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ARACELI

Araceli González Carballo, la enfermera que Pujol había conocido en el Hotel Condestable, era una belleza morena y una soñadora como él. De niña, su madre la llamaba Antoñita la Fantástica, la protagonista de unos libros infantiles muy populares.[1] Según un lector, esa niña madrileña que viajaba por todo el mundo en busca de aventuras «simbolizaba la extravagancia combinada con una punta de locura».

No obstante, sus ambiciones, a diferencia de las de Pujol, consistían en poseer objetos bellos, ropa lujosa y brillo social. «Sostiene mi primo, Esteban Carballo, en su libro Una rama descendiente de Alfonso XI, que nuestra familia desciende del “Justiciero”»,[2] escribiría más tarde, al tiempo que afirmaba que una abuela pertenecía a la casa del marqués de Carballo. No es una cuestión baladí, dada la importancia que se le da en España a todo lo concerniente al rango.

Pujol siempre había oscilado con poca fortuna entre dos polos amorosos: las chicas católicas devotas como Margarita, humildes y un poco aburridas, del gusto de su madre, y las mujeres con fuego en los ojos, indómitas, locas por la música y llamativas, como Luisita, la chica que se había casado con el «cretino abominable». Tal vez, como sus opciones profesionales, la avicultura y la filosofía, representaban las dos fuerzas que lo repelían y lo atraían: el deseo de agradar a su familia, de ser un buen hijo, y el impulso irrefrenable de enfrentarse con el destino a todo o nada. Araceli pertenecía de lleno al sector de lo excepcional y, al perseguirla ardientemente, Pujol proclamaba su deseo de jugar fuerte. De la pobre Margarita, que le había salvado la vida en más de una ocasión, nunca más se supo.

El fuego de Pujol ardía en lo profundo, pero en la superficie solía mostrarse tranquilo y reservado. Era Araceli la que tenía una personalidad impresionante. Cuando entraba en una habitación, parecía que la intensidad de la luz aumentara. Era imposible no reparar en su lustroso pelo negro, sus ojos brillantes, su tez pálida y suave. Décadas más tarde, su nieta sonreiría con pesar y diría: «Era la mujer más seductora que he conocido en mi vida. Mis novios siempre acababan enamorándose de ella».[3]

Araceli había crecido en una pequeña capital gallega, Lugo, la única ciudad del mundo que todavía estaba encerrada dentro de unas murallas romanas intactas y cuya vida era tan arcaica y aislada como indica esta circunstancia. Cuando Araceli decía que en Lugo la gente se moría en la misma cama en la que había nacido, lo decía literalmente.[4] En lugar de recibir una educación de calidad que les permitiera abrirse camino en el mundo, a las mujeres de la clase social de Araceli se las enviaba a una «escuela de señoritas».[5] Luego aprendían una profesión y buscaban un marido respetable. A Araceli la encaminaron hacia la profesión de enfermera. Todo lo moderno y apasionante quedaba muy lejos.

Araceli se rebeló. Tan pronto como terminó su formación de enfermera, le faltó tiempo para ir a Burgos a ofrecerse voluntariamente para cuidar a los heridos. Llevaba consigo un arcón de madera fabricado por uno de los mejores carpinteros de su ciudad natal, en el que guardaba todos sus vestidos, zapatos y abrigos.[6] El arcón era una especie de Lugo móvil, lleno de recuerdos de la feliz pero asfixiante ciudad que había dejado atrás, y cada vez que cambiaba de residencia tenía que contratar una empresa de mudanzas para transportarlo a la nueva vivienda.

Era tremendamente inteligente, aventurera, exagerada y un poco presumida. «Mis amigas me ayudaban diciendo: “tú tienes que salir a ver otro mundo”.»[7] En realidad tenían razón: Lugo era demasiado gris y atrasado para ella. Pero Araceli sabía estar a la altura en cualquier situación. Cachita, una amiga y compañera suya de la escuela de enfermeras, recordaba su primer día de trabajo en el hospital de Lugo, donde llegaban los heridos nacionales del frente.[8] Les ordenaron que limpiasen una sala de curas. Cachita, que se había criado en una casa con doncellas, como Araceli, se quedó horrorizada al ver los vendajes llenos de sangre y pus y salió corriendo de la habitación. Consideraba que limpiar era una tarea degradante. Araceli, en cambio, no sólo se quedó en la sala de curas, sino que recogió los vendajes, barrió el suelo y dejó la sala lista para recibir a más heridos. Vendar piernas amputadas, oler la gangrena y la sangre y ver morir a hombres jóvenes no era un trabajo para una señorita de buena familia, pero lo resistió.

Pujol y Araceli se conocieron en la primavera de 1939. «Fui a Burgos y allí me estaba esperando mi destino», dijo Araceli.[9] «Mi vida comenzó» al conocer a Pujol. Lo llamaba Juanito y él la llamaba Aracelita. Eran jóvenes, tenían veintitantos años y grandes ambiciones. «En lo que él era débil, ella era fuerte, y viceversa»,[10] dijo su hija María. Y los dos eran soñadores: Antoñita la Fantástica y el chico que quería ser Tom Mix.

Cuando se enamoraron, el régimen ultracatólico e histéricamente nacionalista de Franco estaba metiendo en cintura al país. En Navarra, los hombres no podían entrar en los cafés en mangas de camisa y las mujeres tenían que ceñirse a reglas estrictas que estipulaban si un maquillaje era adecuado o demasiado provocativo.[11] En Pamplona se quemaron públicamente libros de judíos y de masones. Los censores cinematográficos cortaron partes de Abraham Lincoln, el largometraje de D. W. Griffith de 1930, lo que debió de ser un duro golpe para Pujol, tan aficionado a las películas de Hollywood. La censura del régimen llegaba hasta la carta de las cervecerías: la «ensaladilla rusa» pasó a llamarse «ensaladilla nacional», puesto que se asociaba Moscú con los rojos derrotados. Los directores de los periódicos tuvieron que acatar edictos oficiales que los obligaban a publicar los artículos en «la lengua de don Quijote» y prohibían las demás lenguas de España. Se tenía que llevar en todo momento el documento de identidad, que clasificaba a su portador en una de las tres categorías siguientes: «adicto» a la causa de Franco, «indiferente» o «desafecto». Los desafectos fueron despedidos de sus puestos de trabajo.

Pujol detestaba el extremismo y la intolerancia por encima de todas las cosas, y ahí estaban, pisoteando a los españoles. Aborrecía el ambiente asfixiante de la España franquista, la práctica ilegalización de la libertad de pensamiento. No sólo eso: Franco no dejaba lugar a dudas acerca de cuáles eran sus simpatías en la cada vez más tensa drôle de guerre o «guerra de broma» entre Hitler y las potencias que más tarde se aliarían en su contra. La policía española y la Seguridad —el servicio de inteligencia— colaboraban estrechamente con los nazis: a los ciudadanos españoles se les concedía o negaba el pasaporte de acuerdo con las listas alemanas de las personas de confianza. A menudo se raptaba a los sospechosos de calumnia contra el Führer y se los llevaba a Berlín, donde los juzgaban.[12] La prensa, rabiosamente antibritánica, estaba dominada por el siniestro y omnipotente Hans Lazar, judío turco convertido al catolicismo y nazi fanático que se había casado con una baronesa de Transilvania y ostentaba en Madrid el cargo de agregado de prensa en la embajada alemana. Se decía que Lazar tenía un dormitorio decorado como una capilla, lleno de velas y santos de escayola. Dormía debajo del altar. Este morfinómano, cuyo ojo color de azabache centelleaba detrás de un monóculo, celebraba banquetes dispendiosos, en los que se servía paté de oca, que llegaba en avión desde París, y a los que asistían todas las personalidades relevantes de la sociedad madrileña. Se lo consideraba el hombre mejor informado de España, y los doscientos periódicos que estaban bajo su control suministraban propaganda nazi a una nación receptiva. Bajo su influencia, España se convirtió prácticamente en una colonia alemana.

En el invierno de 1939, el paisaje de Madrid y alrededores era como un adelanto de lo que podía esperar Londres de la guerra.[13] «La campiña estaba sembrada de cráteres abiertos por los obuses durante la guerra —dijo el oficial del MI6 Desmond Bristow, quien pasó por Madrid justo después de que se declarase el alto el fuego—, y los fosos de las trincheras vacías tenían a la distancia el aspecto de serpientes. La vista de este paisaje no sólo me entristecía, sino que me provocaba un sentimiento de dolor […]. A medida que dificultosamente avanzábamos hacia el norte, los tendidos de electricidad destruidos, los postes telegráficos derribados y los muros destrozados y acribillados por el fuego de las ametralladoras me mostraban con crueldad la faceta más destructiva de la guerra.»[14]

Desesperado por sobrevivir en la ciudad, Pujol respondió a un anuncio de un periódico de Madrid y aceptó el puesto de gerente del Hotel Majestic, de tres estrellas, situado cerca de la famosa calle Velázquez. El hotel, de treinta habitaciones, había sido un destino elegante para las clases medias, pero durante la guerra las Brigadas Internacionales se habían apropiado de él. Ahora era un cascarón medio devastado, con la calefacción central constantemente estropeada y los pasillos mugrientos. «No merecía siquiera una sola estrella»,[15] recordó Pujol, pero el Majestic le proporcionó alojamiento y un salario exiguo.

Con el espíritu emprendedor de su padre, Pujol esperaba devolver al hotel su antiguo esplendor, pero pronto quedó claro que no había ni fondos ni huéspedes para financiar un horno que funcionara, y mucho menos papel nuevo para las paredes. Entre aquellos pasillos desvencijados se deprimía cada vez más. Había encontrado un pequeño asidero en la lóbrega ciudad, pero se negó a instalarse en él. «El Madrid franquista era demasiado pequeño para Araceli y él —dijo un periodista español—. Ellos miraban más allá del horizonte.»[16] No obstante, la empresa presentaba grandes dificultades: conseguir un pasaporte en Madrid en 1939 era una tarea prácticamente imposible que exigía suerte y contactos con personas influyentes.

El 1 de septiembre de 1939 los Panzer alemanes cruzaron la frontera polaca. Había comenzado la segunda guerra mundial. Para Pujol, Hitler era «un maníaco, brutal e inhumano».[17] El sufrimiento de los polacos, castigados por las SS que barrían pueblo tras pueblo y ejecutaban a los resistentes, lo conmocionó. «Mis convicciones humanistas no me permitían cerrar los ojos ante el enorme sufrimiento que estaba desencadenando ese psicópata.»[18]

Pujol se había quedado al margen de la guerra civil española, en la que se enfrentaron múltiples facciones y extremos brutales, pero esto era distinto: un bando era malo y el otro era bueno. Todo lo que él apreciaba —el humanismo, la tolerancia, la libertad— estaba en el bando de los Aliados. Se adhirió a ellos y nunca vaciló en su lealtad.

Pero ¿qué podía hacer? Era director de un hotel, antiguo avicultor y pacifista comprometido. Tenía muy poco dinero. En las filas aliadas no había vacantes para un hombre como él, y además estaba atrapado en Madrid. Se marchitaba en el devastado Hotel Majestic, mientras oía obsesivamente la radio, hablaba en voz baja con sus amigos sobre los nazis y sufría lo que parecen leves síntomas del estrés postraumático: «En mis horas de soledad me sentía atormentado por las piezas sueltas de información y los detalles gráficos que se iban mezclando en mi imaginación hasta configurar una confusa y horrible pesadilla».[19] En 1940, las noticias de la radio eran cada vez más lúgubres. En abril cayeron Dinamarca y Noruega. Al mes siguiente le llegó el turno a Bélgica, Holanda y Francia. El 26 de mayo se desencadenó la tragedia de Dunkerque. El 10 de junio Italia entró en liza, en el bando alemán. Dos semanas después, Pétain se rindió en nombre de Francia. Hitler parecía imparable.

El único consuelo fue casarse con su amada Araceli en abril de 1940, en Madrid. Por lo demás, Pujol prestaba atención, cavilaba y maquinaba. Con el paso de los días, su desesperación y sus convicciones se hacían más fuertes.

Después de hablarlo durante meses con Araceli, decidió que tenía que encontrar la forma de ofrecerse voluntario a los Aliados. A lo mejor podía ir a Londres y trabajar para la BBC, escribir y producir programas radiofónicos en castellano sobre la libertad y la política. O alguna otra cosa. Los detalles eran imprecisos, pero estaba ansioso por tomar parte en la lucha.

Había algo más. Tal vez quisiera demostrarse a sí mismo que era digno de la mujer que llevaba colgada del brazo. Quizá se diera cuenta de que la vida de gerente de hotel no la retendría mucho tiempo, que la vibrante Araceli merecía —mejor dicho, exigía— algo mucho más excepcional y espectacular. Sin duda, su mujer representó para él una inyección de confianza.

El espionaje prometía satisfacer algunos de los deseos más profundos y más antiguos de Pujol. Le ofrecía la posibilidad de abrirse camino en el mundo con su imaginación y de responder por fin a los ecos de las exhortaciones de su padre: haz el bien, ten fe en los seres humanos. Había intentado ser un hijo obediente, pero no tenía talento para los negocios y había sido un farsante como soldado. Con el espionaje podría honrar a su padre y al mismo tiempo dar rienda suelta a su excéntrica personalidad, que encontraba un gran placer en la idea de engañar a los fascistas.

No se ha aclarado del todo cómo llegó exactamente a forjar el plan que haría de él uno de los principales agentes dobles de la guerra. «Si un oráculo me hubiese pronosticado la ajetreada existencia que se abría ante mí, habría reído sarcásticamente ante el augur, ya que no tenía la más mínima intención de actuar en la forma en que lo hice.»[20] Pero el germen de la idea surgió con las noticias procedentes de la Alemania de Hitler. Pujol se pasaba el día oyendo la BBC u hojeando los periódicos españoles, y luego iba corriendo al café para hablar sobre lo que acababa de leer. No dejaba de oír palabras que lo horrorizaban: «raza aria», «seres superiores».[21] Poco a poco, se fue convenciendo de que los «dogmas diabólicos» que gobernaban España se aplicarían en Alemania. Los censores españoles intentaban ocultar todas las noticias de los campos de concentración y «el exterminio mediante el trabajo», pero la información se filtraba y acababa llegando. Así que decidió que tenía que actuar. «Tenía que hacer algo, algo práctico —dijo—; debía aportar mi contribución al bienestar de la humanidad.»[22]

Primer paso: salir de España. Una pequeña maniobra en la frontera portuguesa le dio la oportunidad de conseguir el pasaporte que necesitaba para entrar en territorio de los Aliados. Un huésped del Majestic que se hacía llamar duque de La Torre conocía a dos mujeres nobles, franquistas, que tenían una gran necesidad de conseguir provisiones de whisky, bebida que entonces no se encontraba en Madrid. «Consideraban que dicha bebida era algo esencial, dada su posición social y sus compromisos».[23] Pujol parecía la persona indicada. ¿Podría conseguirles una caja de buen whisky escocés? Pujol pidió al duque y a las solteronas que le facilitaran un pasaporte y un visado, y cerraron el trato. El trío de franquistas no tardó en conseguir los documentos. Pujol llevó a sus dos compañeras de conspiración y al duque a Portugal, compró seis botellas de whisky escocés en el mercado negro y las guardó en el portaequipajes del coche, tras lo cual volvieron a casa muy contentos. El pasaporte fue la recompensa para Pujol. Había cientos, si no miles, de madrileños que aspiraban a ser espías o informadores y que habrían contemplado aquel documento con indisimulada envidia.

Pero ¿qué podía hacer con el pasaporte? En su habitación del hotel, sintió brotar dentro de sí veintitantos años de frustración. Quería tomar partido a favor de un mundo que sólo conocía por las novelas que había leído y los cuentos que le había contado su padre muchos años atrás, en sus paseos a la orilla del mar. Luchaba por su derecho a sobrevivir, y para vivir tenía que alimentar su optimismo. «Incapaz de expresar mis sentimientos, anhelaba que se hiciese justicia. En la mezcolanza de ideas y de fantasías que me iban dando vueltas en la cabeza, un proyecto empezó a tomar forma lentamente.»[24]

Estaba listo para dar el paso siguiente. Tenía un talento que hasta entonces no había encajado en ningún lugar, ni en la economía en tiempos de paz en el norte de España ni en las filas de dos ejércitos muy distintos. Pero tal vez en el espionaje encontrara al fin el sentido de su vida.

Decidió valerse de su desenfrenada e incomparable imaginación para contribuir a la derrota del Tercer Reich.

En un frío día de enero de 1941, Juan Pujol se presentó en la embajada británica de Madrid y ofreció sus servicios.

«¿Sus servicios en qué?», fue la respuesta.[25]

Pujol no supo o no quiso explicarlo. (Lo cierto es que ni siquiera él sabía a qué se ofrecía. «Debo confesar que mis planes eran bastante confusos.»)[26] Lo primero que pensó fue prestarse a producir programas de radio para la BBC, pero ese plan excedía su capacidad. Solicitó una entrevista con alguno de los agregados diplomáticos y se quedó inmóvil, con los hombros echados hacia atrás y los ojos de color de avellana brillando intensamente. El personal de la embajada se divirtió haciendo ir al español del recepcionista a una secretaria y de un empleado a un funcionario subalterno. Por último, uno de ellos le pidió que pusiera por escrito exactamente lo que pretendía hacer por Inglaterra y que se marchase.

Pujol estaba verde, pero no tanto. En 1941 Madrid era prácticamente un suburbio de Berlín, los periódicos rebosaban de eslóganes germanófilos y los cafés estaban abarrotados de agentes alemanes e informadores españoles. Poner por escrito cualquier disparate sobre la BBC significaba arriesgar la vida. Empezaba a creer que el espionaje sería la mejor forma de servir a la causa. Sólo había un obstáculo: no sabía nada de ese mundo. Aun así, no se rindió, y no estaba solo. Araceli hizo el siguiente intento. Fue a la embajada y, de forma enigmática, dijo que podía conseguir información para los Aliados. La rechazaron de plano.

Estos rechazos no ponían en tela de juicio el talento de los Pujol como espías potenciales, sino que reflejaban una compleja realidad política de la que la pareja no sabía nada. El embajador británico en España en 1940 era sir Samuel Hoare, graduado en Oxford y político conservador de larga trayectoria que —como oficial del MI6— había reclutado a Benito Mussolini durante la primera guerra mundial. El que más adelante sería Il Duce tenía entonces treinta y cuatro años y era director de un influyente periódico de extrema derecha.[27] Con el fin de mantener a Italia en el bando de los Aliados, Inglaterra pagaba a Mussolini la espléndida suma de 100 libras a la semana (9.300 dólares actuales) para que publicase encendidos editoriales contra los alemanes. El controlador de Mussolini, sir Samuel, se convirtió posteriormente en miembro del Gobierno y fue testigo de muchos embustes mientras participaba en varias escaramuzas internacionales en el período de entreguerras. Conocía el espionaje y no se oponía necesariamente a él. Pero en 1941 tenía la misión de mantener a la España neutral alejada de la guerra. Así que sir Samuel dijo al director del MI6 en Madrid, un hombre llamado Hamilton-Stokes, que no toleraría ningún incidente o maniobra de espionaje bajo su vigilancia. Eso fue lo que determinó el rechazo de los dos espías espontáneos, no los méritos de su oferta.

Ignorante de estas circunstancias, Pujol estaba abatido, pero se acabó imponiendo la tozudez que siempre había formado parte de su naturaleza. Decidió ofrecerse a los británicos como agente doble. La idea era todavía más descabellada que el ofrecimiento de hacer de espía. No sabía nada de espionaje, y menos aún de la organización de espionaje alemana, la Abwehr. Pero sabía que necesitaba algo que ofrecer a los británicos, algo concreto que pudiera llevar en el bolsillo y enseñar con gesto triunfal en el momento oportuno. Así pues, decidió ofrecer sus servicios primero a los alemanes, averiguar todo lo que pudiera y enseñarlo después en la embajada británica.

Engañar a los alemanes era una estrategia mucho más peligrosa que la primera idea de Pujol. Pero un hombre al que apodaban Bala no se rendía fácilmente.

En su habitación, Pujol y Araceli elaboraron un plan y repasaron todos los detalles, hasta que les pareció lo bastante bueno. Enseguida se dieron cuenta de que tenían que averiguar más cosas de los alemanes, hacer lo que más tarde se llamaría «investigación del oponente»: descubrir lo que pensaba el enemigo. «Herido en mi amor propio, decidí preparar el terreno con más cuidado», dijo.[28] Entonces hizo algo que sería crucial para su singular ascenso: intentó pensar como un alemán. «Para ofrecerme a los nazis, primero estudié su ideología.»[29] ¿Qué querían, cómo se comportaban, cómo hablaban, qué les llamaría la atención? Pujol hizo algo más que estudiar manoseados panfletos nazis sobre los territorios del este y los superhombres arios; hizo lo que hace un buen actor: comprender a su personaje, meterse en su piel.

Llamó por teléfono a la embajada alemana desde el Hotel Majestic. De lo que ocurrió a continuación, Pujol contó dos versiones. Aunque difieren en algunos detalles poco importantes, en las dos aparece el mismo agente de la Abwehr. En la primera versión, respondió a su llamada un hombre de voz gutural que hablaba mal el español. Pujol, sin perder el tiempo, dijo que deseaba hablar con el agregado militar. Con palabras ampulosas declaró su deseo de servir a los dueños de la «Nueva Europa». El hombre le pidió que volviera a llamar al día siguiente y Pujol colgó, satisfecho. Al día siguiente la misma voz le dijo que fuera a ver a un miembro de la embajada a las 4.30 de la tarde del día siguiente. Un hombre de pelo rubio y ojos azules, vestido con traje claro y con una gabardina en el brazo, estaría esperándolo en una de las mesas del fondo del Café Lyon, en la calle de Alcalá. Se llamaba Federico. El hombre del teléfono le preguntó a Pujol cómo podía identificarlo y qué ropa llevaría. Pujol, más que satisfecho, le dio los pormenores que le pedía y colgó. «Había dado comienzo mi contacto con los alemanes.»[30] (En la segunda versión, el encuentro con Federico no se produjo con tanta rapidez.)

Pujol estaba emocionado, pero también nervioso. Presentarse en la embajada británica y hacerse el misterioso entrañaba cierto peligro, pero al acudir a la Abwehr de Madrid había entrado en un nivel del juego totalmente distinto. La embajada alemana en Madrid era un gran centro de actividad de la inteligencia nazi; empleaba a 391 personas, de las cuales 220 eran oficiales de la Abwehr a tiempo completo, divididos en las secciones de espionaje, contraespionaje y sabotaje.[31] Estos oficiales dirigían a 1.500 agentes repartidos por toda España, quienes a su vez tenían sus informadores y subagentes. Las comunicaciones de esta red pantagruélica mantenían ocupados las veinticuatro horas del día a 34 operadores de radio que enviaban mensajes cifrados al cuartel general de la Abwehr, en Berlín, vía París. El aparato de la Abwehr en España contaba con la aprobación de Franco, que sabía que en España proliferaban los espías nazis. «Todas las clases estaban representadas, desde los ministros hasta los sobrecargos anónimos de los buques mercantes»,[32] informaba una nota elaborada durante la guerra. La embajada tenía su propia emisora de radio, provista de una torre muy moderna. Al entrar en la embajada, Pujol estaba pellizcando la cola de un animal gigantesco y letal.

Federico, el hombre con el que Pujol tenía que entrevistarse ese día, era un oficial de la Abwehr de veintisiete años llamado Friedrich Knappe-Ratey (los alemanes solían seguir el procedimiento habitual en el espionaje de asignar un nombre en clave cercano al nombre original, para que el agente respondiera a él instintivamente). Su padre, alemán, había llegado a Madrid como importador de maquinaria eléctrica y de su taller salieron los primeros aparatos de rayos X que se utilizaron en España. Knappe-Ratey había crecido rodeado de lujo, había ido a los mejores colegios españoles e incluso había visitado con su familia la finca de Alfonso XIII.[33] Su expediente del MI5 lo describía como «pequeño pero bastante atlético […] pelo rubio, rizado y peinado hacia atrás […] viste con elegancia, parece un caballero […] de cierto aspecto judío […] suele llevar guantes claros […] tranquilo, no muy hablador, lleva un anillo que se toquetea continuamente».[34] Dentro de la Abwehr, era reclutador e instructor de espías. Él mismo estaba entrenado para detectar fraudes y descubrir embustes, primer cometido de cualquier agente de la Abwehr que tuviera que tratar con «espías espontáneos» como Juan Pujol.

Pujol llegó puntual, reconoció a Federico en una mesa y se acercó a él lentamente, para no parecer demasiado ansioso, sin dejar de mirar al alemán con una sonrisa despreocupada. (En una versión que Pujol contó más tarde, se encontró con otro oficial en esta cita y no conoció a Federico hasta varias semanas después.) Al sentarse, se presentó como señor López y el alemán lo saludó con una fría inclinación de cabeza. Federico no daba ninguna pista y preguntó inmediatamente al joven español qué se le ofrecía. Miró a Pujol con sus penetrantes ojos azules y una expresión glacial. El aspirante a espía tenía que convencer al controlador, no al revés.

Pujol se animó y proclamó su odio a los Aliados con grandes gesticulaciones. Habló con mucha labia del Tercer Reich y de su veneración por Hitler. Se entusiasmó con el personaje que estaba interpretando, lo que el MI5 más tarde llamaría un «ferviente nazi».[35] Sin embargo, después de volver a predecir una victoria extraordinaria, Pujol dio un vistazo a Federico y casi se le paró el corazón. «Se me hizo evidente que no le estaba causando una impresión tan buena como había creído al principio.»[36] Federico le preguntó con sequedad en qué podía servir a los nazis exactamente. Pujol le dijo «innumerables tonterías, por ejemplo, que tenía amigos en los círculos del Gobierno y entre los diplomáticos».[37] Fue el principio de una larga retahíla de patrañas. Federico seguramente puso los ojos en blanco, pero el locuaz español le intrigó lo suficiente para quedar de nuevo con él dos días después, en la cervecería de Correos, enfrente del Ministerio de Comunicaciones.

Pujol se despidió y volvió andando al hotel por las concurridas calles de Madrid. Había improvisado sobre la marcha, pero sin duda había conseguido algo: se había metido en el personaje del loco furioso, una especie de tópico del español apasionado. Y Federico se había creído su nueva personalidad. «Supe convencerlos —dijo Pujol— y obtener su confianza.»[38]

Lo más notable de la actuación de Pujol es que su personaje no tenía nada que ver con la descripción que, antes o después, dieron de él sus amigos y familiares. En la vida real, era ingenioso y afable. Este «señor López» era completamente distinto, un auténtico tornado. Es posible que la clave de esa transformación sea la mujer con la que llevaba menos de un año casado. Era Araceli la que tenía una personalidad explosiva, ademanes exagerados y entusiasmo. Era como si Pujol hubiera tomado prestadas esas características una tarde y las hubiera sacado a pasear por Madrid.

Se pasó los dos días siguientes en el hotel haciendo trabajillos y «pensando nuevos galimatías sobre el nazismo».[39] Sabía que sólo había obtenido una victoria parcial: había convencido a Federico de que era un ferviente hitleriano, pero no le había dicho en qué podía ayudar a los alemanes a ganar la guerra. Eso era lo difícil: no tenía nada concreto que ofrecer al agente de la Abwehr. Tendría que recurrir a un farol para seguir adelante y confiaba en su extraordinaria capacidad de improvisación.

Cuando Pujol llegó a la cervecería para la siguiente entrevista vio a Federico sentado a una mesa[40] y enseguida se dio cuenta de que en la embajada las cosas habían transcurrido favorablemente. Federico, más cordial esta vez, lo saludó con una cálida sonrisa. No obstante, cuando Pujol se sentó, le dijo que a los alemanes no les interesaba su propuesta. Madrid era un hervidero de agentes alemanes; no necesitaban a otro español que los informara sobre sus informadores. Lo que realmente buscaban eran personas que pudieran ir al extranjero a recabar información militar sobre los Aliados. Pujol dejó caer que tenía pasaporte, lo que inmediatamente lo situaba por delante de la mayoría de los conspiradores de la capital. Si los alemanes le proporcionaban un visado para ir, por ejemplo, a Inglaterra, podría hacerse pasar por corresponsal de un periódico y convertirse en un topo de la Abwehr en Londres.

Federico se reclinó en su asiento y consideró esta posibilidad, pero no mordió el anzuelo. Pujol intentó desesperadamente pensar en otra cosa y se le ocurrió una idea a la que le había estado dando vueltas desde la reunión anterior: el contrabando de divisas. Soltó el siguiente gran embuste. Empezó a exponer los detalles de una operación que podía llevarlo no sólo a Lisboa sino más allá, hasta el corazón del enemigo. La llamó operación Dalamal.

Pujol dijo que conocía a un agente secreto español que seguía el rastro de un hombre llamado Dalamal —que por supuesto no existía—, un británico al que le urgía cambiar cinco millones de pesetas por libras esterlinas. El Gobierno de Franco tenía una necesidad imperiosa de divisas y ofrecía toda clase de facilidades a los españoles que trajeran al país libras británicas o francos franceses. Esto había abierto una de las pocas puertas que existían para salir legalmente de España. Si los alemanes conseguían que la Seguridad concediera un visado a Pujol, iría a Londres con la tapadera del contrabando de moneda, localizaría a Dalamal y empezaría a espiar para la Abwehr. Pero Federico lo interrumpió y dijo que la idea era «complicada y absurda».

Pujol se quedó atascado. Volvió a presentarse en la embajada británica y pidió un visado, pero lo rechazaron. Cuando se puso en contacto con los alemanes, Federico le dijo: «Sabemos que has ido al consulado. Te hemos seguido». Sintió un escalofrío al saberse vigilado.

Por último, unos días después, volvió a entrevistarse con Federico y el alemán le dio 1.000 pesetas (unos 1.500 dólares actuales) y le dijo que su primera misión era ir a Lisboa, donde tenía que conseguir un visado de salida. El dinero fue la primera prueba tangible que tuvo Pujol de haber engañado a los alemanes. Lo cogió y partió solo para Lisboa el 26 de abril de 1941.