3. ¿CÓMO SABER LA VERDAD?

UNIVERSALISMO CIENTÍFICO

En el mundo moderno ha habido dos modos opuestos de universalismo. El orientalismo es uno: el modo de percibir particulares esencialistas. Sus raíces se hunden en una determinada versión de humanismo. Su característica universal no es un conjunto único de valores sino la permanencia de un conjunto de particularismos esenciales. El modo alternativo ha sido el opuesto, el universalismo científico y la ratificación de reglas objetivas que gobiernan a todos los fenómenos en todo momento en el tiempo. Cuando menos a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, el modo humanista fue severamente atacado. Muchos alcanzaron a percibir una debilidad interna en las reivindicaciones del universalismo humanista. El humanismo dominante del mundo moderno —valores cristianos occidentales (transmutados en valores de la Ilustración)— era, desde el punto de vista cognitivo, una doctrina demostrable por sí misma, y por lo tanto podía ser tachada de constituir un mero conjunto subjetivo de aseveraciones. Lo subjetivo parecía no tener permanencia. Y como tal sus oponentes decían que no podía ser universal. A partir del siglo XIX el otro estilo moderno principal de universalismo —el universalismo científico— adquirió en consecuencia una fuerza relativa en términos de aceptación social. Después de 1945, el universalismo científico se convirtió incuestionablemente en la forma más sólida de universalismo europeo, prácticamente inimpugnada.

¿Cuál es la procedencia de este universalismo científico? El discurso del universalismo europeo siempre ha girado en torno a la certeza. En el sistema-mundo moderno, la base teológica original de la certeza se vio gravemente impugnada. Y pese a que todavía había muchos para quienes los universales estaban enraizados en las verdades reveladas de los dioses, para muchos otros, especialmente entre las élites sociales e intelectuales, los dioses habían sido sustituidos por otras fuentes de certeza. El discurso del orientalismo versaba sobre la certeza de particulares esencialistas —cómo es que uno es persa, cómo es que el otro es «moderno». Pero cuando este discurso fue rechazado por puramente subjetivo y por ende susceptible de cuestionamiento (ya sin certeza), pudo ser remplazado por las certezas de la ciencia, tal como están encarnadas en las premisas newtonianas acerca de la linealidad, el determinismo y la reversibilidad en el tiempo. Cultural y políticamente, esto fue traducido por los pensadores de la Ilustración en las certezas del progreso, especialmente el progreso en el conocimiento científico y sus aplicaciones tecnológicas.

Para entender la importancia de esta revolución epistemológica —primero la creación y la consolidación del concepto de las llamadas dos culturas, y luego, en el interior de éste, el triunfo del universalismo científico— debemos situarla dentro de la estructura de nuestro moderno sistema-mundo. Es una economía-mundo capitalista. Ha estado en existencia durante unos quinientos años y se ha expandido de su sitio original (partes de Europa y partes de América) para incorporar, en el siglo XIX, al planeta entero en su órbita, convirtiéndose en el único sistema histórico del orbe. Al igual que todos los sistemas, ha tenido una vida: su periodo de origen, su periodo un poco largo de funcionamiento en curso y su actual crisis estructural terminal. Durante su periodo de funcionamiento normal, operó siguiendo ciertas reglas o restricciones dentro de ciertos límites físicos que se fueron expandiendo con el tiempo. Estas características nos permiten llamarlo sistema. Como todos los sistemas, sin embargo, evolucionó en formas observables que nos permiten etiquetarlo como sistema histórico. Esto quiere decir que su descripción, tanto como su itinerario, a la vez que retenía algunos rasgos sistémicos básicos, estaba siempre cambiando o evolucionando. Podemos describir sus rasgos sistémicos en términos de ritmos cíclicos (cambios que regresan a un equilibrio, tal vez a un equilibrio en movimiento) y su evolución histórica en términos de tendencias seculares (cambios que se alejan del equilibrio, a la larga mucho).

Debido a sus tendencias seculares, el sistema inevitablemente alcanza un punto tan alejado del equilibrio que deja de funcionar adecuadamente. Las oscilaciones del sistema, que anteriormente regresaban al equilibrio en movimiento sin demasiada dificultad, ahora son más impredecibles y caóticas. A este punto es al que hoy ha llegado el sistema-mundo existente. El sistema ha empezado a bifurcarse, lo que significa que puede ir en una de cuando menos dos direcciones para encontrar una nueva estabilidad, un nuevo orden que se creará a partir del caos, y que no será solamente un viejo sistema transformado sino uno enteramente nuevo. Qué brazo de la bifurcación tomará el proceso es algo inherentemente impredecible, sin embargo, puesto que será el resultado de incontables factores, podría decirse que fortuitos desde un punto de vista macro, pero que comprenderán una serie de elecciones individuales desde un punto de vista micro.

Permítaseme traducir este lenguaje abstracto en un breve análisis de las razones por las cuales esto significa que el moderno sistema-mundo hoy por hoy está pasando por una crisis sistémica, que estamos viviendo una época caótica y bifurcante y que, por ende, estamos colectivamente en medio de una lucha global en torno a qué sistema-mundo deseamos construir como remplazo para el sistema-mundo en que vivimos, que se está derrumbando.

El principio fundamental de una economía-mundo capitalista es la incesante acumulación de capital. Ésta es su razón de ser, y todas sus instituciones están guiadas por la necesidad de perseguir este objetivo, de recompensar a los que lo hacen y de castigar a los que no. Sin duda, el sistema está compuesto por instituciones que promueven este fin —sobre todo, una división axial del trabajo entre los procesos centrales de producción y los periféricos, regulados por una red de estados soberanos que operan dentro de un sistema entre estados. Pero también requiere un andamiaje cultural-intelectual para que funcione sin tropiezo. Este andamiaje tiene tres elementos principales: una combinación paradójica de normas universalistas y prácticas racistas-sexistas, una geocultura dominada por el liberalismo centrista y unas estructuras de saber, raramente notadas pero decisivas, basadas en una división epistemológica entre las dos supuestas culturas.

No puedo describir con detalle aquí cómo ha venido operando esta red de instituciones interconectadas[4]. Me limitaré a afirmar que este sistema ha operado con extremada eficiencia y éxito en términos de su objetivo conductor durante cuatrocientos o quinientos años. Ha sido capaz de alcanzar una expansión absolutamente extraordinaria de tecnología y riqueza, pero sólo a expensas de una polarización cada vez mayor del sistema-mundo entre un 20% superior y un 80% inferior, una polarización económica, política, social y cultural, todo a la vez.

Lo que sí es urgente señalar es que las tendencias seculares de este sistema han ocasionado que en los últimos años sus procesos se aproximen a asíntotas, que están haciendo que sea imposible continuar promoviendo la interminable acumulación de capital. Para apreciar esto es necesario observar el proceso básico gracias al cual un proceso productivo en un sistema capitalista ha obtenido valores excedentes o ganancias que pudieron acumularse como capital. Básicamente, las ganancias de cualquier empresa son la diferencia entre los costos de producción y el precio al que el producto puede venderse en el mercado. Solamente productos relativamente monopolizados han podido venderse con grandes ganancias, dado que los productos competitivos obligan a bajar el precio de venta. Pero aun los productos monopolizados han dependido, para sus niveles de ganancia, en mantener bajos los costos de producción. Ésta es la preocupación constante de los productores.

En este sistema hay tres tipos principales de costos de producción: de personal, insumos e impuestos. Cada uno constituye obviamente un paquete complejo, pero es posible demostrar que, en promedio, los tres han aumentado con el tiempo como porcentajes de los posibles precios de venta, y que en consecuencia existe hoy una restricción global de las ganancias que amenaza la capacidad para proseguir con la acumulación de capital a un ritmo considerable. Esto está socavando la razón de ser del sistema capitalista, y ha conducido a la crisis estructural en que nos encontramos. A continuación examinaré rápidamente por qué se dan estas tendencias alcistas seculares en los tres costos de producción.

El factor fundamental determinante de los costos de personal ha sido siempre la lucha de clases, una lucha política tanto en el lugar de trabajo como en el terreno de la política de estado. En esta lucha, la herramienta principal de los trabajadores ha sido la organización sindical. La herramienta básica de las empresas ha sido su habilidad para encontrar nuevos trabajadores dispuestos a aceptar una paga menor. Una segunda herramienta de los trabajadores ha sido que a las empresas les conviene mantener una producción constante y permanecer en un mismo sitio mientras haya un mercado fuerte para sus productos. Una segunda herramienta de las empresas ha sido siempre su habilidad para reclutar a la maquinaria del estado para reprimir las demandas de los trabajadores.

El juego se ha llevado a cabo de la siguiente manera: mientras hubo un mercado amplio para el producto, la empresa prefirió quedarse en el lugar donde estaba y evitar trastornos, accediendo de ser necesario a las demandas de mayor compensación de los trabajadores. Al mismo tiempo, esto fomentó el desarrollo de las organizaciones de trabajadores. Pero, al comprimirse el mercado del producto, la empresa tenía motivos para reducir urgentemente los costos de personal. Si la represión fallaba como táctica, la empresa podía considerar la reubicación del proceso de producción a una zona de remuneración de personal más baja.

La empresa podía encontrar esas zonas dondequiera que hubiera un gran caudal de trabajadores rurales dispuestos a aceptar un empleo mal pagado, debido a que el ingreso real resultante era más elevado que el que esos trabajadores asalariados recién empleados habrían obtenido antes en su localidad rural. Mientras el mundo fue básicamente rural desde el punto de vista demográfico, siempre resultaba sencillo encontrar dichas zonas. El único problema con esta solución fue que, tras un periodo de, digamos, veinticinco a cincuenta años, los trabajadores de esta nueva zona empezaban a organizarse y a exigir una remuneración más elevada, y la empresa se encontraba de nuevo en la situación inicial. Lo que ocurrió en la práctica fue que tarde o temprano la empresa volvía a desplazar la producción a una nueva zona. Se puede demostrar que esta constante reubicación de los procesos de producción ha funcionado bastante bien desde el punto de vista de los productores. Hoy, no obstante, las empresas se enfrentan a un nuevo y simple dilema. Las constantes reubicaciones han provocado una desruralización del mundo, a tal grado que quedan muy pocas áreas hacia las cuales poder transferir la producción en estos términos. Y esto inevitablemente se traduce en que el costo de los salarios ha ido aumentando en promedio en todo el mundo.

Si examinamos el segundo costo básico de producción, el costo de los insumos, veremos que se ha estado desarrollando un proceso paralelo. La forma a que más han recurrido los productores para mantener bajo el costo de los insumos ha sido no pagar su costo completo. La idea puede parecer absurda, pero en la práctica ha sido fácil llevarla a cabo mediante lo que los economistas discretamente llaman exteriorizar el costo. Hay tres clases de costos que los productores han podido cargar sobre los hombros de otros. El primero es el costo de la destoxificación de cualquier residuo peligroso generado por el proceso de producción. Al limitarse a deshacerse de los residuos en vez de destoxificarlos, los productores se han ahorrado gastos considerables. El segundo costo que tradicionalmente no ha sido visto como uno que tenga que asumir el productor es el remplazo o la regeneración de materias primas. Y el tercer costo que no asume el productor, o cuanto más lo hace parcialmente, ha sido el de la infraestructura necesaria para transportar los insumos al lugar de la producción o el producto terminado al lugar de distribución.

Estos costos se han diferido casi siempre, y cuando finalmente se asumieron fue el estado el que lo hizo, lo que para efectos reales significa que fueron asumidos en gran parte por personas que no eran los productores, y éstos recibieron el beneficio de los insumos. Pero con el paso del tiempo esto es cada vez más difícil de hacer. La toxificación global ha aumentado al punto que el peligro colectivo que representa se ha convertido en una seria preocupación y existe una exigencia social de reparación ecológica. En la medida en que esta reparación se ha hecho, ha ido seguida de una exigencia de interiorización de otros costos de la destoxificación. El agotamiento global de materias primas ha propiciado la creación de sustitutos más caros. Y debido a los costos siempre en aumento de la infraestructura ha surgido la exigencia de que los usuarios asuman sus costos, cuando menos en mayor medida. El efecto de estas tres respuestas de la sociedad ha sido un incremento significativo en el costo de los insumos.

Finalmente, los impuestos han ido aumentando constantemente por una sencilla razón. El mundo está más democratizado como resultado tanto de la presión popular como de la necesidad de aplacar esta presión popular cumpliendo con algunas de las demandas materiales de las capas trabajadoras del mundo. Estas demandas populares han consistido básicamente en tres cosas: instituciones educativas, servicios de salud y garantías de ingresos duraderos (pensiones de vejez, beneficios de desempleo, ingresos durante la capacitación, y así sucesivamente). Las cantidades mínimas de estos gastos han ido en constante aumento, al igual que la extensión geográfica de su implementación. El resultado neto ha sido una creciente imposición tributaria a los productores en todo el mundo.

Por supuesto, invariablemente los productores han reaccionado en la arena política en contra del aumento de estos costos —tratando de disminuir los costos de personal, de resistir la interiorización de los costos de producción y de reducir los niveles impositivos. Durante los últimos veinticinco años el meollo del movimiento del «neoliberalismo» ha consistido en el intento de revertir estos costos en aumento. Las capas capitalistas han tenido éxitos periódicos y repetidos en este tipo de contraofensiva. Sin embargo, la reducción de estos costos ha sido siempre menor que su aumento en un periodo anterior, de manera que la curva total ha ido siempre hacia arriba.

Pero ¿qué tiene que ver la crisis estructural del sistema-mundo con las estructuras del saber, los sistemas universitarios en el mundo y el universalismo científico? ¡Todo! Las estructuras del saber no están divorciadas de las operaciones básicas del moderno sistema-mundo. Son un elemento esencial en el funcionamiento y la legitimación de las estructuras políticas, económicas y sociales del sistema. Las estructuras del saber se han desarrollado históricamente en formas que han resultado de lo más útil para el mantenimiento de nuestro sistema-mundo existente. Examinaré ahora tres aspectos de las estructuras del saber en el moderno sistema-mundo: el moderno sistema universitario, la división epistemológica entre las llamadas dos culturas y el papel especial de las ciencias sociales. Las tres son fundamentalmente construcciones decimonónicas. Y las tres están hoy en la vorágine como consecuencia de la crisis estructural del moderno sistema-mundo.

Solemos hablar de la universidad como una institución desarrollada en Europa occidental durante la Edad Media. Historia agradable que nos permite usar unos guantes muy elegantes en las ceremonias universitarias. Pero en realidad se trata de un mito. La universidad europea medieval, una institución clerical de la iglesia católica, desapareció sobre todo con el nacimiento del moderno sistema-mundo. Sobrevivió de nombre nada más del siglo XVI al XVIII, ya que estuvo prácticamente moribunda durante este periodo. Ciertamente no fue el centro de producción o reproducción del conocimiento en esa época.

Se puede ubicar la fecha del resurgimiento y la transformación de la universidad en la mitad del siglo XIX, aunque los comienzos de este proceso datan de fines del XVIII. Los rasgos clave que distinguen a la universidad moderna de la que existió en Europa en la Edad Media son que la moderna es una institución burocrática, con un profesorado pagado de tiempo completo, algún tipo de toma de decisiones centralizada sobre asuntos educativos y una mayoría de estudiantes de tiempo completo. En vez de que los programas de estudio se organicen en torno a los profesores, ahora se organizan dentro de estructuras departamentales que ofrecen caminos claros para la obtención de grados, que a su vez fungen como créditos sociales.

Para fines del siglo XIX estas estructuras eran no sólo en principio el lugar por excelencia de la reproducción del cuerpo de conocimiento secular entero, sino también de la investigación y por consiguiente de la producción de conocimiento.

Las nuevas clases de estructuras se difundieron entonces desde Europa occidental y América del Norte, donde se desarrollaron primero, hacia otras partes del mundo, o bien se impusieron en estas áreas como resultado del dominio occidental del sistema-mundo. Ya en 1945 había instituciones semejantes prácticamente en todo el mundo.

No obstante, sólo después de 1945 alcanzó su pleno florecimiento este sistema universitario de extensión mundial. Hubo una enorme expansión de la economía-mundo en el periodo que corre de 1945 a 1970. Este hecho, aunado a la constante presión desde abajo para incrementar las admisiones a las instituciones universitarias y al creciente sentimiento nacionalista en las zonas periféricas para «nivelarse» con las zonas de avanzada del sistema-mundo, condujo a una increíble expansión del sistema universitario mundial, en términos del número de instituciones, de profesores y de estudiantes. Por primera vez las universidades fueron algo más que el terreno reservado a una pequeña élite; se convirtieron en instituciones verdaderamente públicas.

El apoyo social para el sistema universitario mundial provino de tres fuentes diferentes: las élites y los gobiernos, que necesitaban más personal mejor adiestrado y más investigación fundamental; las empresas productoras, que necesitaban avances tecnológicos que pudieran explotar; y todos los que veían en el sistema universitario un modo de movilidad social ascendente. La educación era popular, y especialmente después de 1945 la provisión de educación universitaria pasó a ser considerada un servicio social esencial.

Tanto el impulso para establecer universidades modernas después de mediados del siglo XVIII como el empuje para incrementar su número después de 1945 plantearon la pregunta acerca de qué clase de educación se ofrecería dentro de estas instituciones. El primer impulso —recrear la universidad— fue el resultado del nuevo debate intelectual que surgió en la segunda mitad del siglo XVIII. Como ya mencioné, el humanismo secular de los filósofos había venido luchando, cuando menos durante dos siglos, más o menos con éxito, contra la anterior hegemonía del saber teológico. Pero luego fue a su vez blanco de fuertes ataques de grupos de académicos que empezaron a darse el nombre de científicos. Los científicos (el término mismo es una invención del siglo XIX) eran los que concordaban con los filósofos humanistas en que el mundo era intrínsecamente cognoscible. Los científicos, empero, insistían en que la verdad sólo podía ser conocida a través de la investigación empírica que condujera a leyes generales que explicaran los fenómenos reales. Según los científicos, lo que los filósofos humanistas seculares ofrecían eran meramente conocimientos especulativos que no diferían epistemológicamente de lo que durante mucho tiempo ofrecieron los teólogos. Este saber no podía representar la verdad, según decían, ya que no había manera de refutarlo.

Durante los siglos XIX y XX los científicos avanzaron principalmente en una reivindicación de apoyo de la sociedad y de prestigio social. Se las arreglaron para producir un tipo de saber que podía traducirse en tecnologías perfeccionadas —cosa muy apreciada entre los que ocupaban el poder. Así, los científicos tenían todo el interés material y social en defender y alcanzar el supuesto divorcio entre la ciencia y la filosofía, ruptura que desembocó en la institucionalización de lo que más tarde se llamaría las dos culturas. La expresión más concreta de este divorcio fue la fractura de la histórica facultad de filosofía medieval en dos. Los nombres de facultades que resultaron variaron según la universidad, pero generalmente hablando ya para mediados del siglo XIX la mayoría de las universidades tenían una facultad dedicada a las ciencias naturales y otra a lo que solía llamarse las humanidades, las artes, o Geisteswissenschaften.

Quiero ser claro en cuanto a la naturaleza del debate epistemológico que reforzó esta separación en dos facultades. Los científicos sostenían que solamente utilizando los métodos que ellos preferían —la investigación empírica basada en hipótesis verificables o que condujera a hipótesis verificables— podía llegarse a la «verdad», a una verdad que fuera universal. Los profesionales de las humanidades impugnaron fuertemente esta aseveración. Ellos insistían en que el papel de la introspección analítica, la sensibilidad hermenéutica o el Verstehen empático eran el camino que conduce a la verdad. Los humanistas afirmaban que su clase de verdad era más profunda y tan universal como la yacente tras las generalizaciones de los científicos, que en general consideraban apresuradas. Lo que es más importante, empero, es que los profesionales de las humanidades insistieron en la centralidad de los valores, del bien y la belleza, en la búsqueda de conocimiento, mientras que los científicos aseveraban que la ciencia está desprovista de valores, y que no se puede decir que los valores sean verdaderos o falsos. Por consiguiente, según ellos los valores no entran dentro de los intereses de la ciencia.

El debate se volvió más estridente con el paso de los años; ambos bandos propendían a denigrar cualquier posible contribución del otro. Era una cuestión tanto de prestigio (la jerarquía que se arroga el saber) como de la asignación de recursos sociales. También era una cuestión de decidir quién tenía el derecho a dominar la socialización de los jóvenes a través del control del sistema educativo, en especial el sistema de la escuela secundaria. Lo que se puede decir sobre la historia de esta pugna es que poco a poco los científicos ganaron la batalla social haciendo que cada vez más personas, particularmente las colocadas en el poder, los tuvieran en mayor estima, en mucho mayor estima, que a los profesionales del saber humanista. Después de 1945, con la centralidad de la nueva tecnología, complicada y costosa, en la operación del moderno sistema-mundo, los científicos se dispararon a la delantera de los humanistas.

Una tregua de facto se estableció en el curso de los acontecimientos. A los científicos se les dio prioridad en la aserción legítima de las verdades —y, a los ojos de la sociedad, control exclusivo. Los profesionales del saber humanístico en su mayoría acabaron cediendo este campo y aceptando permanecer en el gueto de los que buscaban, de los que meramente buscaban determinar el bien y la belleza. Más que la fractura epistemológica, éste fue el verdadero divorcio. Nunca antes en la historia del mundo había habido una división tan tajante entre la búsqueda de la verdad y la búsqueda del bien y la belleza. Ahora ya estaba inscrita en las estructuras del saber y en el sistema universitario mundial.

En el interior de las facultades, ahora separadas, para cada una de las dos culturas tuvo luego lugar un proceso de especialización que ha venido llamándose los límites de las «disciplinas». Las disciplinas son reclamos de territorios, reclamos de que resulta de utilidad unir sectores de saber en términos del objeto de investigación y los métodos que se emplean para estudiar estos objetos. Todos conocemos los nombres de las principales disciplinas ampliamente aceptadas: astronomía, física, química y biología, entre algunas de las ciencias naturales; griego y latín (o los clásicos), la literatura de diversas naciones (según los países), filología, historia del arte y filosofía, entre otras, en las humanidades.

La organización de disciplinas dio nacimiento a otra separación del saber por encima de la división entre dos culturas. Cada disciplina se convirtió en un departamento universitario. En su mayoría, se otorgaron grados para una disciplina específica y se hicieron los nombramientos para el profesorado en un departamento en particular. Además, se desarrollaron estructuras organizativas transversales, entre universidades. Se crearon publicaciones especializadas, que publicaban artículos principal o exclusivamente redactados por personas de una disciplina, artículos que versaban sobre la materia que dicha disciplina pretendía cubrir y solamente le interesaban a ella. Y con el paso del tiempo se fueron creando asociaciones de académicos de disciplinas particulares, nacionales e internacionales. Por último, y no menos importante, hacia fines del siglo XIX las llamadas grandes bibliotecas empezaron a crear categorías que reflejaban la organización disciplinaria y que a continuación todas las demás bibliotecas (y por cierto también las librerías y las casas editoras) se sintieron obligadas a aceptar como categorías sobre las cuales organizar su trabajo.

En esta división del mundo del saber entre ciencias naturales y humanidades estaba la situación especial y ambigua de las ciencias sociales. La Revolución francesa había traído consigo la legitimación general de dos conceptos que no habían tenido amplia aceptación antes de ella: la normalidad del cambio sociopolítico y la soberanía de «el pueblo». Esto creó una urgente necesidad de que las élites gubernamentales comprendieran las modalidades de dicho cambio normal, y fomentó el deseo de desarrollar políticas que pudieran limitar o cuando menos canalizar dicho cambio. La búsqueda de esas modalidades y por extensión de las políticas sociales se convirtió en el terreno de las ciencias sociales, incluyendo una forma actualizada de historia basada en la investigación empírica.

La pregunta epistemológica para las ciencias sociales estaba y ha estado siempre ahí donde sus profesionales se colocaran en la batalla de las dos culturas. La respuesta más sencilla es decir que los científicos sociales estaban profundamente divididos en cuanto a las cuestiones epistemológicas. Algunos pugnaron fuerte por formar parte del bando cientificista, y otros insistieron en formar parte del bando humanista. Lo que casi ninguno hizo fue tratar de desarrollar una tercera postura epistemológica. No solamente los científicos sociales individuales tomaron partido en lo que algunos llamaron la Methodenstreit, sino disciplinas completas. Casi en su mayoría, la economía, la ciencia política y la sociología estaban en el bando científico (con algunos disidentes particulares, por supuesto). Y la historia, la antropología y los estudios orientales generalmente estaban en el bando humanista. O al menos eso se decía hasta 1945. Después de esta fecha, las divisiones se hicieron más borrosas (Wallerstein et al., 1996).

Cuando el moderno sistema-mundo empezó a entrar en una crisis estructural, algo que personalmente creo que empezó a agotarse durante y después de la revolución de 1968, los tres pilares de las estructuras del saber del moderno sistema-mundo empezaron a perder solidez, generando una crisis institucional paralela e integrante de la crisis estructural del sistema-mundo. Las universidades empezaron a reorientar su rol social en medio de gran incertidumbre en cuanto hacia dónde se dirigían o debían dirigirse. La gran división de las dos culturas fue severamente cuestionada tanto desde las ciencias sociales como desde las humanidades. Y las ciencias sociales, que habían florecido y habían tenido plena confianza en sí mismas como nunca antes en los años inmediatamente posteriores a 1945, se dispersaron y fragmentaron y empezaron a emitir clamorosos gemidos de incertidumbre.

El problema básico del sistema universitario mundial fue que estaba creciendo exponencialmente en dimensión y costos, mientras que sus andamiajes socioeconómicos iban disminuyendo debido al prolongado estancamiento de la economía-mundo. Esto provocó muchas presiones en diferentes direcciones. Los principales intelectuales de la academia se convirtieron en un raro fenómeno como porcentaje del total, simplemente porque el numerador era mucho más estable que el denominador. El resultado fue un incremento en el poder de negociación y por ende en el costo de este estrato de la cúspide, que utilizó su situación para obtener reducciones masivas en la carga docente así como enormes incrementos en la paga y los fondos para investigación. Al mismo tiempo, los administradores de las universidades, ante la disminución de la proporción profesores/estudiantes, trataron de incrementar, de una forma u otra, la carga docente, y crearon también un sistema de profesorado de dos tercios, con un segmento privilegiado, de la mano de un profesorado mal pagado y de tiempo parcial. Ésta ha sido la consecuencia de lo que yo llamo una tendencia a la «secundarización» (en referencia a la escuela secundaria) de la universidad, una minimización de larga data de la investigación junto con un aumento en las responsabilidades docentes (sobre todo clases con muchos alumnos).

Además, debido a la restricción financiera, las universidades se han ido desplazando en dirección de convertirse en actores en el mercado, vendiendo sus servicios a empresas y gobiernos y transformando los resultados de la investigación de los profesores en patentes que pueden explotar (si no directamente cuando menos a través de licencias). Pero en la medida en que las universidades han seguido estos derroteros, los profesores como individuos han tomado distancia de las estructuras universitarias e incluso abandonándolas, ya sea para explotar los resultados de sus investigaciones por sí mismos o por el enfado que les ocasiona el ambiente comercial de las universidades. Cuando este descontento se combina con el poder de regateo del que he hablado, el resultado puede ser un éxodo de algunos de los académicos o científicos más prominentes. Si esto sigue pasando, tal vez estaremos regresando a la situación que prevaleció antes del siglo XIX, en que la universidad no era el sitio por excelencia de la producción de conocimiento.

Al mismo tiempo, la fractura en dos culturas empezó a desarticularse. Los dos principales movimientos del saber surgieron en el último tercio del siglo XX: estudios de complejidad en las ciencias naturales y estudios culturales en las humanidades. Mientras que en la superficie parece —a los participantes en estos movimientos igual que a los analistas de éstos— que son muy diferentes, y hasta antagónicos, existen similitudes importantes entre ambos.

Para empezar, ambos fueron movimientos de protesta en contra de la posición históricamente dominante dentro de su campo. Los estudios de complejidad fueron básicamente un rechazo del determinismo lineal reversible en el tiempo que prevaleció de Isaac Newton a Albert Einstein y que había sido la base normativa de la ciencia moderna durante cuatro siglos. Los promotores de los estudios de complejidad insistieron en que el modelo clásico de la ciencia en realidad es un caso especial, y por cierto relativamente raro, de la forma en que operan los sistemas naturales. Afirmaban que los sistemas no son lineales sino que con el tiempo tienden a alejarse del equilibrio. Sostenían que es intrínseca y no extrínsecamente imposible determinar las trayectorias futuras de ninguna proyección. Para ellos ciencia no es reducir lo complejo a lo simple sino explicar capas cada vez mayores de complejidad. Y pensaron que la idea de los procesos reversibles en el tiempo es una absurdidad, ya que no existe una «flecha del tiempo» que opere en todos los fenómenos, incluido el universo en conjunto y hasta el último elemento microscópico que hay en él.

Los estudios culturales fueron también un rechazo del concepto básico que dio forma a las humanidades: que existen cánones universales de belleza y normas del derecho natural para el bien, y que pueden aprenderse, enseñarse, legitimarse. Aunque las humanidades afirmaron siempre que favorecían los particulares esencialistas (en contraposición a los universales científicos), los proponentes de los estudios culturales insistieron en que las enseñanzas tradicionales de las humanidades encarnaban los valores de un grupo en particular —los hombres blancos, occidentales, de los grupos étnicos dominantes— que con la mayor arrogancia afirmaba que sus conjuntos de valores particulares eran universales. Los estudios culturales insistieron, en cambio, en el contexto social de todos los juicios de valor, de ahí la importancia de estudiar y valorar las contribuciones de todos los demás grupos —grupos que hubieran sido históricamente ignorados o denigrados. Los estudios culturales profesaron el concepto demótico de que todo lector, todo observador aporta su percepción a las producciones artísticas que no sólo es diferente sino igualmente válida.

En segundo lugar, los estudios de complejidad y los estudios culturales, partiendo de diferentes puntos del espectro, concluyeron cada uno por su parte que la distinción epistemológica de las dos culturas es intelectualmente insignificante y perjudicial para la consecución de conocimientos útiles.

En tercer lugar, ambos movimientos del saber acabaron colocándose en el terreno de las ciencias sociales, sin decirlo explícitamente. Los estudios de complejidad lo hicieron insistiendo en la flecha del tiempo, en el hecho de que los sistemas sociales son los más complejos de todos los sistemas y en que la ciencia forma parte integrante de la cultura. Los estudios culturales lo hicieron al sostener que no se puede saber nada de la producción cultural sin colocarlo dentro de su contexto social en proceso de evolución, la identidad de los productores y los que participan en la producción, y la psicología social (la mentalidad) de todos los implicados. Más aún, los estudios culturales declararon que la producción cultural forma parte de las estructuras de poder en que está localizada, y es profundamente afectada por ellas.

En cuanto a las ciencias sociales, se encontraron con una imagen cada vez más borrosa de las disciplinas tradicionales. Prácticamente cada disciplina había creado subespecialidades que añadieron el adjetivo de otra disciplina a su nombre (por ejemplo, antropología económica, historia social o sociología histórica). Prácticamente todas las disciplinas habían empezado a recurrir a una mezcla de metodologías, incluso las que alguna vez fueron exclusivas de otras disciplinas. Dejó de ser posible identificar el trabajo de archivo, la observación participativa o la opinión pública sondeando entre personas de una sola disciplina.

De la misma manera, nuevas casi disciplinas han surgido y hasta se han fortalecido en los últimos treinta a cincuenta años: estudios de área de múltiple regiones, estudios sobre las mujeres y de género, estudios étnicos (uno por cada grupo lo bastante fuerte políticamente para insistir en él), estudios urbanos, estudios del desarrollo y estudios sobre homosexuales y lesbianas (junto con otras formas de estudios alrededor de la sexualidad). En muchas universidades estas entidades se han convertido en departamentos en el mismo plano que los tradicionales, y cuando no en departamentos se establecieron como presuntos programas. Publicaciones periódicas y asociaciones transversales se han desarrollado en paralelo con asociaciones disciplinarias más antiguas. Además de aunarse a la espiral de las ciencias sociales generando límites que se traslapan cada vez más, también han agudizado las restricciones financieras, en la medida en que más entidades competían básicamente por el mismo dinero.

Me queda claro que si miramos hacia los próximos veinte o cincuenta años tres cosas son posibles. Es posible que la universidad moderna deje de ser el lugar por excelencia de la producción o siquiera de la reproducción del conocimiento, aunque qué habría de o podría remplazarla es algo que casi nadie discute. Es posible que las nuevas tendencias epistemológicas centrípetas de las estructuras del saber conduzcan a una epistemología reunificada (diferente de las dos principales existentes) y a lo que yo pienso, quizá provincianamente, como la «cientifización social de todo el saber». Y es posible que las disciplinas de las ciencias sociales se derrumben en cuanto a su organización y se vean sometidas o tal vez forzadas por los administradores a una profunda reorganización, cuyos contornos son por demás confusos.

En pocas palabras, estoy convencido de que la autoridad del último y más poderoso de los universalismos europeos, el universalismo científico, ya no es incuestionable. Las estructuras del saber han entrado en un periodo de anarquía y bifurcación, al igual que el sistema-mundo en su totalidad, y, similarmente, su desenlace está todo menos determinado. Estoy convencido de que la evolución de las estructuras del saber simplemente forma parte —importante— de la evolución del moderno sistema-mundo. La crisis estructural de una es la crisis estructural de la otra. La batalla por el futuro se peleará en ambos frentes.