Puse sobre la cómoda la tarjeta que me había dado DeWitt Albright. Decía:
MAXIM BAXTER
Jefe de Personal
Inversiones Lion
Abajo, a la derecha, había una dirección del Bulevar La Ciénaga.
A las diez de la mañana estaba vestido con mi mejor traje y listo para salir. Pensé que ya era hora de recoger mi propia información. Aquella tarjeta era una de las dos cosas que tenía para seguir adelante, así que volví a cruzar la ciudad en el coche hasta un pequeño edificio de oficinas que se hallaba justo debajo de Melrose, en La Ciénaga. Inversiones Lion ocupaba todo el edificio.
La secretaria, una señora de edad y cabello azul, se hallaba concentrada en el libro mayor que tenía sobre el escritorio. Cuando mi sombra cayó sobre el secante, ella le dijo a la sombra:
—¿Sí?
—Vengo a ver al señor Baxter.
—¿Tiene cita?
—No. Pero el señor Albright me dio su tarjeta y me dijo que viniera cuando pudiera.
—No conozco a ningún señor Albright —le dijo nuevamente a la sombra que caía sobre su escritorio—. Y el señor Baxter es un hombre muy ocupado.
—Entonces tal vez él conozca al señor Albright. Él me dio su tarjeta.
Arrojé la tarjeta sobre la página que ella estaba leyendo, y levantó la vista.
Lo que vio la sorprendió.
—¡Oh!
Le devolví la sonrisa.
—Si está ocupado, puedo esperar. Tengo algo de tiempo libre.
—Yo, eh…, veré si dispone de un momento, ¿señor…?
—Rawlins.
—Si quiere sentarse en el sillón, yo vuelvo enseguida.
Pasó por una puerta que estaba detrás del escritorio. Al cabo de unos minutos salió otra mujer mayor. Me miró con desconfianza y retomó la tarea que había dejado la otra.
La sala de espera era bastante agradable. Había un gran sofá negro de piel contra una ventana que daba al Bulevar La Ciénaga. A través de la ventana se veía uno de esos restaurantes finos, el Angus Steak House. En la puerta había un hombre con uniforme, presto a abrirle la puerta a toda la gente de pasta que iba a tirar el sueldo de todo un día en cuarenta y cinco minutos. El portero parecía feliz. Me pregunté cuánto sacaría en propinas.
Había una larga mesita para café frente al sofá. Estaba cubierta de diarios y revistas de negocios. Nada para las mujeres. Y nada para los hombres que pudieran buscar algo de deportes o entretenimientos. Cuando me cansé de observar al hombre de uniforme abriendo puertas, empecé a mirar la sala.
En la pared opuesta al sofá había una chapa de bronce. En la parte superior se veía un óvalo vertical con un halcón descendiendo en picado esculpido dentro. El halcón tenía tres flechas en las garras. Debajo figuraban los nombres de todos los socios y afiliados importantes de Inversiones Lion. Reconocí algunos de los nombres; pertenecían a celebridades sobre las que uno lee en el Times. Abogados, banqueros y simples ricos de siempre. El nombre del presidente estaba al final de la chapa, como si fuera una persona tímida que no quería que su nombre resaltara demasiado como el de responsable general. El señor Todd Carter no era la clase de hombre que deseaba difundir su nombre, me figuré. Es decir, ¿qué diría si se enterara de que una extraña chica francesa, que salía de noche a robar el coche de un muerto, andaba usando su nombre? Me reí lo suficientemente alto como para que la vieja que estaba detrás del escritorio levantara la vista y arrugara la frente.
—Señor Rawlins —dijo la primera secretaria mientras se me acercaba—. Ya sabe que el señor Baxter es un hombre muy ocupado. No tiene mucho tiempo…
—Bueno, entonces será mejor que me atienda deprisa, así puede volver a su trabajo.
A ella no le gustó eso.
—¿Puedo preguntarle cuál es la naturaleza de su solicitud?
—Claro que puede, pero no creo que su jefe quiera que hable con el personal sobre sus asuntos.
—Le aseguro, señor —dijo ella, apenas conteniendo la ira—, que cualquier cosa que deba usted decirle al señor Baxter está en buenas manos conmigo. Además, él no puede atenderle y yo soy la única persona con quien puede usted hablar.
—No.
—Me temo que así es. Ahora, si tiene algún mensaje que transmitirle, por favor dígamelo, así puedo volver a mi tarea.
Sacó un pequeño bloc y un lápiz de madera amarillo.
—Bueno, ¿señorita…?
Por alguna razón pensé que estaría bien que intercambiáramos apellidos.
—¿Cuál es su mensaje, señor?
—Comprendo —dije—. Bueno, mi mensaje es éste: tengo noticias para un tal señor Todd Carter, el presidente de su compañía, creo. Me dieron la tarjeta del señor Baxter para que le transmitiera un mensaje al señor Carter sobre un trabajo que me encomendó un tal señor DeWitt Albright.
Entonces me callé.
—¿Sí? ¿Y de qué trabajo se trata?
—¿Está segura de querer saberlo? —pregunté.
—¿Qué trabajo, señor? —Si estaba nerviosa, no se notaba.
—El señor Albright me contrató para encontrar a la novia del señor Carter después de que ella lo plantó.
Dejó de escribir y me miró por encima de la montura de sus bifocales.
—¿Es una broma?
—No que yo sepa, señora. En realidad, no he tenido oportunidad de reírme con ganas desde que empecé a trabajar para su jefe. Ni una sola vez.
—Disculpe —dijo.
Dejó el bloc en el escritorio golpeándolo con fuerza suficiente para sobresaltar a su ayudante, y desapareció otra vez a través de la puerta de detrás.
No habían pasado cinco minutos cuando salió un hombre con traje gris oscuro. Era alto, tenía abundante pelo y espesas cejas negras. Sus ojos parecían hundirse en las sombras bajo aquellas cejas tupidas.
—Señor Rawlins.
Su sonrisa era tan blanca que era digna de DeWitt Albright.
—¿Señor Baxter?
Me puse de pie y estreché la mano que me extendía.
—¿Por qué no me acompaña, señor?
Pasamos ante las dos ceñudas mujeres. Yo estaba seguro de que las dos se pondrían a parlotear con las cabezas juntas cuando el señor Baxter y yo cruzáramos la puerta.
Caminamos por un pasillo estrecho pero bien alfombrado, con las paredes empapeladas con una tela afelpada azul. Al final había una bonita puerta de roble con las palabras «Maxim T. Baxter, Vicepresidente» grabadas en ella.
La oficina era modesta y pequeña. El escritorio de fresno era bueno pero no grande ni lujoso. El suelo era de pino y la ventana de detrás del escritorio daba a una plaza de estacionamiento.
—No ha sido muy inteligente hablar sobre asuntos del señor Carter en la recepción —dijo Baxter en cuanto nos sentamos los dos.
—No quiero oír eso, hermano.
—¿Cómo?
Era una pregunta, pero había cierto tono de superioridad en su voz.
—He dicho que no quiero oír eso, señor Baxter. Ya me están pasando demasiadas cosas como para preocuparme por lo que a usted le parezca incorrecto. Verá, si le hubiera dicho a esa mujer que iba a atenderme, entonces…
—Yo le he pedido que tomara nota de su petición, señor Rawlins. Según entiendo, busca empleo. Podría haberle concedido una cita por carta…
—Estoy aquí para hablar del señor Carter.
—Eso es imposible —dijo. Entonces se puso en pie, como si eso pudiera asustarme.
Le miré y dije:
—Oiga, ¿por qué no se sienta y se pone en contacto con su jefe?
—No sé quién piensa que es, Rawlins. Ni siquiera hombres importantes se atreven a irrumpir aquí. Usted tiene suerte de que me haya molestado en atenderle.
—Quiere decir que el pobre negro tiene suerte de que el hombre prominente se haya molestado en insultarle, ¿eh?
En lugar de responderme, el señor Baxter miró el reloj.
—Tengo una cita, señor Rawlins. Dígame lo que quiere comunicarle al señor Carter, y si me parece apropiado lo llamaré.
—Eso es lo que me ha dicho la señora de fuera, y después usted me ha echado la culpa de hablar de más.
—Conozco bien la situación del señor Carter; las señoras de fuera, no.
—Podrá conocer bien lo que él le haya dicho, pero no tiene idea de lo que yo tengo que decirle.
—¿Y de qué se trata? —preguntó, volviendo a sentarse.
—Lo único que voy a decirle es que tal vez tenga que dirigir Lion desde una celda de la cárcel si no habla conmigo, y deprisa.
No sabía exactamente lo que quería decirle, pero eso sacudió a Baxter lo bastante como para que descolgara el teléfono.
—Señor Carter —dijo—, está aquí el agente del señor Albright y quiere verlo… Albright, el hombre que tenemos en el asunto Monet… Parece que es urgente, señor. Tal vez pueda verle…
Hablaron un poco más pero eso fue lo más importante.
Baxter me condujo otra vez al pasillo pero giró a la izquierda antes de atravesar la puerta que daba a las secretarias. Llegamos a una puerta de madera oscura, cerrada. Baxter tenía una llave y cuando la abrió vi que daba a un minúsculo ascensor acolchado.
—Suba, esto le llevará a la oficina de Carter —dijo Baxter.
No había sensación de movimiento, sólo el suave zumbido de un motor en alguna parte debajo del suelo. El ascensor contenía un banquito y un cenicero. Las paredes y el techo estaban cubiertos por una tela roja aterciopelada cortada en cuadrados. Cada cuadrado tenía un par de figuras danzantes dentro. Los hombres y mujeres que bailaban el vals iban vestidos como cortesanos de la corte francesa. El lujo me aceleró el corazón.
La puerta se abrió ante un hombre bajo, de cabeza colorada, que llevaba un traje marrón claro que debía de haber comprado en Sears Roebuck, y una sencilla camisa blanca con el cuello abierto. Al principio pensé que era el criado del señor Carter, pero luego me di cuenta de que éramos los únicos en la habitación.
—¿Señor Rawlins?
Se pasó los dedos por la decadente cabellera y me estrechó la mano. Su apretón era como de papel. El hombre era tan bajito y callado que más parecía un niño que un hombre.
—Señor Carter, he venido a decirle…
Levantó una mano y sacudió la cabeza antes de que yo pudiera proseguir. Me condujo a través de la amplia habitación, hasta un par de sofás rosados situados frente a su escritorio. Éste era del color y el tamaño de un gran piano. Las hermosas cortinas de brocado detrás del escritorio estaban abiertas, de modo que se veían las montañas de la parte trasera de Sunset Boulevard.
Recuerdo haber pensado que había un largo camino desde la vicepresidencia hasta la cima.
Nos sentamos cada uno en un sofá.
—¿Bebe?
Me señaló un botellón de cristal que contenía un líquido marrón, sobre una mesita auxiliar cerca de mí.
—¿Qué es? —Mi voz sonaba extraña en la gran habitación.
—Coñac.
Era la primera vez que tomaba una bebida realmente buena. Me gustó.
—El señor Baxter me ha dicho que usted tenía noticias de ese tal Albright.
—Bueno, no exactamente, señor.
Arrugó la frente cuando le dije eso. Era el ceño de un muchachito; sentí pena por él.
—Mire, no me gusta cómo van las cosas con el señor Albright. En realidad, no me gusta casi nada de lo que me ha pasado desde que conocí a ese hombre.
—¿Y de qué se trata?
—Una mujer, una amiga mía, fue asesinada cuando empezó a hacer preguntas sobre la señorita Monet, y la policía piensa que tuve algo que ver. Me he visto mezclado con ladrones y gente de mal vivir de toda la ciudad, todo porque hice un par de preguntas sobre su amiga.
—¿A Daphne le ha ocurrido algo?
Parecía tan preocupado que me alegró responder:
—La última vez que la vi estaba bien.
—¿La vio?
—Sí. Anteanoche.
Las lágrimas asomaron a sus pálidos ojos de niño.
—¿Qué le dijo? —preguntó.
—Teníamos problemas, señor Carter. Verá la locura de todo esto. La primera vez que la vi hablaba como una francesa. Pero después, cuando encontramos el cuerpo, tenía un acento como de San Diego o algo así.
—¿Cuerpo? ¿Qué cuerpo?
—Ya hablaré de eso, pero antes tenemos que llegar a algún entendimiento.
—Quiere dinero.
—No. Ya me han pagado y creo que de todos modos viene de usted. Lo que yo necesito es que me ayude a comprender lo que está pasando. Verá, no confío para nada en su hombre, Albright, y olvídese de la policía. Tengo un amigo, Joppy, pero esto es demasiado para él. Así que pensé que sólo usted me puede ayudar. Tengo que pensar que usted quiere a la chica porque la ama, y si estoy equivocado, entonces que me rompan el culo.
—Quiero a Daphne —dijo.
Casi me incomodó oírlo. Él no trataba en absoluto de actuar como un hombre. Se retorcía las manos para no preguntarme por ella mientras yo hablaba.
—Tiene que decirme por qué Albright la está buscando.
Carter volvió a pasarse la mano por el pelo y contempló las montañas. Aguardó un momento antes de decir:
—Un hombre de confianza me dijo que el señor Albright es bueno para estas cosas, confidencialmente. Tengo razones para no desear que este asunto se ventile en los diarios.
—¿Es casado?
—No. Quiero casarme con Daphne.
—¿No le robó nada?
—¿Por qué lo pregunta?
—El señor Albright parece muy preocupado por el equipaje de la chica y pensé que a lo mejor ella tenía algo que usted quería recuperar.
—Puede llamarlo robo, señor Rawlins, a mí no me importa. Ella se llevó algún dinero cuando se fue, pero eso no me interesa. La quiero a ella. ¿Me ha dicho que estaba bien cuando la vio?
—¿Cuánto dinero?
—No creo que eso importe.
—Si quiere que le dé respuestas, entonces hágalo usted también.
—Treinta mil dólares. —Lo dijo como si se tratara de calderilla—. Lo tenía en casa porque íbamos a darle medio día de vacaciones a nuestro personal, como una suerte de gratificación especial, pero el día que escogimos era un día de pago y el banco no podía enviar el dinero tan temprano, así que les pedí que me lo mandaran a casa.
—¿Permitió que el banco le entregara semejante suma en su casa?
—Fue sólo una vez, ¿y qué probabilidades había de que me robaran justo esa noche?
—Cerca de un uno por ciento, supongo.
Sonrió.
—Para mí el dinero no significa nada. Daphne y yo discutimos y ella se llevó el dinero porque pensó que yo nunca volvería a hablarle. Estaba equivocada.
—¿Por qué discutieron?
—Trataban de chantajearla. Vino a verme y me lo contó. Querían usarla para llegar a mí. Decidió irse, para salvarme.
—¿Y qué descubrieron de ella?
—Prefiero no decirlo.
Lo dejé pasar.
—¿Albright sabía lo del dinero?
—Sí. Ahora que he respondido a sus preguntas, quiero saber de ella. ¿Está bien?
—La última vez que la vi estaba bien. Estaba buscando a un amigo… Frank Green.
Pensé que aquel nombre lo sacudiría un poco, pero Todd Carter ni siquiera pareció oírlo.
—¿Qué fue lo que me dijo de un cuerpo?
—Fuimos a ver a otro amigo de ella, un sujeto llamado Richard, y lo encontramos muerto en la cama.
—¿Richard McGee? —La voz de Carter se enfrió.
—No sé. Sólo sé que se llamaba Richard.
—¿Vivía en Laurel Canyon Road?
—Sí.
—Bien. Me alegro de que esté muerto. Me alegro. Era un hombre espantoso. ¿Le dijo que comerciaba con chicos jóvenes?
—Sólo me dijo que era amigo de ella.
—Bueno, lo hacía. Era un chantajista y un chulo homosexual. Trabajaba para hombres ricos con apetitos perversos.
—Ahora está muerto y Daphne se llevó su coche anteanoche. Dijo que iba a dejar la ciudad. Fue lo último que supe de ella.
—¿Cómo iba vestida? —Sus ojos brillaban, expectantes.
—Un vestido azul y zapatos de tacón alto, también azules.
—¿Llevaba medias?
—Creo que sí. —No quería que pensara que yo la había mirado muy de cerca.
—¿De qué color?
—También azules, creo.
Sonrió de oreja a oreja.
—Es ella. Dígame, ¿llevaba un broche aquí, en el pecho?
—Al otro lado, pero sí. Era rojo con puntitos verdes.
—¿Quiere otra copa, señor Rawlins?
—Claro.
Esa vez sirvió él.
—Es una mujer hermosa, ¿verdad?
—No estaría usted buscándola si no lo fuera.
—Nunca he conocido a una mujer que usara perfume en un lugar donde la fragancia es tan leve que uno desea acercarse para averiguar qué es.
Jabón Ivory, pensé para mis adentros.
Me preguntó por el peinado y el maquillaje de la chica. Me dijo que era de Nueva Orleans y que pertenecía a una antigua familia francesa cuyos antepasados se remontaban a Napoleón. Hablamos media hora de sus ojos. Y entonces empezó a contarme cosas que los hombres jamás deberían contar de sus mujeres. No de sexo, sino que me confesó cómo lo apretaba contra su pecho cuando él tenía miedo y cómo lo defendía cuando un vendedor o un mozo trataban de pasarle por encima.
Hablar con el señor Todd Carter fue una experiencia extraña. Es decir, ahí estaba yo, un negro, en la oficina de un blanco rico, conversando como si fuéramos los mejores amigos, o incluso más íntimos. Me di cuenta de que él no sentía el temor ni el desprecio que mostraban la mayoría de los blancos cuando me trataban.
Fue una extraña experiencia pero ya la había vivido antes. El señor Todd Carter era tan rico que ni siquiera me consideraba en términos humanos. Podía decirme todo. Yo podría haber sido un preciado perro ante el que se arrodillaba y al que abrazaba cuando se sentía abatido.
Era la peor clase de racismo. El hecho de que ni siquiera reconociera nuestra diferencia mostraba que yo le importaba un bledo. Pero no tenía tiempo para preocuparme por eso. Simplemente miré cómo movía los labios hablando de su amor perdido hasta que, al final, empecé a verlo como a un ser extraño. Como a un bebé que crece hasta alcanzar el tamaño de un adulto y aterroriza a sus pobres padres con su fuerza y su estupidez.
—La quiero, señor Rawlins. Haría cualquier cosa por tenerla otra vez conmigo.
—Bien, le deseo buena suerte. Pero creo que será mejor que aleje a Albright de ella. Él quiere el dinero.
—¿Me la encontrará? Le daré mil dólares.
—¿Y qué me dice de Albright?
—Les diré a mis socios que lo despidan. No se pondrá en contra de nosotros.
—¿Y si lo hace?
—Soy un hombre rico, señor Rawlins. El alcalde y el jefe de policía suelen comer en mi casa.
—¿Y entonces por qué no pueden ayudarle?
Cuando le hice esta pregunta se apartó de mí.
—Encuéntremela —dijo.
—Si me da algo para empezar, digamos doscientos dólares, lo intentaré. Pero no le aseguro que vaya a salir nada. Por lo que sé, puede haber vuelto a Nueva Orleans.
Se puso de pie, sonriendo. Me tocó la mano con su apretón de papel.
—Le diré al señor Baxter que le extienda un cheque.
—Lo lamento, pero necesito efectivo.
Sacó la cartera y repasó los billetes.
—Tengo ciento setenta y pico aquí. Le pueden hacer un cheque por el resto.
—Déme ciento cincuenta —dije.
Sacó todo el dinero de la cartera y me lo alargó, murmurando:
—Tómelo todo, tómelo todo.
Y lo tomé.
En algún lugar del camino me acometió la sensación de que no iba a sobrevivir a aquella aventura. No había más salida que correr, y yo no podía correr, así que decidí exprimir a todos aquellos blancos y sacarles todo el dinero que soltaran.
El dinero lo compraba todo. El dinero pagaba el alquiler y alimentaba al gatito. El dinero era la razón de que Coretta estuviera muerta y DeWitt quisiera matarme. De algún modo se me ocurrió que si conseguía bastante dinero a lo mejor podía recuperar mi propia vida.