Pasé Santa Mónica, entré en Malibú y encontré la ruta 9. Era apenas un camino de tierra arreglado. Encontré tres buzones que decían: Miller, Korn, Albright. Pasé las primeras dos casas y conduje durante quince minutos antes de llegar a la casa de Albright. Quedaba lo bastante lejos de todo como para que no se oyera ningún grito de muerte.
Era una casa sencilla, estilo rancho, no muy amplia. No había más luces exteriores que las del porche, de modo que no pude distinguir su color. Quería saber de qué color era la casa. Quería saber por qué volaban los jets y cuánto vivían los tiburones. Había montones de cosas que quería saber antes de morir.
Antes de llegar a la ventana alcancé a oír unas fuertes voces masculinas y a una mujer que suplicaba.
Por encima del alféizar vi una gran habitación con suelo de madera oscura y techo alto. Ante la chimenea encendida había un ancho sofá cubierto con algo que parecía una piel de oso. Daphne estaba en el sofá, desnuda, y los hombres, DeWitt y Joppy, se hallaban de pie frente a ella. Albright llevaba su traje de lino pero Joppy estaba desnudo hasta la cintura. Su enorme panza resultaba obscena colgando por encima de Daphne, y tuve que hacer un gran esfuerzo para no dispararle en aquel momento.
—Ya no quieres más, ¿verdad, querida? —decía Albright. Daphne le escupió y él la agarró de la garganta—. ¡Si no encuentro ese dinero, te juro que me causará gran satisfacción matarte, nena!
Me gusta pensar que soy inteligente, pero a veces me dejo llevar por los sentimientos. Cuando vi a aquel blanco ahogando a Daphne entré por la ventana abierta y me deslicé en la habitación. Allí estaba, de pie y con la pistola en la mano… pero DeWitt se percató de mi presencia antes de que yo pudiera apuntarle. Se volvió, colocando a la chica delante de él. Al verme la tiró a un lado y saltó detrás del sofá. Hice un movimiento para disparar, pero Joppy saltó hacia la puerta posterior. Eso me distrajo, y en ese único momento de indecisión la ventana a mis espaldas se hizo añicos y sonó un disparo como el rugido de un cañón. Mientras saltaba detrás de un sillón en busca de protección, vi que DeWitt Albright había sacado su pistola.
Dos tiros más atravesaron el respaldo del sillón. Si no me hubiera movido hacia un lado, agachado, me habría dado.
Oía llorar a Daphne pero no podía hacer nada por ella. Mi gran miedo era que Joppy apareciera desde el otro lado y me sorprendiera por detrás. De modo que me deslicé a un rincón, todavía oculto —esperaba— de la vista de Albright, y me coloque en una posición que me permitiera ver a Joppy si asomaba la cabeza por la ventana.
—¿Easy? —llamó DeWitt.
No dije una palabra. Hasta la voz se había callado. Esperó dos o tres largos minutos. Joppy no aparecía por la ventana. Eso me fastidió, y empecé a preguntarme por qué otro lado iría a aparecer. Pero justo cuando miraba alrededor oí un ruido como si DeWitt hubiera asomado la cabeza. Se oyó un golpe seco y el sillón cayó hacia atrás. Me había arrojado una lámpara por encima del alto respaldo. La lámpara se estrelló y, aunque disparé en dirección hacia donde esperaba que él se hallara, vi que DeWitt se levantaba bastante más allá; me apuntaba con la pistola.
Oí el disparo, y algo más, algo que parecía casi imposible. DeWitt Albright gruñó:
—¿Qué m…?
¡Entonces vi a Mouse! ¡Con la pistola humeante en la mano! Había entrado en la habitación por la puerta por la que había salido Joppy.
Sonaron más disparos. Daphne gritó. Yo salté para cubrirla con mi cuerpo. De la pared saltaban astillas de madera y vi que Albright se lanzaba a través de una ventana del otro lado de la habitación.
Mouse apuntó pero no disparó. Maldijo, arrojó el arma y sacó del bolsillo otra, de cañón corto. Corrió hacia la ventana pero en ese momento oí que se encendía el motor del Caddy; los neumáticos se deslizaron por la tierra antes de que Mouse pudiera vaciar su segunda cámara.
—¡Maldición! —aulló Mouse—. ¡Maldición, maldición, maldición!
Una ráfaga fría entró por la ventana destrozada y nos envolvió a Daphne y a mí.
—¡Le he dado, Easy! —exclamó Mouse con una sonrisa que mostraba todos sus dientes de oro.
—Mouse —fue todo lo que pude responder.
Me levanté y cogí al hombrecito en brazos. Lo abracé como a una mujer.
—Mouse —repetí.
—Vamos, hermano, todavía tenemos que arreglar al de ahí atrás. —Hizo una seña con la cabeza en dirección a la puerta por la que había entrado.
Joppy estaba en el suelo de la cocina. Tenía los brazos y las piernas atados detrás con un cable. De la parte superior de la cabeza calva le salía sangre espesa.
—Llevémoslo a la otra habitación —dijo Mouse.
Lo llevamos a la silla y Mouse lo ató. Daphne se envolvió en una manta y se acurrucó en el extremo del sofá. Parecía un gatito asustado en su primer Cuatro de Julio.
De pronto Joppy abrió los ojos y gritó:
—¡Suéltame, tío!
Mouse se limitó a sonreír.
Joppy sudaba, sangraba y nos miraba fijamente. Daphne tenía la mirada clavada en el suelo.
—Dejadme ir —gimoteó Joppy.
—Cállate —ordenó Mouse, y Joppy se calló.
—¿Puedo ponerme la ropa? —preguntó Daphne con voz ronca.
—Seguro, querida —dijo Mouse—. En cuanto nos ocupemos de ciertos asuntos.
—¿De qué hablas? —le pregunté.
Mouse se inclinó hacia adelante para apoyar una mano en mi rodilla. Era una sensación agradable estar vivo y poder sentir el contacto de otro hombre.
—Creo que tú y yo merecemos algo por todo este embrollo, ¿no, Easy?
—Te doy la mitad de todo lo que he ganado, Ray.
—No, no, hermano —dijo—. No quiero tu dinero. Quiero un pedazo de ese gran pastel que tiene Ruby, que está ahí sentada.
No sabía por qué la llamó Ruby, pero lo dejé pasar.
—Es dinero robado.
—El más dulce de todos, Easy. —Se volvió hacia ella y sonrió—. ¿Qué dices, querida?
—Es todo lo que tenemos Frank y yo. No lo soltaré.
Y yo le habría creído, de no haber sido Mouse su interlocutor.
—Frank está muerto. —La cara de Mouse era completamente inexpresiva.
Daphne lo miró un instante y enseguida se arrugó, como una tela, y empezó a temblar. Mouse prosiguió:
—Supongo que fue Joppy. Lo encontraron muerto a golpes en un callejón, justo detrás de su bar.
Cuando Daphne levantó la cabeza mostraba odio en los ojos, y había odio en su voz cuando dijo:
—¿Eso es cierto, Raymond? —Era una mujer diferente.
—¿Y por qué voy a mentirte, Ruby? Tu hermano está muerto.
Yo había estado en un solo terremoto antes, pero la sensación en aquel momento fue la misma: parecía que la tierra se abría. La miré para ver la verdad. Pero no estaba allí. Su nariz, sus mejillas, el color de su piel… eran blancos. Daphne era una mujer blanca. Hasta su vello púbico era apenas tupido, casi lacio. Mouse dijo:
—Tienes que escucharme, Ruby. Joppy mató a Frank.
—¡Yo no maté a Frankie! —gritó Joppy.
—¿Por qué sigues llamándola Ruby? —pregunté.
—Frank y yo nos conocíamos desde hace mucho, Ease, incluso antes de conocerte a ti. Recuerdo a nuestra querida Ruby de cuando era un bebé. Medio hermana. Ahora está más rellenita, pero yo jamás olvido una cara. —Mouse sacó un cigarrillo—. ¿Sabes? Eres un tipo con suerte, Easy. Se me metió en la cabeza seguir a ese hijo de su madre cuando lo vi salir de tu casa esta tarde. Yo te estaba buscando a ti y de repente lo veo a él. Tenía el coche de Dupree, así que lo seguí al centro y apareció con la chica blanca. Cuando vi eso supe que lo tenía cogido.
Miré a Joppy. Tenía los ojos grandes y transpiraba. Una sangre acuosa le goteaba del mentón.
—Yo no maté a Frank. No tenía motivos. ¿Por qué iba a matar a Frank? Escucha, Ease, el único motivo por el que te metí en esto es para que pudieras conseguir dinero… para tu casa.
—¿Y entonces por qué ahora estás con Albright?
—Ella me mintió. Albright vino a verme y me habló del dinero que ella tenía. ¡Me mintió! ¡Me dijo que casi no tenía un centavo!
—Bueno, ya has hablado bastante —dijo Mouse—. Ahora, Ruby, no quiero asustarte pero me darás ese dinero.
—Tú no me asustas, Ray —repuso ella simplemente.
Mouse arrugó la frente apenas un segundo. Era como una pequeña nube que pasaba deprisa en un día de sol. Después sonrió.
—Ruby, ahora tienes que preocuparte por ti, querida. Ya sabes que los hombres llegan a desesperarse cuando se trata de dinero… —Mouse dejó sus palabras en suspenso mientras se sacaba la pistola de la cintura.
Se volvió indiferente hacia la derecha y le disparó a Joppy en la ingle. Joppy abrió unos ojos como platos y se puso a graznar como una foca. Se balanceó hacia atrás y adelante tratando de agarrarse la herida pero los cables lo mantenían aferrado a la silla. Al cabo de unos segundos Mouse apuntó con la pistola y le disparó a la cabeza. En un instante a Joppy se le hincharon los ojos, y enseguida su ojo izquierdo se convirtió en un agujero mellado y sangriento. La fuerza del segundo balazo lo arrojó al suelo; después, unos espasmos le recorrieron las piernas y los pies durante unos minutos. En ese momento sentí frío. Joppy había sido mi amigo, pero yo había visto morir a muchos hombres y también quería a Coretta.
Mouse se puso de pie y dijo:
—Vamos a buscar ese dinero, querida. —Recogió la ropa de ella de detrás del sofá y la dejó caer en la falda de Daphne.
Después salió por la puerta delantera.
—Ayúdame, Easy —dijo Daphne con los ojos llenos de miedo y promesa—. Está loco. Tú todavía tienes tu arma.
—No puedo —dije.
—Entonces dámela. Lo haré yo.
Tal vez ésa fue la ocasión en que más cerca estuvo Mouse de una muerte violenta.
—No.
—He encontrado sangre en la calle —dijo Mouse al volver—. Te he dicho que le he dado. No sé cuánto lo habré herido, pero se acordará de mí. —Había un regocijo infantil en su voz.
Mientras hablábamos desató el cadáver de Joppy. Cogí la pistola atascada de Mouse y la puse en la mano de Joppy.
—¿Qué haces, Easy? —preguntó Mouse.
—No sé, Ray. Confundiendo las cosas, creo.
Daphne subió conmigo en mi coche y Mouse nos siguió en el de Dupree. Cuando nos hallábamos a unos cuantos kilómetros tiré a un malecón los cables que habían atado a Joppy.
—¿Mataste a Teran? —pregunté mientras enfilábamos Susset Boulevard.
—Creo que sí —respondió Daphne, con la voz tan baja que tuve que esforzarme para oírla.
—¿Crees? ¿No lo sabes?
—Yo apreté el gatillo, él murió. Pero en realidad él se mató solo. Yo fui a verlo, a pedirle que me dejara en paz. Le ofrecí todo mi dinero pero se rió. Tenía las manos en los calzoncillos de ese chiquillo y se reía. —Daphne hizo un ruido, no sé si de burla o de asco—. Así que lo maté.
—¿Qué pasó con el chico?
—Lo llevé a casa. Fue corriendo a un rincón y no se movió de allí.
Daphne tenía la maleta en un armario de la Asociación Cristiana de Mujeres.
De vuelta en Los Angeles Este, Mouse contó diez mil para cada uno. Dejó que Daphne se quedara con la maleta.
Ella llamó un taxi y yo la acompañé mientras esperaba junto a la farola de la vereda.
—Quédate conmigo —le dije. Las polillas revoloteaban alrededor de nosotros en aquel pequeño círculo de luz.
—No puedo, Easy. No puedo quedarme contigo.
—¿Por qué no? —pregunté.
—No puedo.
Extendí una mano pero ella se apartó, diciendo:
—No me toques.
—He hecho más que tocarte, amor.
—Ésa no era yo.
—¿Qué quieres decir? ¿Quién era, si no eras tú? —Avancé hacia ella y se colocó detrás de la maleta.
—Te hablaré, Easy. Te hablaré hasta que venga el coche pero no me toques. No me toques o gritaré.
—¿Qué te pasa?
—Ya sabes lo que pasa. Sabes quién soy, qué soy.
—No eres diferente de mí. Somos sólo personas, Daphne. Eso es todo lo que somos.
—No soy Daphne. Me llamo Ruby Hanks y nací en Lake Charles, Louisiana. Soy diferente de ti porque soy dos personas. Soy ella y soy yo. Yo nunca fui a ese zoológico; fue ella. Ella estuvo allí y por eso perdió a su padre. Yo tenía un padre diferente. Venía a casa y se tiraba en mi cama tantas veces como se tiraba en la de mi madre. Lo hizo hasta que una noche Frank lo mató.
Cuando me miró tuve la sensación de que quería tocarme, no por amor ni pasión sino para implorarme.
—Entierra a Frank —me dijo.
—Está bien. Pero si te quedaras aquí, conmigo, podríamos enterrarlo juntos.
—No puedo. ¿Me haces otro favor?
—¿Cuál?
—Haz algo con el chico.
Yo en realidad no quería que se quedara. Daphne Monet era la propia muerte. Me alegraba que se marchara.
Pero la habría tomado en un segundo si me lo hubiera pedido.
El conductor del taxi se dio cuenta de que algo no iba bien. Miraba para todos lados como si esperara que lo asaltaran de un momento a otro. Ella le pidió que le llevara la maleta. Le apoyó la mano en el brazo como gesto de agradecimiento pero de mí ni siquiera se despidió con un apretón de manos.
—¿Por qué lo mataste, Mouse?
—¿A quién?
—¡A Joppy!
Mouse silbaba y envolvía su dinero en un paquete de bolsas de papel marrón.
—Él fue la causa de todos tus sufrimientos, Easy. Y además necesitaba mostrarle a esa chica que yo hablaba muy en serio.
—Pero ella ya lo odiaba por lo de Frank; a lo mejor podrías haberle sacado jugo a eso.
—A Frank lo maté yo —dijo. Esta vez era Mouse quien me recordaba a DeWitt Albright.
—¿Lo mataste tú?
—¿Y qué? ¿Qué pensabas que él te iba a hacer a ti? ¿Creías que no iba a matarte?
—Eso no quiere decir que yo tenía que matarlo.
—¡Y una mierda que no! —Mouse hizo relampaguear sus ojos con ira.
Aquello era asesinato y tuve que tragármelo.
—Eres como Ruby —dijo Mouse.
—¿Qué dices?
—Ella quiere ser blanca. Durante años la gente le ha dicho qué piel tan clara tiene y qué hermosa es, pero ella sabe que no puede tener lo que tiene la gente blanca. Entonces simula y después lo pierde todo. Puede amar a un blanco pero lo único que él ama es a la chica blanca que el tipo cree que ella es.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
—Es que así eres tú, Easy. Aprendes algo y piensas como pensarían los blancos. Piensas que lo que es bueno para ellos es bueno para ti. Ella parece blanca y tú piensas como un blanco. Pero, hermano, ninguno de los dos sabe que sois unos pobres negros. Y un negro nunca será feliz si no acepta lo que es.