a hacerse pasar por espía. Tenía que convertirse en espía.

Pero tendría que hacerlo desde fuera, fingiendo todo el tiempo. Compró un mapa de Inglaterra, una guía turística Baedeker del país y un ejemplar de la guía de trenes Bradshaw. Nunca había estado en Inglaterra y ahora tenía que convencer a sus supervisores de que vivía allí. Volvió a ponerse en contacto con su amigo español, Dionisio Fernández, el que había enviado el falso telegrama de Varela que supuestamente tenía que permitirle estar con su amante. Le preguntó si podía usar su nombre para alquilar un apartado de correos al que su amante pudiera enviarle cartas sin que su mujer se enterase. Fernández le dijo que sí.

El 19 de julio, envió su primer mensaje a los alemanes de Madrid y les dijo que había llegado a Inglaterra. La carta «tapadera», escrita con tinta negra, describía las primeras impresiones de un «apasionado demócrata catalán» que había ido a Gran Bretaña huyendo de Franco. Entre líneas, con tinta invisible, Pujol escribió el mensaje auténtico con mucho cuidado. Les dijo que había llegado a las islas Británicas sin novedad y que en el viaje había conocido a un piloto de la compañía aérea holandesa KLM. Aunque le había costado mucho trabajo, al final lo había convencido para que le llevara sus cartas de Londres a Lisboa, con lo que evitaría la censura británica. (Esto maravillaría más tarde a los controladores de Pujol en Londres, ya que el piloto principal de esa ruta era un espía inglés.[9] Pujol no lo sabía; fue una invención afortunada.) Las cartas, que llevarían un matasellos portugués, las remitiría el piloto a Madrid desde Lisboa. La Abwehr podía responder al mismo apartado postal y el piloto le llevaría los mensajes a Londres. Así, el piloto imaginario fue el primero de los subagentes que pronto saldrían a raudales de su cerebro.

Pujol esperó ansiosamente la respuesta. Diez días después llegó una carta de Federico al apartado de correos: «El método de comunicación es bueno y el revelado de la carta no planteó problemas. Esperamos más noticias con interés […]. Saludos cordiales y buena suerte».[10]

Los alemanes se habían creído la historia del piloto de la KLM. «Me había convertido en un auténtico espía alemán.»[11] Ahora podía fingir que se encontraba en Londres cuando en realidad estaba en Estoril. Ya no vivía en la choza del pescador, sino que se había mudado a una vivienda más confortable con Araceli y su hijo recién nacido.

El plan presentaba, huelga decirlo, una dificultad fundamental: Pujol no sabía casi nada del país en el que supuestamente vivía. No hablaba una palabra de inglés y no conocía la moneda del país, ni su cultura y terminología, por no mencionar las unidades del ejército británico y los tipos de buques de la marina mercante inglesa. ¿Cómo iba a elaborar informes creíbles sobre un lugar tan lejano y desconocido para él como el Polo Norte?

Mientras se devanaba los sesos para solucionar este problema, la situación absurda con los ingleses seguía igual. Pujol fue a la embajada británica de Lisboa y se lo contó todo al ayudante del agregado militar: la tinta secreta, los cuestionarios de la Abwehr, los nombres y descripciones de Federico y Kühlenthal. Quería hacer un trato con ellos, y rápido. Lisboa era un hervidero de espías alemanes y la Abwehr esperaba informes precisos sobre el esfuerzo bélico aliado: el tiempo apremiaba. Si los británicos lo llevaban a Estados Unidos —su nueva salida de emergencia—, lo revelaría todo de buen grado. Era la cuarta vez que llamaba a la puerta de los británicos.

El ayudante le dijo que un funcionario se entrevistaría con él en el bar inglés del Casino de Estoril a las siete de la tarde del día siguiente para hablar de su propuesta. Pujol llegó al bar a la hora convenida y esperó tomando algo a sorbos nerviosos mientras pasaban los minutos. El funcionario no acudió a la cita. Al día siguiente volvió a la embajada y pidió una explicación al ayudante, pero éste se lo quitó de encima diciéndole que le había resultado imposible ponerse en contacto con el funcionario. El absurdo era completo: los nazis, a los que aborrecía, estaban entusiasmados con él, y los Aliados, por los que estaba dispuesto a arriesgar la vida, lo consideraban una molestia. «¿Por qué —me preguntaba a mí mismo— el enemigo me ayudaba tanto, mientras que aquellos a los que yo quería como amigos resultaban inconmovibles?»[12] Salió furioso de la embajada.

Para poder ir a Londres necesitaba más munición. Llamó al auténtico Varela, el jefe de seguridad de la embajada española, que enseguida le preguntó sobre el telegrama que Federico le había enviado hacía unos días para anunciarle la llegada de Pujol a Portugal. ¿Quién diablos era Pujol, para enviarle un telegrama? El espía desplegó su encanto con la intención de tranquilizarlo y le explicó que era contrabandista de divisas y que estaba trabajando en lo que llamó operación Dalamal. Varela se calmó y lo escuchó, pero le dijo que no podía hacer nada a menos que el verdadero Dalamal (que no existía) fuera a España. Pujol se llevó un chasco, pues asociarse con Varela en una operación real habría aumentado su credibilidad ante los alemanes. No obstante, si un agente de la Abwehr telefoneaba al funcionario de seguridad para pedirle información sobre un espía español llamado Pujol, Varela confirmaría que estaban en contacto.

Con tan escaso bagaje, Pujol volvió a recurrir a lo único que nunca le había fallado: la imaginación. Empezó a inventar el equipo de subagentes que le había pedido Kühlenthal, el jefe de la Abwehr en Madrid. Esas personas imaginarias no sólo le suministrarían información de fuentes a las que no tenía acceso, sino que también podría culparlas si la información era incorrecta. El primero en aparecer fue «Carvalho», un portugués que simpatizaba con los nazis y que vivía cerca del canal de Bristol, una importante ruta de navegación en el suroeste de Inglaterra. Informaría sobre los convoyes y buques cisterna que navegaban por aquellas aguas y sobre las defensas costeras. (El nombre del falso espía era un homenaje a Araceli, cuyo segundo apellido era Carballo.) Pujol también reclutó a «William Gerbers», un suizo imaginario que podía vigilar Liverpool. La segunda carta del espía a los alemanes relataba estos éxitos menores y también daba la noticia de que la BBC de Londres le había ofrecido un empleo de traductor por cuenta propia.

Pujol escribía las cartas con un estilo ampuloso que el historiador Thaddeus Holt llamó «el equivalente verbal de las extravagantes creaciones de Antonio Gaudí».[13] Es una descripción adecuada. «No quiero acabar esta carta —escribió Pujol en cierto momento— sin enviar un Viva Victorioso a nuestras valientes tropas que combaten en Rusia para aniquilar a la bestia bolchevique».[14] El estilo no sólo casaba con el personaje que había creado, sino que además tenía la ventaja de llenar muchas páginas sin dar demasiada información. Cualquier error podía costarle muy caro, de modo que, desde su casa de Lisboa, se concentró en «reclutar» agentes y escribir sólo una carta al mes, ciñéndose a las teorías sobre espionaje que había forjado en las últimas semanas. «Me esforcé mucho por introducir gradualmente las nuevas informaciones y fui muy cauteloso al mencionar los nuevos contactos que había reclutado como ayudantes.»[15] Se quejaba de lo difícil que le resultaba obtener la información y describió «con detalle cómo me había enfrentado con una serie de obstáculos».[16] Cualquier escritor de novelas de misterio o cualquier estafador conoce esos principios —basa toda la información en la propia experiencia, haz que la víctima vaya a la estafa, no al revés—, pero Pujol tuvo que descubrirlos por sí mismo.

Sin embargo, esta situación no podía durar eternamente. Antes o después tendría que facilitar alguna información verídica. Así, en su tercera carta, con matasellos de octubre de 1941, empezó a añadir material sustancioso en sus informes: el subagente William Gerbers había visto zarpar de Liverpool rumbo a Malta un convoy de cinco barcos aliados.[17] La isla mediterránea, con una larga historia cristiana, era un enclave vital para las defensas británicas, crucial para la campaña aliada en el norte de África. Desde 1940, en un período de dos años, la Luftwaffe la había bombardeado 3.000 veces. Sólo en febrero de 1942 arrojó más de mil toneladas de bombas sobre la pequeña isla. Los destructores y los cruceros alemanes asediaban a los buques cisterna y a los buques de carga que intentaban reabastecer la isla. La noticia de que un gran convoy se dirigía a este puesto avanzado era de gran interés para los estrategas del Tercer Reich.

Pese a esta jugada ficticia, Pujol estaba como una rata en un laberinto, buscando la salida. Volvió a Madrid para intentar convencer a la embajada británica por quinta vez. Enseñó a un empleado los cuestionarios que Kühlenthal le había dado, pero el funcionario lo rechazó. Tras este último rechazo, Pujol se convenció de que su suerte se iba a terminar, y pronto.

Entretanto, Federico lo acribillaba con nuevas peticiones: «Intenta averiguar datos de la formación de una nueva fuerza expedicionaria de varias divisiones: ¿dónde están destinadas, al Oriente Próximo o al Extremo Oriente?»,[18] «Intenta mandar un agente al norte de Irlanda, al puerto de llegada de los transportes americanos. Irlanda tiene un gran interés y una gran importancia». La Abwehr también le pidió que consiguiera unos folletos del Instituto de Estadística de Oxford, que no sólo les proporcionarían una información muy necesaria, sino también la prueba de que Pujol estaba en Inglaterra. Hacerse con estos documentos fue más fácil de lo que parecía: el espía acudió a la Oficina de Propaganda británica en Lisboa, se presentó como «estudiante de estadística» y pidió al empleado que los solicitara a Inglaterra. En cambio, todas las otras peticiones eran más difíciles de satisfacer desde Lisboa. Pujol tendría que improvisar.

Empezó a recorrer la ciudad en busca de información útil. En un anuncio de un periódico portugués encontró varios datos sobre una empresa naval británica.[19] En un diario francés halló un breve artículo sobre la parálisis infantil y el racionamiento de comida. Una guía telefónica le brindó el nombre de una compañía británica. Pujol buscó el texto de los discursos de Churchill en el Libro Azul de la Oficina Nacional de Estadística y mandó a Federico los mejores fragmentos. Cuando fue a relajarse un par de horas al cine —la cinefilia seguía muy viva en él—, apareció unos segundos en el noticiario un acorazado canadiense llamado Esquimalt y Pujol se enderezó en su asiento y no perdió detalle. En el siguiente comunicado añadió un minucioso informe con la descripción —totalmente inventada— del barco y su dotación. También envió el dibujo de un «aparato muy secreto copiado de unos planos» por el «subagente n.º 3».[20] En realidad, era un esbozo que hizo apresuradamente de la fotografía de una barcaza de mando aliada que había visto en el escaparate de una tienda lisboeta y, tras perfeccionar el dibujo, añadió una avalancha de datos falsos sobre la eslora, la manga y el armamento de la barcaza, además del informe inventado de un testimonio ocular que explicaba cómo maniobraba en el agua. También convirtió una octavilla de propaganda británica —bien lanzada desde el cielo, bien entregada por algún aliadófilo— en un extenso informe: «Escuela de Pilotos de la RAF situada cerca de Sandwich, la instalación está camuflada y también se utiliza como campo de aterrizaje para los planes de defensa costera. Está en la orilla izquierda del río Stour […] al lado del cruce de las carreteras de Ramsgate y Sandwich».[21] Otros informes eran pura ficción, incluido el de los enormes «tanques anfibios» que había visto maniobrar en el lago Windermere.

Pujol era como un trapero que recorría las calles de Lisboa. No desperdiciaba nada.

Pero ¿cómo podía hacer llegar las cartas a los alemanes? No quería explotar demasiado al piloto ficticio de la KLM que supuestamente le servía de correo. Así pues, fue a la agencia de un detective de la ciudad y contrató a un hombre para que se hiciera pasar por el subagente Gerbers. Acto seguido, le reservó una habitación de hotel en Lisboa para que los alemanes fueran allí a recoger el correo.[22]

A pesar de sus vagos orígenes, muchos de estos informes resultaban bastante convincentes. Cuando, más tarde, Tommy Harris reveló a la inteligencia británica que casi todos los mensajes de Pujol eran pura invención, los analistas del servicio secreto no podían creer que el agente español nunca hubiera puesto los pies en Inglaterra.[23] Sus cartas eran tan detalladas y convincentes, tan precisas, que parecía imposible que las hubiera escrito basándose únicamente en su imaginación. Llegó a convencer incluso a los británicos de que estaba escondido en alguna de sus ciudades, cuando en realidad se encontraba a mil quinientos kilómetros de distancia.

Las cartas de Federico dejaban claro que los alemanes examinaban atentamente sus informes. Cuando cometió un error, el agente de la Abwehr le recriminó: «Te refieres al regimiento de infantería que viste en Guilford por un número, pero los regimientos de infantería no tienen números. Por tanto, tu informe es inútil […]. ¡Espero tu aclaración!».[24]

Pujol sabía instintivamente que no podía permitir que los alemanes le hablaran de esa manera. Replicó: «Me sorprende lo que dices sobre la numeración de los regimientos […]. ¿Nunca has oído hablar de unas organizaciones llamadas Ministerio de la Guerra y Estado Mayor? Con el fin de evitar el espionaje, hace casi un año estas organizaciones asignaron números a las unidades de combate […]. Dispongo de pruebas de lo que digo y también tengo las órdenes que se han cursado, una de las cuales la adquirí en uno de mis viajes».[25] ¿Querían ver los alemanes las órdenes reales?

Era un farol, por supuesto. Pujol no tenía las órdenes y, de hecho, los alemanes tenían razón: para identificar a los regimientos, los ingleses usaban nombres, no números. Si la Abwehr le pedía los documentos, Pujol estaba acabado. Pero el espía parecía saber instintivamente cómo tratar a sus controladores alemanes. Unas semanas más tarde, después de enviar más disparates para reforzar sus afirmaciones (pero no las «órdenes» imaginarias), Federico le respondió: «No es necesario que nos envíes pruebas, puesto que tenemos una confianza absoluta en ti […]. Reitero que estamos plenamente satisfechos de tu colaboración».[26]

El secreto para manejar a sus controladores era saber cuánto lo necesitaban. El contraataque funcionó perfectamente. Como una amante ofendida al verse acusada de infidelidad, contraatacó en el momento preciso y así estrechó el vínculo con los alemanes. No toleraría la menor duda: si no confiaban en él, se marcharía. Más tarde, Tommy Harris, el oficial del MI5, se maravillaría del temple de su agente: «Puede decirse que a partir de este punto se hizo evidente que los alemanes no querían de ninguna manera perder a Garbo».[27]

Algunos de sus deslices no merecieron ningún comentario. «Hay aquí hombres —escribió Pujol en un informe, supuestamente desde Glasgow— que harían cualquier cosa por un litro de vino.»[28] Cualquiera que hubiera estado realmente en Escocia sabría que lo único que bebían los estibadores era cerveza y whisky. Cometía errores garrafales con la moneda inglesa. Copió de una guía de trenes las cantidades en peniques y chelines, pero no sabía convertir los unos en los otros.

Para engatusar todavía más a los alemanes, envió a Araceli a ver a Federico con una carta de su puño y letra. Araceli le dijo al oficial alemán que sospechaba que su marido tenía una amante. «La señora Garbo entró en cólera y le dijo que estaba convencida de que su marido se había escapado con una mujer y que Federico era cómplice de su fuga.»[29] Federico le reveló que su marido había ido a Inglaterra con una misión secreta que le había encomendado el Tercer Reich. Al oírlo, Araceli fingió un ataque de nervios y dijo que los ingleses apresarían a Juanito y lo fusilarían. (Por supuesto, sabía perfectamente que Pujol estaba en Lisboa y que no corría ningún peligro.) Desesperado por sacar de su despacho a aquella mujer, Federico le ofreció un empleo en la embajada alemana. Como la oferta no dio resultado, lo intentó con dinero y le ofreció una cantidad de pesetas suficiente para vivir en un hotel de cinco estrellas de Madrid. Pero Araceli no se dejó comprar y, para convencer a Federico de su angustia, le entregó una fotografía del pequeño Juan para que se la hiciera llegar a Pujol, puesto que era probable —dijo melodramáticamente— que no volviera a ver a su hijo.

Fue una actuación brillante. En la carta siguiente, Federico relató a Pujol el encuentro con todo detalle y, al final, añadió una línea para pedirle que, por favor, no le mandase más cartas por medio de su mujer.

En Lisboa, Pujol empezaba a llegar al límite de sus fuerzas. Las cartas que enviaba a Federico estaban llenas de quejas sobre la falta de dinero y de correspondencia. A Araceli, que entonces estaba en Madrid, le escribió: «Háblame del niño, pues sólo Dios sabe cuánto deseo verlo, y abrazarlo. Quizá lo encuentre convertido en un hombre que fume un gran puro habano».[30] Llegado a este punto, lo más seguro es que un espía mínimamente sobornable hubiera tirado la toalla y se hubiese puesto al servicio de los alemanes, pero, al parecer, esta idea nunca se le pasó por la cabeza: no era un oportunista ni quería hacer una fortuna y coger el hidroavión con destino a Argentina. De verdad quería salvar al mundo.

Pero el espía también tenía una familia joven y, con cada visita a la embajada británica, aumentaban las posibilidades de que todos terminaran en un campo de concentración. En opinión de un oficial del MI5, en ese momento «la existencia [de Pujol] era extremadamente precaria […] hacía equilibrios al borde de un precipicio en el que podía caer en cualquier momento, al menor desliz».[31] Las respuestas de la Abwehr no eran tan entusiastas como esperaba y, cuando se agotaron los 3.000 dólares, se negaron a darle más dinero en efectivo para gastos. Como mucho, de vez en cuando y de mala gana le mandaban 50 o 100 dólares. Era evidente que su estrella se estaba apagando. «La farsa tocaba a su fin».[32] Pujol empezó a plantearse la posibilidad de emigrar a Brasil.

La misión que había empezado en sus ensoñaciones sobre Tom Mix parecía haber llegado a su final. Pero se le olvidaba una cosa: la determinación de Araceli González Carballo.

Al darse cuenta del pesimismo en el que se iba sumiendo su marido, Araceli decidió tomar cartas en el asunto. Se puso su mejor vestido y se dirigió a la embajada estadounidense. Podemos imaginarla entrando en el imponente edificio con su abrigo más elegante y con todas las joyas que había traído de Lugo. Solicitaría hablar con algún funcionario importante. A Araceli no se le podía negar nada. La llevaron al despacho del agregado naval —cosa que Pujol no había logrado ni por asomo en todas sus visitas a la embajada británica— y casi inmediatamente empezaron a llover resultados en forma de entrevistas con un agregado llamado Rousseau. «Desconcertó al americano y […] despertó su apetito.»[33] También le pidió 200.000 dólares por los secretos que iba a revelar.[34] Era una cifra desorbitada: Rousseau se enderezó en su asiento y prestó atención a esa mujer imperiosa.

Para convencer al americano de que Pujol y ella eran auténticos espías, creyó que tenía que darle alguna prueba de lo que podían hacer por su país. En la siguiente entrevista, llevó una carta escrita en francés. Araceli no hablaba francés y Rousseau lo sabía. Para hacerse con la carta, le había pedido a una amiga francesa que le escribiera un telegrama, alegando que quería mandárselo a un agente literario en nombre de su marido, que era escritor. El telegrama original decía: «LeClerc Fils de París informa de que tanto él como sus agentes de Madrid esperan sus órdenes, pues ya han dispuesto lo necesario para iniciar de inmediato la publicación en todos los diarios elegidos».[35]

La amiga redactó el texto y Araceli sólo tuvo que cambiar algunas palabras fundamentales. El inofensivo «LeClerc Fils» se convirtió en «Agente 172 de Chicago»; «publicación», en «sabotaje»; «Madrid», en «Detroit»; y «diarios», en «fábricas». Cuando terminó, la carta decía: «El agente 172 de Chicago informa de que tanto él como sus agentes de Detroit esperan sus órdenes, pues ya han dispuesto lo necesario para iniciar de inmediato el sabotaje en todas las fábricas elegidas».[36]

Araceli enseñó a Rousseau la carta escrita con tinta invisible y dijo que era una comunicación secreta de un hombre que se alojaba en su pensión y del que sospechaba que era espía alemán. Entonces sacó un frasco de revelador de tinta invisible —Rousseau debió de poner unos ojos como platos— y lo extendió sobre el papel. Apareció el mensaje siniestro. El americano lo observó atentamente y de inmediato accedió a ponerla en contacto con los británicos.

Pero hubo una nota a pie de página de la que Pujol nunca llegó a enterarse. Probablemente se fue a la tumba sin saber lo que ocurrió en aquella embajada de Lisboa. Araceli había sido mucho más creativa —y abnegada— de lo que él se imaginaba.

Rousseau concertó una cita con un oficial británico del MI6 en Lisboa, para que Araceli le contara su historia. Ella llevó los cuestionarios miniaturizados y los frascos de tinta secreta, pero, antes de que pudiera sacarlos del bolso, el agente del MI6 —que la tomó por una de tantas aventureras que intentaban salir de Lisboa por las buenas o por las malas—, dejó claro que dudaba de su integridad. Cuando Araceli se levantó ofendida e hizo ademán de marcharse, el británico sacó veinte escudos de su bolsillo y los tiró encima de la mesa. «Tome usted, esto por las molestias y el servicio.»[37] Eso era tratar como a una estafadora a una chica lucense de buena familia.

Entre los suyos, Araceli tenía fama de mal genio. «Nunca daba un paso atrás, ni siquiera para tomar impulso»,[38] dice su hija. En esa ocasión, un extranjero al que no conocía le había dirigido —a ella, una posible descendiente de Alfonso XI— uno de los peores insultos imaginables. Sabe Dios lo que habría pasado si se lo hubiera contado a su marido. Harris escribió: «No cabe duda de que, de haberse enterado éste del incidente en aquel momento, el caso se habría malogrado irrevocablemente.»[39] Seguramente Pujol habría dado una paliza al funcionario. Al leer la descripción de la entrevista en los archivos del MI5, casi ve uno a Araceli roja de indignación, al oír el insulto.

Sin embargo, mantuvo la calma. Rousseau le pidió disculpas rápidamente por la grosería del oficial y Araceli acabó confesándole que el «espía alemán» era en realidad su marido.

La improvisación de la carta del «agente 172» fue una ocurrencia brillante que demuestra que Araceli era una mujer muy inteligente. No obstante, lo que más impresiona de esta historia es la contención de la que Araceli, tan impetuosa por naturaleza, supo hacer gala. Es difícil no ver esa contención como un acto de amor a su marido, como una ofrenda a su misión común.