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TOM MIX EN BARCELONA

Juan Pujol nació en medio de la vorágine, aunque entonces nadie lo advirtió. El recién nacido fue inscrito en el Registro Civil de Barcelona con el nombre de Juan Miguel Valentín García Guijarro y fecha de nacimiento del 28 de febrero de 1912, aunque en realidad había nacido dos semanas antes, el 14 de febrero, día de los enamorados. Lo más inquietante era la falta del nombre del padre. El secretario apuntó al niño como hijo natural.

No era un caso poco común. La madre de Pujol, Mercedes García Guijarro, vivió los primeros años de su infancia en Motril, en la provincia de Granada. Era bella y alegre, hija de una familia a la que llamaban los Beatos por su fervor religioso. La familia emigró a Barcelona cuando Mercedes tenía ocho años y, con poco más de veinte, la joven —esbelta y rebosante de vitalidad— empezó a trabajar en la fábrica de Juan Pujol Pena, que residía en el número 70 de la calle Muntaner, en el corazón del barrio burgués de la capital catalana. Pujol Pena era un próspero comerciante de tintes que había triunfado gracias a su propio esfuerzo y cuya fábrica era «famosa por sus tonos oscuros», especialmente el negro azabache, un color importante en la católica Barcelona.

Cuando Mercedes entró a trabajar en la fábrica, todavía vivía la primera mujer del comerciante, pero murió al poco tiempo. Pujol Pena y Mercedes empezaron a relacionarse, aunque no se sabe si fue antes o después de la muerte de la primera esposa. A la edad de veintidós años Mercedes dio a luz a su primer hijo, Joaquín, y luego vino una hija llamada Bonaventura. Juan fue el siguiente y heredó de su madre «ese gesto cómplice de mirada irónica»[1] que años más tarde no pasaría inadvertido al agente inglés Desmond Bristow. Dos años después, cuando Juan y Mercedes ya estaban casados, nació una hermana menor, Elena.

La mirada irónica y la corta estatura fue prácticamente todo lo que Pujol heredó de su madre. Tenía un gran parecido físico con su padre, delgado y elegante, del que también heredaría unos principios liberales que contrastaban con el férreo catolicismo de Mercedes. El padre reconoció a los tres hijos mayores cuando Juan tenía cuatro años, lo cual fue una suerte: ser bastardo en la convencionalista Barcelona de 1912 era un asunto grave.

No obstante, la vorágine que agitó los primeros años de Pujol se debía a sí mismo. Mientras el pequeño Juan crecía en una casa llena de niñeras, cocineras, costureras y chóferes, con vacaciones en la costa en el reluciente Hispano-Suiza del padre, sus progenitores pronto vieron en él cualidades que no reconocían en sus respectivas personalidades. Era díscolo, muy díscolo, o —a juicio de la madre— malo, muy malo. «Reconozco que le hacía tantas trastadas y barrabasadas a mi madre que constantemente sólo se oía nombrar mi nombre por toda la casa.»[2] Pujol se daba contra las paredes, se arañaba los brazos y las piernas, se estrellaba contra las barandillas y, en un accidente memorable, atravesó una cristalera con su triciclo, rompiendo el cristal en mil pedazos.

Milagrosamente, salió del accidente sin un solo rasguño. «Creo que don Quijote con su lanza no se hubiera visto tan destrozado con su aventura de los molinos de viento»,[3] escribió más tarde. Pero ese día fue la excepción. «Durante toda la infancia estuve constantemente cubierto de vendajes.»[4] Sus hermanos y hermanas escondían sus juguetes para que no los encontrara, pues, aunque lo querían, sabían que rompía cuanto caía en sus manos.

La familia estaba desesperada. Mercedes, su madre, era la que menos lo entendía. Era incorregible: ni las amenazas, ni los castigos, ni las heridas casi mortales parecían tener efecto alguno en una estela de destrucción que, con el paso del tiempo, no hacía más que crecer. Pero todo eso, que para sus padres y el resto de la familia no eran más que travesuras, para el niño eran aventuras maravillosas y apasionantes que su mente pintaba de vivos colores y en las que siempre hacía el papel del héroe. Iba por toda la casa como un vendaval, convertido en caballero, bandido, aventurero o explorador, pero su modelo favorito era Tom Mix, el protagonista de los westerns de Hollywood que veía con la misma fe con la que Mercedes asistía a misa. «Aquel vaquero hacia cosas portentosas y yo deseaba imitarlo.»[5]

Más tarde, Pujol diría que, de niño, la imaginación podía con él, lo dominaba como si fuera un ser ajeno a él. «Allá en mi fantasía febrilmente hacía correr mi imaginación», escribió.[6] No dudaba en poner en práctica todo lo que se le ocurría. Los niños suelen tener la cabeza llena de aventuras las veinticuatro horas del día, pero parecía que él sólo viviese en sus ensoñaciones, ciego al mundo real. «Yo era el héroe aplaudido en las películas mudas que aquellos días nos venían desde Hollywood.»[7] No obstante, nadie más veía los decorados de aquellas aventuras, sólo él, mientras corría a toda velocidad con una expresión loca en los ojos. En el campo de fútbol era aún más terrorífico; lo apodaban el Bala.[8]

No era malicioso. De hecho, tenía buen corazón y acudía en ayuda del renacuajo del vecindario cuando se llevaba la peor parte en una pelea. «Que yo era un trasto lo era, lo era. Trasto en el sentido de travieso.»[9] Su madre intentó arrancarlo de sus fantasías y convertirlo en el típico niño catalán de clase alta, un niño al que pudiera querer sin reservas. Constantemente le llovían castigos y reprimendas, pero rara vez surtían efecto. El afable padre de Juan sólo podía suspirar.

Cuando tenía siete años lo mandaron interno a un colegio de los estrictos Hermanos Maristas. El hermano mayor de Juan, Joaquín, de «personalidad noble y abierta»,[10] tuvo que ir también, para vigilar al Bala. Como se dice en español, Joaquín pagó los platos rotos de Juan.

Pese a los esfuerzos de los curas, Juan no pasó de ser un estudiante mediocre. Detestaba el internado y esperaba con impaciencia que su maravilloso padre llegara en el tren. Todos los domingos, sin falta, el padre sacaba a los dos hermanos del colegio y los llevaba a pasear a la orilla del mar, les contaba historias fascinantes del mundo y les daba consejos sobre la vida. «Me enseñó a respetar la personalidad de cada ser humano, sus penas y sus sufrimientos. Despreciaba la guerra y las revoluciones sangrientas, y aborrecía a los déspotas, a los autoritarios…».[11] La estricta disciplina de los maristas no caló, pero sí las clases a la orilla del mar. Con todo, en aquellos cuatro años «interminables»,[12] Pujol sintió por primera vez la fascinación de la historia y, especialmente, la de los idiomas. Con el tiempo llegaría a hablar cinco lenguas: español, catalán, francés, inglés y portugués.

El padre de Pujol tenía preocupaciones más acuciantes que un hijo revoltoso. En el decenio de 1920, Barcelona era una ciudad próspera, con casi un millón de habitantes e industrias pesadas punteras en el mundo. Sólo la poderosa industria algodonera de Liverpool aventajaba a la de la capital catalana, y la primera locomotora del mundo se había construido en sus fábricas pioneras. De niño, a Pujol le encantaba ir a la estación de tren para ver partir las locomotoras a vapor entre pitidos y rebufidos. «Mi imaginación viajaba junto con ellas, cuando se alejaban hacia destinos remotos, con el sonoro eco de su silbato.»[13]

Pero había buenas razones para que un joven quisiera escapar de Barcelona: era un lugar inflamable y muy peligroso en el que los izquierdistas encontraban divertido enjabonar los escalones de piedra de las iglesias para que los burgueses católicos resbalaran y se rompieran la crisma al salir de misa.[14] La capital catalana parecía a punto de explotar: oleadas de motines, huelgas y violencia dejaban docenas de cadáveres mutilados en las calles; los radicales incendiaban iglesias y conventos; las bandas de fascistas respondían con secuestros y asesinatos masivos. El crimen político parecía ser la principal industria de la ciudad. «En determinado momento era ametrallado un grupo derechista sentado en la terraza de un café —recordó Pujol—; al día siguiente le tocaba el turno a unos izquierdistas.»[15] Los anarcosindicalistas combatían contra los obreros católicos, los protofascistas disparaban a los comunistas, los militares bombardeaban a los antimonárquicos. Los asesinatos llegaron a ser tan habituales que, cuando un político o un dirigente sindical aparecía muerto en la calle, la gente se limitaba a decir que «le habían dado el paseo».

Por su condición de empresario y de progresista, el padre de Juan era un objetivo potencial de varias facciones. «Todas las mañanas, cuando mi padre se iba a trabajar, nos decía adiós como si fuese la última vez. Cada despedida nos desgarraba el corazón.»[16] El padre de familia aborrecía la violencia y la retórica envenenada que tan común se había vuelto en Barcelona. Era un humanista comprometido que creía en la ciencia, en el progreso y, por encima de todo, en la tolerancia. (Las simpatías de Mercedes estaban sin duda con los tradicionalistas católicos que apoyaron a Franco.) Finalmente, el ambiente llegó a ser tan asfixiante que el padre decidió marcharse del centro y llevarse a la familia al Putxet, un barrio situado al norte de la ciudad, donde, después de pasar por una sucesión de pisos, se instalaron en una lujosa casa de la calle Homero.[17]

Pujol se convirtió en un mozo fuerte y atlético, «un fornido muchacho de quince años, con una incipiente barba»,[18] como presumiría más tarde. Era encantador y nada le gustaba tanto como bailar, citar a los poetas catalanes, ir de excursión a la montaña y engatusar a las chicas. Las clases, en cambio, le parecían «interminables y aburridas».[19] Cierto día, después de un altercado con uno de sus profesores, se marchó a casa y dijo que no pensaba volver a la escuela. Astutamente, su padre aceptó su voluntad, pero con una condición: el adolescente impetuoso tenía que encontrar empleo. Pujol aceptó y enseguida encontró un puesto de aprendiz en una ferretería enorme, cerca de las Ramblas.

Sus cometidos eran barrer el suelo, hacer recados, entregar paquetes y guardar el género que los dependientes dejaban en el mostrador después de enseñárselo a los clientes. Fue su primer empleo serio, pero enseguida se cansó de las largas horas de trabajo y las tareas serviles que le encomendaban. Como su padre sin duda había previsto, sólo aguantó unas semanas en la ferretería. Entonces, lanzándose al otro extremo, se encerró en la biblioteca familiar y empezó a devorar los abstrusos libros filosóficos y literarios que poblaban las estanterías. Pujol buscaba una vocación y, como todo lo que hacía, la perseguía sin tregua. El adolescente iba a toda velocidad, pero sin dirección.

La naturaleza vehemente y precipitada del joven también lo arrojó a una serie de insensatas aventuras amorosas. «Adoré siempre el romanticismo y he sido siempre un esclavo de lo que suelen llamar el sexo débil.»[20] Cuando conoció a Luisita, una chica andaluza vivaz y loca por el baile, la siguió hasta Granada, después de convencer a su padre de que lo llevase a la ciudad del sur con el Hispano-Suiza. En Granada, Pujol descubrió que su amada tenía un novio muy celoso. Pujol empezó a enviarle poemas y le declaró su amor eterno, pero la chica prefirió al bruto. En el viaje de vuelta a Barcelona, el padre de Pujol tuvo que soportar el llanto desconsolado de su hijo. «Perdí peso y nuestra pobre Concepción, que así se llamaba la cocinera, no atinaba a satisfacer mi desgana.»[21] Unos meses después, Luisita se casó con aquel cretino abominable.

Un día, cuando tenía diecinueve años, Pujol sintió un dolor insoportable en el abdomen. Se le había reventado el apéndice. Lo llevaron al hospital y lo ingresaron de urgencia en el quirófano. El cirujano le extirpó el apéndice, pero tres días después, cuando convalecía en cama, se le infectó la herida. Aunque deliraba de fiebre y se debatía entre la vida y la muerte, vio que su padre estuvo noche y día a su lado, cogiéndole la mano, sin decir nada, sólo llorando. Era la primera vez que veía llorar a su padre.[22]

La fiebre debió de quemarle algo por dentro. En cuanto se restableció, dio otro giro de 180 grados en su vida. Se olvidó de los amoríos y los viajes al extranjero y dejó de estudiar a Aristóteles. No se le ocurrió otra cosa que dedicarse a la cría de pollos. Hizo un curso de seis meses en la Real Academia de Avicultura de Arenys de Mar y sacó el certificado oficial de avicultor.

Ese cambio radical significó una rendición ante su familia, y ante la realidad: «Resultado de todo el trajín que formé durante y después de mi enfermedad fue mi retraso nuevamente en mis estudios así que yo resultaba ser el enfant terrible de la familia»,[23] explicó más tarde. Incluso empezó a salir con Margarita, una chica sensata y delicada de Barcelona que se parecía mucho a su madre: «prudente, muy religiosa»,[24] y muy recatada. Los encantos incendiarios de chicas como Luisita, así como sus aventuras de Tom Mix y don Quijote, quedaron discretamente relegados.

En 1933, Pujol se incorporó al servicio militar obligatorio y paseaba por la ciudad luciendo el entallado uniforme del 7.º Regimiento de Artillería Ligera, después de jurar defender de sus enemigos al Gobierno republicano de izquierdas. Al cabo de unos meses había aprendido a montar a caballo y a saludar de forma reglamentaria.[25] Fueron sus últimos logros, antes de que la muerte y la guerra ensombrecieran su vida.

A los sesenta y siete años, su padre sufrió una serie de pequeños derrames cerebrales y se quedó postrado en cama. En 1934 se declaró una epidemia de gripe en Barcelona y Pujol padre contrajo el virus. Juan también cayó y los dos pasaban los días separados por escasos metros, ardiendo de fiebre. El 24 de enero, la familia llamó al médico. Semiinconsciente, desde su habitación, Juan oyó al médico examinar a su padre. Sólo le llegaban los murmullos de su madre y sus hermanas. Aunque estaba soñoliento y aturdido, oyó decir al médico que necesitaba una inyección. Oyó también el golpetazo de la puerta de la casa y los pasos rápidos de un criado, que fue corriendo a la farmacia del vecindario. Unos minutos después, otra vez el ruido de la puerta: el criado había vuelto con la medicina. Hubo un silencio y Pujol se imaginó al doctor introduciendo la jeringa en el frasquito, subiendo a su padre la manga del pijama, sosteniendo su pálido brazo mientras la aguja entraba en la vena. Y luego oyó un grito que nunca olvidaría. «Elena y Venturita tenían los ojos arrasados de lágrimas. Mi madre y Joaquín trataban de contener el llanto que embargaba su rostro. Creo que fue el doctor [el] que me levantó del lecho y me hizo recostar en una silla que había en el cabezal de la cama. Reinó por un momento un silencio de espasmo en la habitación, roto por la palabra quejumbrosa del médico que sorprendido no comprendía por qué la inyección introducida tenía el doble de potencia de la que él había recetado.»[26] Finalmente, alguien entró corriendo en la habitación y le dio la noticia. Su padre había muerto en el instante en que el doctor había apretado el émbolo de la jeringa.

Pujol, demasiado enfermo para asistir al funeral, estaba desolado. Su padre había sido su mejor amigo, el ideal de lo que un hombre debía ser. «El hecho de que su alma abandonase esta tierra me dejó oprimido y abrumado —dijo—. Había perdido para siempre a quien más quería.»[27] Para empeorar aún más las cosas, el padre había muerto sabiendo que su hijo estaba en apuros. Mientras oía a la familia contar que los obreros de la fábrica de tintes habían llevado el ataúd a hombros, con la cara bañada en lágrimas, y que algunos niños del hospital infantil de San Juan de Dios se habían unido a la comitiva, en reconocimiento al hombre que pagaba sus medicinas y sus camas sin darse ninguna importancia, simplemente porque creía que era su deber, el hijo rebelde lloró y consideró una verdad cruel: había decepcionado a su padre.

Tras la muerte del padre, Pujol luchó por encontrar un lugar en Barcelona, que cada vez se sumía más en el caos y la violencia. Compró un cine, tal vez inspirado por sus recuerdos infantiles de Tom Mix; luego lo vendió y compró otro más pequeño. Los dos fueron un rotundo fracaso. Una empresa de transportes que compró y dirigió con el paciente Joaquín sufrió graves pérdidas económicas y tuvieron que cerrarla. Después, una granja avícola. Todas las ilusiones acababan frustradas y costaban a la familia sumas fabulosas de dinero. «Era un empresario terrible»,[28] dice el hijo mayor de Pujol, quien llegaría a triunfar en los negocios y adquiriría una galería de arte. Simplemente era incapaz de pensar de forma práctica: acometía los proyectos con pasión, pero con escasa planificación o visión estratégica.

Finalmente, a la edad de veinticuatro años, Pujol empezó a trabajar de agente comercial en una granja avícola de Llinars del Vallès, a unos treinta kilómetros al norte de Barcelona, y formalizó el compromiso matrimonial con la tranquila Margarita. «¿Quería yo sinceramente a la que se consideraba mi novia? Mi intención, aunque algo lejana, era la de casarme con ella. En el aspecto moral nada mejor podía pedir, pero en el sentimental me veía muchas veces alejado»,[29] diría años más tarde. Al parecer, se había resignado a un trabajo anónimo y a una vida familiar en una pequeña población española. Se lo debía a su familia. Y tenía que ganarse el pan.

Entonces, el 17 de julio de 1936, los soldados españoles se sublevaron en los cuarteles de Marruecos. Había empezado la guerra civil española.