Capítulo 26

Daphne Monet, una mujer a la que yo no conocía en absoluto, me tenía hundido en la bañera de porcelana mientras me lavaba cuidadosamente los dedos de los pies y luego subía por mis piernas. Yo tenía una erección que se apoyaba contra mi estómago, y respiraba despacio, como un niño que acecha para cazar una mariposa. De vez en cuando ella decía:

—Shhh, amor, está todo bien. —Y por alguna razón eso me causaba dolor.

Cuando terminó con mis piernas me lavó todo el cuerpo con una áspera toalla de mano y una pastilla de jabón con piedra pómez.

Nunca me he sentido tan atraído por una mujer como por Daphne Monet. La mayoría de las mujeres hermosas me dan ganas de tocarlas, de poseerlas. Pero Daphne me hacía mirar hacia mi interior. Susurraba una palabra dulce y yo me retrotraía a mi primer amor, a mi primera pérdida. Cuando Daphne llegó a mi vientre, yo recordaba la muerte de mi madre, cuando yo sólo tenía ocho años. Contuve el aliento mientras ella levantaba mi erección para lavarme por debajo; me miró a la cara, con ojos que se habían tornado azules al inclinarse sobre el agua, y acarició mi erección hacia arriba y hacia abajo, dos veces. Sonrió cuando terminó y presionó otra vez contra mi carne.

Yo no podía decir una palabra.

Se apartó de la bañera, se quitó el vestido amarillo con un largo movimiento, lo arrojó en el agua, sobre mí, y se bajó las bragas. Se sentó en el inodoro y orinó con un ruido tan fuerte que más bien me hizo recordar a un hombre.

—Alcánzame el papel, Easy —dijo.

El rollo estaba a los pies de la bañera.

Se quedó de pie junto a la bañera, con las caderas hacia adelante mirándome desde arriba.

—Si mi vagina fuera como lo que tienen los hombres, sería grande como tu cabeza, Easy.

Salí de la bañera y me cogió los testículos. Mientras íbamos hacia el dormitorio no cesaba de susurrarme obscenidades al oído. Las cosas que decía me daban vergüenza. Jamás he conocido a un hombre que hablara tan crudamente como Daphne Monet.

Nunca me han gustado las mujeres que hablan así. Me parece masculino. Pero, detrás de su lenguaje soez, Daphne parecía pedirme algo. Lo único que yo deseaba era llegar lo más hondo posible en mi alma para averiguarlo.

Gritamos y aullamos y nos revolcamos toda la noche. Una vez, cuando me había quedado dormido, me desperté porque ella me refregaba un cubito de hielo en el pecho. Otra vez, a eso de las tres de la mañana, me llevó al patio de cemento, detrás de los arbustos, y me hizo el amor mientras yo me apoyaba contra un árbol áspero.

Cuando salió el sol se acurrucó junto a mí en la cama y me preguntó:

—¿Te duele, Easy?

—¿Qué?

—Tu cosa, ¿te duele?

—Sí.

—¿Te arde?

—Más bien duelen los vasos sanguíneos.

Me agarró el pene.

—¿Te duele amarme, Easy?

—Sí.

Apretó más fuerte.

—Me gusta que sufras, Easy. Por nosotros.

—A mí también —dije.

—¿Lo sientes?

—Sí, lo siento.

Me soltó.

—No me refiero a eso. Me refiero a esta casa. Me refiero a nosotros, aquí, como si no fuéramos quienes quieren que seamos.

—¿Quiénes?

—No tienen nombre. Son sólo los que no nos dejan ser nosotros mismos. Nunca quieren que nos sintamos así de bien, tan cerca. Por eso quería escaparme contigo.

—Yo fui a buscarte.

Ella volvió a estirar la mano.

—Pero yo te llamé, Easy; yo soy la que te trajo a mí.

Cuando vuelvo a recordar aquella noche me siento confuso. Podría decir que Daphne estaba loca pero eso significaría que yo estaba más cuerdo para poder juzgarla así, y no lo estaba. Si ella quería que yo sufriera, a mí me encantaba sufrir, y si ella quería que yo sangrara, yo me habría abierto, feliz, una vena. Daphne era como una puerta que había permanecido cerrada toda mi vida; una puerta que de pronto se abría de par en par y me dejaba entrar. Mi corazón y mi pecho se abrieron a aquella mujer con la anchura del cielo.

Pero no puedo decir que estaba loca. Daphne era como un camaleón. Cambiaba para su hombre. Si era un blanco manso que temía quejarse al camarero, ella le cobijaba la cabeza en su falda y lo consolaba con palmaditas. Si era un pobre negro empapado de dolor y rabia por toda una vida, ella lavaba sus heridas con un trapo áspero y lamía la sangre hasta que restañaba.

Era media tarde cuando me rendí. Habíamos pasado cada momento uno en brazos del otro. No pensé ni en la policía ni en Mouse ni en DeWitt Albright. Lo único que me importaba era el dolor que sentía al hacerle el amor a aquella chica blanca. Pero al final me aparté de ella y dije:

—Tenemos que hablar, Daphne.

Tal vez lo imaginé, pero sus ojos lanzaron un fulgor verde por primera vez desde el momento del baño.

—Bueno, ¿qué? —dijo sentándose en la cama y cubriéndose con la sábana. Sabía que la estaba perdiendo, pero me sentía demasiado satisfecho como para que eso me importara.

—Hay mucha gente muerta, Daphne, y la policía me acusa a mí. Están los treinta mil dólares que le robaste al señor Carter, y DeWitt Albright me persigue por eso.

—Cualquier dinero que tenga es asunto mío y de Todd, y yo no tengo nada que ver con esos muertos ni con ese tal Albright. Nada en absoluto.

—Tal vez tú no lo creas así, pero Albright tiene la habilidad de convertir tus asuntos en suyos…

—Bueno, ¿qué es lo que quieres de mí?

—¿Por qué mataron a Howard Green?

Miró a través de mí como si yo fuera un espejismo.

—¿Quién?

—Vamos.

Apartó la mirada un momento y luego suspiró.

—Howard trabajaba para un hombre rico, Matthew Teran. Era el chófer. Teran quería presentarse a alcalde pero entre esa gente tienes que pedir permiso. Todd no quería que Teran se presentara.

—¿Cómo es eso? —pregunté.

—Lo conocí hace tiempo. A Teran, me refiero. Y le compró ese mexicanito a Richard.

—¿El hombre que encontramos?

Asintió.

—¿Y quién era él?

—Richard y yo éramos —vaciló un instante— amigos.

—¿Era tu novio?

Asintió apenas.

—Antes de conocer a Todd pasamos un tiempo juntos.

—La noche en que empecé a buscarte me topé con Richard frente al local de John. ¿Te estaba buscando a ti?

—Puede ser. No quería dejarme ir, así que se juntó con Teran y Howard Green, para causarme problemas y poder llegar a Todd.

—¿Qué clase de problemas? —pregunté.

—Howard sabía algo. Algo sobre mí.

—¿Qué?

Pero no respondió a esa pregunta.

—¿Quién mató a Howard? —pregunté.

Al principio no contestó. Jugaba con la sábana, dejándola caer por debajo de sus pechos.

—Fue Joppy —dijo al fin. Sus ojos rehuyeron los míos.

—¡Joppy! —grité—. ¿Y por qué iba a querer hacer algo así?

Pero yo sabía la verdad ya antes de formular la pregunta. Para matar a alguien a golpes se necesitaba el tipo de violencia de Joppy.

—¿A Coretta también?

Daphne asintió. En ese momento su desnudez me dio náuseas.

—¿Por qué?

—A veces yo iba al local de Joppy con Frank. Simplemente porque a Frank le gustaba que la gente me viera con él. Y la última vez que fui Joppy me susurró que alguien andaba preguntando por mí y que lo llamara después para averiguar quién. Entonces fue cuando me enteré de lo de ese Albright.

—¿Pero y Howard y Coretta? ¿Qué pasaba con ellos?

—Howard Green ya había venido a verme y me dijo que si no hacía lo que él y su patrón me indicaban acabarían conmigo Le prometí mil dólares a Joppy si se encargaba de que Albright no me encontrara y de hablar con Howard.

—¿Y entonces mató a Howard?

—Fue un error, creo. Howard hablaba mucho. Joppy se volvió loco.

—¿Y Coretta?

—Cuando ella vino a verme se lo conté a Joppy. Le dije que tú andabas haciendo preguntas y… —vaciló— él la mató. A esas alturas estaba asustado. Ya había matado a un hombre.

—¿Y por qué no te mató a ti?

Alzó la cabeza y se echó el pelo hacia atrás.

—Todavía no le había dado el dinero y él quería los mil dólares. Además, pensaba que yo era la chica de Frank. Casi todos respetan a Frank.

—¿Qué es Frank para ti?

—Nada que tú puedas comprender, Easy.

—Bueno, ¿piensas que él sabe quién mató a Matthew Teran?

—No sé, Easy. Yo no he matado a nadie.

—¿Dónde está el dinero?

—En algún lugar. Aquí no. En ninguna parte donde puedas encontrarlo.

—Te vas a hacer matar por ese dinero, nena.

—Tú me matas, Easy. —Estiró la mano para tocarme la rodilla.

Me levanté.

—Daphne, tengo que hablar con el señor Carter.

—No volveré con él. Jamás.

—Él sólo quiere hablar. No tienes que estar enamorada de él para hablar.

—No lo entiendes. Yo le amo, y por eso no puedo verle. —Había lágrimas en sus ojos.

—Estás haciendo esto muy difícil, Daphne.

Volvió a tocarme.

—¡Basta!

—¿Cuánto te ofreció Todd por mí?

—Mil.

—Llévame con Frank y te daré dos mil.

—Frank trató de matarme.

—No te hará nada si yo estoy ahí.

—Hace falta más que una sonrisa para contener a Frank.

—Llévame con él, Easy; sólo así cobrarás.

—¿Y qué me dices del señor Carter y de Albright?

—Ellos quieren cogerme, Easy. Deja que Frank y yo nos ocupemos de eso.

—¿Qué es Frank para ti? —volví a preguntar.

Me sonrió, sus ojos se tornaron azules y ella se apoyó contra la pared que había detrás de la cama.

—¿Me ayudarás?

—No lo sé. Tengo que salir de aquí.

—¿Por qué?

—Esto es demasiado —dije, recordando a Sophie—. Necesito respirar un poco de aire puro.

—Podríamos quedarnos aquí, amor. Éste es el único lugar para nosotros.

—Te equivocas, Daphne. No tenemos por qué escucharlos a ellos. Si nos amamos, podemos estar juntos. Nadie puede impedirlo.

Sonrió con tristeza.

—No entiendes.

—Quieres decir que lo único que deseas de mí es revolcarte un rato en la paja. Gozar un poco del amor de un negro y después arreglarte la ropa y pintarte los labios como si no hubieras sentido nada.

Extendió una mano para tocarme pero me aparté.

—Easy —me dijo—. Estás equivocado.

—Vayamos a comer algo —propuse, desviando la mirada—. Hay un chino a unas manzanas de aquí. Podríamos ir por un atajo que hay aquí detrás.

—Todo se habrá esfumado cuando volvamos —dijo.

Imaginé que habría dicho lo mismo a montones de hombres. Y montones de hombres se habrían quedado con tal de no perderla.

Nos vestimos en silencio.

Cuando estábamos a punto de salir pensé de pronto en algo.

—¿Daphne?

—¿Sí, Easy? —preguntó con voz aburrida.

—Quería saber algo.

—¿Qué?

—¿Por qué me llamaste ayer?

Volvió sus ojos verdes hacia mí.

—Te amo, Easy. Lo supe desde el primer momento en que te vi.