El Sunndge era un pequeño motel de color rosa, constituido por dos edificios rectangulares que se unían formando una L alrededor de una superficie de parking asfaltada. El barrio era en su mayoría mexicano, como la mujer que se hallaba sentada tras la mesa de recepción. Era una india mexicana pura; baja, ojos almendrados e intensa tez olivácea con bastante rojo. Sus ojos eran muy oscuros y su cabello negro, salvo cuatro canas que me indicaron que debía de ser mayor de lo que parecía.
Me miró con expresión interrogante.
—Busco a una amiga —dije.
Su mirada se tornó más intensa; vi la densa trama de arrugas en las comisuras de sus ojos.
—Su apellido es Monet, es francesa.
—No permitimos hombres en las habitaciones.
—Acabo de hablar con ella. Podemos salir a tomar un café si no se puede hablar aquí.
Desvió la mirada como indicando que nuestra conversación había concluido.
—No quiero ser irrespetuoso, señora, pero esa chica tiene un dinero mío y estoy dispuesto a golpear todas las puertas hasta que la encuentre.
Se volvió hacia la puerta trasera, pero antes de que pudiera llamar a nadie le dije:
—Señora, estoy dispuesto a pelear con sus hermanos y sus hijos con tal de hablar con esa mujer. No quiero hacerle daño, ni tampoco a usted, pero debo tener unas palabras con ella.
Me calibró con la mirada, levantando la nariz en el aire como un perro receloso que inspecciona a un cartero nuevo, y midió la distancia hasta la puerta trasera.
—Once, al fondo —dijo al fin.
Corrí hacia el fondo del edificio.
Mientras golpeaba en la puerta número once miraba por encima del hombro.
Ella llevaba un albornoz gris y la cabeza envuelta en una toalla, a modo de turbante. En ese momento sus ojos eran verdes, y al verme sonrió. Con todos los problemas que teníamos los dos, ella sonreía como si yo fuera un amigo que llegaba a una cita.
—Pensé que era la asistenta —dijo.
—No —mascullé. Con aquel albornoz estaba más hermosa que nunca—. Tenemos que salir de aquí.
Ella miraba más allá de mi hombro.
—Mejor que primero hablemos con la administradora.
La mujer avanzaba acompañada por dos mexicanos barrigudos. Uno de ellos blandía un palo Se pararon a treinta centímetros de mí; Daphne entornó la puerta para ocultarse.
—¿La está molestando, señorita? —preguntó la administradora.
—No, señora Guitierra. El señor Rawlins es amigo mío. Me va a llevar a cenar. —Daphne se divertía.
—No quiero hombres en las habitaciones —dijo la mujer.
—No te molesta esperar en el coche, ¿verdad, Easy?
—Creo que no.
—Déjenos terminar de hablar, señora Guitierra, y después él esperará en el coche.
Uno de los hombres me miraba como si quisiera romperme el cuello con el palo. El otro miraba a Daphne; también él quería algo.
Cuando volvieron hacia la oficina, todavía sin quitarnos los ojos de encima, le dije a Daphne:
—Escucha. Me has hecho venir solo y aquí estoy. Ahora necesito que me pagues con la misma moneda, así que quiero que me acompañes a un sitio que conozco.
—¿Y cómo sé que no me vas a llevar al hombre que contrató Carter? —Sus ojos reían.
—Ese tipo no me interesa… Ya hablé con ese Carter novio tuyo.
Eso le borró la sonrisa de la cara.
—¿Hablaste con él? ¿Cuándo?
—Hace dos o tres días. Quiere que vuelvas y Albright quiere los treinta mil.
—No voy a volver con él —dijo, y supe que era cierto.
—De eso podemos hablar en otro momento. Ahora tienes que salir de aquí.
—¿Adónde?
—Conozco un sitio. Tienes que alejarte de los hombres que te buscan, y yo también. Te llevaré a un lugar seguro y entonces hablaremos de lo que podemos hacer.
—No puedo marcharme de Los Angeles. Antes tengo que hablar con Frank. Ya debe de haber vuelto. Pero lo he llamado muchas veces y no está en su casa.
—La policía lo relacionó con Coretta; a estas alturas debe de estar mintiéndoles.
—Tengo que hablar con Frank.
—Está bien, pero debemos irnos de aquí ahora mismo.
—Espera un segundo —dijo. Entró en la habitación un momento. Cuando reapareció me entregó un montón de billetes envueltos en un papel—. Ve a pagar la habitación, Easy. Así no nos molestarán cuando nos vean sacando las maletas.
A todos los caseros les encanta el dinero. Cuando pagué la cuenta de Daphne los dos hombres se fueron y la mujer hasta logró sonreírme.
Daphne tenía tres maletas, pero ninguna era la maleta vieja que llevaba la noche que nos conocimos.
Condujimos un largo trecho. Yo quería alejarme de Watts y Compton, así que fuimos a la parte este de Los Ángeles, a lo que hoy llaman El Barrio. En aquel entonces era un barrio judío como tantos, que luego fue tomado por los mexicanos.
Atravesamos muchas casas pobres, tristes palmeras y miles de niños que jugaban y gritaban en las calles.
Por último llegamos a una casa vieja y destartalada que en otra época había sido una mansión. Tenía un gran porche de cemento con un alto techo verde y dos grandes ventanas en cada uno de los tres pisos. Dos de las ventanas estaban rotas y tapadas con cartones y trapos. Había tres perros y ocho coches viejos desparramados por el patio de arcilla roja bajo las ramas de un roble enfermizo y decadente. Seis o siete chicos jugaban entre las ruinas. En la verja había un cartelito de madera que rezaba: «Habitaciones».
Un viejo entrecano vestido con un mono y una camiseta estaba sentado en una silla de aluminio al pie de las escaleras.
—Hola, Primo —saludé.
—Easy —me contestó—. ¿Qué haces aquí? ¿Te has perdido?
—No, hermano. Quería un poco de privacidad y pensé en probar contigo.
Primo era mexicano de pura cepa. Esto fue allá por 1948, antes de que los mexicanos y los negros comenzaran a odiarse entre ellos. En aquel entonces, antes del descubrimiento de las diferencias entre las razas, negros y mexicanos se consideraban iguales. Es decir, pobres y desafortunados que siempre bailaban con la más fea.
Conocí a Primo en una época en que trabajé de jardinero. Trabajábamos juntos, con un equipo de hombres, y tomábamos encargos importantes de Beverly Hills y Brentwood. Hasta cuidamos un par de lugares en el centro, más allá de la Seis.
Primo era un buen tipo y le gustaba salir conmigo y mis amigos. Nos decía que había comprado aquella gran casa para convertirla en hotel. Siempre nos rogaba que fuéramos y le alquiláramos una habitación o se lo dijéramos a nuestros amigos.
Cuando avancé por el sendero se puso de pie. Apenas me llegaba al pecho.
—¿Cómo es eso? —me preguntó.
—¿Tienes algo más o menos privado?
—Tengo una casita en el fondo que puede serviros a ti y la señorita. —Se agachó para mirar a Daphne, que se había quedado en el coche. Ella le sonrió.
—¿Cuánto?
—Cinco dólares la noche.
—¿Cómo?
—Es toda una casa, Easy. Hecha para el amor. —Me guiñó un ojo.
Podría haberle regateado y me habría divertido, pero tenía otras cosas en la cabeza.
—Está bien.
Le di un billete de diez dólares y él nos indicó el sendero que rodeaba la casa grande hasta la casita del fondo. Hizo ademán de acompañarnos pero le detuve.
—Por favor, Primo —le dije—. Nos vendría bien un poco de tequila, ¿eh?
Sonrió, me palmeó el brazo y se volvió para irse. Deseé que mi vida fuera tan simple como para no tener más preocupación que pasar una buena noche con una chica blanca.
Lo primero que vimos fue una masa de arbustos florecidos de madreselvas, cabezas de dragón y granadillas. Entre las ramas habían cortado en forma despareja un agujero del tamaño de un hombre. Pasando ese umbral se veía una pequeña construcción, como una cochera o la casa del jardinero de una gran mansión. Tres lados de la casa lo formaban paredes de vidrio del suelo al tejado. Todas las puertas se abrían hacia fuera, al patio de cemento que rodeaba los tres lados de la casa, pero estaban todas cerradas. La puerta del frente era de madera, pintada de verde.
Largas cortinas blancas se cerraban sobre las ventanas. Dentro, la casa consistía sólo en una gran habitación con una desvencijada cama con somier de muelles en un lado y una cocinita de dos fuegos en el otro. Había una mesa con una tostadora encima, cuatro sillas altas y un gran sofá tapizado con un material marrón oscuro con gigantescas flores amarillas.
—Es hermoso —exclamó Daphne.
La expresión de mi rostro debió de indicar que estaba loca, porque se sonrojó un poco y agregó:
—Bueno, necesita algún arreglo, pero creo que se podría lograr algo bonito.
—Tal vez tirándolo abajo…
Daphne rió, y eso fue muy agradable. Como he dicho antes, era como una niña y su placer infantil me conmovía.
—Es hermoso —repitió—. No lujoso, pero tranquilo e íntimo. Nadie podría vernos aquí.
Puse sus maletas junto al sofá.
—Tengo que salir un momento —dije. Una vez que la tuviera colocada pensaría en cómo arreglar las cosas.
—Quédate.
—Tengo que salir, Daphne, dos tipos peligrosos y la policía de Los Angeles me andan buscando.
—¿Qué tipos peligrosos?
Se sentó en el borde de la cama y cruzó las piernas. En el motel se había puesto un vestido amarillo que mostraba sus hombros tostados.
—El hombre que contrató tu amigo, y Frank Green, tu otro amigo.
—¿Qué tiene que ver Frankie contigo?
Me acerqué y ella se levantó. Me abrí el cuello de la camisa y le mostré el corte de la garganta, diciéndole:
—Esto es lo que Frankie le hizo a Easy.
—¡Oh, amor! —Extendió suavemente una mano hacia mi cuello.
Tal vez fue el roce de una mano femenina lo que me conmovió, o tal vez fue el darme cuenta al fin de lo que me había ocurrido la semana anterior; no sé.
—¡Mira! ¡Esto me lo hizo la policía! —dije, señalándole el morado de mi ojo—. Me han arrestado dos veces, me han acusado de dos asesinatos, me ha amenazado gente que no conocía y… —Sentía que el hígado se me iba a salir por entre los dientes.
—Oh, pobrecito —dijo ella mientras me tomaba de un brazo y me llevaba al baño. Mientras abría el grifo de la bañera no me soltó el brazo. Me desabotonó la camisa, me bajó los pantalones.
Yo estaba allí sentado, desnudo en el asiento del inodoro, y observaba cómo revisaba el botiquín de puertas de espejo. Sentí algo muy dentro de mí, algo oscuro como el jazz cuando te recuerda que la muerte aguarda.
—Muerte —chirría el saxofón. Pero, la verdad, no me importó.