INTRODUCCIÓN

A mediados del invierno de 1944, el general Dwight D. Eisenhower, el comandante aliado que supervisaba la inminente invasión de Europa, estaba ansioso por largarse de Londres. Era el mes de enero —faltaban menos de seis meses para el día D— y tenía la impresión de que todos los oficiales y personalidades relevantes del bando aliado se creían con derecho a irrumpir en su despacho y marearlo. Las visitas interrumpían continuamente el rumor de pasos, máquinas de escribir y voces masculinas que creaba un ambiente de ajetreo constante y decidido en las habitaciones del número 20 de Grosvenor Square. El embajador estadounidense, John Winant, llamaba a su puerta cada dos por tres. Churchill era incorregible. Ese día —miró su agenda— esperaba la visita de Noel Wild, de Operaciones (b), jefe de un sector poco conocido del mando de Eisenhower: el engaño estratégico.

En un primer momento, el general había reaccionado con escepticismo ante la actividad de la red clandestina de espías que recorrían el continente y aseguraban que podían engañar a Hitler y cambiar el curso de la guerra. El general George S. Patton, quien —muy a su pesar— había tenido que colaborar en la empresa del engaño estratégico en calidad de jefe de un ejército imaginario de un millón de hombres llamado FUSAG, resumió la opinión inicial de Eisenhower, y la que todavía tenían otros muchos jefes militares y políticos: «Este maldito asunto de la ocultación es bastante desagradable —escribió—, sobre todo porque dudo que engañe a nadie».[1]

Eisenhower cambió de opinión respecto al engaño estratégico cuando comprobó su eficacia en el Mediterráneo. Sin embargo, en enero de 1944 tenía muchos motivos reales de preocupación: los destructores, los ferrocarriles franceses y los barcos anfibios LST, exasperantemente escasos, amenazaban con hacer fracasar la invasión antes de que empezara. Eran estos asuntos, tan reales e importantes los que llenaban sus días, y no el espionaje.

Cuando se paseaba por su cuartel general, Eisenhower —calvo, apuesto y de un vigor físico electrizante— parecía confiado, «una dinamo viva de energía, buen humor, una memoria asombrosa para los detalles y un coraje extraordinario para encarar el futuro».[2] Fascinaba a sus subalternos con su optimismo inconmovible, pero, en su fuero interno y en las cartas que escribía a su madre, el comandante pensaba con angustia en los sucesos que se avecinaban. Fumaba cuatro cajetillas de Camel al día,[3] y más tarde un periodista diría que estaba «encorvado por la preocupación […] como si cada una de las estrellas que lucía en los hombros pesara cuatro toneladas».[4]

Eisenhower esperaba unirse a los Aliados cuando tomaran las playas de Normandía, si tal cosa llegaba a suceder. Ir a Francia significaba volver a un antiguo lugar predilecto. Pocas personas sabían que había pasado allí una temporada idílica, en 1928-1929, cuando —algo más delgado y con más pelo— recorrió las carreteras de Burdeos y Aquitania con un chófer del ejército, deteniéndose a almorzar en la hierba de los márgenes de los caminos y castigando los oídos de los campesinos con su rudimentario francés antes de ganárselos con una sonrisa resplandeciente. Aquella época, a finales de los frenéticos años veinte, había sido una de las mejores de su vida. El oficial de carrera había ido a Francia para escribir una guía de los campos de batalla de la primera guerra mundial y de los cementerios de las tropas norteamericanas, lugares solemnes y austeros donde los familiares honraban a sus muertos.

En aquel entonces le pareció una misión agradable, pero últimamente sus recuerdos de Francia iban adquiriendo un matiz más sombrío: si el día D no salía bien, los cementerios americanos proliferarían en los alrededores de las colinas y setos de Normandía como el jacinto autóctono. Los franceses necesitarían muchísimas hectáreas de tierras de labranza sólo para las tumbas de la 101.ª División Aerotransportada, y más aún para los jóvenes de la 1.ª División de Infantería. La campiña normanda se cubriría de cruces blancas. Francia occidental se convertiría en el camposanto de toda una generación de soldados americanos, los hombres a los que Eisenhower no dudaba en visitar a la menor oportunidad que se presentaba.

Las cifras de la invasión eran desalentadoras. Eisenhower esperaba desembarcar cinco divisiones el primer día de la operación. Habría cincuenta y seis divisiones alemanas esperándolo en Francia y los Países Bajos.[5] El XV Ejército era tal vez el más crucial: se extendía desde Turhout, en Bélgica (la 1.ª División Acorazada), hasta Amiens (la 2.ª División Acorazada) y Pontoise, en Francia (la 116.ª Acorazada), lugares que Eisenhower conocía muy bien. Había diez divisiones acorazadas que «se creía que constituían reservas móviles a las órdenes directas del mando central, que tenían encomendada la misión de repeler cualquier fuerza invasora que llegara por mar antes de que tuviera tiempo de tomar posiciones».[6] Según los cálculos de los Aliados, la mayoría de esas reservas tardarían una semana en llegar a la cabeza de puente de Normandía a partir del momento de la ofensiva. Esa semana, sin embargo, era crucial.

Si Noel Wild y su organización no lograban engañar al enemigo respecto al verdadero objetivo de la invasión, las divisiones alemanas se desplazarían hacia el sur e intentarían destruir las fuerzas aliadas en las carreteras y pequeñas ciudades de Normandía. Si el engaño tenía éxito, los Panzer se quedarían donde estaban, a la espera del desembarco «verdadero». Pero ¿cómo lograrlo? ¿Quién podía ocultar la mayor invasión de la historia a los atentos ojos de Berlín?

Finalmente, el teniente coronel Wild llamó a la puerta. Era un «hombre delgado, elegante, pequeño»[7] y, aunque eso no impresionara mucho a Eisenhower, antiguo alumno de Eton. Después de unos instantes de charla, Eisenhower hizo una petición muy modesta. «Sólo te pido que me quites de encima el XV Ejército los dos primeros días —dijo—. Nada más.»[8]

Wild saludó y salió del despacho.

La conversación con Noel Wild sólo fue una de las muchas que Eisenhower tuvo aquel día y probablemente la olvidó enseguida. No obstante, si el comandante volvió a pensar en ella, lo más seguro es que su petición —cuarenta y ocho preciosas horas sin tener que preocuparse del XV Ejército— le pareciera desorbitada.

Ese mismo día, a unos tres kilómetros de distancia de la actividad frenética del cuartel general de Eisenhower, un hombre llamado Juan Pujol, de aspecto muy normal, tomó el metro para ir al trabajo: un despacho anodino en Jermyn Street. Aunque era bajo y delgado, parecía, por su porte, un miembro de la realeza europea derrocada que se hubiera refugiado en Londres durante la guerra en espera de acontecimientos. Andaba sacando pecho y una sonrisa cautivadora le arqueaba los labios. El joven español tenía una cara casi infantil, frente ancha, nariz prominente y mentón enérgico. De entre sus facciones destacaban los ojos, cálidos, de un color entre avellana y verde, con ocasionales destellos risueños que anunciaban un fondo oculto. Pujol iba allí a trabajar todos los días desde su casa de Hendon, donde vivía con su atractiva pero infeliz esposa y sus dos hijos pequeños.

Dwight Eisenhower era el todopoderoso comandante de las fuerzas aliadas en Europa: todos los intendentes de barco, todos los artilleros de tanque, todos los médicos estaban técnicamente bajo su mando. Pujol, a su vez, era el emperador de un mundo imaginario. Era el eje de un plan urdido para hacer creer a Hitler que el ataque no se produciría en Normandía, sino más al norte en la misma costa francesa, en Calais. Su misión consistía en mantener inactivo al XV Ejército que tanto preocupaba a Eisenhower. Eran pocos los que, como el teniente coronel Wild, sabían quién era Juan Pujol, que deambulaba por las calles de Londres de incógnito y sin protección. No obstante, este brillante espía, que hacía tres años era un granjero avícola fracasado y gerente de un desvencijado hotel de Madrid, era la joya de las fuerzas de contraespionaje de los Aliados. Churchill seguía sus aventuras con avidez; más tarde J. Edgar Hoover clamaría por conocerlo. Su nombre en clave era Garbo; un oficial británico le había dado ese alias porque consideraba a Pujol «el mejor actor del mundo».[9]

En su proyecto de engañar a Hitler, Garbo contaba con una buena cantidad de atrezo y estaba rodeado de un elenco de actores secundarios bastante estrafalario, formado por un puñado de otros agentes dobles, un misterioso oficial medio judío apodado Jesús, comandos especialmente entrenados, un ejército de veintisiete subagentes (inventados por él) e incluso un agente que buscaba lugares en los que pudieran alojarse los espectros de Garbo en sus misiones de espionaje en Dover y Edimburgo. Pero sobre todo tenía la confianza de los alemanes. La organización de inteligencia del Führer, la Abwehr, confiaba en Garbo por encima de todos los demás. Estaban convencidos de que era su arma secreta en Inglaterra, un maestro de espías que les había enviado tantos informes inestimables (redactados cuidadosamente con la ayuda del MI5), que había reclutado tantas fuentes valiosas (todas ellas puras invenciones) y que creía en el fascismo con tanto fervor que les podía suministrar el momento y el lugar de la invasión. Y Hitler creía que, si sabía cuándo y dónde desembarcaría sus tropas Eisenhower, la victoria nazi estaba asegurada.

Eisenhower creía que Hitler era un cero a la izquierda, un chalado: «un egocéntrico ebrio de poder […] un loco criminal».[10] Pujol tenía menos experiencia con jefes militares que el general estadounidense, pero mucha más con los fascistas, pues los había conocido y había luchado con ellos. Además, durante meses había tratado de meterse en la mente de Hitler e imaginar lo que pensaba el caudillo alemán, para luego, a nueve mil kilómetros de distancia, ocultar divisiones y armadas enteras a los ojos del Führer. La opinión de Pujol sobre Hitler reflejaba la infancia católica del espía y las escenas de ejecuciones que había presenciado siendo un joven soldado en la guerra civil española. «Creía que este hombre era un diablo, un hombre que podía destruir completamente la humanidad.»[11]

Aquel frío día de enero, Pujol salió de la estación de metro y fue andando por Jermyn Street. Llegó al edificio en el que trabajaba, subió las escaleras y entró en su despacho, saludó a Sarah Bishop, la joven secretaria inglesa que llevaba los registros de su ejército fantasmal, y al oficial del MI5 encargado de su caso, Tommy Harris, el hombre al que llamaban Jesús,[12] que ya había llenado la habitación de humo de cigarrillos negros españoles. Pujol sabía que se acercaba el día D, su prueba final como espía, y estaba cada vez más nervioso, aunque —como Eisenhower— pareciera alegre y confiado.

En sus treinta y dos años de vida, había fracasado en casi todo lo que había intentado: estudiante, empresario, magnate del cine, soldado. Su matrimonio se estaba desmoronando. No obstante, en un ámbito especializado de la guerra, la actividad de contraespionaje conocida como doble engaño, el joven español era todo un experto, y lo sabía. Tras años de sufrimiento y de dudas, Pujol se sentía preparado para medirse con los mejores cerebros del Tercer Reich.

«Quería empezar una guerra personal con Hitler —dijo—. Y quería luchar con mi imaginación.»[13]

Pujol se sentó ante su mesa. Quizá le preguntara a Sarah Bishop cómo le había ido la noche anterior. O tal vez quedara con Tommy Harris para ir a comer al restaurante Martínez, uno de sus lugares predilectos, que estaba cerca de la oficina. Sin embargo, pese a lo mucho que habían llegado a intimar en aquellos dos años, en que habían urdido maquinaciones e intrigas por toda Europa y el mundo entero, el enigmático Harris escondía no uno, sino dos secretos a su agente estrella: el plan de engaño que tenía que ocultar el día D a Hitler —de nombre en clave operación Fortaleza [Fortitude]— había topado con graves problemas; y, cosa aún más preocupante, un espía de la Abwehr en Lisboa había revelado recientemente que lo sabía todo sobre Garbo y podía denunciarlo a la Gestapo, lo que pondría fin a su misión.

Sin saber nada de todo ello, Pujol empezó a escribir un mensaje a los alemanes con su bonita letra inclinada. Los secretos no le eran ajenos. También él tenía unos cuantos.