El 18 de julio, domingo, hacía un calor sofocante. Pujol y unos amigos habían decidido pasar el día en el Montseny, una zona montañosa a unos cincuenta kilómetros al nordeste de Barcelona, pero la radio empezó a dar noticias fragmentarias sobre la rebelión militar: el general Franco y sus tropas de las islas Canarias habían entrado en liza, oficiales y soldados de toda la nación se estaban uniendo al alzamiento contra el Gobierno republicano. En Barcelona, la tensión aumentaba por momentos. Atravesando calles desiertas, Pujol consiguió llegar a casa de su prometida, en la calle Girona. Según las noticias, la situación era cada vez más grave y la violencia se había desatado: las iglesias y las sedes políticas estaban en llamas; los radicales de izquierdas perseguían y asesinaban a los sacerdotes; los sindicatos antifascistas habían convocado una huelga general; la comida empezaba a escasear y la gente se mataba en las calles. Unidades fascistas rebeldes se habían apoderado del edificio de Telefónica y del Hotel Colón y se dirigían a la intersección del paseo de Gracia y la avenida Diagonal, donde los esperaba una milicia de obreros con fusiles, que empezaban a resbalárseles de las manos por el sudor.
Pronto se vio claramente que Barcelona estaba bajo el control de las fuerzas republicanas. En calidad de oficial de caballería, Pujol fue llamado a filas, pero se negó a tomar las armas «en una lucha fratricida».[1] Aunque le costara la vida, no estaba dispuesto a matar a un compatriota español.
Políticamente, Pujol era hijo de su padre. «Amaba la libertad, la tolerancia y la libertad religiosa», dijo.[2] Detestaba la feroz retórica de los comunistas y los anarcosindicalistas, quienes declaraban que «nunca se ha conseguido ningún gran logro sin violencia […] la posesión de revólveres y ametralladoras distinguió al hombre libre del esclavo».[3] Franco y los nacionales eran igual de radicales en su odio, pero Barcelona era una ciudad de izquierdas, sus edificios estaban cubiertos de banderas comunistas y enseñas anarquistas rojinegras. «En todas las tiendas y cafés había una inscripción que advertía de que lo habían colectivizado —escribió George Orwell—; incluso habían colectivizado a los limpiabotas, que habían pintado sus cajones de rojo y negro.»[4]
Pujol no compartía la simpatía de las izquierdas por los republicanos. Había visto las masacres, había visto sacar cadáveres de las ruinas de las iglesias. Los republicanos habían detenido a su hermana menor, Elena, y a su madre, acusándolas de franquistas, pero la familia pudo ponerse en contacto con un amigo anarquista y las dos presas «se vieron libradas de una muerte segura»[5] y volvieron a casa sanas y salvas. El hermano mayor de Pujol, Joaquín, fue enviado al frente republicano. Como su hermano, Joaquín no creía en la causa y no tardó en desertar; famélico y casi desnudo, cruzó las montañas de la provincia de Girona. La fábrica de tintes, de la que los Pujol dependían para subsistir, pasó a manos de los obreros que unos años antes habían llevado a hombros el ataúd del padre. Pujol aborrecía la crueldad de la guerra, que desgarraba a las familias, las masacres en las plazas de toros, los siniestros grupos de «incontrolados» que perseguían a los fascistas y a los grupos violentos de la derecha. Vio con sus propios ojos lo que un anarquista sensato llamó la liberación de «un instinto cruel, una sed de exterminio, un anhelo de sangre inconcebible en la gente decente de antes».[6]
Barcelona fue la primera experiencia de Pujol en la guerra… y en el espionaje. En España, el juego del espionaje tenía poco que ver con el remoto pasatiempo de caballeros popularizado por las novelas baratas. Era una actividad omnipresente, ciega y salvaje. «Se había instalado un horrible ambiente de sospecha —escribió Orwell, que llegó a la ciudad a finales de 1936—. Había quienes veían espías por todas partes y se pasaban el día cuchicheando que los demás eran agentes comunistas, trotskistas, anarquistas o lo que fuera».[7] Se ejecutaba a hombres y mujeres bajo la mera acusación de «traición trotskista».[8] Incluso los que no eran espías, como Orwell escribió, tenían la sensación de serlo. Al término de la guerra civil, Pujol no conocía las técnicas del espionaje, pero sí su precio. En Barcelona no hacía falta más que un rumor para que lo colocaran a uno contra una pared y lo fusilaran.
Como no quería luchar a favor de los republicanos, desertó y se encerró en casa de la familia de su prometida. Fue uno más de los muchos jóvenes españoles que huyeron de las filas de los dos bandos.[9] Vivió allí muchos meses, sin atreverse a salir a la calle, pegado a la radio, mientras fuera resonaban los disparos y las ondas hertzianas se llenaban de noticias de masacres. Hablar en voz alta o asomarse a la ventana era demasiado arriesgado para él, y cada vez que llamaban a la puerta tenía que esconderse. Si lo encontraban, podían fusilarlo por desertor.
Poco antes de la Navidad de 1936, mientras los proyectiles volaban por todas partes, estaba en la cocina cascando nueces y avellanas con un martillo. Estaba tan absorto en la tarea que olvidó que tenía que guardar silencio. Lo cierto es que hacía tanto ruido que no oyó que llamaban a la puerta. Un informante había denunciado a la familia de Margarita por esconder objetos de valor de familias profranquistas que habían huido de Barcelona. Los policías entraron en tromba y fueron directamente al lugar en el que estaban escondidas las joyas: el dintel de una puerta. Luego registraron el resto de la vivienda. Cuando llegaron a la cocina, encontraron a Pujol con el martillo alzado, a punto de cascar una nuez. Lo sacaron de la casa a punta de pistola, junto con el padre y el hermano de su prometida, y se los llevaron en un coche que los estaba esperando en la calle.
Si los hubiera encontrado un pelotón irregular de extremistas radicales, con toda probabilidad les habrían «dado el paseo» y los habrían ejecutado. Pero tuvieron suerte: los llevaron a la comisaría de policía de la ciudad, lo que significaba que estaban en manos de republicanos más moderados. Pujol soltó un suspiro de alivio, que se desvaneció enseguida cuando lo acusaron de desertor. «Me quedé petrificado de horror ante la posibilidad de que tuviera que pagar mi culpa con la vida», recordó.[10] Llevaron al joven teniente al sótano de la comisaría y lo encerraron en una celda fría y oscura.
Estuvo varios días aislado en la oscuridad, sin recibir más visitas que las de los guardias que le llevaban la comida y sin oír otra voz que las de los carceleros y los demás presos. Cada día se abría la puerta de la celda y entraba un policía para interrogarlo. «Una y otra vez aseguraba al policía que la única razón de que estuviese en aquella casa era mi compromiso matrimonial con la hija mayor, pero ellos continuaban interrogándome de forma infatigable.»[11] La guerra era cada vez más violenta, en los dos bandos se cometían atrocidades y asesinatos masivos. Nadie habría reparado en la ejecución de un sospechoso de simpatizar con los nacionales.
Cuando ya llevaba una semana en la cárcel, Pujol se despertó sobresaltado en mitad de una noche helada. La puerta de la celda se había abierto de golpe y bajo la luz mortecina apareció un hombre al que no había visto nunca y que le dijo que se levantara y lo siguiera. Pujol, medio dormido, lo siguió dando traspiés por una serie de pasadizos y oficinas envueltos en penumbra. Entonces comprendió que el desconocido no era un policía: sin comerlo ni beberlo, Pujol se estaba fugando. A cada momento temía toparse con un miliciano republicano vestido con uno de sus uniformes improvisados. Un desertor aún podía librarse de la ejecución, pero, si además se fugaba, no tenía escapatoria. Finalmente, el desconocido empujó una portezuela y Pujol notó una bocanada de aire frío en la cara. El hombre le entregó un papel y señaló la calle iluminada por las estrellas.
Su prometida, la devota y mojigata Margarita, a la que no estaba seguro de querer, le había salvado el pellejo. Se había puesto en contacto con el Socorro Blanco, una organización católica clandestina que escondía a los fugitivos franquistas. Ahora bien, en ese instante, Pujol era un fugitivo en las calles de Barcelona y carecía de los documentos de identidad necesarios para pasar los controles republicanos. Miró la dirección del papel y echó a andar rápidamente, sin perder de vista las barricadas donde los soldados hacían guardia las veinticuatro horas del día. La caída desde la existencia soñadora de su niñez había sido vertiginosa. «Me había transformado en un criminal.»[12]
La dirección lo llevó hasta el barrio gótico, sórdido distrito obrero de Barcelona. Pujol subió las escaleras del edificio sin atreverse a encender la luz. Andando a tientas, tocó la superficie lisa de una puerta de madera y llamó con suavidad. Oyó pasos. Una mujer abrió la puerta lentamente y, sin pronunciar una sola palabra, le indicó que entrase. La vivienda era un piso franco de Socorro Blanco en el que vivía un taxista con su mujer y su hijo, «un niño muy avispado que tenía unos nueve años». Pujol estaba a salvo, por el momento.
Sin poder ponerse en contacto con su familia, pasaba los días en aquel piso exiguo, a menudo hambriento, pues la comida era cada vez más escasa en Barcelona. Cuando tenía que hablar con sus protectores, encendían la radio para que los vecinos no los oyeran. Por lo demás, vivía en silencio. Ayudaba al chico a estudiar matemáticas e historia —las escuelas de Barcelona cerraron durante la guerra— susurrándole las correcciones al oído. Si se asomaba a la ventana veía a los padres y madres haciendo cola para comprar comida y sentía el impacto de las bombas que estallaban en casas cercanas. Le costaba dormir por la noche. En sus pesadillas, alimentadas por su vívida imaginación, una súbita llamada a la puerta era seguida por la detención y el pelotón de fusilamiento.
Lo único que lo aliviaba del aburrimiento eran los inesperados momentos de terror. Cierto día, estando solo en casa con el hijo del taxista, llegó la temida visita. «¡Policía!», gritó una voz. Pujol señaló en silencio la habitación del chico, y éste asintió con la cabeza. Mientras se escondía, oyó que el chico abría la puerta y les decía a los policías que su madre había salido a comprar y su padre estaba luchando contra los fascistas. Los invitó a entrar y les enseñó el piso mientras respondía a sus minuciosas preguntas. Al llegar a la habitación en la que Pujol estaba escondido debajo de la cama, abrió la puerta, encendió la luz y dijo que aquél era su cuarto. Los policías asintieron y pasaron de largo.
Después de meses de tan precaria existencia, el verano de 1937 el taxista llevó a su familia a un pueblecito de la provincia de Lleida. Pujol se quedó solo en el piso. Tenía que procurar no hacer ningún ruido, pues los vecinos creían que el piso estaba vacío: no podía oír la radio, hacer el menor ruido al fregar los platos ni cantar para pasar el rato. Tenía que andar arrastrando los pies. No podía abrir las ventanas: en verano se asaba de calor y en invierno le castañeteaban los dientes de frío. No podía encender ninguna lámpara, pues desde la calle podrían verla detrás de las cortinas corridas. Sus ojos, como los de un animal nocturno, se volvieron sensibles a la lámpara. Sólo las furtivas visitas de una chica de Socorro Blanco, que le llevaba paquetes de comida, rompían la monotonía e impedían que se muriera de hambre. La muchacha iba cada tres días, pero, con el paso de las semanas, el intervalo entre las visitas se iba alargando cada vez más.
Pujol era alegre por naturaleza y amaba la vida, pero poco a poco se sumió en una profunda depresión. «Adquirí el aspecto de un decrépito anciano de cuarenta años, aunque sólo tenía veinticinco. A medida que me iba debilitando, me desesperaba cada vez más, y comprendí que no podría soportar aquello mucho tiempo.»[13] Pidió a la voluntaria que le proporcionara documentación falsa para poder salir a la calle y, aunque tardó más de lo habitual en volver, la chica le llevó un documento en el que constaba un año de nacimiento que lo eximía del servicio militar. El engaño era creíble: Pujol había envejecido tanto que su aspecto no delataba su verdadera edad.
El prófugo salió a las calles de Barcelona y al principio no reconoció su ciudad natal. Las fachadas de los edificios estaban quemadas y la gente iba vestida con harapos. Afligido por las noticias de la radio, que cada día hablaban de nuevas matanzas, decidió que había llegado el momento de salir de España. «Los años de encierro y persecución moldearon mi personalidad y muchos de mis sueños se vieron frustrados y aniquilados. La amargura de tantas y tantas horas transcurridas entre desalientos y tristezas, de tantas privaciones, de tantos pensamientos y decepciones moldeó mi espíritu, que en aquellos momentos se hizo más rebelde, más insumiso, más contumaz.»[14] Habiéndose propuesto huir por la frontera, aceptó el puesto de director de una granja avícola en Sant Joan de les Abadeses, en la provincia de Girona, no lejos de Francia. Asentía en silencio cuando sus vecinos repetían los últimos lemas republicanos. Era un pacifista de incógnito, no se identificaba con ninguno de los dos bandos e iba aprendiendo a ser una especie de agente doble en su propio país. En su tiempo libre, daba largos paseos por los montes de los alrededores, para recuperar fuerzas, y anotaba las distancias recorridas en una libreta. Al principio, andaba veinte kilómetros; luego, treinta, hasta que un día subió al Puigmal y vio la frontera francesa: al volver a casa había andado más de sesenta kilómetros. La salud iba volviendo poco a poco.[15]
Pero el plan de huida presentaba una dificultad: hacía poco que la guardia fronteriza había matado a unos cuantos prófugos. Poco después abandonó la idea de cruzar la frontera y decidió pasarse al bando nacional, donde esperaba que le «dejaran vivir [su] propia vida por [su] cuenta». Para lograrlo, primero tenía que reincorporarse al ejército republicano, terminar la instrucción y ser destinado al frente. Sólo entonces podría saltar a las líneas enemigas. Ya en la primera etapa del plan, tuvo que recurrir al engaño. Se presentó en el cuartel de las Atarazanas y se alistó en el ejército con un nombre falso. Los oficiales ensalzaron su compromiso: aunque la edad que constaba en su documento falsificado lo eximía del servicio militar, el acérrimo republicano se presentaba voluntario para servir a la causa.
Después de una instrucción rudimentaria de dos semanas, Pujol fue destinado a Montblanc, cerca del Ebro. La guerra y el ejército nacional estaban a tan sólo unos kilómetros de distancia. Se ofreció voluntario como oficial de señales y lo enviaron al frente en una de las Brigadas Internacionales que Hemingway y Orwell habían hecho famosas. No obstante, la guerra había perdido ya su atractivo para los europeos y los estadounidenses, y Pujol se encontró rodeado de compatriotas catalanes que a menudo disparaban a sus primos y tíos, atrincherados a pocos cientos de metros de distancia, en medio de un terreno escarpado, lleno de cráteres de bombas y surcado por las zanjas de las trincheras que se extendían en zigzag. El índice de bajas era superior al cincuenta por ciento.
Aunque había afirmado ser experto en señales, el nuevo recluta no conocía el código Morse ni las banderas de señales, de modo que le ordenaron tender cables telefónicos entre los puestos de mando de la retaguardia y las líneas del frente. En cierta ocasión, cuando se encontraba en la margen septentrional del Ebro, agachó la cabeza al oír el rugido de un bombardero rebelde que arrojaba explosivos sobre el pontón por el que los soldados republicanos cruzaban el río. «Las bombas silbaban mientras caían, luego se producía el estampido de las explosiones y el aire quedaba lleno de minúsculos fragmentos mientras se elevaban gigantescas columnas de agua.»[16]
Pujol ocupó su posición en una trinchera cavada en una pendiente de la sierra de la Fatarella. Desde allí, oía las voces de los soldados nacionales que, con ayuda de megáfonos, preguntaban a sus famélicos enemigos si les habían vuelto a dar lentejas para comer. Era lo único que comían los republicanos: lentejas, acaso con un poco de grasa o un trozo de carne de cerdo. Las deserciones eran comunes. El castigo, si te pillaban, era la muerte. Un día, Pujol hubo de ver cómo fusilaban al barbero de la compañía, apresado cuando intentaba pasarse a las filas franquistas. Dejaron que el cadáver se pudriese al sol, a modo de aviso para el resto de la compañía, pero Pujol decidió arriesgarse de todos modos.
Mientras recorría la línea del frente comprobando que los cables telefónicos no hubieran sufrido cortes o roturas, no dejaba de mirar la tierra de nadie que se extendía entre las trincheras. Los cascos de los franquistas se perfilaban sobre el sol poniente. Oía las voces del otro bando e intentaba identificar la trinchera enemiga más cercana. Finalmente, una noche de principios de 1938, cogió dos granadas de mano y se dispuso a cometer «el mayor acto de locura que [hubiera] cometido jamás en [su] ya larga y aventurera existencia».[17] Había acordado pasar a las filas enemigas con otros dos republicanos harapientos y famélicos, y los tres se dispusieron a esperar el momento oportuno.
El cielo estaba despejado y la luna llena iluminaba el campo de batalla. A eso de las siete de la tarde, los tres hombres, agachados en su trinchera, se miraron e hicieron un gesto de asentimiento con la cabeza. Mientras Pujol se ajustaba el equipo por última vez, se sobresaltó al notar que sus dos compañeros, sin poder aguantar más la tensión, salían de un salto de sus puestos y bajaban la pendiente a toda prisa, provocando un desprendimiento de piedras y guijarros. Un centinela les dio el alto. Pujol todavía no había salido de la trinchera y ya lo habían descubierto. Dispuesto a morir para escapar de un ejército que aborrecía, trepó al parapeto de la trinchera y se arrojó a la tierra de nadie.
Mientras bajaba a trompicones en la semioscuridad, oyó que una patrulla salía tras él. Consiguió llegar al final de la pendiente, cruzó el río que corría al pie de la montaña y se dirigió a un grupo de pinos para guarecerse de la luz de la luna. No obstante, al llegar a los árboles se desorientó y empezó a correr ladera arriba, sin darse cuenta de que estaba subiendo la misma colina que acababa de bajar. Cegado por el pánico, iba de cabeza a las filas republicanas y a una muerte segura.
Las balas surcaron el aire de la noche a su alrededor. Dio media vuelta y echó a correr pendiente abajo salpicándose los pantalones del barro que levantaba con los pies. Aceleró la carrera y, a grandes zancadas, corriendo y resbalando, llegó al final de la pendiente y se escondió en un cañaveral, con la patrulla pisándole los talones. Intentó controlar la respiración mientras los soldados golpeaban la hierba con los fusiles para hacerlo salir de su escondite. Las voces, enfadadas y frustradas, se iban acercando. «Eran seis. Allí permanecí, temblando de miedo y cubierto de sudor»,[18] escribiría más tarde. Rezó a la Virgen María y le pidió que no lo descubrieran.
Notó el frío metal de las granadas en las palmas sudorosas. Si extraía las horquillas y lanzaba las bombas hacia el lugar de donde venían las voces, sería un hombre libre. Pero estaba tumbado en el lodo porque aborrecía la violencia. No fue capaz de hacerlo. Después de unos tensos quince minutos, se lanzó a subir por la colina opuesta —en la dirección correcta, esta vez— hasta un grupo de árboles cercano. Encontró una zanja de anchura suficiente para esconderse y allí se quedó, tapado con hojas y ramas. Las voces de la patrulla, muy cercanas ya, se callaron: los soldados se estaban liando un cigarrillo. Pujol se asomó entre la hojarasca y vio el perfil de los hombres sobre el cielo.
Los franquistas empezaron su guasa nocturna; las voces burlonas flotaban sobre los cañaverales. «Eh, rojos, ¿qué os han dado hoy de comer?». Una nube cargada de lluvia ocultó la luna y sumió en sombras el campo de batalla. Pujol dejó las granadas en el suelo y se agachó lentamente para desabrocharse las botas, atento a cualquier cambio en las voces de los soldados, a cualquier indicio de que lo hubieran oído. Finalmente, cuando los soldados se dieron por vencidos y volvieron a sus líneas, salió del escondite.
Descalzo, para que los pies se agarraran mejor a la gravilla, subió corriendo la pendiente y saltó dos muros de piedra, orientándose por los gritos de los nacionales. Tenía el corazón desbocado. De pronto, oyó una voz increíblemente cerca: «Venimos a buscarte». Estuvo a punto de desmayarse, creyendo que había caído en manos de la patrulla, pero era uno de sus compañeros de fuga. Había logrado pasar al otro lado.
A salvo tras las líneas nacionales, les dieron de comer generosamente. Comieron hasta reventar y fueron sometidos a interrogatorios «interminables»: dónde estaban las posiciones republicanas, cómo estaban de moral. Acto seguido, los metieron en un tren de mercancías en dirección a Zaragoza, donde pasaron una noche antes de tomar otro tren que los llevó a un campo de concentración en la Universidad de Deusto, en el País Vasco.
Pujol, que había arriesgado la vida por la libertad, era uno más de los prisioneros harapientos que atestaban el campo. El único pasatiempo eran las carreras de piojos en los barracones: los presos apostaban por uno de los contendientes y vitoreaban a los vencedores. Dormía en el suelo de madera y tenía que someterse a la disciplina vejatoria de los guardias. Contrajo una enfermedad estomacal que le provocó vómitos y lo trasladaron a la enfermería. Su sueño de libertad, como todos los demás, se había esfumado amargamente.
Pujol sólo conservaba un objeto de valor, una lujosa pluma estilográfica, recuerdo de su pasado de hijo de la burguesía catalana. Se la vendió a un guardia y, con el dinero que obtuvo, compró una pluma más barata, papel y sellos, y escribió a todos sus familiares y conocidos. Finalmente, un amigo de la familia, hermano superior de la orden de San Juan de Dios, cuyo hospital infantil había sufragado el padre de Pujol, se presentó ante las autoridades del campo para solicitar que lo liberaran. De nuevo, la sufrida familia acudía al rescate del hijo infortunado.
Pasó una semana en el hospital de Palencia y después tuvo que incorporarse a un cuartel de Burgos, pero en el primer reconocimiento médico le diagnosticaron bronquitis aguda y lo ingresaron en un hospital de la ciudad. Por fin pudo disfrutar de pequeños placeres, como disponer de una cama limpia para dormir y jugar a cartas con los demás pacientes, mientras recibía los cuidados de las hijas de las familias acomodadas de Burgos. Una de ellas le llamó especialmente la atención. Era una bella mujer morena, llamada Araceli, que trabajaba de enfermera y con la que más tarde se encontró en el Hotel Condestable. El hotel alojaba a otro huésped que tendría una gran importancia en su vida: Kim Philby, corresponsal de guerra para el Times de Londres, espía ruso y futuro jefe de la sección española del MI6.[19]
La guerra civil terminó el 1 de abril de 1939 y el general Francisco Franco se hizo con el control de una nación quebrada y podrida por el odio.
Pujol estaba en tan malas condiciones como su país. «Los años de ocultarme y de verme perseguido me habían amargado; mis sueños se habían hecho añicos. Mi vida parecía consistir únicamente en desilusiones y privaciones. Odiaba ser soldado y anhelaba escaparme para llevar una nueva vida.»[20] Lo licenciaron del ejército pero se negó a afiliarse a la Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional-Socialista, partido más conocido con el nombre de Falange, cuyo jefe supremo era Franco. La afiliación a ese partido habría hinchado las velas de los negocios y la vida social de Pujol, pero entonces ya aborrecía a los fascistas tanto como antes a los comunistas.
La guerra había transformado a Juan Pujol. Había consumido su juventud, extenuado su salud, burlado sus ideales, lo había desilusionado y humillado y lo había convertido en un pálido espectro. La fortuna de su familia se había esfumado y su amado país estaba en ruinas. Había perdido casi todo el pelo. Parecía mucho más viejo de lo que era en realidad. No tenía medallas ni condecoraciones con las que empezar una carrera brillante.
Pero el conflicto también tuvo un efecto benéfico para él. Mientras paseaba por las calles inhóspitas de un Madrid en duelo, ya no estaba dispuesto a conformarse con la vida anónima de avicultor en los arrabales de la capital. En lugar de sueños de grandeza, ahora tenía algo más práctico: el afilado ingenio del superviviente. Había aprendido a eludir los pelotones de fusilamiento y a hacer creer a la gente todo lo que se proponía. No era el héroe que aspiraba a ser; estaba muy lejos de la nobleza de su padre. «Quise imitarlo pero no pude en todo, soy sólo una sombra de él»,[21] escribiría más tarde. Pero era un hombre mucho más duro que unos años antes, como si la materia de sus fantasías se hubiera reprocesado brutalmente y se hubiese transmutado en un conocimiento básico: el de la forma en que los seres humanos funcionaban bajo presión.
Y lo que era aún más importante: se dio cuenta de que el no arriesgarse no lo había llevado a ningún lado. ¿Qué sentido tenía ser avicultor cuando el mundo estaba patas arriba? Estaba dispuesto a volver a arriesgarse; a arriesgarlo todo, si era necesario. Y encontró a otra persona que tenía las mismas ansias de aventura.