2. ¿SE PUEDE SER NO ORIENTALISTA?

PARTICULARISMO ESENCIALISTA

Ya para el siglo XVIII las cuestiones que debatieron Sepúlveda y Las Casas habían dejado de ser motivo de rabiosas controversias. El mundo europeo se avino a la aceptación general de la legitimidad de su dominio colonial en América y otras partes del mundo. En la medida en que el debate público acerca de las regiones coloniales continuó en cierto grado, se había centrado en los derechos de autonomía de los colonos europeos en estas regiones, más que en la forma en que los europeos debían relacionarse con los pueblos indígenas. No obstante, con sus expansiones, sus viajes y sus transacciones comerciales los europeos establecían cada vez más contacto con las poblaciones —especialmente en Asia—, ubicadas en lo que en el siglo XIX se llamó zonas de «civilizaciones avanzadas», concepto que incluía, entre otras, a China, la India, Persia y el Imperio otomano.

Todas éstas eran zonas en las que en algún momento se constituyeron grandes estructuras burocráticas, del tipo que solemos llamar imperios. Cada uno de estos imperios-mundo poseía una lingua franca con escritura y literatura. Cada uno estaba dominado por una religión principal que parecía prevalecer en la zona. Y cada uno gozaba de considerables riquezas. Debido a que en el siglo XVIII la mayoría de las potencias europeas todavía no estaban en condiciones de imponerse militarmente en esas zonas, no sabían bien a bien qué pensar de ellas. Su posición inicial solía ser de curiosidad y respeto dentro de ciertos límites, como si tuvieran algo que aprender de ellas. Por eso entraron en la conciencia de los europeos como iguales relativos, posibles socios y enemigos en potencia (enemigos en el plano metafísico y en el militar). En este contexto, en 1721, el barón de Montesquieu produjo su libro Cartas persas.

Cartas persas es un conjunto ficticio de cartas supuestamente escritas no por viajeros europeos que fueron a Persia sino por viajeros persas que fueron a Europa, en especial a París. En la carta 30, Rica escribe a casa que los parisienses están fascinados con el traje exótico que porta. Al sentirse molesto por este motivo, dice que adoptó la vestimenta europea para poder mezclarse con la muchedumbre. «Libre de adornos extraños, fui apreciado con mayor justeza». Pero cuenta que a veces había alguno que lo reconocía y contaba a los demás que era persa, la reacción inmediata era: «¡Oh, oh! ¿El señor es persa? ¡Qué cosa más extraordinaria! ¿Cómo puede alguien ser persa?» (Montesquieu [1721], 1993: 83).

Pregunta famosa que ha plagado la psique del mundo europeo desde entonces. Lo más extraordinario del libro de Montesquieu es que no da una respuesta. Porque, supuestamente escribiendo sobre las costumbres persas, a Montesquieu le interesaba sobre todo discutir las costumbres europeas. Expresó lo que pensaba por medio de comentadores persas ficticios, como un artificio protector que le permitiera formular una crítica social de su propio mundo. Ciertamente fue lo bastante precavido como para publicar su libro en el anonimato, y además en Holanda, que a la sazón era un centro de relativa libertad cultural.

A pesar de la ignorancia social de los europeos en cuanto a las llamadas civilizaciones orientales avanzadas, la expansión de la economía-mundo capitalista fue inexorable. El sistema-mundo dominado por Europa se extendió desde su base euroamericana abarcando cada vez más partes del mundo, con el fin de incorporarlas a su división de la fuerza de trabajo. La dominación, comparada con el mero contacto, no resiste el sentido de igualdad cultural. Los dominadores necesitan sentir que moral e históricamente se justifica que sean el grupo dominante y los principales receptores de los excedentes económicos producidos dentro del sistema. La curiosidad y un vago sentido de la posibilidad de aprender algo del contacto con las llamadas civilizaciones avanzadas cedió a la necesidad de explicar por qué estas regiones habrían de estar política y económicamente subordinadas a Europa, pese a que se las consideraba civilizaciones «avanzadas».

El meollo de la explicación que se armó fue notablemente sencillo. Únicamente la «civilización» europea, que tenía sus raíces en el mundo grecorromano de la Antigüedad (y para algunos en el mundo del Antiguo Testamento también), pudo producir la «modernidad» —término comodín para un pegote de costumbres, normas y prácticas que florecieron en la economía-mundo capitalista. Y como se decía que por definición la modernidad era la encarnación de los verdaderos valores universales, del universalismo, la modernidad no era meramente un bien moral sino una necesidad histórica. Debe de haber algo, siempre debe de haber habido algo en las civilizaciones avanzadas no europeas incompatible con la marcha de la humanidad hacia la modernidad y el verdadero universalismo. Al contrario de la civilización europea, de la que se afirmaba que era inherentemente progresista, las otras civilizaciones avanzadas deben de haberse detenido por alguna razón en su trayectoria, quedando incapacitadas para transformarse en alguna versión de modernidad sin la intromisión de fuerzas externas (esto es, europeas).

Ésta fue la tesis postulada por los académicos europeos que estudiaron estas civilizaciones avanzadas, especialmente en el siglo XIX. Estos académicos recibieron el nombre de orientalistas porque pertenecían al Occidente, el sitio por excelencia de la modernidad. Los orientalistas eran una banda pequeña e intrépida. No era fácil ser orientalista. Como estos académicos estaban estudiando las civilizaciones avanzadas que poseían tanto literatura escrita como una religión diferente (una presunta religión de irradiación mundial, pero diferente del cristianismo), un orientalista necesitaba aprender una lengua que resultaba difícil para un europeo, y además pergeñar textos a su vez densos y culturalmente remotos, si quería entender hasta cierto punto cómo se veían a sí mismos y cómo veían al mundo las gentes de esta civilización ajena. Hoy diríamos que el orientalista tenía que ser hermenéuticamente empático. Durante el siglo XIX y la primera mitad del XX no hubo muchos académicos como éstos, y prácticamente todos los que lo fueron eran europeos o estadounidenses.

Hasta después de 1945 los argumentos y las premisas culturales de este grupo de académicos no fueron sometidos a una crítica escrupulosa. Por supuesto, es obvia la razón de que así fuera. Después de 1945 la geopolítica del sistema-mundo había cambiado considerablemente. La guerra contra el nazismo había empañado el racismo esencialista del que los nazis habían sacado sus terribles conclusiones. Y, más importante aún, el mundo no europeo sobre el que los orientalistas habían estado escribiendo estaba en plena rebelión política contra el control occidental de sus países. Surgieron revoluciones anticolonialistas por toda Asia y África, y en Latinoamérica tenían lugar transformaciones político-culturales internas.

En 1963, Anouar Abdel-Malek publicó un artículo que reseñaba el impacto de estos cambios políticos en el mundo académico. Se titulaba «Orientalism in crisis» [El orientalismo en crisis]. Ahí analizaba las dos premisas históricas principales de los orientalistas. En el plano de la problemática —afirmaba— los orientalistas habían constituido como objeto de estudio una entidad abstracta, el Oriente. Y en el plano temático habían adoptado una concepción esencialista de este objeto. Su ataque a estas dos premisas se consideró en la época intelectualmente (y políticamente) radical, aun cuando ahora nos parezca casi lugar común:

Llegamos así a una tipología basada en una especificidad real pero separada de la historia, y por ende concebida como intangible y esencial. Convierte al «objeto» estudiado en otro, en relación con el cual el sujeto estudiante es trascendente; tendremos entonces un homo Sinicus, un homo Africans, un homo Arabicus (¿y por qué no también un homo Aegypticus?), mientras que el hombre, el hombre «normal», es el hombre europeo del periodo histórico que data de la Antigüedad griega. Vemos, pues, claramente que entre los siglos XVIII y XX el hegemonismo de las minorías poseedoras denunciado por Marx y Engels y el antropocentrismo desmantelado por Freud van de la mano del eurocentrismo en las ciencias humanas y las sociales, sobre todo en las que están en relación directa con los pueblos no europeos ([1972] 1981: 77-78).

Con excepción de un reducido grupo de especialistas, sin embargo, Abdel-Malek no fue muy leído en el mundo paneuropeo. El libro publicado quince años más tarde por Edward W. Said, Orientalism ([1978] 2003), fue el que estimuló un amplio debate acerca del orientalismo como modo de saber e interpretación de la realidad de las regiones no occidentales del mundo moderno.

Este libro era un estudio del campo académico del orientalismo, especialmente la porción en que trata sobre el mundo árabe islámico. Pero, más importante, era también un estudio de lo que Said llamó el «significado más general» del orientalismo, «un estilo de pensamiento basado en una distinción ontológica y epistemológica entre “el Oriente” y (casi siempre) “el Occidente”» ([1978] 2003: 2). Aunque para él el orientalismo era algo más que un estilo de pensamiento. También era —afirmó— «una institución corporativa para tratar con el Oriente, […una] disciplina enormemente sistemática con la que la cultura europea pudo manejar —e incluso producir— el Oriente, política, sociológica, militar, ideológica, científica e imaginativamente durante el periodo posterior a la Ilustración» (ibíd.: 3).

Y luego agregó: «Decir sencillamente que el orientalismo era una justificación del dominio colonial es ignorar hasta qué punto el orientalismo justificaba por anticipado el colonialismo, y no lo contrario» (ibíd.: 39). Pues «el orientalismo es fundamentalmente una doctrina política decretada para el Oriente porque el Oriente era más débil que el Occidente» (ibid.: 204).

Lo que es más, para él el orientalismo como forma de pensar es independiente y no está abierto al cuestionamiento intelectual:

El orientalista inspecciona al Oriente desde arriba, con la finalidad de vislumbrar el panorama completo que se extiende delante de sus ojos: cultura, religión, mentalidad, historia, sociedad. Para esto tiene que ver hasta el más mínimo detalle a través del artificio de un conjunto de categorías reductoras (los semitas, la mente musulmana, el Oriente, y así sucesivamente). Como estas categorías son sobre todo esquemáticas y eficientes, y como se asume en mayor o menor medida que ningún oriental puede conocerse del modo en que un orientalista puede conocerlo, cualquier visión del Oriente acaba apoyándose, para su coherencia, en la persona, la institución o el discurso cuya propiedad es. Cualquier visión global es fundamentalmente conservadora, y ya hemos observado que en la historia de las ideas acerca del Cercano Oriente en el Occidente estas ideas han prevalecido independientemente de cualquier evidencia que las impugne. (En realidad, podemos decir que estas ideas producen evidencia que demuestra su validez) (ibid.: 239).

En el epílogo, escrito quince años después de la publicación original, Said asegura que el enojo y la resistencia con que se topó este libro y otros que proponen tesis semejantes fue precisamente que «parecen minar la creencia ingenua en una cierta positividad y una historicidad inmutable de una cultura, una persona, una identidad nacional» (ibid.: 332).

En cuanto a Said, termina su libro insistiendo en que «la respuesta al orientalismo no es el occidentalismo» (ibíd.: 328). Y en su reflexión sobre su propio libro y en la recepción que tuvo, insistió en una distinción entre el poscolonialismo, con el que se asociaba, y el posmodernismo, que criticó por su énfasis en la desaparición de las grandes narrativas. No así los artistas y académicos poscoloniales, para quienes, arguye Said:

Las grandes narrativas persisten, aun cuando su aplicación y realización estén actualmente suspendidas, hayan sido diferidas o se eviten. De esta diferencia decisiva entre los urgentes imperativos históricos y políticos del poscolonialismo y la relativa separación del posmodernismo emanan enfoques y resultados completamente diferentes, aun cuando algunos se traslapan mutuamente (en la técnica del «realismo mágico», por ejemplo) (ibíd.: 349).

Montesquieu había hecho la pregunta: ¿cómo puede alguien ser persa?, pero realmente no tenía interés en contestarla. O más bien, lo que realmente le interesaba era elaborar sobre formas opcionales de ser europeo. Esta preocupación es perfectamente legítima. Pero indicaba una cierta indiferencia respecto al tema real: cómo alcanzar el equilibrio adecuado entre lo universal y lo particular. Montesquieu, claro, era europeo, escribió dentro de un contexto y un marco de pensamiento europeos, y no tenía muchas dudas acerca de la realidad de los valores universales, aunque sí acerca de la forma en que Europa presentaba el conjunto de los valores universales.

En cambio, Said era un híbrido por excelencia, en los márgenes de varias identidades. Era un académico humanista muy preparado, especialista en literatura inglesa y producto (y profesor dentro) del sistema universitario occidental. Pero también, por nacimiento y por lealtad (tanto emocional como política), palestino, al que ofendían profundamente las implicaciones intelectuales y políticas del orientalismo en lo que llamaba «un estilo de pensamiento». Sostuvo que no había forma de que alguien pudiera ser persa debido a que el concepto estilizado, el particular esencialista, era una invención del arrogante observador occidental. Sin embargo, se rehusó a sustituir el orientalismo por el occidentalismo, y se sintió consternado por el empleo que hicieron de sus análisis algunas personas que lo utilizaban como referencia.

El propio Said hizo un uso explícito del concepto de discurso de Foucault, y su conexión íntima con las estructuras de poder y su reflejo de ellas. Nos dijo que el discurso esencialista de los orientalistas estaba muy alejado de la realidad de las regiones acerca de las que escribían, especialmente de la forma en que esta realidad era vista y vivida por los subalternos estudiados y catalogados por los poderosos del mundo. Estaba diciéndonos, efectivamente, que las palabras importan, que los conceptos y las conceptualizaciones importan, que nuestros marcos de saber son un factor causal en la construcción de las instituciones sociales y políticas desiguales —un factor causal pero para nada el único factor causal. Nos conminó a no rechazar las grandes narrativas sino exactamente lo contrario, a volver a ellas, porque hoy «están suspendidas, han sido diferidas o se evitan».

Me parece que cuando volvemos a las grandes narrativas estamos ante dos diferentes cuestiones. Una es evaluar el mundo, el sistema-mundo, diría yo, en que vivimos, y las pretensiones de los que están en el poder de ser los propietarios y los aplicadores de los valores universales. La otra es sopesar si los dichos valores universales existen, y si es así, cuándo y en qué condiciones podemos llegar a conocerlos. Me gustaría abordar estas dos cuestiones sucesivamente.

Existe la sensación de que todos los sistemas históricos conocidos han proclamado estar basados en los valores universales. El sistema más introvertido, solipsístico, normalmente pretende estar haciendo las cosas de la única forma posible, o de la única forma aceptable para los dioses. «¡Oh, oh! ¿El señor es persa? ¡Qué cosa más extraordinaria! ¿Cómo puede alguien ser persa?». Esto es, las personas en un sistema histórico dado se embarcan en prácticas y ofrecen explicaciones que justifican estas prácticas porque creen (se les enseña a hacerlo) que esas prácticas y explicaciones son la norma del comportamiento humano. Estas prácticas y creencias tienden a ser consideradas evidentes, y normalmente no son tema de reflexión ni de duda. O cuando menos se considera una herejía o una blasfemia dudar de ellas, o siquiera reflexionar en ellas. Las pocas personas que se atreven a cuestionar las prácticas y justificaciones del sistema social histórico en que viven no solamente son valientes sino también temerarias, dado que seguramente el grupo se volverá contra ellas y con la mayor frecuencia las castigará por descarriadas inadmisibles. Quizá podemos entonces comenzar con el argumento paradójico de que no hay nada más etnocentrista, más particularista que la pretensión de universalismo.

Sin embargo, lo extraño del moderno sistema-mundo —lo característicamente verdadero de él— es que esa duda es teóricamente legítima. Digo teóricamente porque, en la práctica, los poderosos del moderno sistema-mundo tienden a sacar las uñas de la supresión ortodoxa siempre que la duda llega al punto de socavar eficazmente algunas de las premisas críticas del sistema.

Vimos esta situación en el debate Sepúlveda-Las Casas. Las Casas sembró dudas acerca de la presunta aplicación de los valores universales tal como la pregonaba Sepúlveda y tal como la practicaban los conquistadores y los encomenderos en América. Sin duda, Las Casas tuvo cuidado de no desafiar la legitimidad de los actos de la corona española. En realidad, apeló a la corona para que apoyara su lectura de los valores universales —lectura que habría dado amplia cabida a las prácticas particularistas de los pueblos indígenas de América. Empero, seguir por la línea del argumento iniciado por Las Casas tarde o temprano necesariamente habría puesto en tela de juicio toda la estructura de poder del emperador. De ahí las vacilaciones del emperador. De ahí la indecisión de los jueces de la junta en Valladolid. De ahí que las objeciones de Las Casas fueran sepultadas de facto.

Y cuando los amos europeos del sistema-mundo moderno se toparon con «los persas» primero reaccionaron con asombro —«¿Cómo puede alguien ser persa?»— y luego justificándose, al verse como los únicos poseedores de los valores universales. Ésta es la historia del orientalismo que es «un estilo de pensamiento», que Abdel-Malek y más tarde Said se esforzaron por examinar y denunciar.

Pero ¿qué había cambiado en el sistema-mundo de fines del siglo XX para que Said pudiera hacer esto y para que encontrara una amplia audiencia para sus análisis y sus denuncias? Abdel-Malek nos dio la respuesta. Al convocar a una «revisión crítica» del orientalismo dijo:

Cualquier ciencia rigurosa que aspire al entendimiento debe someterse a dicha revisión. Sin embargo, el resurgimiento de las naciones y de los pueblos de Asia, África y Latinoamérica durante las dos últimas generaciones es el que ha producido esta tardía y todavía reticente crisis de conciencia. Una demanda escrupulosa se ha convertido en una inevitable necesidad práctica, el resultado de la influencia (decisiva) del factor político —esto es, las victorias de los diversos movimientos de liberación nacional en escala mundial.

Por el momento, es el orientalismo el que ha experimentado el mayor impacto: desde 1945 no es sólo el «campo» el que se le ha ido de las manos sino también los «hombres», aquellos que ayer todavía eran el «objeto» de estudio y que hoy son su «sujeto» soberano ([1972] 1981: 73).

La revisión crítica que Abdel-Malek y otros pedían en 1963 tuvo sus primeros efectos en el dominio académico cerrado de los propios orientalistas profesionales. En 1973, apenas diez años después, el Congreso Internacional de Orientalistas se vio compelido a cambiar su nombre por el de Congreso Internacional de Ciencias Humanas de Asia y África del Norte, tras acalorado debate, sin duda. Y otros diez años después el grupo trató de reencontrar el equilibrio un poco volviendo a cambiar de nombre, a Congreso Internacional para los Estudios Asiáticos y Norafricanos. Pero el término orientalista no fue resucitado.

Lo que Said hizo fue salirse de este dominio cerrado. Se movió en el dominio más amplio del debate intelectual general. Said navegó con la ola de solevantamientos intelectuales generalizados que se reflejaron y se promovieron en la revolución de 1968. De manera que no se dirigía principalmente a los orientalistas. Se dirigía más bien a dos audiencias más extensas. En primer lugar, se dirigía a todos los que participaron central o aun periféricamente en los múltiples movimientos sociales que surgieron de 1968, y que ya en los años setenta dirigían su atención más de cerca a cuestiones relativas a las estructuras del saber. Said estaba poniendo de realce para ellos los enormes peligros intelectuales, morales y políticos de las categorías binarias reificadas, profundamente insertas en la geocultura del moderno sistema-mundo. Les estaba diciendo que debemos gritar a los cuatro vientos que no existe el persa esencial, inmutable, que carece de entendimiento acerca de los únicos valores y prácticas pretendidamente universales.

Pero Said se dirigía también a una segunda audiencia: a todas las personas honestas y buenas en las instituciones del saber y a las instituciones sociales incluyentes que todos habitamos. Estaba diciéndoles: cuidado con los falsos dioses, o los presuntos universalismos que no solamente ocultan las estructuras de poder y sus desigualdades sino que son los promotores principales, o los conservadores, de las inmorales polarizaciones existentes. En realidad Said estaba apelando a otra interpretación de los supuestos valores universales de estas personas honestas y buenas. En este sentido, estaba repitiendo la larga búsqueda de Las Casas. Y murió en medio de la misma sensación de frustración e incompletud que Las Casas en su empeño. Para apreciar la naturaleza de esta búsqueda —para un verdadero equilibrio (intelectual, moral y político) entre lo universal y lo particular— conviene examinar con quién se debatía Said. En primer lugar, y con más estrépito y pasión, con los poderosos del mundo y sus acólitos intelectuales, que no solamente justificaban las desigualdades básicas del sistema-mundo que a Said le parecían tan patentemente injustas sino que también disfrutaban de los frutos de estas desigualdades.

Por eso estaba listo no simplemente para embarcarse en una batalla intelectual sino también en una disputa política directa. Said fue miembro del Consejo Nacional Palestino y participó activamente en sus deliberaciones. Era una de las voces cantantes cuando éste convocó a la Organización de Liberación Palestina (OLP) a revisar sus viejos reclamos al anterior mandato británico en su conjunto y a reconocer el derecho de Israel a existir dentro de los límites establecidos en 1967 junto a un estado palestino independiente. Como sabemos, ésta fue la postura que la OLP acabó adoptando dentro de los Acuerdos de Oslo en 1993. Pero cuando, dos años más tarde, Yaser Arafat firmó el Oslo 2 con los israelíes, alegando que estaba poniendo en marcha esta postura revisada de la OLP, Said sintió que Oslo estaba lejos de llegar a un arreglo equitativo. Said lo denunció como el «Versalles palestino». No temió defender posturas que lo ponían en entredicho frente a gran parte del mundo árabe. Por ejemplo, denunció el revisionismo del holocausto, el régimen del partido Baath en un momento en que Washington todavía lo apoyaba y la corrupción en varios regímenes árabes, Pero, pese a todo, fue un defensor inquebrantable de un estado palestino.

Said tuvo una tercera batalla, menos vocinglera pero igualmente sentida: su disputa con los posmodernistas, que, según él, habían abandonado la búsqueda del análisis intelectual y por ende la transformación política. Para Said las tres cuestiones formaban parte de la misma búsqueda: sus ataques a los orientalistas académicos, la insistencia en una postura política moralmente congruente y firme respecto a Palestina, y su decisión de no abandonar las grandes narrativas en pro de lo que consideraba juegos intelectuales carentes de interés e insignificantes.

Por consiguiente, debemos poner el libro de Said dentro del contexto de su época: primero, la oleada de movimientos de liberación nacional en el mundo entero en los años posteriores a 1945 y, segundo, la revolución mundial de 1968, expresión de las demandas de los pueblos olvidados del mundo para tener un lugar legítimo tanto en las estructuras de poder del sistema-mundo como en los exámenes intelectuales de las estructuras del conocimiento.

Podemos resumir de la siguiente manera el resultado de cincuenta años de debate: las transformaciones del equilibrio de poder en el sistema-mundo pusieron fin a las sencillas certezas acerca del universalismo que prevalecieron a lo largo de casi toda la historia del moderno sistema-mundo, que afianzaron las oposiciones binarias profundamente arraigadas en todos nuestros marcos cognitivos y que sirvieron de justificación política e intelectual de las formas dominantes de pensamiento. Lo que todavía no hemos hecho es alcanzar un consenso respecto a un marco alterno, ni siquiera una clara imagen de él, que nos permitiera a todos ser no orientalistas. Éste es el desafío que tenemos frente a nosotros para los próximos cincuenta años. Ahora debemos llegar a la segunda pregunta que se plantea cuando deseamos construir nuestras grandes narrativas: ¿existen los valores universales realmente, y si es así, cuándo y en qué condiciones podemos llegar a conocerlos? Es decir, ¿cómo podemos ser no orientalistas?

Comencemos por el principio. ¿Cómo se puede pensar que se sabe cuando un valor es universal? La respuesta no está con toda seguridad en su práctica universal/global. En el siglo XIX algunos antropólogos pretendían afirmar que existían prácticas que todo el mundo observaba por doquier. El ejemplo más común era el tabú del incesto. Sin embargo, no resulta difícil encontrar constantemente excepciones en algún tiempo y en algún lugar de esta supuesta práctica social global. Y naturalmente, si en realidad las prácticas fueran aproximadamente las mismas en todas partes, nunca habría habido necesidad de proselitismos de ninguna especie —ni religioso, ni secular, ni político—, dado que el proselitismo asume que hay personas que convertir —es decir, personas que no practican el valor que los proselitistas consideran universal.

Normalmente se dice que los valores universales son verdaderos por una o dos razones: ya sea que nos hayan sido «revelados» por alguien o por algo —un profeta, textos proféticos o instituciones que afirman estar legitimadas por la autoridad de algún profeta o texto profético—, o bien que, por ser «naturales», hayan sido «descubiertos» gracias a la introspección de personas o grupos de personas excepcionales. Asociamos las verdades reveladas con las religiones, y las doctrinas del derecho natural con filosofías morales o políticas. La dificultad con ambas clases de alegaciones es evidente. Existen conocidas alegaciones contrapuestas a cualquier definición particular de los valores universales. Existen muchas religiones y conjuntos de autoridades religiosas, y su universalismo no siempre es compatible con el del otro. Y existen muchas versiones del derecho natural que suelen estar directamente reñidas entre sí.

Lo que es más, sabemos que quienes defienden el conjunto de valores universales en los que creen a menudo defienden con pasión la exclusividad de la verdad que proclaman y son muy intolerantes con las versiones alternas de los valores universales. Incluso la doctrina de la virtud de la tolerancia intelectual y política de una multiplicidad de concepciones es en sí simplemente un valor universal más, sujeta a impugnación, y ciertamente casi siempre impugnada por algunos grupos dentro del sistema histórico dentro del que hoy vivimos.

Claro está, podemos resolver esta incertidumbre intelectualmente imponiendo una doctrina de relativismo radical y declarando que todos los sistemas de valores sin excepción son creaciones subjetivas, y que por consiguiente todos tienen la misma validez, porque ninguno es en realidad un universal válido. Sin embargo, el hecho es que no hay absolutamente nadie que esté en realidad dispuesto a defender el relativismo radical permanentemente. Por un lado porque es una afirmación que se autocontradice, ya que el relativismo radical, siguiendo sus propios criterios, sería solamente una posición posible, no más válida que cualquier otro supuesto universalismo. Por otro, porque en la práctica todos retrocedemos ante ciertos límites de lo que estamos dispuestos a aceptar como conducta legítima, pues de otro modo viviríamos en un mundo en verdad anárquico, que pondría en peligro nuestra supervivencia inmediata. O bien, si hay alguien que esté de veras dispuesto a defender esta postura permanentemente, todos los demás probablemente tacharíamos a dichas personas de psicóticas y las encarcelaríamos por seguridad. Por eso descarto el relativismo radical como postura posible, pues no creo que nadie crea sinceramente en él.

Pero si uno no acepta que los universales que se revelan o a los que se llega gracias a la percepción o intuición de personas sabias de hecho son necesariamente universales, y si tampoco cree uno que el relativismo radical sea una postura plausible, ¿qué se puede decir de la relación de los universales y los particulares, acerca de las formas en que uno puede ser no orientalista? Porque hay muchos avatares del orientalismo que nos acosan. Aquéllos a los que exasperan los universalismos europeos se sienten tentados de invertir la jerarquía, cosa que hacen de dos maneras.

La primera es argumentando que los supuestos logros de Europa, esas cosas que reificamos como «modernidad», eran la aspiración común de muchas civilizaciones, en oposición a las cosas que eran específicas del apego de Europa a los valores universalistas —desde el siglo XVIII, desde el siglo XVI, desde los siglos XIII o X, poco importa. Agréguese que una momentánea coyuntura permitió a los europeos detener este proceso en cualquier otra parte del mundo, y esto es lo que explica las diferencias políticas, económicas y culturales del presente. Ésta es una postura como de «podríamos haberlo hecho tal como vosotros». Los «persas» hubieran podido conquistar Europa, y entonces serían ellos los que estarían preguntando: «¡Oh, oh! ¿El señor es europeo? ¡Qué cosa más extraordinaria! ¿Cómo puede alguien ser europeo?».

La segunda es invertir la jerarquía en el otro sentido, promoviendo este argumento un poco más. Los «persas» ya estaban haciendo las cosas que llamamos modernas o que conducen a la modernidad, mucho antes que los europeos. De chiripa, los europeos agarraron la bola por un momento, sobre todo en el siglo XIX y parte del XX. Pero en la larga marcha de la historia fueron los «persas» y no los europeos los que ejemplificaron los valores universales. Deberíamos entonces reescribir la historia del mundo para dejar claro que Europa fue, casi todo el tiempo, una zona marginal y probablemente esté destinada a seguir siéndolo.

Estos argumentos son los que Said llamaba «occidentalismo» y que yo he llamado «eurocentrismo antieurocéntrico» (Wallerstein, 1997). Es occidentalismo porque se basa en las mismas distinciones binarias atacadas por Said. Y es eurocentrismo antieurocéntrico porque acepta absolutamente la definición del marco intelectual que los europeos impusieron al mundo moderno, en vez de reabrir completamente las cuestiones epistemológicas.

Es de lo más útil comenzar estos análisis desde una perspectiva realista. Existe ciertamente un sistema-mundo moderno, en verdad distinto de todos los anteriores. Es una economía-mundo capitalista, que cobró existencia en el prolongado siglo XVI en Europa y América. Y una vez que fue capaz de consolidarse siguió su propia lógica interna y sus necesidades estructurales para expandirse geográficamente. Para hacerlo desarrolló su capacidad militar y tecnológica, y por ello pudo incorporarse una parte del mundo tras otra, hasta incluir el planeta entero en algún punto en el siglo XIX Además, este sistema-mundo operó con principios completamente diferentes de los sistemas-mundo anteriores, aunque esto no viene al caso aquí (véase Wallerstein, 1995).

Entre las especificidades de la economía-mundo capitalista estuvo el desarrollo de una epistemología original, que luego utilizó como un elemento clave para mantener su capacidad de operar. Es de esta epistemología de la que he estado hablando, que Montesquieu hizo notar en sus Cartas persas y que Said atacó tan vigorosamente en Orientalism. Fue el sistema-mundo moderno el que reificó las distinciones binarias, sobre todo entre universalismo (que según él encarnaban los elementos dominantes) y particularismo (que atribuía a todos los dominados).

Pero después de 1945 este sistema-mundo estuvo sometido a un fuerte ataque desde el interior. Primero fue parcialmente desmantelado por los movimientos de liberación nacional y luego por la revolución mundial de 1968. También se ha visto afectado por el menoscabo estructural de su habilidad para continuar con la interminable acumulación de capital que es su razón de ser (véase Wallerstein, 1998). Y esto significa que estamos emplazados a no solamente remplazar este sistema-mundo por uno considerablemente mejor, sino a sopesar cómo podríamos reconstruir nuestras estructuras de saber de forma que podamos convertirnos en no orientalistas.

Ser no orientalista significa aceptar la tensión continua entre la necesidad de universalizar nuestras percepciones, análisis y enunciados de valores y la necesidad de defender sus raíces particularistas de la incursión de las percepciones, los análisis y los enunciados de valores particularistas de personas que afirman estar proponiendo universales. Es necesario que universalicemos nuestros particulares y particularicemos nuestros universales simultáneamente, en una especie de intercambio dialéctico constante, que nos permita encontrar nuevas síntesis que por supuesto serán impugnadas instantáneamente. No es un juego fácil.