Capítulo 18

Tenía que encontrar a Frank Green.

Mano de Cuchillo tenía la respuesta a mis problemas. Sabía dónde estaba la chica, si es que lo sabía alguien, y sabía quién había matado a Coretta; de eso yo estaba seguro. También Richard McGee estaba muerto, pero esa muerte no me importaba porque la policía no podía relacionarme con ella.

No es que no tuviera sentimientos hacia el muerto; pensaba que estaba mal asesinar a un hombre, y me parecía que en un mundo más perfecto el asesino debía ser llevado ante la justicia.

Pero no creía que hubiera justicia para los negros. Pensé que podía haber algo de justicia para el hombre negro si tenía dinero para engrasarla. El dinero no constituye una apuesta segura pero es lo más cercano a Dios que he visto en este mundo.

Pero yo no tenía dinero. Era pobre y negro y buen candidato para la penitenciaría a menos que pudiera lograr que Frank se interpusiera entre mí y las fuerzas de DeWitt Albright y la ley.

Así que salí a buscarlo.

El primer lugar al que me dirigí fue el Ricardo's Salón de Billar, en Slauson. Ricardo's no era más que un agujero en la pared, sin ventanas y con una sola puerta. No tenía cartel en la fachada porque o uno sabía dónde quedaba Ricardo's o más valía que no se acercara por allí.

Joppy me había llevado allí unas cuantas veces después de cerrar su bar. Era un sitio más bien serio, poblado de tipos siniestros de ojos amarillentos que fumaban y bebían mucho mientras esperaban poder cometer algún crimen.

Era el tipo de lugar donde podían matarlo a uno, pero yo me encontraba a salvo mientras fuera acompañado por un duro como Joppy Shag. Aun así, cuando Joppy se alejaba de la mesa de billar para ir al lavabo, yo casi podía sentir la violencia que palpitaba en la oscuridad.

Pero para buscar a Frank Green tenía que ir a sitios como Ricardo's. Porque Frank estaba en el negocio del crimen. Tal vez había alguien que le había quitado su dinero o se había metido con su chica, y Frank necesitaba un pistolero que lo respaldara en el asunto… En ese caso, el lugar adecuado adonde ir era Ricardo's. Quizá necesitaba una manita extra para hacerse con un cargamento de cigarrillos. Los hombres de Ricardo's eran desesperados; vivían para el crimen.

Era un salón grande con cuatro mesas de billar, una lámpara de pantalla verde colgando sobre cada una. Contra las paredes había una línea de sillas de respaldo recto donde se sentaba la mayoría de los clientes, que bebían de botellas envueltas en bolsas de papel marrón y fumaban bajo la luz mortecina. Sólo un joven muy flaco jugaba al billar. Era Mickey, el hijo de Rosetta.

Rosetta administraba el local desde que Ricardo se había puesto enfermo de diabetes y había perdido las dos piernas. Permanecía arriba, en algún lugar, en una cama individual, bebiendo whisky y contemplando las paredes.

Cuando me enteré de la enfermedad de Ricardo, le dije a Rosetta:

—Lo siento, Rose.

El rostro de Rosetta era regordete y ancho. Sus ojillos como cuentas se hundían en sus mejillas rechonchas y morenas. Me miró de soslayo y me dijo:

—Ya ha trabajado bastante, como dos hombres, o más. Creo que ahora puede descansar.

Fue todo lo que dijo.

Estaba sentada a la única mesa de naipes, en el extremo opuesto del salón. Me acerqué a ella y le dije:

—Buenas noches, Rosetta, ¿cómo estás?

—¿Has venido con Joppy? —preguntó, mirando alrededor.

—No. Todavía está trabajando en el bar.

Rosetta me miró como si yo fuera un gato vagabundo que buscaba comerle su queso.

El salón estaba tan oscuro y lleno de humo que yo no lograba distinguir lo que hacía nadie, salvo Mickey, pero sentí los ojos que se clavaban en mí desde la bruma. Cuando me di la vuelta hacia Rosetta vi que también ella miraba.

—¿Alguien ha estado vendiendo buen whisky últimamente, Rose? —le pregunté. Esperaba mantener una conversación ligera con ella antes de hacerle mi pregunta, pero su manera de mirar me desequilibró y el salón estaba demasiado silencioso como para charlar solamente.

—Esto no es un bar, querido. Si quieres whisky vete al local de tu amigo Joppy. —Le echó un vistazo a la puerta, indicándome que me marchara, supongo.

—No quiero beber, Rose. Tengo que comprar una o dos cajas. Pensé que tal vez tú supieras cómo conseguirlas.

—¿Por qué no le preguntas a tu amigo? Él sabe de dónde sale el whisky.

—Joppy me ha mandado aquí, Rose. Él dice que tú lo sabes.

Todavía desconfiaba de mí, pero vi que no tenía miedo.

—Puedes hablar con Frank Green si quieres comprar cajas.

—¿Sí? ¿Y dónde le encontraré?

—Hace unos cuantos días que no le veo. O se ha ido a vivir con alguna o no le está yendo bien el negocio.

Eso fue todo lo que me dijo Rosetta sobre el tema. Encendió un cigarrillo y me dio la espalda. Le di las gracias otra vez y me acerqué a Mickey.

—¿Ocho bolas?

Realmente no importaba lo que jugáramos. Puse uno de cinco y lo perdí, y después perdí otros cinco. Eso me costó una media hora. Cuando supuse que había pagado bastante por mi información, saludé al tunante y salí al sol.

Tenía una sensación de gran dicha mientras me alejaba de Ricardo's. No sé cómo expresarlo, exactamente. Era como si por primera vez en mi vida estuviera haciendo algo por mí mismo. Nadie me decía qué hacer. Actuaba por cuenta propia. Quizá no había encontrado a Frank, pero había logrado que Rosetta me diera su nombre. Si hubiera sabido dónde estaba, aquel día habría dado con él.

Había una gran casa en la calle Isabella, al final de un callejón sin salida. Era el local de Verme. Muchos obreros caían por allí de vez en cuando, para visitar a alguna de las chicas de Verme. Era un lugar agradable. El segundo y tercer pisos tenían tres dormitorios cada uno y el primer piso una cocina y una sala de estar donde los invitados se entretenían mientras esperaban.

Verme era una mujer de piel clara y pelo dorado estropajoso. Pesaba unos ciento cincuenta kilos. Pasaba todo el día y toda la noche en la cocina, cocinando. Su hija, Darcel, que tenía el mismo tamaño que su madre, recibía a los hombres en el saloncito y cobraba unos cuantos dólares por la comida y la bebida.

Algunos hombres, como Odell, se contentaban con sentarse por allí y beber y escuchar música en el tocadiscos. Verme salía de vez en cuando a saludar a gritos a los viejos amigos y presentarse a los nuevos.

Pero si uno iba allí en busca de compañía, arriba había chicas sentadas frente a sus puertas cuando no estaban ocupadas con un cliente.

También Huey Barnes se sentaba en el vestíbulo del segundo piso. Era un hombre de caderas anchas y huesos fuertes con cara de niño inocente. Pero, pese a su aspecto, Huey era rápido y violento, y su presencia hacía que todo el negocio de Verme anduviera sobre ruedas.

Fui a primera hora de la tarde.

—Easy Rawlins. —Darcel extendió sus gordas manos hacia mí—. Hubiera apostado que habías muerto y nos habías dejado para irte al cielo.

—No, Darcie. Ya sabes que me estaba guardando para ti.

—Bueno, ven aquí, amor. Ven aquí.

Me llevó de la mano hasta la sala. Había unos cuantos hombres sentados, bebiendo y escuchando discos de jazz. También había un gran bol de arroz sucio en la mesita de café, y platos de porcelana.

—¡Easy Rawlins! —La voz fue de la puerta de la cocina—. ¿Cómo estás, querido? —preguntó Verme mientras corría hacia mí.

—Muy bien, Verme, muy bien.

La mujerona me abrazó tan fuerte que sentí que me hundía en un colchón de plumas.

—Ah —gruñó, casi levantándome del suelo—. ¡Hace tanto que no vienes, amor! ¡Tanto!

—Sí, sí —dije. Le devolví el abrazo y caímos en el sofá.

Verme me sonrió.

—Quédate un ratito, Easy. Quiero que me cuentes cómo andan las cosas antes de que te vayas arriba. —Y volvió a la cocina.

—Hola, Ronald, ¿cómo te va? —le dije al hombre que tenía al lado.

—Tirando, Ease —respondió Ronald White. Era fontanero en la ciudad. Siempre llevaba puesto su mono de trabajo, estuviera donde estuviese. Decía que la ropa de faena es la única ropa de verdad que tiene un hombre.

—¿Tomándote un respiro de tanto crío? —Me gustaba incordiar a Ronald con el tema de su familia. Su mujer paría un hijo cada doce o catorce meses. Era religiosa y no creía en eso de tomar precauciones. A los treinta y cuatro años Ronald tenía nueve hijos, y uno en camino.

—Les gusta destrozar todo, Easy. Te lo juro. —Ronald sacudió la cabeza—. Treparían al techo si tuvieran de donde agarrarse. ¿Sabes? A veces me da miedo volver a casa.

—Vamos, hombre, no puede ser tan terrible.

La frente de Ronald se arrugó como una ciruela seca, y su rostro reflejaba dolor cuando dijo:

—No te miento, Easy. Llego y hay todo un ejército de niños corriendo directamente hacia mí. Primero los mayores, que vienen saltando. Después, los que apenas pueden caminar. Y mientras los más pequeños avanzan gateando, viene Mary, tan débil que parece muerta, y con dos bebés en los brazos.

»En serio, Easy. Gasto cincuenta dólares en comida y los críos arrasan con todo. Comen siempre que no gritan. —Había lágrimas de verdad en los ojos de Ronald—. Te juro que no aguanto más, hermano. Te lo juro.

—¡Darcel! —aullé—. Tráele una copa a Ronald, rápido. Sabes que la necesita.

Darcel trajo una botella de I. W. Harpers y nos sirvió una copa a los tres. Le di tres dólares por la botella.

—Sí —dijo Curtis Cross. Estaba sentado frente a un plato de arroz ante la mesa de comer—. Los niños son las criaturas más peligrosas de la Tierra, con excepción de las chicas jóvenes de quince a cuarenta y dos.

Eso hizo sonreír a Ronald.

—No sé —dijo Ronald—. Yo quiero a Mary, pero creo que tendré que huir pronto. Esos chicos me van a matar si no lo hago.

—Toma otra copa. Darcie, sigue sirviéndonos, ¿eh? Este hombre necesita olvidar.

—Ya has pagado esa botella, Easy. Puedes desperdiciarla como quieras. —Como a la mayoría de las mujeres negras, a Darcel no le gustaba escuchar que un hombre quería abandonar a su esposa y sus hijos.

—¿Sólo tres dólares y aún así ganas algo? —pregunté haciéndome el asombrado.

—Compramos en grandes cantidades, Easy. —Darcie me sonrió.

—¿Yo también podría comprar así? —pregunté, como si fuera la primera vez que oía hablar de comprar cosas robadas.

—No sé, querido. Ya sabes que mamá y yo le encargamos las compras a Huey.

Hasta ahí llegaba yo. Huey no era hombre para preguntarle por Frank Green. Huey era como Junior Forney: malvado y resentido. No iba a contarle mis asuntos a él.

Alrededor de las nueve llevé a Ronald a su casa, en mi coche. Lloraba en mi hombro cuando lo dejé en la puerta.

—Por favor, no me dejes entrar ahí, Easy. Llévame contigo, hermano.

Hice un esfuerzo para no reírme. Vi a Mary en el umbral. Estaba delgada, salvo la barriga, y sostenía un bebé en cada brazo. Todos los hijos se arremolinaban a su alrededor, empujándose entre sí para poder ver a su padre que regresaba al hogar.

—Vamos, Ron. Tú hiciste todos esos bebés, así que ahora debes irte a dormir en tu cama.

Recuerdo haber pensado que, si sobrevivía a todos los problemas que tenía en aquel momento, mi vida sería bastante buena. Pero Ronald no tenía ninguna posibilidad de ser feliz, a menos que le destrozara el corazón a su pobre familia.

Durante todo el día siguiente fui a los bares en los que Frank vendía su mercancía robada, y a los garitos de dados que frecuentaba. Pero en ningún momento saqué a relucir el nombre de Frank. Era un tipo escurridizo, como todos los gangsters, y si le parecía que la gente hablaba de él por ahí se ponía nervioso; y si Frank se ponía nervioso me podría matar antes de que cantara un gallo.

Fueron aquellos dos días, más que cualquier otro lapso, los que me hicieron detective.

Sentía un secreto regocijo cuando entre en el bar y pedí una cerveza con dinero que me había pagado otro. Le pregunté el nombre al mozo que atendía la barra y no le hablé de nada, pero en realidad, tras mi charla amistosa, se escondía mi trabajo para encontrar algo. Nadie sabía tras qué andaba yo y eso me hacía sentir como invisible; la gente pensaba que me veía pero lo que realmente veía era una ilusión de mí mismo, algo que no era real.

En ningún momento me sentí aburrido ni frustrado. Ni siquiera le tenía miedo a DeWitt Albright entonces. Me creía, absurdamente, a salvo incluso de su salvaje violencia.