Viernes, 6
A las cuatro de la madrugada, cuando al fin Amanda se había dormido en la cama de su abuelo, envuelta en su chaleco, tomada de su mano y con Salve-el-Atún sobre la almohada, sonó su móvil, que había dejado enchufado en la mesa de noche. Blake, que no había logrado dormir y estaba sentado en la oscuridad, atento al paso del tiempo en los números luminosos del reloj, se sobresaltó, primero con la loca esperanza de que fuera su hija, libre al fin, y enseguida con la angustia de que fueran malas noticias.
Sherlock Holmes tuvo que repetir su nombre para que el abuelo comprendiera de quién se trataba. Eso no había ocurrido nunca, una de las reglas tácitas era que no había contacto unilateral entre los jugadores de Ripper.
—¡Soy Sherlock Holmes! ¡Necesito hablar con la maestra! —exclamó el chico en Reno.
—Soy Kabel, ¿qué pasa?
Amanda despertó al oír la voz de su abuelo y le arrebató el teléfono de la mano.
—Maestra, tengo una pista —dijo Sherlock.
—¿Cuál? —preguntó Amanda, completamente despierta.
—He averiguado algo que puede ser importante: Farkas quiere decir «lobo» en húngaro.
—¿Qué me dices?
—Lo que has oído. Busqué la traducción de lobo en varios idiomas y descubrí que en húngaro es farkas.
—¡Eso no nos indica dónde tiene a mi mamá!
—No, pero significa que si el asesino adoptó el símbolo del lobo, es porque está relacionado con Sharon y Joe Farkas. Lo sabía antes de cometer el primer homicidio, el de Ed Staton, y dejó la firma del Lobo o de farkas, en cada escena del crimen.
—Gracias, Sherlock. Espero que esto sirva de algo.
—Buenas noches, maestra.
—¿Buenas noches? ¡Ésta es la peor noche de mi vida…!
Después de cortar con Sherlock, Amanda y su abuelo sopesaron ese nuevo dato calculando cómo podían utilizarlo para resolver el rompecabezas.
—¿Cómo se llamaba el niño que se les perdió a los Farkas? —preguntó la chica, tan nerviosa que le castañeteaban los dientes.
—Por favor, preciosa, cálmate y trata de descansar, ya has hecho demasiado, ahora le toca a la policía.
—¿Sabes cómo se llamaba o no? —le gritó ella.
—Creo que se llamaba Anton. Eso dijo tu papá.
—Anton Farkas, Anton Farkas… —repitió Amanda, andando en círculos por el cuarto.
—Ése es el nombre del hermano de Joe Farkas, el que fue a reconocer los cuerpos. ¿Crees que…? —dijo el abuelo.
—¡Son las letras quemadas en los traseros de los Constante! ¡Las iniciales! —lo interrumpió la nieta.
—F en Michael y A en Doris —le recordó Kabel.
—Dependiendo de cómo estaban colocados los cuerpos en la cama, son A y F. Anton Farkas.
—La tarjeta que encontraron en el tráiler estaba firmada con ese nombre. Era una invitación a encontrarse en el camping de Rob Hill el 10 de diciembre del año pasado. Pero el hermano de Joe Farkas negó haberla enviado, por lo menos eso declaró a la policía.
—Es cierto, abuelo, nunca la envió. La tarjeta era de otro Anton Farkas, era del hijo de Sharon y Joe. ¿Entiendes, Kabel? Los Farkas viajaron a San Francisco para encontrarse con su hijo, no con el hermano de Joe. La persona que recibieron en su tráiler era el hijo que habían perdido.
—Hay que llamar a tu papá —decidió Blake Jackson.
—Espera. Dame un minuto para pensar… También tenemos que avisar de inmediato a Ryan. Mejor hacerlo por teléfono.
Blake Jackson marcó el número del móvil secreto que le había dado Alarcón. El aparato repicó sólo dos veces, como si el uruguayo hubiera estado aguardando la llamada.
—¿Pedro? Perdone la hora —dijo Blake y le pasó el móvil a su nieta.
—Tienes que darle un mensaje de inmediato a Ryan. Dile que Farkas quiere decir «lobo» en húngaro. El hijo de los Farkas se llamaba Anton. Lee Galespi sabía su nombre, y quiénes eran sus padres cuando hizo la lista de las personas que iba a matar. Creo que no hay rastro de Lee Galespi o de Carol Underwater porque usa su nombre verdadero. Dile a Ryan que Anton Farkas es El Lobo. Tenemos que encontrarlo en las próximas veinte horas.
Enseguida Amanda llamó a su padre, que había ido a su apartamento por primera vez en la semana y se había desmoronado sobre su cama vestido y con zapatos. También respondió al teléfono de inmediato y Amanda le repitió el mensaje.
—¡Tienes que arrestar a Anton Farkas, papá, y obligarlo a decir dónde tiene a mi mamá! Arráncale las uñas, si es necesario, ¿me oíste?
—Sí, hija. Pásame a Blake.
—Aquí estoy, Bob —dijo el abuelo.
—Ahora este asunto está en mis manos, Blake. Pondré a toda la policía de San Francisco y la del resto de la bahía a buscar a todos los Anton Farkas que existan y voy a alertar a los federales. Creo que Amanda está a punto de sufrir una crisis nerviosa, ya no da más. ¿Puedes darle un tranquilizante?
—No, Bob. Necesitamos que esté lúcida en las próximas horas.
***
A las diez de la mañana Miller se puso en contacto con los participantes de Ripper por Skype sin imagen, porque no contaba con Denise para que diera la cara por él. Era día de mercado y ella había salido muy temprano con sus cajas de huevos frescos, sus pollos y frascos de conservas y no regresaría hasta la tarde.
—¿Qué pasa con la cámara de tu computadora, Jezabel? —preguntó Amanda, que estaba junto a su abuelo en la cocina, los dos en la misma computadora.
—No sé, no tengo tiempo para arreglarla ahora. ¿Me oyen bien? —dijo Miller.
—Perfectamente, pero tienes la voz rara —dijo el coronel Paddington.
—Estoy con laringitis.
—Éstas son las últimas noticias del día, jugadores. Adelante Kabel —ordenó la maestra del juego.
Blake hizo un resumen de lo que se había discutido en la reunión del Departamento de Homicidios. Los chicos ya habían sido informados de que Carol Underwater era Lee Galespi y que la policía no había podido localizarlo. El abuelo agregó el descubrimiento de Amanda sobre Anton Farkas.
—Esta madrugada llamé a Jezabel para que buscara a Anton Farkas, es la mejor investigadora que tenemos —dijo Amanda, sin aclarar que ya habían hablado un par de veces esa misma mañana.
—¡Quedamos en que nadie debe tener ventaja sobre los demás! —reclamó Paddington, de mal humor.
—No tenemos tiempo para formalidades, coronel. La batalla ha comenzado. Faltan unas cuantas horas para la medianoche y no sabemos dónde está mi mamá. Puede que ya esté muerta… —dijo Amanda, con la voz estrangulada.
—Está viva, pero su energía es muy débil —recitó Abatha en su tono monótono de sonámbula—. Está en un lugar muy grande, frío, oscuro, se oyen gritos, chillidos. También siento la presencia de espíritus del pasado que protegen a la mamá de la maestra.
—¿Qué has descubierto, Jezabel? —la interrumpió Sherlock Holmes.
—Antes que nada, debemos darles las gracias a Sherlock y Amanda. Gracias a ellos creo que estamos muy cerca de resolver esto —dijo Jezabel.
Enseguida procedió a explicarles que afortunadamente Anton Farkas no era un nombre común. Había encontrado sólo a cuatro personas con ese nombre en California: el hermano de Joe Farkas en Eureka, un anciano en una casa de reposo en Los Ángeles, otro hombre en Sacramento y el último en Richmond. Llamó al primer número y recibió una respuesta automática: «Éste es Anton Farkas, constructor licenciado, inspección y evaluación de propiedades, deje su mensaje y le llamaré lo antes posible». Llamó al segundo número y escuchó exactamente la misma grabación. Es decir, se trataba de la misma persona.
—¡Esto es lo más importante que tenemos! —exclamó el coronel Paddington.
—No existe una dirección postal de Farkas en ninguna de las dos ciudades, sólo casillas de correo —dijo Jezabel.
Amanda y Blake ya lo sabían, no sólo porque Miller se lo había dicho, sino porque también lo había hecho Bob Martín. La dirección de las personas que alquilaban casillas de correo era confidencial, se requería una citación para obtenerla. Agregó que él no tenía jurisdicción en esas ciudades, sólo en San Francisco, pero al saber lo que ocurría, los dos agentes federales, que no necesitaban citación, se prestaron de inmediato para ayudar. En ese mismo momento Lorraine Barcott estaba en Richmond y Napoleon Fournier III en Sacramento. Lo que el abuelo y la nieta aún no sabían era que Ryan Miller y Pedro Alarcón acababan de averiguar algo más.
—¿Has dicho que ese Anton Farkas es inspector de propiedades? —le preguntó Esmeralda a Jezabel.
—Sí, por eso se me ocurrió echarle un vistazo a las inspecciones recientes que han sido firmadas por Anton Farkas en Sacramento y Richmond, donde seguramente trabaja. Existe un registro de esas inspecciones. Hay una que salta a la vista y coincide con la descripción de Abatha: Winehaven. Se trata de un antiguo lagar en Point Molate, donde hacían vino hasta 1919, cuando dejó de operar. Durante la Segunda Guerra Mundial fue ocupado por la Marina. Ahora pertenece a la ciudad de Richmond —replicó Miller, en su papel de Jezabel.
—Muy interesante —opinó Paddington.
—El edificio es enorme y está abandonado. La Marina usó las casas de los trabajadores para albergar oficiales, convirtió las famosas bodegas en acuartelamientos y construyó un refugio antiaéreo.
—¿Te parece adecuado para esconder a una persona secuestrada? —preguntó Esmeralda.
—Sí, es perfecto, como hecho a medida. La Marina se retiró en 1995 y desde entonces Winehaven está desocupado. Nadie sabe qué hacer con el edificio; existió un vago proyecto de convertirlo en casino, pero no prosperó. Todavía existen las casas de los empleados del lagar. El edificio, que parece una fortaleza medieval color rojo, no está abierto al público, pero se puede ver desde el ferry de Vallejo, que pasa cerca sin detenerse, y desde el puente de San Rafael. La ciudad de Richmond contrató a Anton Farkas en marzo para hacer una inspección de la propiedad.
—Anton Farkas, o Lee Galespi, o Carol Underwater, como quieran llamar al Lobo, puede tener a mi mamá en cualquiera de esas casas abandonadas o en la fortaleza. ¿Cómo vamos a encontrarla sin ayuda de un equipo de operaciones especiales? —preguntó Amanda.
—Si yo fuera El Lobo y tuviera un rehén, escogería el refugio antiaéreo, porque debe de estar más protegido. Es estrategia básica —dijo el coronel Paddington.
—Las casas están tapiadas y se encuentran muy cerca del camino. No se prestan para esconder a un rehén. Concuerdo con el coronel en que El Lobo escogería el refugio antiaéreo. Como recientemente Anton Farkas estuvo encargado de la inspección, sabe cómo entrar.
—¿Cuál es el paso siguiente? —preguntó Esmeralda.
—¡Avisar a mi papá! —exclamó Amanda.
—¡No! —la rebatió Jezabel—. Si Anton Farkas tiene a tu mamá en Winehaven, no podemos alertar a la policía, porque caería encima de la fortaleza como una estampida de búfalos y jamás recuperaríamos a tu mamá a tiempo.
—Estoy de acuerdo con Jezabel. Debemos actuar por nuestra cuenta y cogerlo por sorpresa —aprobó el coronel Paddington.
—No cuenten conmigo, estoy en silla de ruedas en Nueva Zelanda —les recordó Esmeralda.
—Propongo que le pidamos ayuda a Ryan Miller —intervino Jezabel.
—¿A quién? —preguntó Esmeralda.
—Al tipo acusado de matar a Alan Keller.
—¿Por qué a él?
—Porque es un navy seal.
—Miller debe de estar al otro lado del mundo, no será tan imprudente como para haberse quedado cerca de la escena del crimen, justamente donde lo andan buscando —dijo Sherlock Holmes.
—No cometió ninguno de los crímenes, eso ya lo sabemos —intervino Abatha.
—Puede haberse quedado en el área de la bahía para encontrar al Lobo, creo que no confía en la eficacia de la policía —sugirió Kabel, haciéndole señas mudas a su nieta para que tuviera cuidado con lo que decía.
—¿Cómo vamos a ubicar al navy seal? —preguntó Esmeralda.
—Yo me encargo de eso. Por algo soy la maestra del juego —les aseguró Amanda.
—Ese hombre nos ayudará, lo siento aquí, en el medio de la frente, en el tercer ojo —dijo Abatha.
—Siempre que esté disponible —dijo Paddington, lamentando hallarse en New Jersey, porque la situación requería la presencia de un estratega militar de su altura.
—Supongamos que la maestra encuentre a Ryan Miller. ¿Cómo va a entrar en Winehaven? —insistió Esmeralda.
—Los navy seal invadieron el refugio de Bin Laden en Pakistán. No creo que Miller tenga dificultad para entrar en un lagar abandonado en la bahía de San Francisco —dijo el coronel.
—Lo de Bin Laden fue planeado durante meses, el ataque lo llevó a cabo un grupo de navy seals en helicópteros, respaldado por aviones. Entraron decididos a matar. Ésta sería una operación improvisada por un solo hombre y con el fin de salvar a una persona, no de matarla. Lo más difícil es rescatar a rehenes con vida, eso está probado —les advirtió Sherlock Holmes.
—¿Tenemos alternativa? —preguntó Esmeralda.
—No. Pero esto es un juego de niños para un navy seal —dijo Jezabel y enseguida se arrepintió, porque jactarse antes de la acción traía mala suerte, como más de un soldado había podido comprobar.
—Volveremos a comunicarnos a las seis de la tarde, hora de California. Entretanto yo trataré de localizar a Miller —ordenó Amanda.
***
Cuatro participantes de Ripper se retiraron de sus Skypes, mientras que la maestra del juego y su esbirro se quedaron con Jezabel, es decir Miller, escuchando su plan de acción. El navy seal les explicó que Winehaven consistía en varios edificios y que el más grande, que albergaba las antiguas bodegas de vino, tenía tres pisos y un sótano, donde la Marina construyó el refugio antiaéreo. Las ventanas estaban protegidas por rejas metálicas, la puerta que daba al refugio, por el lado de la bahía, estaba clausurada con un par de barras cruzadas de acero y el terreno estaba cercado, por temor a que fuese usado para un ataque terrorista contra la cercana refinería de petróleo de Chevron. Un guardia de seguridad hacía un par de rondas por la noche, pero nunca entraba a los edificios. No había electricidad y según la última inspección, la de Anton Farkas, el lugar era muy inseguro, se inundaba con frecuencia durante las tormentas o cuando subía el agua de la bahía, las tablas del piso estaban sueltas, había escombros por los derrumbes del techo y huecos profundos entre los pisos.
—¿Sabes cómo es el refugio? —le preguntó Blake.
—Más o menos, no está muy claro en los planos. El sótano es enorme. Antes había un ascensor, que ya no existe, pero debe de haber una escalera. Según el plano de la Marina, el refugio tiene capacidad para albergar a todo un contingente de soldados y oficiales, además de un hospital de campaña.
—¿Cómo piensas entrar? —le preguntó Amanda.
—Hay una puerta en la segunda planta que se ve desde el camino —dijo Miller—. Pedro está en Point Molate y me acaba de llamar; dice que desde la reja logró fotografiar la puerta con su lente telescópica. Es de hierro y tiene dos candados industriales, que según él son muy fáciles de abrir. Claro que para él cualquier candado es pan comido.
—Pedro irá contigo, supongo —dijo Amanda.
—No. Pedro no tiene mi entrenamiento, sería un estorbo. Además, debe andar con cuidado, porque tu papá puso un detective a seguirlo, no sé cómo lo despistó para ir a Point Molate ni cómo se las va a arreglar para hacerme llegar lo que necesito.
—¿Puede enseñarte a abrir los candados?
—Sí, pero se trata de una de esas puertas metálicas que se enrollan. Si intento abrirla o rompo una ventana habrá mucho ruido. Debo buscar otra entrada.
***
Me complace que al fin estés despierta, Indi. ¿Cómo te sientes? Estás débil, pero puedes caminar, aunque no necesitas hacerlo. Fuera luce un día precioso, no hace frío, el agua está clara, el cielo despejado y hay brisa, ideal para los deportistas. Se ven cientos de veleros en la bahía y nunca faltan los locos del kite surfing, que vuelan sobre el agua. También hay muchas gaviotas, ¡qué pájaros tan chillones! Eso significa que la pesca está buena y vendrán los abuelos chinos a pescar en los alrededores. Estamos cerca de una antigua estación ballenera, en desuso desde hace cuarenta años, la última que quedaba en Estados Unidos. Traían las ballenas del Pacífico y hace un siglo todavía quedaban algunas en la bahía. El fondo de la bahía está sembrado de huesos; dicen que en su época, un equipo de cuarenta hombres podía reducir una jibosa a aceite y carne para forraje en una hora y que el olor llegaba hasta San Francisco.
¿Sabes que estamos a pocos metros del agua? ¡Qué digo! Cómo vas a saberlo si no has tenido oportunidad de tomar aire. No tenemos playa y la propiedad es inaccesible desde la bahía. Esto fue un depósito de combustible de la Marina durante la Segunda Guerra Mundial y todavía hay polvorientos manuales de instrucción, equipos sanitarios y los barriles de agua que te mencioné el otro día. Datan de 1960.
Tu hija me divierte, es una chiquilla astuta, jugar contra ella es muy estimulante: yo le he planteado algunas claves y ella las ha ido descubriendo casi todas. Estoy seguro de que a ella se le ocurrió que El Lobo es Anton Farkas, por eso ahora la policía anda tras él, pero sólo hallarán unas casillas de correo y unos teléfonos, un truco de ilusionista, en eso soy un maestro. Cuando supe que buscaban a Farkas comprendí que tarde o temprano Amanda relacionaría a ese inspector de propiedades con esta fortaleza. Pero nunca lo hará a tiempo y de todos modos estoy preparado.
Por fin ha llegado el Viernes Santo, Indi, hoy termina tu cautiverio, que no he prolongado con ánimo de castigarte, ya sabes que la crueldad me repele, produce confusión, suciedad y desorden. Hubiera preferido ahorrarte molestias, pero no quisiste entrar en razón, te negaste a cooperar conmigo. La fecha de hoy no fue determinada por capricho o improvisación, sino por el calendario lunar. Las fechas son importantes y también los rituales, porque les dan significado y belleza a los actos humanos y ayudan a fijar los eventos en la memoria. Yo tengo mis rituales. Por ejemplo, mis ejecuciones son siempre a medianoche, la hora misteriosa en que se descorre el velo que separa la vida y la muerte. Es una lástima que en la vida moderna existan tan pocos rituales seculares, todos son religiosos. Los cristianos, por ejemplo, están celebrando la Semana Santa con ritos solemnes. Son tres días de duelo, se conmemora el calvario de Cristo, todos sabemos eso, pero pocos saben en qué consiste exactamente la crucifixión, un suplicio atroz, una muerte lenta. El condenado es atado o clavado en dos maderos, uno vertical y otro transversal, ésa es la imagen más conocida, pero hay cruces de otras formas. La agonía puede durar horas o días, según el método y el estado de salud de la víctima, y la muerte resulta por extenuación, septicemia, paro cardíaco, deshidratación o una combinación de cualquiera de esas causas; también por pérdida de sangre, en caso de que existan heridas o que le hayan quebrado las piernas al condenado, como solía hacerse antiguamente para acelerar el proceso. Existe una teoría según la cual la posición de los brazos extendidos, resistiendo el peso del cuerpo, dificulta la respiración y la muerte llega por asfixia, pero no está comprobada.
***
La primavera era evidente en el día soleado y el estallido de colores en los puestos del mercado, entre los que circulaba una multitud con ropa ligera y ánimo festivo comprando frutas, verduras, flores, carnes, pan y comida preparada. A la entrada había una muchacha ciega, con el vestido campesino largo y la toca de las mujeres menonitas, cantando con voz angelical y vendiendo cedés con sus canciones; cien metros más allá una banda de músicos bolivianos, con su vestimenta tradicional y sus instrumentos del altiplano, deleitaba al público.
A mediodía, Pedro Alarcón, en shorts, sandalias y sombrero de pajilla se acercó al toldo blanco bajo el cual Denise West vendía los productos de su gallinero y su cocina. El detective del Departamento de Homicidios que seguía a Pedro desde hacía varios días se había quitado la chaqueta y se abanicaba con un panfleto ecológico que alguien le puso en la mano. Desde una distancia de pocos metros, disimulado entre la gente, observó al uruguayo que compraba huevos y coqueteaba con la vendedora, una mujer madura y atractiva, vestida de leñador, con una trenza gris que le colgaba a la espalda, pero no vio cómo le pasaba la llave de su coche. Después, sudando, siguió a Pedro Alarcón en su paseo de puesto en puesto comprando una zanahoria por aquí y un ramo de perejil por allá, con una lentitud irritante. No supo que entretanto Denise West fue al estacionamiento, sacó un paquete del coche de Pedro y lo puso en su camión. Al detective no le extrañó que antes de irse del mercado, Pedro pasara a despedirse de la mujer con quien antes había estado mariposeando, y ni cuenta se dio cuando éste recuperó su llave.
Denise West cerró su venta temprano, desmontó su toldo, colocó sus bártulos en el camión y se fue en la dirección que le había dado Pedro Alarcón, cerca de la desembocadura del río Petaluma, una vasta extensión de canales y pantanos. Le costó encontrar el sitio, porque esperaba algo así como una tienda de deportes acuáticos, pero resultó ser una casa en tan mal estado, que parecía abandonada. Detuvo su pesado vehículo en un lodazal y no se atrevió a seguir, por temor a quedarse atascada en el barro. Tocó la bocina varias veces y de pronto surgió por encantamiento, a menos de un metro de su ventanilla, un viejo barbudo armado de un fusil. El hombre le gritó algo incomprensible apuntándola con el arma, pero Denise no había llegado hasta allí para retroceder al primer obstáculo. Abrió la puerta, descendió con alguna dificultad, porque le dolían los huesos, y encaró al hombre con los brazos en jarra.
—Baje ese fusil, mister, si no quiere que se lo quite. Pedro Alarcón le avisó que yo vendría. Soy Denise West.
—¿Por qué no me lo dijo antes? —gruñó el hombre.
—Se lo digo ahora.
—¿Tiene lo mío?
Ella le pasó el sobre que le había dado Alarcón y el hombre contó lentamente los billetes y una vez satisfecho se metió dos dedos a la boca y lanzó un estridente chiflido. Momentos más tarde llegaron dos mocetones con un par de grandes bolsas de lona, que echaron sin ceremonias en la parte de atrás del vehículo. Tal como Denise temía, el camión estaba empantanado y los tres hombres no se atrevieron a negarse cuando les exigió que empujaran para poder salir.
***
Denise llegó a su casa al atardecer, cuando Ryan Miller ya había preparado cuidadosamente su equipo, tal como había hecho para cada misión en sus tiempos de navy seal. Se sentía confiado, como entonces, aunque no contaba con sus hermanos del Seal Team 6 ni con la variedad de armas, más de cuarenta, que antes había a su disposición. Había memorizado los planos del interior de Winehaven. El lagar nació después del terremoto de 1906 en Point Molate, donde en aquella época sólo había unas cuantas familias chinas de pescadores de camarones, que fueron expulsadas. Las uvas llegaban de los viñedos de California en grandes barcazas y eran procesadas por más de cuatrocientos trabajadores permanentes, que producían medio millón de galones de vino al mes, para abastecer la enorme demanda en el resto del país. El negocio terminó bruscamente en 1919 con la prohibición de alcohol en Estados Unidos, que habría de durar trece años. La fortaleza estuvo desocupada por más de veinte años, hasta que fue transformada por la Marina en una base militar, cuyos planos Miller había obtenido sin dificultad.
Denise y él bajaron las dos bolsas del camión y las abrieron en el patio; la primera contenía el esqueleto y la segunda la cubierta de un kayak Klepper, descendiente directo de las canoas de los Inuit, pero en vez de madera y piel de foca, estaba construido con una armadura plegable de aluminio y plástico y cubierta con tela impermeable. Nada había tan silencioso, liviano y práctico como ese Klepper, ideal para el plan de Miller, quien lo había usado a menudo en sus tiempos en la Marina, en aguas mucho más encrespadas que las de la bahía.
—Pedro te mandó esto —le dijo Denise, entregándole el paquete que había sacado del coche del uruguayo.
Era un arnés de lona para Atila y el suéter de cachemira beige que Alan Keller le había regalado a Indiana varios años atrás. Alarcón lo encontró en la camioneta de Miller y decidió guardarlo, antes de cumplir el encargo que éste le hiciera de deshacerse del vehículo. Había dejado la camioneta en un garaje clandestino, disimulado entre los astilleros abandonados de Hunter’s Point, donde una pandilla de ladrones especializados la transformaría para venderla en México. Había llegado el momento de darle uso al suéter.
—Ya sabes lo que pienso de esto —dijo Denise.
—No te preocupes, tendré buena visibilidad —replicó Miller.
—Hay mucho viento.
—A mi favor —dijo Miller, pero se abstuvo de mencionar otros posibles inconvenientes.
—Esto es una fanfarronada, Ryan. ¿Por qué vas a ir solo a meterte en la boca del lobo? Literalmente.
—Por machismo, Denise.
—¡Qué bruto eres! —suspiró ella.
—No, mujer. La verdad es que ese desalmado tiene a Indiana y la única forma de rescatarla con vida es pillarlo por sorpresa, sin darle tiempo de reaccionar. No se puede hacer de otra manera.
—Puedes estar equivocado y que tu amiga no esté secuestrada en ese lugar, como crees, o puede ser que El Lobo la mate apenas te acerques, si es que no lo ha hecho ya.
—Eso no va a pasar, Denise. El Lobo es ritualista, va a esperar hasta la medianoche, como hizo en todos los casos. Esto va a ser fácil.
—¿Comparado con qué?
—Es un hombre solo, un loco delirante, y su arsenal se reduce a un táser, narcóticos, veneno y flechas. Dudo que sepa usar un rifle de perdigones. ¡Y además se viste de mujer!
—Así será, pero ha cometido ocho homicidios.
***
A las seis de la tarde la maestra del juego les informó a los del Ripper que había ubicado al navy seal y les contó el plan a grandes rasgos, que fue aprobado con entusiasmo por sir Edmond Paddington y con dudas por Sherlock Holmes. Abatha estaba más incoherente de lo usual, desgastada a nivel psíquico por el esfuerzo vehemente de restablecer comunicación telepática con la madre de Amanda. Había interferencias y los mensajes eran muy vagos, explicó. En los primeros días la visualizaba flotando en la noche sideral y podían hablar, pero el espíritu de Indiana ya no navegaba libremente. La culpa también era suya, admitió, culpa de las quinientas calorías ingeridas el día anterior, que le dejaron el aura rayada como cebra y la panza en llamas.
—Tu mamá todavía está viva, pero desesperada. En esas condiciones no puedo entrar en su mente —agregó.
—¿Está sufriendo? —le preguntó Amanda.
—Sí, maestra, mucho —dijo Abatha y Amanda respondió con un sollozo.
—¿Han pensado qué pasará si Miller fracasa? —interrumpió Esmeralda.
Por un largo minuto nadie le respondió. Amanda no podía plantearse la posibilidad de que Miller fallara, porque no habría una segunda oportunidad. Al acercarse la noche sus dudas crecían, avivadas por su abuelo, quien estaba considerando seriamente llamar a Bob Martín y confesarle todo.
—Ésta es una misión de rutina para un navy seal —les dijo Denise West en su rol de Jezabel, sin gran convicción.
—Desde el punto de vista militar, el plan es bueno pero arriesgado y debe ser monitorizado desde tierra —dijo Paddington con firmeza.
—Pedro Alarcón, un amigo de Miller, lo hará con un móvil y un GPS. Estará a un kilómetro de distancia, listo para intervenir. La maestra y yo nos mantendremos en contacto con él —aclaró Kabel.
—¿Y cómo podemos ayudar nosotros? —preguntó Esmeralda.
—Rezando, por ejemplo, o mandando energía positiva a Winehaven —sugirió Abatha—. Yo voy a insistir en la telepatía. Tengo que decirle a la mamá de Amanda que aguante y tenga valor, que pronto llegará ayuda.
***
Las últimas horas de la tarde transcurrieron con pavorosa lentitud para todos, en particular para Ryan Miller, que observaba con un catalejo el festival de veleros en la bahía contando los minutos para que se retiraran a sus muelles. A las nueve de la noche, cuando cesó por completo el tráfico de botes y pasó el último ferry en dirección a Vallejo, Denise West lo dejó con Atila y el kayak en el Sonoma Creek, uno de los afluentes del río Napa. Era una noche sin estrellas, con la luna llena, un magnífico disco de plata pura, elevándose lentamente sobre los cerros del este. La mujer ayudó a Miller a echar el Klepper al agua y se despidió sin aspavientos, deseándole suerte. Ya le había dicho todo lo que pensaba al respecto. El navy seal se sentía bien preparado, tenía la pistola más adecuada para su propósito, una Glock semiautomática de manufactura australiana. Había dejado colgadas en la pared de su loft armas más letales, pero no las echó de menos, porque no le habrían servido tan bien como la Glock para rescatar a Indiana. También llevaba su cuchillo de servicio Ka-Bar, el mismo modelo que se usaba desde la Segunda Guerra Mundial, y su estuche estándar de primeros auxilios, más por superstición que por otra cosa, ya que un torniquete había evitado que se desangrara en Irak, el resto lo hizo Atila. A Denise le había encargado que le comprara las mejores gafas de visión nocturna, que le costaron la friolera de mil dólares; dependería de ellas por completo dentro de Winehaven. Se había vestido de negro —pantalón, camiseta, sudadera y zapatillas—, y se pintó la cara con betún de zapatos del mismo color. De noche era prácticamente invisible.
Había calculado que cruzar la bahía desde ese punto hasta Point Molate le tomaría un par de horas, a una velocidad de cuatro o cinco nudos. Eso le dejaba un buen margen de tiempo antes de la medianoche. Confiaba en la fuerza de sus músculos, su experiencia remando y su conocimiento de la bahía. Pedro Alarcón había inspeccionado los alrededores de Winehaven y le advirtió que no había playa ni embarcadero, tendría que trepar un muro de rocas para acceder a la propiedad, pero no era muy empinado y creía que Atila podría hacerlo también, incluso en la oscuridad. Una vez en el antiguo lagar tendría que actuar con sigilo y rapidez o perdería su ventaja. Volvió a repasar en su mente el plano de Winehaven mientras remaba en las aguas tranquilas del canal. Sentado en el kayak, erguido y atento, Atila oteaba el horizonte como buen marinero.
Quince minutos más tarde, el kayak entró en la bahía de San Pablo y se dirigió al sur. El hombre no necesitaba brújula, se guiaba por las luces de ambas orillas de la ancha bahía y por las boyas iluminadas, que señalaban los tramos navegables para botes y barcazas de carga. El kayak podía navegar en muy poca profundidad, eso le permitía enfilar en línea recta hacia Point Molate, sin temor a encallar, como habría ocurrido con su bote a motor. La agradable brisa del día se había convertido en viento del norte, que a él le daba en la espalda, pero no lo ayudaba, porque estaba subiendo la marea, muy fuerte en la luna llena, y el viento chocaba contra la dirección del agua, provocando oleaje. Eso lo obligaba a remar con más esfuerzo del requerido normalmente en ese tramo. La única embarcación que vio en la hora siguiente fue una barcaza de carga que se alejaba hacia el Golden Gate y el océano Pacífico.
Miller no pudo ver un par de peñones donde anidaban las gaviotas, que marcaban el punto donde la bahía de San Pablo se convertía en la de San Francisco, pero adivinó dónde se encontraba porque las aguas se encresparon aún más. Avanzó otro tramo y vio al frente las luces del puente de Richmond-San Rafael —que parecía mucho más cercano de lo que realmente estaba— y que habrían de servirle para orientarse, y las del antiguo faro, convertido en pintoresco hotelito para turistas aventureros, en uno de los islotes llamados Dos Hermanos. Encontraría Winehaven a su izquierda, poco antes de llegar al puente, y como estaba sin luces, debería navegar muy cerca de la orilla para no pasar de largo. Siguió remando contra el oleaje, indiferente al esfuerzo de los músculos de los brazos y la espalda, sin perder el ritmo acompasado de sus movimientos. Se detuvo sólo un par de veces para secarse el sudor que le empapaba la ropa y beber de una botella de agua. «Vamos bien, compañero», le aseguró a Atila.
El hombre sentía la conocida excitación que precede al combate. Cualquier ilusión de que tenía control de la situación y que había previsto todos los posibles peligros desapareció al despedirse de Denise West. Era un soldado fogueado, sabía que escapar ileso en un combate es cuestión de suerte, hasta el más experto puede perecer por una bala perdida. En sus años de guerra siempre tuvo consciencia de que en cualquier momento podía morir o ser herido; cada amanecer despertaba agradecido y se dormía preparado para lo peor. Esto, sin embargo, no se parecía a la guerra tecnológica, abstracta e impersonal, a la que estaba acostumbrado; esto sería una lucha a corta distancia y esa posibilidad aumentaba su entusiasmo y ansiedad. Lo deseaba: quería ver al Lobo cara a cara. No lo temía. En realidad, no conocía a nadie en la vida civil a quien temer, estaba mejor preparado que cualquiera, se había mantenido en buena forma y esa noche se enfrentaría a un hombre solo, de eso estaba seguro, porque ningún asesino en serie cuenta con cómplices o ayudantes. El Lobo era un personaje novelesco, absurdo, deschavetado, ciertamente no era un contrincante digno de un navy seal. «Dime, Atila, ¿crees que estoy subestimando al enemigo? A veces peco de soberbio y presumido». El perro no podía oírlo; estaba inmóvil en su puesto, con su único ojo fijo en la meta. «Tienes razón, compañero, estoy divagando», dijo Miller. Se concentró sólo en el presente, en el agua, el ritmo de sus brazos, el plano de Winehaven, la esfera luminosa de su reloj, sin anticipar la acción, sin repasar los riesgos, sin invocar a sus hermanos del Seal Team 6 ni ponerse en el caso de que Indiana no estuviera en el refugio antiaéreo de la antigua base naval. Debía sacarse a Indiana de la mente, esa distracción podía ser fatal.
***
La luna estaba ya muy alta en el cielo cuando el kayak atracó frente a Winehaven, una enorme mole de ladrillo, con gruesas murallas, parapetos almenados y torreones. Parecía un incongruente castillo del siglo XIV en la plácida bahía de San Francisco, que bajo el resplandor blanco de la luna daba una impresión amenazante y de mal agüero. Estaba construido en la ladera de la colina, de modo que desde la perspectiva de Miller era muy alto, pero la parte frontal tenía la mitad de altura. La entrada principal, por el lado del camino, daba directamente al segundo piso; había un piso más arriba, otro más abajo y el subterráneo.
El navy seal saltó al agua, que le llegaba al pecho, amarró la frágil embarcación a una roca, se pertrechó con su arma, municiones y el resto de su equipo, se puso las zapatillas, que llevaba colgadas del cuello, y le hizo una señal a Atila para que lo siguiera. Empujó al perro para que subiera las rocas resbaladizas y una vez en tierra firme corrieron los cuarenta metros que separaban el agua del edificio. Eran las doce menos veinticinco. La travesía había durado más de lo calculado, pero si El Lobo se ceñía a sus hábitos, disponían de tiempo de sobra.
Miller esperó un par de minutos pegado al muro, para asegurarse de que todo estaba en calma. Sólo percibió el grito de una lechuza y el movimiento de pavos salvajes en el pasto, que no lo sobresaltaron porque Pedro le había advertido que había bandadas de esos torpes pajarracos en los alrededores. Avanzó a la sombra de la fortaleza, rodeó el torreón de la derecha y enfrentó la pared del lado sur, que había visto en una de las fotografías de Pedro y que escogió porque era invisible desde el camino, por donde podía pasar el guardia. En su parte más baja, la pared medía entre quince y dieciocho metros de altura y contaba con un tubo de hierro para el desagüe del techo. Al colocarle el arnés a Atila, un improvisado chaleco de lona con cuatro aberturas para pasar las patas, con un gancho en el lomo, sintió el temblor nervioso del animal. Comprendió que Atila recordaba la experiencia de llevar un arnés semejante. «Tranquilo, compañero, esto va a ser mucho más fácil que saltar en paracaídas», le susurró, como si el perro pudiera oírle, y le acarició la cabeza. «Espérame aquí y no se te ocurra perseguir a los pavos». Enganchó la cuerda que llevaba en la cintura al arnés y le hizo una señal al perro de esperar.
Rogando para que la cañería lo sostuviera, Miller comenzó su ascenso impulsándose con los músculos del torso y los brazos y estabilizando el cuerpo con su única pierna, como hacía cuando nadaba; la pierna con la prótesis era inútil en ese momento. La cañería estaba firmemente adherida, crujió pero no cedió con su peso y rápidamente llegó al tejado. Desde allí pudo apreciar la enorme superficie del edificio y la vista espectacular de la bahía iluminada por la luna, con las luces del puente a su izquierda y al frente el resplandor remoto de la ciudad de San Rafael. Le dio un tirón breve a la cuerda, para avisar a Atila, y enseguida comenzó a izarlo lentamente, cuidando de no golpearlo. Apenas lo tuvo a su alcance lo pasó en brazos por encima del muro y desenganchó la cuerda, pero no le quitó el arnés. En ese breve trayecto vertical Atila recuperó el espíritu valiente que le valió su medalla: ya no daba muestras de nerviosismo, estaba atento a las órdenes, lleno de energía, con una expresión de feroz expectativa que Miller no le había visto en años. Se felicitó por haber continuado entrenándolo con el mismo rigor de antaño, cuando combatían juntos. Atila había mantenido intacta su disciplina de soldado.
En la gran terraza de la azotea, cubierta de gravilla, Miller vio tres cúpulas de vidrio, una por cada cuerpo del edificio. Debía entrar por la primera, deslizarse hasta el piso superior de Winehaven y encontrar el conducto del ascensor que unía todos los pisos y terminaba en el refugio antiaéreo. Agradeció la minuciosidad de Alarcón, que le envió fotos del exterior, incluso de las claraboyas. Quitar un par de delgadas planchas metálicas de ventilación, en la base de la cúpula de vidrio, resultó fácil, porque estaban oxidadas y flojas. Se asomó para alumbrar el hueco con su linterna, que había decidido usar lo menos posible, y calculó una distancia de unos cinco metros. Marcó el número de Alarcón y le habló en susurros.
—Todo bien. Estoy en la azotea con Atila, vamos a entrar.
—Tienes más o menos quince minutos.
—Veinte.
—Cuídate. Buena suerte.
El navy seal le colocó a Atila las gafas caninas de visión nocturna que llevaba en la guerra y que él había conservado de recuerdo, sin sospechar que llegaría a darles uso. Lo notó incómodo, pero como el perro las había usado antes, las soportó en silencio; le servirían de poco, porque veía mal, pero las iba a necesitar. Miller enganchó la cuerda al arnés, acarició al noble animal, le hizo una señal y procedió a bajarlo al espacio oscuro que se abría ante él.
Apenas sintió que Atila tocaba el suelo, Miller ató el otro extremo de la cuerda al marco de hierro de la claraboya y la usó para descender. «Ya estamos dentro, amigo», murmuró, colocándose sus gafas nuevas. Le costó unos segundos acostumbrar la vista a las imágenes fantasmagóricas y movedizas en verde, rojo y amarillo. Encendió la luz infrarroja que llevaba en la frente y pudo hacerse una idea de la vasta sala donde se encontraba, como un hangar de avión. Le quitó el arnés al perro, inútil a partir de ese momento, porque la cuerda quedó colgando de la claraboya; en adelante tendría que confiar en la precisión de los planos dibujados en 1995, en su experiencia y en la buena suerte.
Las gafas le permitían avanzar de frente, pero carecía de visión periférica. El perro, con su instinto y excelente olfato, le advertiría si había peligro. Se adentró, evitando los escombros del suelo, y unos diez metros más adelante distinguió el gran cubo de rejilla metálica en el que antes hubo un ascensor de carga, similar al de su loft. Junto al pozo encontró una escalerilla de hierro tal como había imaginado. Supuso que El Lobo no tendría su guarida en la planta donde se hallaba ni en la que había inmediatamente debajo, porque durante el día recibían algo de luz, que entraba por las claraboyas, el hueco del ascensor y las rendijas en las ventanas tapiadas. Se dio cuenta de que no había cobertura para el móvil y no podría comunicarse con Alarcón. Habían previsto esa posibilidad, pero maldijo entre dientes porque ahora no tenía más respaldo que su perro.
Atila vaciló ante la empinada y angosta escalera, pero a una señal comenzó a descender cautelosamente. Al prepararse en casa de Denise, Miller había pensado minimizar el ruido forrándole las patas, pero decidió que eso iba a trabarlo y se limitó a cortarle las uñas. No se arrepintió, porque Atila no habría podido maniobrar en esa escalera sin agarrarse.
***
La vasta planta principal se extendía a lo largo y ancho de los tres edificios que componían la fortaleza. Miller desistió de la idea de explorarla. No había tiempo para eso, tenía que jugar todas sus cartas a una sola posibilidad: el refugio subterráneo. Se detuvo, escuchando en la oscuridad, con Atila pegado a su pierna. En la absoluta quietud imperante, creyó oír las palabras de Abatha, la niña anoréxica que había descrito acertadamente ese lugar fantástico desde una clínica en Montreal. «Espíritus del pasado protegen a la mamá de Amanda», había dicho Abatha. «Espero que así sea», murmuró Miller.
El siguiente tramo de escalera resultó algo más ancho y sólido que el primero. Antes de bajar abrió la bolsa de plástico que llevaba debajo de la camiseta, sacó el suéter beige de Indiana y se lo puso ante las narices a Atila. Sonrió ante la idea de que incluso él mismo podría seguir el rastro de ese aroma que la caracterizaba, una combinación de aceites esenciales que Amanda llamaba «olor a magia». El perro olisqueó la lana y levantó la cabeza para mirar a su compañero a través de las gafas, indicando que había comprendido. Miller puso el suéter en la bolsa, para no confundir al perro, y se lo metió bajo la camiseta. Atila pegó la nariz al suelo y descendió cautelosamente a la siguiente planta. El navy seal esperó y cuando estuvo seguro de que el perro no había tropezado con nada alarmante, lo siguió.
Se encontró en un piso de techo más bajo, con suelo de cemento, que posiblemente fue utilizado como bodega para guardar primero toneles de vino y luego pertrechos militares y combustible. Sintió frío por primera vez y recordó que tenía la ropa mojada. Hasta donde alcanzaba a ver con las gafas había escombros, bártulos, toneles, enormes cajones sellados, armazones circulares de madera para enrollar mangueras o cuerdas, un refrigerador antiguo, varias sillas y escritorios. Indiana podía estar secuestrada en cualquier rincón de esa planta, pero la actitud de Atila le indicó claramente que no debían perder tiempo allí; estaba agachado, con la nariz en la escalera, esperando instrucciones.
La luz infrarroja mostró un hueco y los primeros peldaños de una escalera torcida y decrépita, que según los planos debía conducir al refugio. Le dio en las narices una fetidez a encierro y agua estancada. Se preguntó si Atila sería capaz de seguir el rastro de Indiana en ese ambiente contaminado y la respuesta le llegó de inmediato: el perro tenía el lomo erizado y los músculos tensos, listo para la acción. Era difícil adivinar qué iba a encontrar en el refugio antiaéreo, porque el plano sólo mostraba cuatro gruesos muros, el hueco donde había estado el ascensor y la situación de los pilares de hierro. En el extremo opuesto, se accedía a la única salida al exterior por otra escalera, sin uso desde hacía muchos años, que tal vez ya no existía. En uno de los informes de la Marina figuraban divisiones provisionales destinadas al hospital, oficinas y cuartos de los oficiales, lo cual complicaría mucho las cosas; lo último que deseaba el soldado era perderse en un laberinto de lonas.
Ryan Miller comprendió que finalmente estaba, como había dicho Denise West, en la boca del lobo. En el ominoso silencio de la fortaleza podía escuchar los latidos de su corazón como el tic-tac de un reloj. La entrada a la escalera era un hoyo de medio metro de ancho. Tendría que doblarse por la mitad y pasar por debajo de una barra metálica antes de enfrentarse con los peldaños de metal oxidado. No podría hacerlo con gracia, pensó, calculando su tamaño y el inconveniente de la pierna artificial. El rayo de luz infrarroja no alcanzaba a alumbrar el fondo y no quiso delatarse encendiendo su linterna. Dudaba entre bajar con prudencia, procurando no hacer ruido o simplemente lanzarse al abismo a la desesperada para ganar tiempo. Inhaló a fondo, llenando de aire el pecho, y barrió todo pensamiento de su mente. A partir de ese momento se movería por instinto, impulsado por el odio contra el hombre que tenía a Indiana en su poder, guiado por la experiencia y el conocimiento grabados a sangre y fuego en la guerra, la respuesta automática que su instructor en hell week llamaba la memoria muscular. Exhaló el aire retenido, le quitó el seguro a la pistola y le dio un par de golpecitos en el lomo a su compañero.
Atila inició el descenso.
***
Si el navy seal pretendía atacar por sorpresa, el sonido de las pezuñas de Atila reverberando en las profundidades del sótano lo hizo desistir. Contó las pisadas del perro para hacerse una idea de la altura y apenas sintió que Atila llegaba abajo, se agachó para sortear el obstáculo de la barra y se dejó caer en el pozo de la escalera, sin cuidarse del ruido que hacía, con la pistola en la mano. Alcanzó a pisar tres peldaños, pero el cuarto cedió con estrépito y su prótesis se incrustó en el metal oxidado. En una ráfaga comprendió que si hubiera sido la pierna, el filo le habría arrancado la piel de cuajo. Tiró para desprenderse, pero estaba atascado, y debió valerse de una mano para destrabar el pie de fibra de carbono, atrapado entre los trozos del peldaño. No podía dejar la prótesis, la necesitaba. Había perdido unos segundos preciosos y la ventaja de la sorpresa.
Llegó abajo de cuatro saltos y se agachó, girando el cuerpo en círculo para examinar el espacio hasta donde llegaba la visión nocturna de las gafas, empuñando la Glock a dos manos. Al primer vistazo le pareció que estaba en un recinto más pequeño que los otros pisos, pero enseguida se dio cuenta de que a lo largo de las paredes había lonas oscuras: las divisiones que temía. No tuvo tiempo de evaluar ese obstáculo, porque vio claramente la silueta de Atila tirado en el suelo. Lo llamó, con la voz ahogada, sin imaginar qué le había sucedido. Podría haber recibido un tiro que él no oyó por el accidente del peldaño roto o bien le dispararon con silenciador. El animal no se movía, estaba tirado de costado, la cabeza hacia atrás en una posición inusual y las patas tiesas. «¡No! —exclamó Miller—. ¡No!». Venciendo el impulso de correr en su dirección, se agazapó, inspeccionando lo poco que lograba ver a su alrededor, buscando a su enemigo, que sin duda estaba muy cerca.
Se hallaba al pie de la escalera, cerca de la gran caja de malla metálica del ascensor, expuesto por todos lados; podía ser atacado desde cualquier ángulo. El escenario no podía ser peor: la parte central del refugio era un gran espacio vacío, pero el resto estaba dividido, era un laberinto para él y el escondite perfecto para El Lobo. Al menos tenía la certeza de que Indiana estaba cerca, Atila había identificado su olor. No se había equivocado al suponer que Winehaven era la guarida del Lobo y que allí mantenía prisionera a Indiana. Como su luz infrarroja, capaz de detectar el calor de un cuerpo, no le reveló nada, dedujo que el hombre estaba resguardado detrás de la lona de uno de los espacios. Su única protección era la oscuridad y su ropa negra, siempre que el otro no tuviera gafas de visión nocturna como él. Era un blanco demasiado fácil, debía abandonar a Atila por el momento y cubrirse de alguna manera.
Corrió agachado hacia la derecha, porque la posición en que cayó Atila permitía suponer que había recibido el impacto desde la izquierda, donde seguramente estaba su enemigo. Alcanzó la primera mampara y con una rodilla en tierra y la espalda contra la lona inspeccionó el campo de batalla, pensando en el próximo paso. Revisar las carpas una por una sería una imprudencia garrafal, le llevaría tiempo y no podía hacerlo dispuesto a disparar, porque tal vez El Lobo lo aguardaba en cualquiera de ellas preparado para usar a Indiana como escudo. Con Atila habría ido seguro, el perro lo habría guiado con el olfato. Entre los múltiples riesgos que imaginó al planear su estrategia en Winehaven, no estuvo la posibilidad de perder a su fiel compañero.
Por primera vez se arrepintió de su decisión de enfrentarse solo al asesino. Pedro Alarcón le había advertido más de una vez que la arrogancia sería su perdición. Esperó durante interminables minutos, atento al menor sonido o alteración en la temible quietud del refugio. Necesitaba ver la hora y calcular cuánto faltaba para la medianoche, pero no podía descubrir su reloj, tapado por la manga de la sudadera, porque los números brillarían como un faro verde en las tinieblas. Decidió llegar hasta el muro del fondo para distanciarse del Lobo, que debía de estar cerca de la escalera, donde le había disparado a Atila, y luego obligarlo a mostrarse. Estaba seguro de su puntería, podía acertar fácilmente con su Glock a un blanco en movimiento a veinte metros, incluso con la escasa visibilidad de sus gafas. Siempre había sido buen tirador, de ojo certero y pulso firme, y desde que se retiró del ejército entrenaba rigurosamente en un campo de tiro, como si hubiera adivinado que un día volvería a necesitar esa habilidad.
Se deslizó pegado a las lonas, consciente de que podría haber apostado mal y su enemigo podía estar tras una de ellas y matarlo por la espalda, pero no se le ocurrió algo mejor. Avanzó lo más rápido y sigilosamente que su pierna artificial le permitía, con todos los sentidos alerta, deteniéndose cada dos o tres pasos para evaluar el peligro. Se negó a pensar en Indiana y en Atila, concentrado en la acción y en su cuerpo: estaba empapado con el sudor de la adrenalina, le picaba la cara por el betún de zapatos y le apretaban las cinchas que sujetaban las gafas y la linterna en la cabeza, pero tenía las manos secas. Se sintió en pleno control de su arma.
Ryan Miller había logrado avanzar nueve metros, cuando percibió al final del subterráneo el parpadeo de un fuerte resplandor que no logró identificar. Se subió las gafas a la frente, porque multiplicaban la luz, y trató de ajustar sus pupilas. Un instante después distinguió de qué se trataba y un grito ronco le brotó del vientre. A la distancia, en el enorme espacio negro, había un círculo de velas, cuyas llamas vacilantes alumbraban un cuerpo crucificado. Estaba colgando en la intersección de un pilar y una viga, con la cabeza inclinada sobre el pecho. La reconoció por el cabello dorado: era Indiana. Olvidando toda precaución, corrió hacia ella.
El navy seal no sintió el impacto del primer balazo en el pecho y dio varios pasos más antes de caer de rodillas. El segundo le pegó en la cabeza.
***
¿Puedes oírme, Indiana? Soy Gary Brunswick, tu Gary. Todavía respiras, mírame. Estoy aquí, a tus pies, como he estado desde que te vi por primera vez el año pasado. Aún ahora, en esta hora de agonía, eres tan bella… La camisa de seda te asienta mucho, ligera, elegante, sensual. Keller te la regaló para hacer el amor y yo te la puse para que expiaras tus pecados.
Si levantas la cara podrás ver a tu soldado. Es ese bulto en el suelo que estoy apuntando con mi linterna. El perro cayó más lejos, al pie de la escalera, no puedes verlo desde aquí; el golpe de electricidad fue mortal para su tamaño, el táser acabó con ese espantoso animal en un segundo. El soldado apenas se distingue, está vestido de negro. ¿Alcanzas a verlo? No importa, ya no puede inmiscuirse en nuestro amor. Éste ha sido un amor trágico, Indiana, pero podría haber sido un amor maravilloso, si te hubieras rendido. En esta semana que hemos pasado juntos llegamos a conocernos como si hubiéramos estado casados por largo tiempo. Te di la oportunidad de escuchar mi historia completa, sé que me comprendes: tenía que vengar al bebé que fui, Anton Farkas, y al niño que fui, Lee Galespi. Era mi deber, un deber moral, ineludible.
¿Sabes que no he sufrido de migraña desde hace tres semanas? Podríamos decir que finalmente tus tratamientos dieron resultados, pero hay otro factor que no podemos descartar: estoy libre del peso de la venganza. He cargado con esa responsabilidad por muchos años, imagínate el daño que eso le hizo a mi sistema nervioso. Sufrí esas terribles migrañas, que tú conoces mejor que nadie, desde que comencé a planear mi misión. Las ejecuciones me producían un estado de exaltación maravilloso, me sentía liviano, eufórico, parecía que tuviera alas, pero a las pocas horas me empezaba la jaqueca y creía que me iba a morir de dolor. Creo que ahora, cuando por fin he cumplido, estoy curado.
Te confieso que no esperaba visitas tan pronto; Amanda es más lista de lo que pensé. No me extraña que el soldado haya venido solo, creyó que podía vencerme fácilmente y quería lucirse rescatando a su dama en apuros. Cuando llegue tu ex marido con su manada de ineptos, yo estaré lejos. Ellos seguirán buscando a Anton Farkas, pero en algún momento Amanda se dará cuenta de que El Lobo es Gary Brunswick. Es observadora, reconoció a Carol Underwater en una fotografía mía de la época en que yo era Lee Galespi, creo que seguirá pensando en esas fotografías y va a terminar por sumar dos más dos y comprender que Carol Underwater es también Gary Brunswick, el amigo con quien jugaba al ajedrez en línea.
Te repito lo que te dije ayer, Indi, que una vez cumplida mi misión de justicia pensaba contarte toda la verdad, explicarte que tu amiga Carol y tu más fiel cliente, Gary Brunswick, eran la misma persona, que mi nombre de nacimiento es Anton Farkas, y que bajo cualquier identidad, hombre o mujer, Underwater, Farkas, Galespi o Brunswick, te habría amado igual, si me hubieras dejado. Soñaba con irnos a Costa Rica. Es un país hospitalario, cálido y pacífico, donde habríamos sido felices, podríamos haber comprado un hotelito en la playa y vivir del turismo. Te ofrecí más amor que todos los hombres que has tenido en tus treinta y tres años. ¡Vaya! Acabo de darme cuenta de que tienes la edad de Cristo. No había pensado en esa casualidad. ¿Por qué me rechazaste, Indi? Me has hecho sufrir, me humillaste. Yo quería ser el hombre de tu vida; en cambio he tenido que resignarme a ser el hombre de tu muerte.
Falta muy poco para la medianoche y entonces terminará tu calvario, Indi, sólo dos minutos. Ésta debe ser una muerte lenta, pero como no podemos esperar, estamos apurados, voy a ayudarte a morir, aunque ya sabes que la sangre me pone mal. Nadie podría acusarme de sanguinario. Quisiera ahorrarte el inconveniente de estos últimos dos minutos, pero la luna determina la hora exacta de tu ejecución. Será muy rápido, un tiro al corazón, nada de clavarte una lanza en el costado, como hacían los romanos con los condenados que tardaban demasiado en la cruz…
***
Ryan Miller volvió de la muerte con los lengüetazos de Atila en la cara. El perro había recibido de lleno el golpe del táser al pisar el último peldaño de la escalera, donde Brunswick lo aguardaba. Estuvo inconsciente un par de minutos, completamente paralizado otros tantos y le tomó un rato más ponerse de pie con dificultad, sacudirse la confusión en que lo sumió la electricidad y recordar dónde se hallaba. Entonces respondió a su instinto más notable: la lealtad. Sus gafas habían quedado en el suelo, pero el olfato lo guió hasta el cuerpo postrado de su compañero. Miller sintió los cabezazos con que Atila intentaba reanimarlo y abrió los ojos, aturdido, pero con el vívido recuerdo de lo último que vio antes de caer: Indiana crucificada.
Hacía cinco años, desde que volvió de la guerra, que Miller no tenía necesidad de echar mano de la extraordinaria determinación que le permitió convertirse en navy seal. El músculo más poderoso es el corazón, lo había aprendido en la semana infernal de su entrenamiento. No tenía miedo, sino una gran claridad. La herida de la cabeza debía de ser superficial, si no estaría muerto, pensó, pero la del pecho era grave. Esta vez no hay torniquete que valga, pensó, estoy jodido. Cerró la mente al dolor y la sangre que perdía, se sacudió de encima la debilidad extrema que lo invitaba a descansar, a abandonarse como hacía en los brazos de Indiana después de hacer el amor. «Espérate un poco», le dijo a la muerte, empujándola a un lado. Ayudado por el perro se irguió sobre los codos, buscando su arma, que no pudo hallar; supuso que la había soltado al caer, no había tiempo de encontrarla. Se limpió la sangre de los ojos con una manga y vio a unos quince metros de distancia la escena del Gólgota, que tenía grabada en la retina. Junto a la cruz había un hombre que no reconoció.
Por primera vez Ryan Miller le dio a Atila una señal que jamás le había indicado en serio, pero que habían ensayado a veces jugando o entrenando. Le dio un fuerte apretón con la mano en el cuello y le señaló al hombre a lo lejos. Era la orden de matar. Atila vaciló un momento, dividido entre el deseo de proteger a su amigo y la obligación de cumplir la orden. Miller repitió la señal. El perro se lanzó hacia adelante con la velocidad y dirección de una flecha.
Gary Brunswick oyó el galope y presintió lo que ocurría, se volvió y disparó sin apuntar, en la oscuridad, contra la fiera que ya estaba en el aire lista para caerle encima. La bala se perdió en el inmenso sótano y las fauces del perro se cerraron en el brazo que sostenía el arma. Con un alarido, Brunswick dejó caer la pistola y trató desesperadamente de librarse, pero Atila lo aplastó con su peso en el suelo. Entonces le soltó el brazo y de inmediato le dio un mordisco en la nuca, atravesándolo con los colmillos de titanio y sacudiéndolo hasta desgarrarlo. Gary Brunswick quedó tirado, con el cuello destrozado a dentelladas, la sangre brotando de la yugular a borbotones cada vez más débiles.
Entretanto Miller se había arrastrado impulsándose con los brazos y su única pierna, ya que para eso la prótesis de poco le servía, y se había acercado a Indiana con terrible lentitud, llamándola, llamándola, mientras su voz se iba apagando. Perdía el conocimiento por algunos segundos y apenas lo recuperaba se arrastraba un poco más. Sabía que iba dejando un reguero de sangre en el piso de cemento. Hizo el último tramo ayudado por Atila, que lo tiraba de la ropa. El Lobo no había podido clavar a la mujer en la cruz, porque el pilar y la viga eran de hierro, y optó por atarla con correas de las muñecas, con los brazos extendidos, colgando a medio metro del suelo. Ryan Miller siguió llamándola, «Indiana, Indiana», sin obtener respuesta. No intentó comprobar si aún estaba viva.
Con un esfuerzo sobrehumano, el navy seal logró ponerse de rodillas y se levantó, apoyado en el pilar, sosteniéndose en su pierna de fibra de carbono, porque la otra se le doblaba. Volvió a limpiarse los ojos con la manga, pero comprendió que no era sólo sangre y sudor lo que le nublaba la vista. Desenvainó su cuchillo, su Ka-Bar, el arma primitiva que todo soldado lleva siempre consigo, y procedió a cortar una de las correas que sujetaban a Indiana. Mantenía el cuchillo afilado como una navaja y sabía usarlo, pero le tomó más de un minuto cortar la tira de cuero. El cuerpo inerte de Indiana le cayó encima y pudo sostenerlo, porque todavía colgaba de una muñeca. La sujetó con un brazo por la cintura, mientras atacaba la otra correa. Por fin, con las últimas fuerzas, logró cortar la ligadura.
El hombre y la mujer quedaron de pie. De lejos habrían parecido abrazados, ella entregada a la languidez del amor y él apretándola contra su pecho en un gesto tan posesivo como tierno, pero la ilusión habría durado sólo un instante. Ryan Miller se deslizó al suelo lentamente, sin soltar a Indiana, porque su último pensamiento fue protegerla de una caída.