Capítulo 30

Encontraron a DeWitt Albright desplomado sobre el volante de su coche al norte de Santa Bárbara; tardó todo eso en morir desangrado. Yo apenas podía creerlo. Un hombre como DeWitt Albright no moría, no podía morir. Hasta me asustaba pensar en un mundo capaz de matar a un hombre como aquél; ¿qué podía hacerme semejante mundo a mí?

Mouse y yo lo oímos por la radio mientras yo lo llevaba en mi coche a la estación de autobuses a la mañana siguiente. Me alegró despedirlo.

—Le daré todo este dinero a Etta, Easy. Tal vez me admita ahora que te he salvado el pellejo y vuelvo rico.

Mouse me sonrió y subió al autobús. Sabía que volvería a verlo y no sabía qué sentía al respecto.

Aquella misma mañana fui al apartamento de Daphne, donde encontré al chiquillo. Estaba mugriento. Hacía semanas que no se cambiaba la ropa interior y tenía mocos pegados en la nariz y la cara. No dijo nada. Lo encontré comiendo de una bolsa de harina en la cocina. Cuando me acerqué a él y le extendí una mano, me la cogió y me siguió al baño. Lo lavé y lo llevé a casa de Primo.

—No creo que entienda inglés —le dije a Primo—. Tal vez tú puedas lograr algo.

Primo era un padrazo. Tenía tantos hijos como Ronald White y los amaba a todos.

—Podría pagarle unos dólares a alguna mamacita pura que lo cuide uno o dos años —dije.

—Yo me encargaré —dijo Primo. Ya tenía al chico en la falda—. A lo mejor conozco a alguien.

La siguiente persona a la que fui a ver fue el señor Carter. Me miró con frialdad cuando le informé que Daphne se había ido. Le conté lo que había oído de Albright sobre las muertes obra de Joppy y Frank. Le hablé de la muerte de Frank y le dije que Joppy había desaparecido.

Pero lo que de veras lo conmocionó fue enterarse de que yo supiera que Daphne era de color. Le dije que ella quería que le dijera que le amaba y deseaba estar con él pero que jamás conocería la paz mientras estuviera con él. Se lo expresé de manera bastante confusa, pero a él le gustó de ese modo.

Le hablé del vestido que llevaba puesto, y mientras hablaba pensé en cómo le había hecho el amor cuando todavía era una mujer blanca. Carter mostraba una expresión de éxtasis; mis sentimientos eran más sombríos, pero igualmente fuertes.

—Pero tengo un problema, señor Carter, y también usted.

—¿Sí? —Todavía saboreaba la última vislumbre de Daphne—. ¿Qué problema es ése?

—Soy el único sospechoso que tiene la policía —le dije—. Y a menos que pase algo tendré que hablarles de Daphne. Y usted sabe que ella le odiará si la hace pasar por eso. Incluso puede llegar a matarse —dije. Y no creía que fuera mentira.

—¿Y qué puedo hacer yo?

—Usted tiene muchos contactos en City Hall.

—¿Sí?

—Hábleles por teléfono. Yo tengo una historia que contarles pero usted tiene que respaldarme. Porque si voy allí solo me van a hacer sudar hasta que les cuente lo de Daphne.

—¿Y por qué debería ayudarle, señor Rawlins? He perdido mi dinero y a mi prometida. No ha hecho una sola cosa por mí.

—Oiga, le salvé la vida a la chica. La dejé escapar con el dinero de usted y la piel de ella. Cualquiera de los hombres envueltos en esto la habría matado.

Aquella misma tarde fuimos a City Hall y nos entrevistamos con el ayudante del jefe de policía y el alcalde suplente, Lawrence Wrightsmith. El policía era bajo y gordo. Miraba al alcalde suplente antes de decir cualquier cosa, incluso hola. Éste era un hombre distinguido de traje gris. Movía el brazo cruzando el aire mientras hablaba y fumaba Pall Mall. Tenía el pelo canoso plateado y por un momento pensé que se parecía a la imagen que yo tenía del presidente cuando era niño.

Cuando los mencioné, mandaron llamar a los agentes Mason y Miller.

Estábamos todos sentados en la oficina del señor Wrightsmith. Él, tras su escritorio, y el ayudante del jefe de policía detrás. Carter y yo, ante el escritorio, y el abogado de Carter atrás. Mason y Miller se sentaban a un lado, en el sofá.

—Bien, señor Rawlins —dijo el señor Wrightsmith—. ¿Tiene algo que decirnos sobre estos asesinatos que han ocurrido?

—Sí, señor.

—El señor Carter dice que usted trabajaba para él.

—En cierto modo, sí, señor.

—Expliqúese.

—Me contrató el señor DeWitt Albright, a través de un amigo nuestro, Joppy Shag. El señor Albright contrató a Joppy para localizar a Frank y Howard Green. Y después Joppy le sugirió que me contratara a mí.

—Frank y Howard, ¿eh? ¿Eran hermanos?

—Me dijeron que eran primos lejanos, pero no puedo jurarlo —dije—. El señor Albright quería que yo encontrara a Frank para el señor Carter, aquí presente. Pero no me dijo por qué lo buscaba, sólo que se trataba de negocios.

—Fue por el dinero del que te hablé, Larry —aclaró Carter—. Ya sabes.

El señor Wrightsmith sonrió y me dijo:

—¿Los encontró?

—Joppy ya había dado con Howard Green; ahí fue cuando se enteró de lo del dinero.

—¿Y qué fue exactamente lo que él averiguó, señor Rawlins?

—Howard trabajaba para un hombre rico, Matthew Teran. Y el señor Teran estaba furioso porque el señor Carter le impedía presentarse a alcalde —sonreí—. Creo que quería ser jefe suyo.

El señor Wrightsmith también sonrió.

—Sea como fuere —continué—, quería que Frank y Howard mataran a Carter y lo hicieran pasar por un robo. Pero cuando entraron en la casa y encontraron esos treinta mil dólares se excitaron tanto que salieron corriendo sin hacer el trabajo.

—¿Qué treinta mil dólares? —preguntó Mason.

—Después —dijo Wrightsmith—. ¿Joppy mató a Howard Green?

—Eso es lo que yo pienso ahora. Mire, yo entré en la cosa cuando estaban buscando a Frank. DeWitt vigilaba a Teran porque el señor Carter sospechaba de él. Entonces DeWitt se interesó en los Green y vigiló a Howard y consiguió el nombre de Frank. Quería que alguien buscara a Frank en los bares ilegales de la zona de Watts.

—¿Por qué estaban buscando a Frank?

—DeWitt andaba tras él para recuperar el dinero del señor Carter, y Joppy porque quería apoderarse de esos treinta mil dólares.

El sol caía sobre el secante verde del señor Wrightsmith. Yo transpiraba como si cayera sobre mí.

—¿Cómo averiguó todo esto, Easy? —preguntó Miller.

—Por Albright. Sospechó cuando Howard apareció muerto y después tuvo la seguridad de que Coretta James fue asesinada.

—¿Por qué? —preguntó Wrightsmith. Todos los hombres de la habitación tenían los ojos fijos en mí. Yo jamás había estado en un juicio pero en ese momento me sentía ante un jurado.

—Porque también buscaban a Coretta. Ella pasaba mucho tiempo por ahí con los Green.

—¿Y usted por qué no sospechó, Easy? —preguntó Miller—. ¿Por qué no nos contó todo esto cuando lo detuvimos?

—Yo no sabía nada de esto cuando me interrogaron. Albright y Joppy me tenían buscando a Frank Green. Howard Green ya estaba muerto, ¿y qué sabía yo de Coretta?

—Siga, señor Rawlins —dijo el señor Wrightsmith.

—No pude encontrar a Frank. Nadie sabía dónde estaba. Pero oí cierta historia sobre él. La gente decía que estaba loco por la muerte de su primo y que andaba buscando revancha. Creo que fue tras Teran. No sabía nada de Joppy.

—¿Así que usted piensa que Frank Green mató a Matthew Teran? —Miller no lograba ocultar su disgusto—. ¿Y Joppy se encargó de Frank Green y DeWitt Albright?

—Lo único que sé es lo que acabo de decir —repuse lo más inocentemente que pude.

—¿Y qué me dice de Richard McGee? ¿Se apuñaló solo? —Miller se había, levantado del sillón.

—De él no sé nada —respondí.

Me interrogaron durante un par de horas más. Pero la historia permanecía igual. Joppy era el responsable de casi todas las muertes. Lo hizo por codicia. Yo fui a ver al señor Carter cuando me enteré de la muerte de DeWitt y él decidió acudir a la policía.

Cuando terminé, Wrightsmith dijo:

—Muchas gracias, señor Rawlins. Ahora discúlpenos.

Mason y Miller, Jerome Duffy —el abogado de Carter— y yo tuvimos que retirarnos.

Duffy me estrechó la mano y me sonrió.

—Le veré en la encuesta judicial, señor Rawlins.

—¿Eso qué quiere decir?

—Sólo una formalidad, señor. Cuando se comete un delito grave quieren hacer un par de preguntas más antes de cerrar el caso.

Por la manera como lo decía, la cosa no sonaba peor que una multa por estacionamiento indebido.

Subió al ascensor para marcharse y Mason y Miller fueron con él.

Yo bajé por la escalera. Creo que hasta podría haber vuelto a casa caminando. Tenía el sueldo de dos años enterrado en el jardín trasero y estaba libre. No me perseguía nadie; no había una sola preocupación en mi existencia. Habían ocurrido algunas cosas duras, pero la vida era dura en aquel entonces y uno debía tomar lo malo junto con lo peor si quería sobrevivir.

Miller se me acercó mientras descendía la escalera de granito de City Hall.

—Hola, Ezekiel.

—Agente.

—Tiene un amigo muy poderoso ahí arriba.

—No sé a qué se refiere —dije, pero sí que lo sabía.

—¿Cree que Carter va a ir a salvarle el culo cuando le arrestemos cualquier día de éstos por cruzar mal la calle, escupir y cualquier otra falta menor? ¿Cree que va a contestar sus llamadas?

—¿Y por qué tengo que preocuparme por eso?

—Tiene que preocuparse, Ezekiel —Miller acercó su cara a la mía; olía a whisky, mentol y sudor—, porque yo tengo que preocuparme.

—¿De qué tiene que preocuparse usted?

—Tengo un fiscal, Ezekiel. Él tiene una huella dactilar que no pertenece a nadie que conozcamos.

—Tal vez sea de Joppy. Quizá cuando lo encuentren solucionen el tema.

—Quizá. Pero Joppy es boxeador. ¿Y por que motivo iría un boxeador a usar un cuchillo?

No supe qué decir.

—Vamos, hijo. Confiésamelo y te dejaré tranquilo. Olvidaré la coincidencia de que estuvieras mezclado en todo esto y anduvieras bebiendo con Coretta la noche antes de que ella muriera. Si te metes conmigo me encargaré de que pases el resto de tu vida en la cárcel.

—Compare esa huella con las de Junior Fornay.

—¿Quién?

—El matón del local de John. A lo mejor encaja.

Podría haber ocurrido que fuera aquél, bajando las escaleras de City Hall, el último instante de mi vida adulta en libertad. Todavía recuerdo las ventanas de cristales manchados y la luz suave.