Lisboa era conocida entonces como «la capital del espionaje», un gran mercado para la información ilícita, la traición fortuita, el contrabando de divisas, las drogas, el asesinato y el engaño. Portugal era neutral en el conflicto y el aeropuerto de la capital era el único en Europa desde el que todavía salían vuelos a Berlín y Londres. Era la última parada antes de la libertad para el millón de refugiados que pasaron por la ciudad durante la guerra, entre ellos Peggy Guggenheim, Marc Chagall y Arthur Koestler.[1] Hombres, mujeres y niños de toda la Europa ocupada —condes polacos, millonarios belgas, aventureros búlgaros y judíos de todos los rincones del nuevo Reich— iban a parar a Lisboa, donde, inquietos, se mezclaban con una población ambulante de contrabandistas, prostitutas, informadores y agentes dobles. Muchos de los refugiados no tenían visado para seguir viaje y, después de gastarse una fortuna para llegar a Portugal, vendían la plata de la familia, los anillos de compromiso y los broches de diamantes de sus mujeres para poder sobrevivir una o dos semanas más en Lisboa. El único objeto de valor que les quedaba, la auténtica moneda de la capital, era la información. «Todo el mundo es espía en Lisboa —dice un personaje de Sólo una muerte en Lisboa, la novela de Robert Wilson sobre la segunda guerra mundial—. Todo el que tenga oídos para oír conversaciones puede ganarse la vida.»
En los oscuros bulevares de la Ciudad Blanca, famosa por sus edificios de color hueso, se compraba y se vendía información secreta y, cuando los tratos se torcían, aparecían los cadáveres de los agentes dobles sin suerte. A quince kilómetros al norte de la ciudad, en la localidad vacacional de Estoril, la joya de la «Costa de los Reyes», agentes secretos de los dos bandos bebían y competían entre sí. Cada bando tenía su propio abrevadero en la elegante población. Los oficiales del MI6 y de la estadounidense OSS (Office of Strategic Services)[2] frecuentaban el Hotel Palacio, de cinco estrellas, cuyo barman tenía fama de preparar el mejor Manhattan de toda Europa[3] y cuyas camareras, se decía, trabajaban a tiempo parcial en alguna organización de espionaje (un turista americano comparó el lugar con la Clínica Mayo, porque todos los huéspedes llevaban una honda preocupación pintada en la cara).[4] La Abwehr prefería el cercano Hotel Atlântico.
El lugar en el que se encontraban todos por la noche, el centro neurálgico del espionaje, era el Casino de Estoril. Graham Greene, que entonces trabajaba en la sección de Lisboa del MI6,[5] aprovechó su estancia en la ciudad para reunir material para sus novelas de espionaje, entre ellas Nuestro hombre en La Habana, inspirada en la vida de Pujol.[6] Ian Fleming, el creador de James Bond, perdía sus escudos en el juego mientras ayudaba a planificar la operación Golden Eye para la inteligencia naval británica. Fleming creía que el hombre que lo había dejado pelado en el chemin de fer era el «principal agente alemán» en Lisboa. Los amigos con los que se reunía en el bar no estaban de acuerdo: aquella noche sólo recordaban haber visto alrededor de la mesa de juego a estólidos hombres de negocios portugueses. No obstante, Fleming se inspiró en el episodio para escribir Casino Royale, la primera novela de 007.
En torno a las mesas del casino también se desarrollaba el juego del espionaje. El playboy y agente doble aliado Dusko Popov, de nombre en clave Triciclo, utilizaba el casino de Estoril para preparar sus encuentros. Creyéndose vigilado, y reacio a concertar citas abiertamente, entraba en el casino guiado por su secretaria, una rubia despampanante, y se dirigía directamente a la mesa de la ruleta. «Ella […] jugaba tres veces, y los números indicaban consecutivamente la fecha, la hora y el minuto de nuestra cita.»[7] La compañera del espía colocaba las fichas en el cero o el treinta y seis: cero significaba que el encuentro se produciría en Lisboa; treinta y seis indicaba el lugar habitual en Estoril. «Era un código caro»,[8] comentaba Popov con ironía.
Juan Pujol llegó a Lisboa, encontró una habitación en el poco elegante Hotel Suíço Atlântico, que escogió por su proximidad a la embajada y el consulado españoles, e inmediatamente fue a solicitar un visado británico. Todavía era un aficionado y creía que las cosas eran así de fáciles. Pero en el consulado le dijeron que tenía que volver a Madrid para solicitar el visado. Todas sus súplicas y vociferaciones fueron en vano; sólo era una más de las miles de personas que intentaban salir de Lisboa. Se marchó decepcionado y se unió a la ojerosa multitud de refugiados que vagaba por las calles a la espera de encontrar el contacto que los llevara al mundo libre.
Los días pasaban. Pujol frecuentaba los bares de los hoteles, donde esperaba encontrar un diplomático español, una arista, una brecha, pero su reserva de escudos portugueses iba menguando. Sus esperanzas se reavivaron cuando conoció a un agente de la organización de inteligencia española (la Seguridad), un agregado de la embajada en Lisboa que se llamaba Varela; pero este breve encuentro fue infructuoso. Araceli, embarazada, lo esperaba en Madrid y confiaba en que su marido encontrara la manera de huir a Inglaterra. Pujol «estaba a punto de desesperar», diría.[9]
Pero entonces conoció a un español que le infundió nuevas esperanzas. El propietario del hotel en el que se alojaba le presentó a un amigo, el señor Souza, un gallego gordinflón, orgulloso y satisfecho de su buena situación. En una de sus excursiones a Estoril, el señor Souza le enseñó un documento que le despertó un vivo interés. Era un visado diplomático del Ministerio de Asuntos Exteriores, con el escudo de España, el sello del ministerio y la firma ilegible de un alto funcionario. Y lo que todavía era mejor, a juicio de Pujol: el ministro de Asuntos Exteriores había mecanografiado una nota personal en el visado en la que solicitaba que se prestase toda la ayuda necesaria a su portador. Souza, que tenía que llevar a cabo una misión especial en Argentina en nombre del Gobierno español, pensaba utilizar el visado para coger el hidroavión de la Pan American, cuyo silbido se oía todos los días en el puerto de Lisboa cuando partía rumbo a Suramérica. Todo el mundo en Lisboa quería subir a ese avión, pero Souza tenía el documento que le permitiría conseguir una plaza.
A Pujol se le salieron los ojos de las órbitas. «Decidí estrechar la relación con el propietario de un documento tan magnífico».[10] Para ganarse la amistad del señor Souza, lo acompañaba a los parques de atracciones y a los night-clubs y cabarets de la rua Augusta, parando a tomarse un refrigerio en los cafés donde se cantaban fados, la música nacional portuguesa. Cuando volvían al hotel, el sol empezaba a iluminar el horizonte. Aunque su amistad obedecía a motivos mercenarios, Pujol era un excelente compañero y, para compensar al señor Souza por las comidas juntos, lo invitó a pasar una semana en Estoril, donde disfrutarían del juego y la brisa marina. En su mente iba tomando forma un plan improvisado.
Pujol estaba ante su última oportunidad: o pescaba a este pez gordo o su carrera de espía terminaría antes de empezar. Mientras se preparaba para el viaje, pidió prestada una cámara fotográfica y la guardó en la maleta. Luego Souza y él fueron en tren a la población vacacional y, para ahorrar dinero, se alojaron en una sola habitación del Hotel Monte Estoril, a tres manzanas del casino. Pujol metió el dinero que le quedaba en un fondo común, Souza hizo lo mismo y se dirigieron a las mesas de la ruleta. Una tarde, Pujol se quejó de dolor de estómago, dio una palmadita en la espalda a Souza y le dijo que siguiera jugando, ya que estaba pasando por una racha de buena suerte. Souza asintió sin sospechar nada. Pujol volvió al hotel, entró en la habitación, sacó la cámara y encontró el visado de Souza escondido en su equipaje. Unos minutos más tarde, cuando salió del hotel, había guardado en su maleta un carrete con las fotografías del documento.
Unos días después, el señor Souza se preparaba para su viaje a Suramérica y Pujol había vuelto a Lisboa. Hizo una ampliación de la fotografía que había tomado y recortó el escudo de España. Fue a un taller de grabados y pidió que le hicieran una plancha en metal con la imagen. Con esa plancha fue luego a una vieja imprenta situada en el número 7 de la rua Condessa do Rio y, haciéndose pasar por un empleado de la cancillería española, entregó la plancha y la fotografía y dijo que necesitaba doscientas copias del visado a la mayor brevedad posible. La confianza de Pujol y su instinto para la estafa —¿quién ordenaría doscientas copias si sólo necesitaba una?— no dejaron margen para ninguna pregunta. Le imprimieron los visados, se deshizo de la mayoría de ellos y se quedó con una docena. Luego se dirigió a una tienda de material de oficina, donde dijo que el sello de goma de la fotografía se había usado tanto que la impresión empezaba a desdibujarse y preguntó si podían fabricarle otro sello exactamente igual. Podían.
A continuación fue a un estudio fotográfico, se hizo una foto de carnet, cortó unas copias a medida, las pegó en los documentos y los firmó con su nombre. Tenía en las manos una cosa de la que podían presumir sólo unos pocos de los miles de refugiados que merodeaban por Lisboa: un visado español. Con ese documento podía ir a cualquier lugar del mundo; muchos hombres habrían matado por poseerlo. En apenas unos meses, había dejado de ser un aficionado inseguro y se había convertido en un experto de primera fila. Y todo lo había aprendido por sí mismo.
Regresó a Madrid para reunirse con Araceli y su hijo recién nacido, Juan. La joven familia dejó el arruinado Hotel Majestic y se mudó a una pequeña pensión de la Gran Vía. Pujol sabía que con cada paso que daba en el oscuro camino del espionaje exponía cada vez más a su familia. «Era perfectamente consciente de los riesgos que corría, y siempre tuve el temor latente de que toda mi operación fracasase de modo repentino.»[11] Sin embargo, siguió adelante con su plan. Llamó a Federico a la embajada alemana y concertó una entrevista con él.
El encuentro tuvo lugar en el Café Negresco, cerca de la Puerta del Sol, una de las puertas de la antigua ciudad amurallada a la que, siglos atrás, llegaban los mensajeros de países lejanos en misiones secretas. Pujol se sentó frente a Federico y empezó a soltar una sarta de embustes sobre la operación Dalamal. Habló de unos contrabandistas de divisas a los que llamó hermanos Zulueta (dos «picarescos» aventureros vascocubanos que había conocido en el Hotel Majestic y que también eran soplones de la policía), de una sorprendente oferta de la sección de policía de moneda extranjera del Banco de España, de transacciones de miles de pesetas y libras esterlinas…[12] La historia seguía y seguía. Pujol mareó a Federico con el relato detallado de sus aventuras. El espía en ciernes empleó una técnica que con el tiempo sería uno de sus sellos personales: la de basar sus historias en detalles verídicos que esparcía entre los embustes como una estela brillante. En lo sucesivo, Pujol siempre procuraría que sus fantasías se basaran en la realidad.
En este caso, el detalle verídico era Varela, el agente de la Seguridad que Pujol había conocido brevemente al principio de su estancia en Lisboa, y que ahora era el cerebro de la operación Dalamal. Según Pujol, era él quien intentaba cambiar clandestinamente enormes cantidades de pesetas por libras esterlinas, probablemente en nombre del Gobierno español, que tenía una necesidad perentoria de divisas. Y era Varela quien quería un visado diplomático para Pujol que le permitiera ir a Londres. Pujol había escondido su visado falsificado en la pensión: era la baza que se guardaba para el momento oportuno.
Federico mordió el anzuelo. «Cada vez se mostraba más interesado y se pasaba horas aconsejándome y adiestrándome.»[13] En las siguientes semanas, el espía y su instructor se reunieron por todo Madrid: en el Aquarium, en el Café Calatravas, en la Maison Dorée. Entretanto, unos agentes de la Abwehr se ocupaban de comprobar si el señor Varela existía en realidad y era el jefe de seguridad de la embajada. El contacto de Pujol, que nunca había oído hablar de él, lo verificó.
Así pasó un mes. Pujol debía de estar ansioso por deslumbrar a Federico con el visado, pero supo hacer gala de una paciencia sublime. Un día Federico le dijo que, si lo que contaba era cierto, sus jefes de la embajada estarían muy interesados, pero también le dijo que tenían que ser muy cautos, porque recientemente un «agente» se había fugado con el dinero que él le había entregado. Por vez primera Pujol comprendió que personas como Federico también estaban en una posición muy delicada: si cometía otro error, el agente de la Abwehr podía ser enviado al frente. «No quería que le engañaran por segunda vez.»[14]
Como Federico le exigía algo más, Pujol llamó a un hombre que había conocido en Lisboa, un español llamado Dionisio Fernández. Le dijo que quería volver a Lisboa para ver a una amante que tenía en la ciudad (otra mentira), pero que su mujer, como todas las mujeres, sospechaba algo. De modo que le preguntó si podía hacerse pasar por un hombre de negocios y mandarle un telegrama en el que le pidiera que fuese a Lisboa.
Pujol era un hombre muy simpático, y sus amigos, incluso los que lo habían tratado poco, como Dionisio, siempre parecían dispuestos a hacerle favores. El telegrama llegó enseguida a Madrid: «Debes venir urgentemente. Está todo arreglado».[15]
Iba firmado con el nombre falso que Pujol había dado a su amigo: «Varela».
En la siguiente reunión con Federico, Pujol le enseñó el telegrama. El alemán le echó un vistazo, sin duda vio que había sido enviado desde Lisboa y se metió el papel en el bolsillo. Le pidió otra entrevista para el día siguiente. El proceso se estaba acelerando. La tarde del día siguiente, Federico entregó 500 pesetas a Pujol y le dijo que fuera a Lisboa a terminar el negocio con Varela. También le dio el nombre de un contacto por si necesitaba más dinero en Portugal.
Pujol volvió a Lisboa, reservó una habitación en un hotel y se mantuvo tan alejado como pudo de Varela. Llamó al contacto de Federico para pedirle más dinero, con lo que daba una prueba a la Abwehr de que había estado en Lisboa. Al volver a España, se entrevistó con el instructor de espías, le confirmó que todo había salido bien y le dijo que la Seguridad española estaba disponiéndolo todo para que él empezara a trabajar a las órdenes de Varela en la operación Dalamal. Le aseguró que pronto tendría los documentos.
Había llegado el momento de pasar a la acción.
A primera hora de la mañana del día siguiente, Pujol hizo unas cuantas llamadas y por último, muy nervioso, llamó a Federico. Le pidió que se reuniera con él en el café de enfrente del edificio de la Seguridad, pero no al cabo de unos días, sino inmediatamente. «Alarmado y furioso»,[16] Federico probablemente creyó que el español chiflado había estropeado el negocio de Varela y se había dado a la fuga. Accedió a encontrarse con él al cabo de cinco minutos. Cuando Pujol entró en el café, vio que Federico estaba en ascuas. El pequeño espía se sentó, saludó con un gesto de la cabeza y dijo que no disponía de mucho tiempo. Entonces, en voz baja y tranquila, le contó al alemán lo que ocurriría a continuación: «Dentro de dos minutos me levantaré e iré al Ministerio de Seguridad, donde me esperan un mensajero del Gobierno y un coche que me llevará al Ministerio de Asuntos Exteriores. Allí me sellarán el visado diplomático especial que llevo en el bolsillo y lo enviarán a Lisboa por correo diplomático. Luego iré a Lisboa a recogerlo personalmente. Desde Lisboa continuaré viaje hasta Inglaterra y allí empezaré mi carrera de espía alemán.»
Federico se quedó boquiabierto. Pujol le dijo que quería enseñarle el documento, para disipar de una vez por todas las dudas que todavía pudiera albergar la Abwehr. Mirando alrededor con una cautela exagerada, sacó algo del bolsillo y se lo enseñó al alemán por debajo de la mesa. Federico echó un vistazo al papel con el escudo estampado y asintió, tras lo cual Pujol volvió a guardar el papel en el bolsillo superior de la americana. «Muy impresionado»,[17] Federico le dio unas palmaditas en la espalda y lo felicitó.
Pujol sonrió y, como si él fuera el maestro y Federico el principiante, le dijo en voz baja que sería arriesgado salir juntos del café, que saldría él primero. Se despidió del alemán, se levantó y cruzó la calle en dirección a la puerta del Ministerio de Seguridad. En efecto, como Pujol había dicho, allí había un hombre joven que escudriñaba la multitud como si buscara a alguien. Sólo que no era un mensajero especial del Gobierno de Franco, sino el hijo del propietario de la pensión en la que se alojaban Pujol y Araceli. Esa misma mañana Pujol lo había telefoneado y le había pedido que lo esperase enfrente de aquel edificio, sin decirle para qué. Luego había llamado a una empresa de alquiler de coches y pidió que le mandaran un vehículo al Ministerio, vehículo que en ese momento estaba esperando frente a la puerta de la Seguridad. Pujol saludó al hijo del hotelero y subió al coche con él. Acto seguido, gritó de modo que se le oyera desde el café: «A Asuntos Exteriores». El conductor asintió y se pusieron en marcha.
A través del ventanal del café, Federico vio desaparecer el coche. En su fuero interno, Pujol ya era oficialmente un agente secreto del Tercer Reich. «Se había tragado completamente la historia»,[18] alardeó Pujol. El espía incluso le pidió a Federico que mandase un telegrama al auténtico Varela: «Saldré para Lisboa dentro de unos días. Firmado, Juan».[19]
Pujol era modesto y no presumía de lo que hacía, pero ese día al volver a casa debió de resultarle difícil disimular el orgullo que sentía. Lo había conseguido. Su vida hasta ese momento había sido una desgracia tras otra, algunas de ellas casi fatales. Aunque lo apreciaba, su familia creía que estaba un poco chalado y hacía tiempo que lo tenía por un caso perdido. Los hermanos maristas lo consideraron un zopenco irascible. Pero ahora había engatusado a la Abwehr y estaba a punto de llevar a Araceli a Londres, el centro de la civilización occidental, para ayudar a salvar al mundo de Hitler, «ese psicópata».
Todavía no era un agente doble, pero era todo un espía y había logrado salir de España. Estaba listo para ofrecerse a los británicos.
«Ninguna conquista me conquistó —dijo—. Y ninguna derrota me derrotó.»[20]
A esas alturas de la guerra, a finales de la primavera de 1941, Hitler había ocupado Polonia, Checoslovaquia, Luxemburgo, Francia, Noruega, Bélgica, Holanda, Dinamarca y Austria. Grecia y Yugoslavia estaban a punto de caer. El verano del año anterior Hitler se había paseado triunfalmente por París. Los submarinos alemanes atacaban a los buques mercantes en el Atlántico, la Luftwaffe lanzaba ataques masivos contra Coventry y el centro de Londres, y Rommel y su Afrika Korps barrían el norte de África. Roosevelt había firmado la Ley de préstamo y arriendo, pero Estados Unidos aún era neutral, mientras que Italia y Japón se habían aliado con el Tercer Reich y Stalin había firmado un pacto de no agresión con Hitler. En Alemania, el programa de eutanasia de los enfermos y discapacitados llevaba más de un año en vigor. Hacía más de dos años de los sucesos de la Kristallnacht [Noche de los cristales rotos] y cuatro meses de la primera aplicación experimental de gas venenoso en Auschwitz.