A Zeppo siempre se le podía encontrar en la esquina de la Cuarenta y nueve con McKinley. Era medio negro, medio italiano, y perlésico. Pasaba allí las horas mirando al mundo como un ministro flaco y ceñudo cuando le llega la palabra del Señor. Hacía toda clase de muecas con la cara. A veces se doblaba hasta tocar el suelo y ponía ambas palmas sobre el pavimento, como si la calle tratara de tragarlo y él se resistiera.
Ernest, el barbero, dejaba a Zeppo mendigar frente a su establecimiento, porque sabía que los chicos del barrio no molestarían al pobre tipo mientras se encontrara frente al escaparate de la barbería.
—Hola, Zeppo, ¿cómo te va? —saludé.
—B-b-bi-bien, Ease. —A veces las palabras le salían con facilidad, y otras ni siquiera lograba terminar una frase.
—Bonito día, ¿no?
—S-s-s-sí. B-b-bu-buen d-d-dí-día —tartamudeó, llevándose las manos a la cara como si fueran garras.
—Bien —dije, y entré en la barbería.
—Hola, Easy —me saludó Ernest mientras doblaba el diario y se levantaba de su silla de barbero. Me senté en su lugar y desplegó sobre mí el paño blanco y crujiente, anudándomelo en la garganta—. ¿No venías los jueves, Easy?
—No podemos ser siempre iguales, Ernest. Tenemos que ir cambiando con el tiempo.
—¡Ya lo tengo! ¡Por Dios, dame esos siete! —gritó alguien desde la parte posterior del pequeño local. Siempre había juegos de dados en el fondo del establecimiento de Ernest; un grupo de cinco hombres se hallaba de rodillas detrás, más allá del tercer sillón.
—Así que esta mañana te has mirado al espejo y has visto que tenías que cortarte el pelo, ¿eh? —me preguntó Ernest.
—Voy peludo como un oso.
Ernest se rió y dio un par de tijeretazos en el aire, a modo de práctica previa.
Ernest siempre escuchaba ópera italiana por la radio. Si uno le preguntaba por qué, simplemente respondía que a Zeppo le gustaba. Pero Zeppo no oía la radio desde la calle y Ernest sólo le permitía entrar en el establecimiento una vez al mes, para hacerle un corte de pelo gratis.
El padre de Ernest era un borracho. Les pegaba al pobre Ernest y a la madre de éste hasta que corría sangre. Así que Ernest no tenía mucha paciencia con los borrachos. Y Zeppo bebía. Creo que todas aquellas muecas que hacía no habrían resultado tan desagradables si no hubiera tenido el gaznate lleno de whisky barato. Así que mendigaba hasta reunir el dinero suficiente para comprar una lata de judías y un cuarto de whisky. Y entonces Zeppo se emborrachaba.
Ernest no permitía a Zeppo entrar en su establecimiento porque estaba siempre borracho o camino de estarlo.
Una vez le pregunté por qué dejaba que Zeppo se quedara frente al local, si él detestaba tanto a los borrachos. Y él me respondió:
—Algún día el Señor puede preguntarme por qué no cuidé de mi pequeño hermano.
Conversamos un poco mientras los hombres seguían con sus dados y Zeppo se contorsionaba y hacía muecas en la ventana; Don Giovanni susurraba desde la radio. Yo quería averiguar por dónde andaba Frank Green, pero tenía que surgir de la conversación de modo normal. La mayoría de los barberos conocen toda la información importante de la comunidad. Por eso fui a cortarme el pelo.
Ernest me enjabonaba con la brocha alrededor de las orejas cuando entró Jackson Blue.
—Buenas, Ernest, Ease —saludó, acompañándose con un gesto de la mano.
—Jackson —dije.
Le eché un vistazo a Lenny. Era un hombre gordo, arrodillado con su ropa de jardinero y una gorra blanca de pintor. Mordía la punta de un cigarro y miró de soslayo a Jackson Blue.
—Dile a ese flaco de mierda que se vaya de aquí, Ernie. Voy a matar a ese hijo de puta. Y no bromeo —advirtió Lenny.
—A ti no te está molestando, Lenny. Vuelve a tu juego o vete de aquí.
Algo bueno de los barberos es que tienen una docena de navajas afiladas, que pueden usar para mantener el orden en su establecimiento.
—¿Qué le pasa a Lenny? —pregunté.
—Es un idiota —contestó Ernest—. Eso es lo que le pasa. Lo mismo que Jackson.
—¿Qué han hecho?
Jackson era menudo y muy oscuro. Tan negro que su piel lanzaba reflejos azulados a pleno sol. Se encogió e hizo brillar sus grandes ojos en la puerta.
—A Lenny lo ha vuelto a dejar la novia… Ya conoces a Elba —explicó Ernest.
—¿Ah, sí?
Yo no sabía cómo llevar la conversación hacia Frank Green.
—Y ha estado coqueteando con Jackson sólo para enfurecer a Lenny.
Jackson miraba el suelo. Llevaba un traje holgado, azul, y un sombrero de fieltro de ala corta.
—¿Eso ha hecho?
—Sí, Easy. Y ya sabes que Jackson puede acabar en una picadora de carne si la cosa pasa a mayores.
—Yo no hice nada con ella. Fue ella quien se lo inventó —protestó Jackson, enfurruñado.
—¿Así que también mi hermanastro miente? —dijo Lenny, que se nos había acercado. Era como una escena cómica de una película, porque Jackson parecía asustado, como un perro acorralado, y Lenny, con la gorda panza colgándole, semejaba un perro pendenciero que lo atacaba.
—¡Fuera! —gritó Ernest, colocándose entre ambos—. Aquí puede venir cualquiera, pero sin pelear.
—Este mequetrefe imbécil va a tener que explicarme lo de Elba, Ernie.
—Pero no aquí. Te juro que vas a tener que pasar por encima de mí para coger a Jackson, y ya sabes que él no vale tanto esfuerzo.
Recordé entonces cómo ganaba Jackson el dinero a veces.
Lenny estiró las manos hacia Jackson pero el hombrecito se amparó detrás de Ernest, que permaneció donde estaba, como una roca, y dijo:
—Vuelve a tu juego mientras te corra sangre por las venas, hermano. —Y sacó una navaja afilada del bolsillo de su bata azul.
—A mí no me amenaces, Ernie. No soy un mierda cualquiera. —Movía la cabeza hacia atrás y adelante, tratando de ver a Jackson, que seguía tras la espalda del barbero.
Empecé a ponerme nervioso sentado allí entre ellos y me saqué el babero. Lo usé para limpiarme la espuma del cuello.
—¿Ves, Lenny? Estás molestando a mi cliente, hermano. —Ernest apuntó a la barriga de Lenny con un dedo grueso como un riel de ferrocarril—. O vuelves al fondo o te despellejo. Hablo en seno.
Cualquiera que conociera a Ernest sabía que aquélla era su última advertencia. Había que ser rudo para trabajar de barbero, porque ese negocio constituía el centro de actividad de ciertos elementos de la comunidad. Jugadores, apostadores y toda clase de comerciantes independientes se reunían en la barbería, que era como un club social. Y cualquier club social necesitaba un poco de orden para funcionar sin problemas.
Lenny hizo vanos movimientos con el mentón y los hombros, y luego retrocedió unos pasos. Me levanté del sillón y puse seis monedas de veinticinco centavos en el mostrador.
—Aquí tienes, Ernie —dije.
Ernie asintió con la cabeza, pero estaba demasiado ocupado con Lenny para mirarme.
—Por qué no nos vamos —le dije al acobardado Jackson. Siempre que se ponía nervioso se llevaba la mano a la entrepierna; en aquel momento se la cogía con fuerza.
—Seguro, Easy, parece que Ernie está bastante ocupado.
Doblamos por la primera esquina a la que llegamos y luego seguimos por un callejón, a media manzana. Si Lenny nos perseguía, tendría que buscarnos.
No nos encontró, pero cuando caminábamos por Merriweather Lane alguien gritó:
—¡Blue!
Era Zeppo. Avanzó renqueando hasta nosotros como si llevara unas muletas invisibles. A cada paso parecía a punto de caerse, pero luego daba otro, aguantándose por un pelo.
—Hola, Zeppo —dijo Jackson. Miraba por encima del hombro de Zeppo para ver si venía Lenny.
—J-Jackson.
—¿Qué quieres, Zeppo? —Yo también quería algo de Jackson, y no deseaba público.
Zeppo estiró la cabeza más hacia atrás de lo que yo creía posible, y luego se llevó las muñecas al hombro. Parecía un pájaro agonizante. Su sonrisa era como la propia muerte.
—L-l-lenny e-e-es-está c-c-como l-l-lo-loco. —Empezó a toser, cosa que para Zeppo era una risa—. ¿E-e-es-tás v-v-vendiendo, B-Blue?
Tuve ganas de darle un beso al desgraciado.
—No, hermano —respondió Jackson—. Ahora Frank se ocupa de los grandes. Sólo vende al por mayor a los almacenes. Dice que no quiere calderilla.
—¿Ya no vendes para Frank? —pregunté.
—No. Es muy grande para un negro como yo.
—¡Mierda! Yo también buscaba un poco de whisky. Me apetece dar una fiesta y necesito alcohol.
—Bueno, a lo mejor te puedo conseguir algo, Ease. —Los ojos de Jackson se iluminaron. Todavía se daba la vuelta de vez en cuando para ver si aparecía Lenny.
—¿Cómo?
—Tal vez si compras bastante, Frank acepte vendernos.
—¿Como cuánto?
—¿Cuánto necesitas?
—Una o dos cajas de Jim Beam, digamos.
Jackson se rascó el mentón.
—Sí, a mí Frank me vendería una caja. Podría comprar tres y vender una por botellas.
—¿Cuándo vas a verlo? —Debí de parecer muy ansioso, porque en los ojos de Jackson se encendió una chispa de precaución. Aguardó un largo instante y luego preguntó:
—¿Qué pasa, Easy?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir —respondió—: ¿Por qué estás buscando a Frank?
—Hermano, no sé a qué te refieres. Lo único que sé es que tengo gente en casa el sábado y el armario está vacío. Tengo un par de dólares pero me echaron el lunes pasado y no me lo puedo gastar todo en whisky.
Zeppo permaneció todo el rato bamboleándose junto a nosotros. Estaba esperando ver si de nuestra conversación se materializaba una botella.
—Bueno, está bien, si lo necesitas rápido —dijo Jackson, todavía sospechando—… ¿Y no puedes conseguirlo en otra parte?
—No me interesa. Lo que quiero es un poco de whisky barato, y pensé que te dedicabas a eso.
—Así es, Easy. Ya sabes que por lo general le compro a Frank, pero a lo mejor podría ir a algún lugar al que él venda. Cuesta un poco más, pero igualmente ahorrarías dinero.
—Lo que digas, Jackson. Tú llévame allí.
—Y-yo t-t-tam-también v-v-voy —dijo Zeppo.